Capítulo 4
Sonaron pasos de puntillas, susurro de voces; Ash no se dio cuenta.
Los sollozos que le retorcían el estómago fueron convirtiéndose en lágrimas silenciosas, que corrían cálidas y húmedas sobre sus manos. La pena dejó de ser un refugio. Sus miembros y su tronco temblaban violentamente, por el dolor y por el intenso frío de las celdas. Se hizo un ovillo, apretando las heladas manos contra las espinillas. La sed le había resecado los labios.
El mundo y su cuerpo volvieron. Las gélidas paredes alicatadas se clavaron en su costado desnudo. Sufrió escalofríos, y todo el vello corporal se le puso de punta como las cerdas de un puerco. Ash supuso que pronto tendría sueño y dejaría de temblar, como hacen los hombres en la nieve de las altas y frías montañas al tumbarse para nunca volver a ponerse en pie.
La reja de la celda se abrió bruscamente a un lado. Los pies descalzos de unos esclavos pisaron sobre el suelo de baldosas; alguien gritó por encima de la cabeza de ella. Ash intentó moverse. La escocedura aguijoneó su vagina. Tremendos escalofríos sacudían su cuerpo. Bajo ella, las baldosas estaban frías como la escarcha.
—¡Por él madero de Cristo! —gritó una voz ronca— ¿Por qué no me habéis avisado?
Ash levantó la cabeza del suelo, forzando el cuello, parpadeando con sus ojos hinchados.
—¡Encended fuego en el observatorio! —ordenó un visigodo corpulento y de barba oscura que estaba de pie junto a ella. El
Los esclavos corrieron. Los pasos de él la mecían levemente.
La lana forrada de seda se deslizó sobre su piel helada y sucia. La calidez aumentó. Ash empezó a temblar con unos escalofríos incontrolables. Los brazos de Alderico la apretaron fuertemente.
Mientras la transportaban escaleras arriba, a través del patio de la fuente con una fría llovizna dándole en el rostro desnudo, goteando agua rojiza, Ash intentó perderse en sus pensamientos. Ponerlo todo donde fuera que se pusiesen los malos recuerdos, los recuerdos de la gente que la había traicionado, de los estúpidos errores de cálculo responsables de la muerte de gente.
Unas cálidas lágrimas se abrieron paso entre sus párpados. Sintió que el agua le corría por la cara, mezclándose con la llovizna. Entre un grupo de esclavos y órdenes a voz en grito, la introdujeron en otro edificio, pasillos descendentes, escaleras descendentes. Su pena lo nubló todo excepto la leve impresión de un eterno laberinto de habitaciones, clavado en la colina de Cartago como un diente en la encía.
La presión de los brazos que la sostenían se relajó. Algo rígido aunque ligeramente blando se apretó contra su espalda. Estaba tumbada en un jergón, sobre una sólida plataforma de roble blanco, en una espaciosa habitación iluminada por fuego griego. Los esclavos correteaban con diez o doce cuencos de hierro, colocándolos en trípodes y apilando en su interior carbón al rojo.
Ash levantó la mirada. Las paredes estaban cubiertas de armaritos metálicos, bajo lámparas de cristal y fuego. Sobre las luces, el techo abovedado se movía, cerrándose como la concha de una almeja ante sus ojos; tapando la visión a través del grueso cristal del negro cielo.
Los esclavos dejaron de tirar de los paneles del techo y ataron las cuerdas.
Una niña de pelo claro y unos ocho años miró a Ash con el ceño fruncido, mientras pasaba los dedos sobre su collar de hierro. Los esclavos varones se fueron. Otros dos niños esclavos se quedaron para atender los braseros que, poco a poco, fueron filtrando su calor al gélido ambiente.
Las bruscas órdenes de Alderico trajeron más gente. Un hombre libre visigodo, serio, barbudo y vestido con una túnica, miraba a Ash fijamente y desde arriba, junto a una mujer que llevaba un velo negro prendido a una peineta. Ambos mantuvieron un rápido intercambio de palabras en latín médico. Ella lo comprendió aceptablemente...
—¿Y bien? —exigió otra voz.
Sus pocos minutos en compañía del
—No será fácil que vuelva a concebir,
Leofrico anduvo arriba y abajo por la habitación a grandes zancadas. Extendió los brazos y un esclavo le puso un abrigo de terciopelo verde y dorado.
—¡Por el madero de Cristo! ¡Esta también es estéril!
—Eso parece.
