Capítulo 3

Ash murmuró una obscenidad por lo bajo, y volvió al parapeto, con el pulso retumbándole.

El fantasma blanquecino de la Luna creciente empezaba a recortarse en el azul cielo vespertino, cerca del horizonte occidental. Un carromato pasó traqueteando bajo Ash, por el puente de entrada a Dijon. Ella se asomó para observarlo. Iba atiborrado de doradas espigas de trigo, con gruesas cabezas sobre los tallos, y Ash pensó en los molinos de agua que había al otro extremo de la ciudad y en las cosechas y las condiciones invernales de la tierra a no más de sesenta kilómetros de allí.

Floria subió lentamente los últimos peldaños hasta donde se encontraba Ash.

—¡Ese maldito sacerdote casi me tira por las escaleras! ¿Adónde ha ido Godfrey?

—¡No lo sé! —Al ver la sorpresa de la otra mujer, Ash reprimió su tono de angustia y lo repitió más calmadamente—. No lo sé.

—Se ha saltado las vísperas.

—¿Quieres algo? Ahora que te has molestado en volver a aparecer —añadió Ash sin pararse a pensar—. ¿A qué puñetero pariente estás evitando esta vez? ¡Ya tuve suficiente de eso en Colonia! ¿De qué cojones sirve una cirujana... un cirujano, si nunca está presente?

Floria arqueó sus elegantes cejas.

—Supongo que pensé que podría acercarme con discreción a mi tía Jeanne. Como no me ha visto en cinco años, podría resultarle algo violento, aunque ella sabe que me visto de hombre para viajar. —La alta y sucia mujer sacudió la cabeza, poniendo un especial y sardónico énfasis en las últimas palabras—. No soy partidaria de restregarle a la gente por la cara cosas que les resultan difíciles.

Ash bajó la vista para mirar su brigantina y sus calzas de hombre.

—Y yo sí se lo restriego a la gente. ¿Es eso lo que quieres decir?

—¡Vale! —Floria levantó las manos—. Venga, me rindo, empieza de nuevo con el entrenamiento de armas. Por el amor de Dios, vete a pegarle a algo, ¡te hará sentir mejor!

Ash rió temblorosamente. La tensión que sufría se relajó. La brisa refrescó su cara, algo bienvenido tras las sofocantes calles. Se colocó el cinto de la espada, ya que la vaina había empezado a rozarse con el costado de la armadura de las piernas.

—Te alegras de estar aquí, ¿no? En Borgoña.

Floria le dedicó una sonrisa torcida, y Ash no fue capaz de distinguir lo que había detrás de aquella expresión.

—No exactamente —dijo la cirujano—. Creo que tu Faris está tan loca como un perro rabioso. Estar detrás de uno de los mejores ejércitos del mundo me parece una buena idea, si me mantiene alejada de ella. No estoy demasiado mal aquí.

—Bueno, aquí tienes familia. —Ash dirigió la mirada hacia fuera, apartando la vista de las murallas. La Luna había salido en el cielo occidental; un cielo dorado que empezaba a adquirir matices rosados en las nubes. Cerró las manos en puños y estiró los brazos, sintiendo el peso de la brigantina, cálido, familiar y tranquilizador, sobre su cuerpo—. Aunque la familia tiene cosas buenas y malas... ¡Cristo, Florian! En lo que llevo de día Fernando me ha dicho que desea mi precioso cuerpo, Godfrey ha estado desbarrando y el Duque Carlos me ha dicho que aún no ha decidido si va a entregarme de vuelta a los visigodos.

—¿Si va a hacer qué?

—¿No te has enterado? —Ash se encogió de hombros y se volvió hacia la mujer, que estaba apoyada en la piedra gris, esbelta con su jubón y sus calzas manchadas y el rostro despreocupado ardiendo con preguntas—. La Faris ha enviado aquí una delegación. Y, entre otros asuntos de poca monta, como decidir si nos declara la guerra y nos invade a nosotros o a Francia, desea saber si por favor le podrían devolver a su sierva comandante mercenaria.

—Basura —dijo Floria con brusca y completa confianza.

—Puede que tenga una base legal.

—No una vez que los abogados de mi familia vean la documentación. Dame una copia de la

condotta
. Se la llevaré a los letrados de
tante
Jeanne.

—¿Te importaría que yo no fuera hija legítima? —dijo Ash al notar que su cirujana evitaba la palabra sierva.