—¿Para qué sirven estas hembras estériles? ¡Con esta no puedo ni criar!
—No,
Ash movió las caderas. La dura obstrucción de metal se deslizó fuera de su vagina, aliviando un dolor que Ash no había sabido que sentía. Intentó sentarse, moverse, dar un débil puñetazo. El segundo doctor cerró su mano alrededor de la muñeca de ella.
Ash fijó los ojos en la bocamanga del hombre. A la luz blanca de la habitación vio grandes puntadas oblicuas que fijaban el forro de color verde oliva a la prenda de lana color verde botella. El botón estaba cosido a la bocamanga con unas cuantas puntadas descuidadas. El ojal no era más que un agujero en la tela despeluzada.
El abrigo de lana de Alderico envolvía el cuerpo de ella, calentándola. Su factura era igualmente apresurada.
Ellos tampoco se esperaban este frío.
Lo que ella siente aquí no es el sofocantemente cálido Crepúsculo iluminado por las estrellas que le describió Angelotti; cuando fue a la vez esclavo y artillero en estas costas. El Crepúsculo Eterno bajo el que nada crece, pero dentro de cuyos límites caminan los nobles de Cartago, vestidos de seda, bajo un cielo de color índigo.
El mismo aire cruje por la escarcha.
La mujer, con pericia, le puso una copa en los labios y la inclinó. Ash tragó. La bebida tenía un dulzón sabor a hierbas. Casi inmediatamente, su cuerpo experimentó un espasmo. La sensación de la sangre expulsada de su cuerpo, mojando la lana, volvió a hacerle un nudo en la garganta y ella apretó los dientes para no sollozar.
—¿Vivirá? —preguntó imperiosamente Leofrico.
El doctor más anciano, muy serio, muy satisfecho con su propia opinión, se dirigió al
—El útero es fuerte. El cuerpo es fuerte y exhibe escasa conmoción. Si se la somete a más dolor, difícilmente morirá a consecuencia de este, a menos que sea de lo más intenso. Podrá sometérsela a tortura moderada dentro de una hora aproximadamente.
★ ★ ★
El
Ash estaba tumbada en la cama de roble acolchado, observándolo.
No fue una sorpresa repentina. Se le pasó por la cabeza de forma totalmente normal, como pasaba siempre justo antes de una batalla; pero reforzó la concentración de su mente, extendió su consciencia hasta Leofrico, sus doctores, al
Lo que le sobrevino, como si se hubiera roto una membrana, fue la absoluta comprensión de su propia falta de importancia: todas las cosas que uno piensa que no van a pasar nunca, «a mí no», se convirtieron en una posibilidad inmediata. Las demás personas morían de heridas, de accidentes, de infecciones, de fiebres posparto, de una sentencia de muerte promulgada por la justicia del rey califa, y por lo tanto, yo...
Estaba acostumbrada a pensar en sí misma como la heroína de su propia historia. Lo que en ese momento perdió sentido para ella fue la idea de que se tratara de una historia coherente que requiriera un final resuelto (algún día, en el futuro, en el futuro lejano).
—Estaba leyendo un informe de mi hija cuando los esclavos me llamaron —dijo el
Ash se echó a reír.
Fue un pequeño resoplido, una risa ahogada, apenas un aliento, pero recorrió todo su cuerpo haciendo que le lloraran los ojos, y Ash se limpió el rostro húmedo, helado, con el dorso de la mano.
—Sí, ¡y eso que tuve muchísimos oficios donde elegir!
Leofrico se dio la vuelta. A su espalda se arremolinó un cielo de completa negrura, y unos copos de nieve cayeron sobre los bordes de las contraventanas de madera. La misma niña esclava limpió las baldosas y sacudió las contraventanas. Leofrico la ignoró.
—No eres lo que yo esperaba. —Parecía a la vez nervioso y sincero. Se remangó su abrigo de lana a rayas verdes y amarillas y avanzó a grandes zancadas hacia ella—. Tontamente, pensaba que serías como ella.
—Anota esto —le dijo Leofrico al más pequeño de los dos niños esclavos. Ash vio que el chico sostenía una tableta encerada, y estaba dispuesto a escribir con su estilo—. Notas preliminares: físicas. Veo una mujer joven, habitualmente sucia. Evidencias comunes de infección parasítica de la piel, cuero cabelludo infestado de tiña. Desarrollo muscular poco habitual en una mujer, especialmente trapecios y bíceps. Extracción campesina. Tono muscular general bueno..., extremadamente bueno. Algunas evidencias de desnutrición temprana. Faltan dos dientes, mandíbula inferior, lado de la mano izquierda. Sin evidencias de caries. Cicatrices en el rostro, antiguo traumatismo en la tercera, cuarta y quinta costillas del costado izquierdo, todos los dedos de la mano izquierda y evidencias de lo que supongo habrá sido una fractura fina de la tibia izquierda. Estéril a causa de un traumatismo, posiblemente antes de la pubertad. Repítemelo.
Leofrico escuchó al chiquillo mientras este leía en un soniquete. Ash parpadeó para reprimir las lágrimas demasiado fáciles y se arrebujó en el capote de lana. Su cuerpo estaba dolorido. Oleadas de sensación seguían sacudiendo su vientre, su cuerpo entero. Le dolía hasta el último tejido.
Se quedó sin aliento; demasiado duro para pensar en ello. Una parte arrogante de ella se revolvió.
—¿Qué es esto, mi pedigrí? ¡Yo no soy la puñetera yegua de un criador de caballos! ¿No sabes de qué rango soy?
Leofrico se volvió hacia ella.
—¿De qué rango eres, pequeña muchacha franca?
El aire frío sopló entre los carbones calientes. Estos se pusieron rojos y luego negros. La mirada de Ash se cruzó con la de la esclava que estaba arrodillada al otro lado del trípode de hierro. La niña hizo una mueca de disgusto y apartó la mirada.
—Escudero, supongo. Me siento a la mesa con hombres de quinto rango por derecho. —Repentinamente todo eso le pareció extremadamente ridículo—. Puedo comer en la misma mesa que los predicadores, doctores en leyes, mercaderes ricos y mujeres de alcurnia. —Ash acercó el cuerpo al borde de la cama de roble y el plato de carbones incandescentes más próximo—. Supongo que ahora comería con el rango de los caballeros, ya que estoy casada con uno. La sustancia de la vida no dignifica tanto como la sangre noble. Caballero hereditario supera a mercenario.
—¿Y de qué rango soy yo?
La carne es muy fácil de quemar.
—Del segundo rango, si un
—¿Entonces, cómo deberías dirigirte a mí? —preguntó este con tono de preocupación en su voz de tenor.
—¿Padre? —sugirió ella con sarcasmo.
—¿Mmm? Mmm. —Leofrico se dio la vuelta y se apartó de ella varios pasos. Luego volvió, fijando sus arrugados y desvaídos ojos en el rostro de ella. Llamó la atención del escriba esclavo chasqueando los dedos—. Notas preliminares: de la mente y el espíritu.
Ash se sentó sobre el jergón, apretando los dientes para resistir el dolor. Los ojos le lloraron. Envolvió su cuerpo desnudo en la cálida lana. Abrió la boca para interrumpir. El rostro de la niña esclava se contorsionó de terror.
—Es una... —el hombre de pelo blanco se interrumpió. Su traje se movió. Un bulto cerca de su exquisito cinturón de cuero se movió a un lado y a otro. El hocico gris y los bigotes de una gran rata macho se asomaron por la manga de Leofrico. Distraídamente, el
Ash abrió la boca.
La rata gris volvía a olfatearle la mano.
—Las evidencias que he sido capaz de reunir hablan de que ha vivido entre soldados desde una edad temprana, adoptando su forma de pensar, y ejerciendo las dos profesiones militares: prostituta y soldado.
Ash extendió sus dedos manchados de marrón. La rata empezó a lamerle la piel. Tenía el lomo y el vientre a manchas grises y blancas, un ojo negro y otro rojo, y el pelaje corto y suave como el terciopelo. Ash movió la mano cuidadosamente para rascarle detrás de las cálidas y delicadas orejas. Intentó imitar el gorjeo de Leofrico.
—Vaya,
La rata la miró con sus brillantes y desparejados ojos.
—Demuestra falta de concentración, falta de planificación por adelantado, un deseo de vivir para la sensación momentánea. —Leofrico le hizo un gesto al escriba para que dejara de tomar notas—. Mi querida chiquilla, ¿crees que me sirve de algo una mujer que se ha convertido en capitana mercenaria en el bárbaro norte, y que afirma que sus habilidades militares provienen de las voces de los santos? ¿Una campesina ignorante con habilidades puramente físicas?
—No. —Ash, con el vientre helado, siguió acariciando el aterciopelado pelaje de la rata—. Pero eso no es lo que creéis que soy.