—Me sorprendería notablemente que lo fueras.

Ash casi se rió. Se reprimió, le echó una mirada a Floria del Guiz y se relamió.

—¿Y si tampoco he nacido libre?

Silencio.

—Ya ves. Importa —dijo Ash—. Los bastardos no son problemáticos, siempre que sean bastardos de nobles, o por lo menos de caballeros villanos

7
. Pero nacer siervo o esclavo es otra cosa completamente distinta. Propiedad. Posiblemente tu familia compre y venda mujeres como yo, Florian.

La alta mujer parecía asombrada.

—Probablemente lo hagan. ¿Hay alguna prueba de que hayas nacido de madre esclava?

—No, no hay pruebas. —Ash bajó la vista. Frotó el pomo de acero de su espada con el pulgar, rascando las muescas con la uña—. Excepto que ya hay un montón de gente oyendo que alguien en Cartago ha estado usando siervos para criar soldados. Para criar un general. Y, como Fernando se regocijó en comentarme, descartando los que no creían que iban estar a la altura al crecer.

—Eso es crianza selectiva de ganado; eso es lo que es —añadió Floria con un falso aire de impasibilidad.

—Para ser justa con ellos —dijo Ash con la voz alterada y un nudo en la garganta—, no creo que a mi compañía le vaya a importar un carajo. Si soportan que sea mujer, no les importará que mi madre fuera esclava. ¡Mientras pueda hacerlos salir con vida de una batalla, por lo que a ellos les concierne como si fuera la puta escarlata de Belcebú! ¿Pero y cuando sepan que no oigo a un santo, al León, que solo escucho de pasada la voz de alguien más? La máquina de otra gente. Que no soy más que un error en el camino para engendrarla a ella. ¿Entonces qué? ¿Marcará eso la diferencia? Su confianza en mí siempre ha pendido de un hilo fino...

Sintió una presión, un peso y, al levantar la cabeza, vio que Floria del Guiz le había rodeado los hombros con el brazo y estaba tratando de conseguir que su tacto atravesara la armadura.

—No vas a volver con los visigodos en ningún caso —dijo Floria animadamente—. Mira, solo está la palabra de esa mujer...

—Joder, Florian, es mi hermana gemela. Y sabe que ha nacido esclava. ¿Qué otra cosa puedo ser yo?

La mujer levantó la mano y tocó la mejilla de Ash con unos dedos mugrientos.

—No importa. Quédate aquí. Antes,

tante
Jeanne tenía amigos en la corte. Probablemente aún los tenga. Es una mujer de esas. Me aseguraré de que no te manden a ninguna parte.

Ash movió los hombros, incómoda. La desaparición de la brisa dejó las murallas de Dijon tan calurosas como el resto de la ciudad. Una ruidosa mezcla de cánticos y gritos de borrachos llegó desde la taberna que había al pie de las escaleras; y el golpeteo de las astas de las armas de poste con el cambio de guardia en el puente al turno de tarde. Arriba, en el etéreo vacío, el color iba poco a poco desapareciendo del cielo.

—No importa. —La insistente mano de Floria volvió la cabeza de Ash, obligándola a mirarla a los ojos—. ¡A mí no me importa!

La cálida presión de las puntas de sus dedos se clavó en la mandíbula de Ash. Esta miro a Floria fijamente, lo bastante cerca del rostro de la cirujano para oler el dulce aliento de la mujer, lo bastante cerca para ver la suciedad en las patas de gallo de las comisuras de sus ojos, y el reflejo de la luz en sus iris de color marrón verdoso.

Mirándola a los ojos, Floria sonrió torcidamente, soltó la mandíbula de Ash y recorrió la cicatriz de su mejilla con un dedo.

—No te preocupes, jefa.

Ash dejó escapar un profundo suspiro, se apoyó en Floria y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Tienes razón, joder, tienes razón. Vamos.

—¿Adónde?

—Acabo de tomar una decisión de mando. ¡Vamos de vuelta al campamento a emborracharnos como cubas!

—¡Buena idea!

Al pie de las escaleras recogieron la escolta y avanzaron por las calles hasta la puerta sur.

Codo con codo con la cirujano, Ash se detuvo, y estuvo a punto de caer, cuando Florian paró de repente. Los hombres de Thomas y Euen formaron un círculo y echaron mano a las armas.

—Debería haber sabido que donde está el mocoso de Constanza, tú también estarías. ¿Dónde está tu medio hermano? —dijo una mujer mayor con voz poco amable.

La mujer era gorda, vestía un traje marrón y una toca blanca, y llevaba un bolso pegado al vientre y agarrado con las dos manos. Sus ropas eran de rica seda bordada, y el cuello de su vestido era del lino más exquisito. Lo único que se veía de su pálida y sudorosa cara era la papada, unas mejillas regordetas y una pequeña nariz redonda.

Sus ojos seguían siendo jóvenes, y de un bello color verde.

—¿Por qué has vuelto para avergonzar a tu familia? —exigió la señora—. ¿Me oyes? ¿Dónde está mi sobrino Fernando?

—Ahora no... —murmuró Ash para sus adentros con un suspiro.

Floria dio un paso atrás.

—¿Quién es esta vieja bruja? —preguntó un soldado de la retaguardia de la escolta.

—Fernando del Guiz está en el palacio del duque,

madame
—la interrumpió Ash antes de que Florian pudiera hablar—. ¡Creo que lo encontraréis con los visigodos!

—¿Acaso te he preguntado a ti, abominación?

Lo dijo con bastante naturalidad.

Se produjo cierta agitación entre los hombres que vestían el tabardo con la librea del León, al darse cuenta de que en esta calle no había soldados borgoñones y que la mujer, aunque noblemente vestida, había salido sin escolta. Alguien se rió con disimulo. Uno de los arqueros sacó la daga. Alguien más murmuró: «¡Coño!».

—¿Jefa, quieres que nos encarguemos de la vieja zorra? —preguntó Euen Huw en voz alta—. Es una vieja mierda espantosa, pero Thomas aquí presente es capaz de follarse cualquier cosa que tenga dos piernas. ¿No es así?

—Y mejor que tú, bastardo galés. Por lo menos yo no me follo cualquier cosa que tenga cuatro patas.

Mientras decían todo esto avanzaron, hombres corpulentos ataviados con armaduras echando mano a las dagas de misericordia.

—¡Alto! —ladró Ash, y puso la mano en el hombro de Florian.

La anciana entrecerró los ojos y miró a Ash, recortada contra la brillante luz que llegaba a la calle entre los techos de pizarra.

—No tengo miedo de tus matones armados.

—Entonces sois doblemente estúpida, porque no se lo pensarían dos veces antes de mataros —dijo Ash sin aspereza alguna.

—¡Aquí impera la paz del duque! —exclamó la mujer—. ¡Y la Iglesia prohíbe el asesinato!

Ver a aquella mujer, con su limpio traje levemente salpicado de hollejo, con los pliegues del sombrero blanco perfectamente atados en su barbilla; saber lo rápidamente que todo podía trocarse en una tela desgarrada dejando ver cabello gris, un traje acuchillado, un terno ensangrentado, unas piernas delgaduchas abiertas y desnudas sobre los adoquines... todo esto hizo que Ash hablara lentamente.

—Nosotros nos ganamos la vida matando. Se convierte en un hábito. Serían capaces de mataros por vuestros zapatos, por no decir por vuestra bolsa, e incluso es más posible que lo hicieran por diversión. Thomas, Euen, creo que el nombre de esta mujer es... ¿Jeanne? Y que es pariente de nuestro cirujano. Las manos quietas. ¿Entendido?

—Sí, jefa...

—¡Y no lo digas ese tono de decepción, coño!

—Mierda, jefa —comentó Thomas Rochester—. ¡Tenéis que pensar que estoy desesperado!

Parecían llenar la calle, aparatosos como solo podrían serlo hombres ataviados con jubones acolchados bajo sus cotas de malla, placas metálicas cubriendo las piernas, y espadas de empuñadura larga al cinto. Armaban mucho jaleo.

—No conseguirías que se acostaran contigo ni en un burdel llevando una bolsa de luises de oro —comentó Euen Huw.

Ash se vio obligada a hablar a través del bullicio.

—¿Es tu tía, Florian?

Florian miraba al frente, manteniendo la compostura.

—La hermana de mi padre, Phillipe. Capitán Ash, permitidme que os presente a

made moiselle
Jeanne Châlon...

—No —dijo Ash de corazón—. No te lo permito. Hoy no. ¡Hoy ya he tenido bastante!