—Has pasado con mi hija el tiempo suficiente para poder fingir un conocimiento básico del Gólem de Piedra.
—Eso dice el rey califa. —Ash dejó que el tono cínico, ácido se mantuviera en su voz.
—En este caso tiene razón. —La alta y delgada osamenta de Leofrico se sentó al borde de la cama. La rata gris correteó sobre el jergón y trepó a su muslo, apoyando sus patas delanteras en el pecho de él—. El Vientre de Dios tiene razón, ¿sabes? Los visigodos no tenemos más elección que ser soldados...
—¿El Vientre de Dios? —repitió Ash sobresaltada.
—El Puño de Dios —se corrigió Leofrico. En gótico cartaginés era una sola palabra, obviamente un título—. El abad Muthari. Tengo que dejar de llamarlo así.
Ash recordó al obeso abad del séquito del rey califa. Habría sonreído, pero el miedo hizo que el rostro se le pusiera tieso.
El
—No puedo creer nada que digas acerca del asunto, debido a que tienes todos los motivos del mundo para intentar convencerme de que oyes a esta máquina. —Sus ojos de azul desvaído pasaron del rostro de ella a la rata—. No le he mentido por completo al rey califa, ni tampoco lo único que quería era salvarte de la estúpida y brutal solución de Gelimer. Puede que tenga que hacerte daño para asegurarme.
Ash se frotó la cara con las manos. Los carbones eliminaban el frío del aire, pero su sudor era frío.
—¿Cómo sabréis que estoy diciendo la verdad cuando empecéis a hacerme daño? Diría cualquier cosa, y eso lo sabéis, ¡cualquiera lo haría! Yo he...
—Yo he torturado hombres. ¿Es eso lo que ibas a decir? —dijo el canoso
—He estado presente mientras sucedía. He dado las órdenes. —Ash tragó saliva— Probablemente yo pueda asustarme mucho mejor de lo que podéis vos, considerando lo que he visto y lo que sé.
Entró un niño esclavo, que se acercó a hablar con Leofrico en voz baja. El visigodo arqueó las peludas cejas.
—Supongo que debería dejarle pasar. —Le indicó con un gesto al muchacho que se fuera. Unos instantes después entraron dos hombres ataviados con cotas de malla y cascos. Entre sus guardias entró en la habitación un
Era el que iba con el rey califa, recordó Ash, y mirando a sus ojos del color de las pasas, le vino a la cabeza su nombre: Gelimer, el
—Su majestad insistió en que yo supervisara el proceso. Os suplico disculpas —dijo el
—
Los dos se apartaron a un lado. A Ash se le hizo un nudo en el estómago. Tras algunos segundos, el
—El rey califa me ha pedido que haga esto. —El
Su cuerpo estaba dolorido, tembloroso, sangrante; dejó que la levantaran de la cama y miró fijamente los mosaicos de la pared: el jabalí en el Árbol del Hombre Verde, elaborado con minucioso detalle. Mientras tanto, le colocaron un anillo de hierro bajo la barbilla y lo cerraron. Su cabeza retumbó ante el breve y preciso martilleo que fijó un remache al rojo a través del cierre del collar. La regaron con agua fría. No pudo mover la cabeza, que uno de los hombres tenía agarrada firmemente por el pelo cortado, pero escupió agua y se estremeció.
La habitación olía a hollín. Un extraño y frío peso de acero descansaba alrededor de su cuello, Ash miró furiosamente a Gelimer, con la esperanza de que él pensara que la había ultrajado, pero su boca no lograba mantener la compostura.
—En consideración de su estado de salud, opino que un collar será más que suficiente —murmuró el
—Lo que sea. —El
—Pronto estaré en posición de poder informar mejor al califa. Consultando los registros, he encontrado siete carnadas nacidas alrededor del tiempo de su posible nacimiento; todos sus miembros fueron sacrificados excepto mi hija. Puede que ella escapara al sacrificio.
Ash se echó a temblar. La cabeza le retumbaba por los martillazos. Pasó los dedos a través del collar de esclavo y tiró del metal, que ni se inmutó.
Gelimer la miró por vez primera a la cara. El
—¿Por qué estás tan enfadada, mujer? Después de todo, hasta ahora has perdido bastante poco.
Lo que ella ve, con el ojo de su mente, es una punta de lanza visigoda clavándose en el costado de
Es más fácil ver a
—No, ¿qué he perdido?—dijo Ash amargamente—. ¡Nada!
—Nada comparado con lo que puedes perder —dijo Gelimer—. Leofrico, que Dios te otorgue un buen día.
El remache de su collar, aún a medio enfriar, le quemó la punta de los dedos. Ash observó la despedida de Gelimer. La complejidad de la política de esta corte, imposible de aprender en meses, y mucho menos en minutos, iba en su contra.
Su aislamiento la hirió como una espada recién afilada.
No importa lo clara que se vuelva la poca importancia de uno, lo fácil que sea comprender la propia mortalidad, el yo siempre protesta.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
Leofrico se dio la vuelta en el ornamentado portal de entrada a la habitación, rematado con un arco.
—Si quieres vivir te sugiero que me lo cuentes —dijo, de nuevo en francés.
Fue franco y sin tacto, un tono completamente diferente del que había usado con el
—¿Qué puedo deciros?
—Para empezar: ¿cómo hablas con el Gólem de Piedra? —preguntó amablemente Leofrico.
Ash se sentó en una cama de roble tallada que a ella le llevaría cinco años poder pagarse, envuelta en lana y lino manchados de sangre. Le dolía todo el cuerpo.
—Me limito a hablar —dijo ella.
—¿En voz alta?
—¡Por supuesto que en voz alta! ¿Cómo si no?
Leofrico pareció encontrar algo ante lo que sonreír en la indignación de ella.
—Por ejemplo, ¿no hablas con una voz interior, como cuando lees en silencio?
—No sé leer en silencio.
El
—Reconozco varias de las tácticas de vuestra máquina —dijo Ash—, porque las he leído en
La piel que rodeaba los ojos de Leofrico se arrugó momentáneamente más de lo normal. Ash se dio cuenta de que estaba divertido. Ella estaba en tensión, a medio camino entre el miedo y el alivio.
—Pensé que quizá tu administrador te las habría leído —dijo Leofrico amigablemente.
La tensión, al liberarse, trajo unas lágrimas demasiado fáciles a sus ojos.
—Robert Anselm me dio su copia inglesa
—¿Y cómo escuchas al Gólem de Piedra? —preguntó Leofrico.
Ash abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla.
Finalmente Ash se tocó la sien.
—Simplemente lo oigo, aquí.
Leofrico asintió lentamente.
—Mi hija no logra explicarlo mejor. En ciertos aspectos es una decepción. Yo tenía la esperanza, cuando al fin apareció alguien que podía hablar a distancia con el Gólem de Piedra, que por lo menos se me podría informar de cómo se llevaba esto a cabo... Pero no. Solo «lo oigo», ¡como si eso explicara algo!
—¡Sois artillero! —soltó Ash, casi histérica, y se tapó la boca con ambas manos, observando la completa incomprensión de él con ojos brillantes.
—¿Perdón?
—O herrero. ¿Estáis seguro de no haber sentido nunca el impulso de fabricar una cota de malla, mi señor
A Leofrico se le escapó una risa asombrada e involuntaria; provocada solo por el evidente divertimento de ella. El anciano negó con la cabeza, completamente confundido.
—Ni forjo cañones ni construyo mallas. ¿Qué pretendes decirme?
—Mi señor Leofrico, he sido capturada antes, he sido apaleada antes; nada de esto me resulta nuevo. No tengo expectativas de vivir hasta el Advenimiento de Cristo. Todo el mundo muere.
—Algunos más dolorosamente que otros.
—Si creéis que eso es una amenaza es que nunca habéis visto un campo de batalla. ¿Sabéis a lo que me arriesgo cada vez que salgo allí? La guerra —dijo con ojos brillantes— es peligrosa, mi señor Leofrico.
—Pero estás aquí—dijo el hombre de complexión pálida—. No allí.
La absoluta calma de Leofrico la asustó. Ash pensó que también los artilleros se preocupaban de la munición, la puntería, la elevación del arma, la potencia de fuego y solo después pensaban en las consecuencias, donde impactaban. Después de las batallas, los caballeros se reúnen a hablar, muy en serio, acerca de lo malo que es matar; pero esto no les impide fabricar mejores espadas, lanzas más pesadas, un diseño más eficiente para los yelmos.
—Decidme qué he de hacer para seguir con vida —dijo ella.
Leofrico se encogió de hombros.
En la habitación helada, entre cuencos de tizones ardiendo, iluminada por el fuego griego, Ash miró fijamente al
Ahora lo sentía. Su voz, su atención, dirigidas hacia... algo, de algún modo.