La anciana se metió de lleno entre el grupo de soldados, ignorando las bromas de estos, que duraron poco. Agarró a Florian por el hombro del jubón y le dio dos sacudidas, con pequeños movimientos espasmódicos.

Ash vio lo mismo que Thomas y Euen: una anciana bajita y regordeta agarrando a su cirujano y el joven alto, fuerte y sucio mirando hacia abajo con un patético aire de indefensión.

—Si no quieres que le hagamos daño, nos la llevaremos —le ofreció Thomas Rochester a Florian—. ¿Dónde vive la familia?

—Y enséñale modales por el camino. —El fibroso y moreno Euen Huw volvió a envainar la daga y cogió por detrás ambos codos de la mujer. Al apretar las manos, el rostro de Jeanne Châlon se puso lívido de la impresión, la mujer jadeó y se desmayó contra él.

—¡Déjala en paz! —Ash intimidó al galés con la mirada hasta tranquilizarlo.

—¡Déjame ver,

tante
Jeanne! —Floria del Guiz tomó el regordete brazo de la mujer con sus largos dedos y lo flexionó suavemente por el codo—. ¡Maldita sea! La próxima vez que te tenga en mi tienda de cirujano, Euen Huw...

El adalid galés aflojó su presa, incómodamente consciente de que la mujer seguía apoyada contra su pecho. Medio desmayada, Jeanne Châlon movió la mano y le abofeteó. Él intentó sostenerla sin cogerla por la gruesa cintura ni las caderas, la agarró mientras se deslizaba hacia abajo, y finalmente depositó a Jeanne Châlon sobre los adoquines y gruñó.

—Joder, Florian, hombre, ¡líbrate de esta vacaburra! A fin de cuentas todos tenemos familia en casa, ¿no? ¡Por eso estamos aquí!

—¡Cristo en el madero! —Ash empujó a los hombres y los hizo retroceder para abrir espacio y que corriera el aire—. ¡Es una mujer noble, por el amor de Cristo! ¡Metéoslo en la cabezota, el duque nos puede expulsar de Dijon! ¡Y es la tía de mi puto marido!

—¿Lo es? —Euen parecía dudar.

—Sí, lo es.

—Mierda. Y él con todos esos amigos visigodos. Y no es que no los necesite; ese chico tiene marcas en los calzones.

—Silencio —espetó Ash, con los ojos fijos en Jeanne Châlon.

Implacablemente, Florian fue desenrollando el lino blanco del sombrero. La mujer parpadeó. Unos mechones de pelo canoso se pegaron a su frente. Su piel enrojecida y sudorosa fue adquiriendo un aspecto más normal.

—¡Agua! —gritó Florian, extendiendo la mano sin mirar. Thomas Rochester cogió su bota de agua y se la puso en la mano.

—¿Está bien?

—Nadie nos ha visto.

—¡Mierda, creo que vienen los borgoñones!

Ash hizo un gesto y cortó los comentarios en seco.

—Vosotros dos, Ricau, Michael, id a la entrada de la calle y aseguraos de que no venga nadie. ¿Está muerta o qué, Florian?

La piel reseca, bajo los dedos de Florian, palpitaba: había pulso.

—Hace demasiado calor, va demasiado vestida, le habéis dado un susto de muerte y se ha desmayado —gruñó la cirujano—. ¿Hay algún problema más en el que podáis meterme?

Ash sintió que la voz de la mujer temblaba bajo la capa de enfado.

—No te preocupes, yo lo arreglo —dijo en tono confiado, a pesar de que no tenía ni idea de cómo salir del atolladero. Vio que su voz calmaba a Florian, a pesar de que posiblemente la cirujano fuera más que consciente de que ella no tenía la solución—. Ponedla en pie —añadió Ash—. Tú, Simón, trae vino. Corre.

Hicieron falta unos minutos para que el paje de la lanza de Euen corriera de vuelta a la taberna, los hombres de armas empezaran a moverse, recordaran que estaban en una ciudad, quedaran abrumados por la cantidad de calles y de gente y se acordaran del ejército borgoñón que había acampado extramuros. Ash vio sus rostros y oyó sus comentarios, mientras estaba arrodillada junto a Florian, que miraba fijamente a la anciana.

—¡Yo te crié! —farfulló la mujer. Abrió los ojos y fijó la mirada en el rostro de Florian—. ¿Y qué fui para ti? Nada más que una matrona. ¡Siempre lloriqueabas llamando a tu difunta madre! ¿Cuándo me lo has agradecido?