—¿Cuánto tiempo hace que existe un Gólem de Piedra? —preguntó en voz alta.
Leofrico se puso a decir algo a lo que ella no le prestó atención.
—Doscientos años y treinta y siete días.
—Doscientos años y treinta y siete días —repitió Ash en voz alta.
Leofrico interrumpió lo que estaba diciendo. La miró fijamente.
—¿Sí? Sí, debe de ser eso. El séptimo día del noveno mes... ¡Sí!
Ash volvió a hablar.
—¿Dónde está el Gólem de Piedra?
—En el sexto piso del cuadrante nordeste de la casa de Leofrico, en la ciudad de Cartago, en la costa del norte de África.
Su atención se concentró al máximo. Además, su oído le daba la sensación de estar haciendo algo de forma no enteramente pasiva, no como si escuchara a un hombre hablar o a un músico tocar, no la simple espera de una respuesta.
—Unos cinco o seis pisos por debajo de nosotros —repitió Ash mirando a Leofrico.
—Eso puedes haberlo escuchado en los chismorreos de los criados —dijo el
—Podría, pero no ha sido así.
—Eso no tengo forma de saberlo.
Ahora la estudiaba atentamente.
—¡Claro que sí! —Ash se incorporó en la cama de roble—. Si no me decís qué hacer para seguir viva, yo os lo diré a vos. Hacedme preguntas, mi señor Leofrico. Sabréis la verdad. ¡Así sabréis si estoy mintiendo acerca de mi voz!
—Algunas respuestas son peligrosas.
—Nunca es inteligente saber demasiado de los asuntos de los poderosos.
Ash se bajó de la cama y anduvo, lenta y dolorosamente, hacia las contraventanas. Leofrico no la detuvo cuando ella abrió el cerrojo y se asomó. Un barrote metálico central, firmemente encastrado en el marco, era lo bastante grueso para impedir que una mujer se arrojara al vacío.
El aire helado le congeló la piel de las mejillas, enrojeciéndole la nariz. Sintió una breve simpatía por aquellos que estaban en el frío y húmedo norte cobijados en tiendas; una sensación de afinidad por su sufrimiento y su incomodidad que era, al mismo tiempo, un apremiante deseo de estar allí con ellos.
Bajo el alféizar de piedra el gran patio siseaba y borboteaba, mientras las lámparas de fuego griego eran apresuradamente cubiertas por pantallas de rayas de colores inadecuadamente alegres. Ash bajó la vista y vio cabezas, rubias en su mayoría. Los esclavos y las esclavas trataban de colocar en su sitio el lino encerado con profusión de maldiciones y quejas; brazos delgados que sostenían tela o cuerdas con gritos de impaciencia. No había ningún hombre libre en el patio salvo los guardias, y Ash pudo distinguir desde allí arriba su enemistad mutua.
Una vez cubiertas, las luces la dejaron ver más allá los achaparrados edificios circundantes. Una casa de unas dos mil personas, estimó ella. Era imposible ver más lejos en la oscuridad, ver si esta ciudad interior de Cartago contenía las residencias de otros
Un sonido hueco y ululante la sobresaltó. Levantó la cabeza, alerta, y distinguió que resonaba sobre los tejados y el patrio desde una gran distancia.
—La puesta de Sol —llegó la voz de Leofrico desde detrás de ella. Cuando Ash lo miró, sus ojos quedaron al mismo nivel que la barba blanca de su mentón.
El sonido metálico volvió a resonar sobre la ciudad. Ash forzó la vista tratando de ver las primeras estrellas, la Luna, cualquier cosa que pudiera servirle de referencia.
Le cerraron la contraventana en la cara, con suavidad.
Ash se volvió hacia la habitación. La brillante calidez de los braseros de carbón le permitió darse cuenta de cuánto se había enfriado su rostro en esos pocos minutos.
—¿Cómo habláis vos con él? —interpeló Ash al
—Como hablo contigo, con mi voz —dijo Leofrico secamente—. ¡Pero estoy en la misma habitación que él cuando lo hago!
Ash no pudo contener una sonrisa.
—¿Y cómo os responde?
—Con una voz mecánica, que oigo por las orejas. Una vez más, tengo que estar en la misma habitación para oírlo. Mi hija no tiene que estar en la misma habitación, en la misma casa ni en el mismo continente. Esta cruzada confirma mi creencia de que nunca se alejará a una distancia lo bastante grande para no poder oírlo.