—Siéntate, tía. —La voz de Florian era firme. Puso un fibroso brazo en la espalda de la mujer y la hizo incorporarse—. Bebe esto.

La regordeta mujer estaba sentada en el suelo empedrado, sin darse cuenta de que tenía las piernas abiertas. Volvió a parpadear, deslumbrada por el brillante sol reflejado en las piernas de los hombres que las rodeaban; y abrió la boca, tragando el vino que Florian vertió entre sus labios.

—Si está lo bastante bien para seguir abroncándote, vivirá —dijo Ash lúgubremente—. Vamos, Florian. Salgamos de aquí.

Puso la mano bajo el brazo de la cirujano, para ayudarla a levantarse. Florian se la apartó.

—Tía, deja que te ayude a levantarte...

—¡Quítame las manos de encima!

—He dicho que nos vamos —repitió Ash en tono apremiante.

Jeanne Châlon emitió un grito ahogado y recogió su tocado deshecho del suelo. Se puso el lino sobre su pelo gris.

—¡Vil...! —Los hombres de armas rieron. Ella los ignoró y miró furiosamente a Florian—. ¡Eres una vil abominación! ¡Siempre lo supe! Ya con trece años sedujiste a aquella muchacha...

Sus siguientes palabras fueron inaudibles, ahogadas en comentarios soeces. Thomas Rochester le dio a la cirujano una palmadita en la espalda.

—¿Trece? ¡Que pillín!

La boca de Florian se dobló involuntariamente.

—Lizette, sí —dijo impulsivamente, con los ojos brillando—. Su padre se encargaba de las perreras. Tenía el pelo negro y rizado... Una chica bonita.

Uno de los ballesteros de la retaguardia de la escolta dejó escapar una risita.

—Es un mujeriego, nuestro cirujano.

—¡Ya basta! —chilló Jeanne Châlon.

Ash se inclinó y obligó a Florian a ponerse en pie.

—No discutas. Vámonos.

Antes de que la cirujano pudiera moverse, la mujer que estaba sentada sobre los adoquines volvió a chillar, lo bastante alto y con el suficiente énfasis para que todos cuantos la rodeaban quedaran en silencio.

—¡Ya basta de esta vil superchería! ¡Dios nunca te perdonará, pequeña ramera, pequeña zorra, pequeña abominación! —Jadeando, Jeanne Châlon tomó aire y levantó los ojos, llorando—. ¿Por qué la toleráis? ¿Es que no sabéis que os lleva a la condenación, os mancilla, solo con su presencia? ¿Por qué si no le está vetado su hogar? ¿Estáis ciegos? ¡Miradla!

Rostros: Euen, Thomas, los alabarderos... Miraron a Ash, luego a Florian. Y tras Florian, otra vez a Ash.

—Vale, ya es suficiente —dijo Ash rápidamente, con la esperanza de aprovechar la confusión—. Nos vamos.

—¿Qué dice? —Thomas miró a Florian.

Ash llenó los pulmones.

—¡A formar!

Jeanne Châlon se estremeció, y se puso de pie titubeante, sin que la ayudaran, en un susurro de faldas y terno. Estaba jadeando. Alargó una mano y agarró el tabardo de Euen Huw.

—¡Estáis ciegos! —Miró directamente a Florian—. Miradla. ¿Es que no veis lo que es? Es una furcia, una abominación que se viste con ropas de hombre. Es una mujer...

—Oh, joder —dijo Ash por lo bajo, sin darse cuenta.

—Dios es mi testigo —gritó

mademoiselle
Châlon—. Es mi sobrina y mi vergüenza.

Floria del Guiz sonrió, tensa.

—Recuerdo que después de lo de Lizette amenazaste con encerrarme en un convento. Siempre pensé que aquello tenía cierta falta de lógica —dijo con voz distante—. Gracias, tía. ¿Dónde estaría yo sin ti?

Ya había un murmullo de comentarios entre los hombres de armas. Ash maldijo violentamente en voz baja, escupiendo la imprecación.

—Vale. A formar. Nos largamos de aquí. Vamos.

Los hombres se agruparon alrededor de Florian y Jeanne Châlon, que estaban mirándose a los ojos como si no hubiera nadie más en el mundo. La sombra de una bandada de palomas pasó sobre ellas. El traqueteo de los molinos era el único sonido que se oía en el silencio.

—¿Dónde estaría? —repitió Florian. Todavía tenía en la mano el frasco de vino que había traído Simón. Lo levantó y bebió de él, con gesto ausente, tragó y se limpió la boca con la manga—. Tú me echaste. Es duro hacerse pasar por hombre, estudiar con hombres. Me hubiera vuelto de Salerno la primera semana, si hubiera tenido un hogar al que volver. Pero no lo hice, y ahora soy cirujano. Tú me hiciste lo que soy ahora,

tante.

—El Diablo te hizo. Te acostaste con esa muchacha, Lizette, como si fueras un hombre —dijo fríamente Jeanne Châlon, al silencio.

Ash vio idénticas expresiones de conmoción en los rostros de los hombres de armas, y en el de Thomas Rochester un desagrado abrumador y supersticioso.

—Podía haber hecho que te quemaran —dijo la anciana—. Te sostuve en mis brazos cuando eras un bebé. Recé para no volver a verte nunca. ¿Por qué has vuelto? ¿Por qué no te has quedado lejos?

—Hay algo —la voz de Floria se hizo más fina, perdiendo su ronca profundidad—algo que siempre he querido preguntarte, tía. Pagaste para que el abad de Roma me liberara, cuando me habrían quemado por tener una amante judía.

Tante
, ¿podrías haberla comprado también a ella? ¿Podrías haber pagado por la vida de Esther?

Los rostros de los hombres se volvieron hacia Jeanne Châlon.

—Hubiera podido. ¡Pero no quise! ¡Era judía! —La regordeta mujer estaba sofocada, y arrastraba las faldas y el vestido a su alrededor, sin darse cuenta de que tenía el bolso enredado en el pie. Apartó la mirada de Florian del Guiz, como si se diera cuenta por primera vez de que tenía audiencia—. ¡Era judía! —repitió, protestando a gritos.

—Bueno... He estado en París, Constantinopla, Bokkara, Iberia y Alejandría —la voz de Florian destilaba un desprecio viciado y desesperanzado. Ash se dio cuenta súbitamente, al ver el rostro de la cirujano, de que esta había esperado aquel momento durante largo tiempo, con la esperanza de que fuera diferente—, y no he encontrado a nadie a quien desprecie tanto como te desprecio a ti, tía.

La mujer borgoñona chilló.

—¡Y ella también se vestía de hombre!

—Igual que la jefa —gruñó Thomas Rochester—, y que alguien tenga cojones de intentar quemarla.

Ash percibió el equilibrio en el aire, ese momento que puede cristalizar.

No saben qué pensar: Florian es una mujer, pero esta zorra Châlon no es una de los nuestros...
Vio que Ricau hacía un gesto. Un grupo de borgoñones entraban en la estrecha calle: molineros de vuelta a casa.

La mujer volvió a chillar.

—¡Phillipe nunca debería haberte engendrado! ¡Mi hermano padece el purgatorio por ese pecado!

Floria del Guiz giró sobre sus talones, cerró la mano y le propinó un puñetazo en el rostro a Jeanne Châlon.

Rochester, Euen Huw, Katherine y el joven Simón rieron espontáneamente.

Mademoiselle
Châlon cayó al suelo chillando.

¡Au secours!

—Vale —dijo Ash, con la vista puesta en los ciudadanos de Dijon que se aproximaban—, hora de irse; saquemos de aquí a nuestro cirujano.

No hubo vacilaciones: los hombres de armas cerraron filas alrededor de Florian, con las manos en las empuñaduras de las espadas o aferrando las astas de las alabardas, y empezaron a andar a paso rápido hacia el extremo de la calle y la puerta de la ciudad, haciendo que los ciudadanos de Dijon tuvieran que apartarse de un salto del camino.

—Si alguien pregunta —Ash se inclinó hacia Jeanne Châlon—, mi cirujano está bajo arresto, vigilado por mis gendarmes, y yo misma me encargaré de disciplinarlo.

Ignorándola, la anciana sollozaba, tapándose la boca con manos manchadas de sangre.

Corriendo tras sus hombres de armas, Ash levantó la vista para mirar el sol vespertino sobre los tejados de Dijon, y tuvo tiempo de pensar:

¿Por qué hemos venido a Borgoña?

¿Y qué me va a decir ahora el duque?