—¿Sabe el gólem algo que no sean respuestas militares?
—No sabe nada. Es un gólem. Solo puede repetir lo que yo, y otros, le hemos enseñado. Resuelve problemas. Eso es todo.
Ash se balanceó sobre los pies al sentir que una oleada de lasitud recorría su cuerpo. El
—Ven y túmbate en la cama. Intentemos lo que has sugerido.
Ash dejó que él guiara sus pasos, y se derrumbó de espaldas en el jergón. La habitación daba vueltas a su alrededor. Cerró los ojos, y no vio nada más que oscuridad hasta que se le pasó el mareo; entonces los abrió a la clara luz blanca de las lámparas de la pared y el suave rasgueo del niño esclavo en su tableta de cera.
Leofrico hizo un gesto y el chico dejó de escribir.
—¿Quién construyó el primer gólem? —dijo en voz baja junto a ella.
Pregunta y respuesta. La pronunció en voz alta; tuvo que hacerlo dos veces, ya que el nombre de la respuesta le resultaba desconocido.
—¿El... rabino? ¿De Praga? —dijo ella, insegura.
—¿Y para quién lo construyó?
Otra pregunta, otra respuesta. Ash cerró los ojos para protegerse de la fuerte luz, y se esforzó por oír la voz interior.
—Radonico, creo. Sí, Radonico.
—¿Quién construyó el primer gólem y por qué?
—El rabino de Praga, siguiendo instrucciones de vuestro antepasado Radonico, construyó el primer gólem hace doscientos años para jugar al
—¿Quién fue el primero en construir máquinas en Cartago y por qué?
—El fraile Roger Bacon.
—Uno de los nuestros —dijo Ash. Y dejó que su voz repitiera lo que decía la otra voz que escuchaba en su cabeza.
—Se dice que el fraile Bacon construyó, cuando vivía en el puerto de Cartago, una cabeza parlante a partir de los metales que se encontraban en las cercanías. Empero, cuando oyó lo que tenía que decirle, quemó sus inventos, los planos y su alojamiento y huyó al norte, a Europa, para no volver nunca jamás. Después de esto, la presencia de muchos demonios en Cartago se achacó a este estudioso. Geraldus lo escribió.
—Muchas personas han leído mucho en los oídos del Gólem de Piedra durante estos doscientos años. Inténtalo de nuevo, querida hija. ¿Quién construyó el primer gólem y por qué?
—El
—Más.
—El rabino había hecho que este gólem fuera un hombre en todos los aspectos, usando su semen y la arcilla roja de Cartago, y moldeándolo muy bellamente. Una esclava de su casa, una tal Ildico, se enamoró grandemente del gólem, ya que con sus miembros de piedra y articulaciones de metal era idéntico a un hombre, y de él concibió un hijo. Esto dijo ella que fue causado por la intercesión del Hacedor de Maravillas, el gran profeta Gundobando, que se le apareció en sueños y le ordenó que llevara en su cuerpo la sagrada reliquia, que pasó de generación en generación en esa familia de esclavos desde los días de Gundobando.
Ash sintió un suave toque. Abrió los ojos. Los dedos de Leofrico acariciaban su frente. Las puntas tocaban piel, sangre seca y suciedad con completa indiferencia. Ash se apartó.
—Gundobando es vuestro profeta ¿no? Fue él quien maldijo al Papa y provocó la Silla Vacía.
—Vuestro Papa no debería haberlo ejecutado —dijo Leofrico con seriedad mientras retiraba la mano—, pero no discutiré contigo, niña. Sobre nosotros han pasado ocho siglos de historia. ¿Quién puede decir ahora lo que era el Hacedor de Maravillas? Ciertamente Ildico creía en él.
—Una mujer que tuvo un hijo con una estatua de piedra —Ash no pudo ocultar el desprecio en su voz—. Mi señor Leofrico, si yo fuera a leerle historia a una máquina ¡no le contaría estas pamplinas!
—Y el Cristo Verde nacido de una virgen y amamantado por un jabalí. ¿Eso también son pamplinas?
—¡Por lo que yo sé, sí! —Ash se encogió de hombros lo mejor que pudo tumbada en la cama. Tenía los pies fríos. Al ver que Leofrico fruncía el ceño, se dio cuenta de que había hablado en su dialecto franco-suizo natal, y volvió a intentarlo en latín cartaginés—. Yo he visto tantos pequeños milagros como cualquiera, pero todos ellos podían deberse al azar,
—¿Quién construyó el segundo gólem y por qué? —dijo el visigodo con cierto énfasis.
Ash repitió sus palabras. La voz que se movía en los lugares secretos de su mente no era diferente de la voz que respondía cuando ella le proporcionaba datos del terreno, la composición de las tropas, las condiciones meteorológicas, y preguntaba por la solución ideal: era la misma voz.
—Algunos han escrito que Ildico, la esclava, no solo conservaba una poderosa reliquia del profeta Gundobando, sino que descendía de él por línea directa, a través de las generaciones desde el año ochocientos dieciséis después de que Nuestro Señor fuera entregado al madero, hasta ese año de mil doscientos cincuenta y tres.
Leofrico repitió la pregunta.
—¿Quién construyó el segundo gólem y por qué?
—El hijo mayor de Radonico, Sarus, fue muerto en una batalla contra los turcos. Entonces Radonico mandó hacer un juego de
Ash enroscó el cuerpo, envuelta en lana. Dos o tres frases a la vez no son nada, pero esto... La forma de narrar de la voz, carente de emoción, hacía que se sintiera cansada, mareada, despegada.
—Entonces Radonico mató al rabino y a su familia, para que el rabino no pudiera hacer otro jugador de
Ash volvió a abrir los ojos, sin darse cuenta hasta entonces de que los había cerrado para oír mejor la voz.
—¡Jesús! ¡Me apuesto a que hubo pánico!
—El que entonces era rey califa, Eriulfo, y sus
—Bueno, se puede conseguir casi todo si se puede mantener un grupo de soldados obedeciendo órdenes. —Ash se movió en la cama hasta llegar al cabecero de roble blanco, tallado con granadas y columnas estriadas en los postes. Con esfuerzo, se incorporó para descansar apoyada en la madera encerada—. Todo esto son leyendas. Oía estas cosas alrededor de los fuegos de campamento cuando era pequeña. La leyenda número trescientos siete acerca de cómo llegó al sur el Crepúsculo Eterno... ¿Os estoy diciendo realmente lo que deseáis oír?
—El profeta Gundobando vivió realmente, así como su hija esclava Ildico —dijo Leofrico—, mis crónicas familiares lo explican muy claramente. Y es cierto que mi antepasado Radonico ejecutó a un rabino judío en torno al año 1250.
—¡Entonces preguntadme cosas que es imposible que la gente sepa por vuestras crónicas familiares!
La cera de la madera tenía un olor dulce. Le gruñó el estómago. Extenuada, observando el rostro de Leofrico en busca del más mínimo cambio, ignoró las quejas de su cuerpo.
—¿Quién fue Radegunde?
—¿Quién fue Radegunde? —repitió Ash obedientemente.
—La primera que habló con el Gólem de Piedra a distancia.
—En los primeros años de cruzada, cuando fallaban las cosechas y la única forma de conseguir grano era la conquista de tierras más felices bajo el Sol, el Rey Califa Eriulfo comenzó su conquista de los reinos de taifa ibéricos. Mientras el
Ash dobló las rodillas, bajo la cubierta del capote de lana, y estudió la expresión de Leofrico. Era una de intensa concentración.
—¿Era esa Radegunde? —le costó pronunciar el nombre.
—Sí. Pregunta cómo murió.
—¿Cómo murió Radegunde? —preguntó Ash como un loro.
El mareo que sentía en su cabeza podía tener una docena de razones. Ella sospechaba de la concentración de su mente, que le transmitía la sensación de algún modo, como si estuviera tirando de una carga pendiente arriba o desenredando algo.
—Durante las estaciones que pasaba en su casa de Cartago, el
—¿Y qué es el nacimiento secreto? —dijo la voz de Leofrico.
Ash mantuvo la boca cerrada, sin formar palabras en su mente, dejando que se formara una expectativa. La expectativa de una respuesta. Ash dejó que aquello, de algún modo, tirara de otras respuestas implícitas. No dijo nada en voz alta.
La voz empezó a hablar en su cabeza.
—Deseando otro que pudiera oír al Gólem de Piedra aunque estuviera separado de él por muchas millas, para poder así continuar su guerra, el
Ella empezó a farfullar en voz alta, demasiado sobresaltada al oírlo para mantenerse en silencio; murmuró una pregunta necesaria en voz alta, ante la inquisitiva mirada de Leofrico, sobre la respuesta que ya acudía a su cabeza. Luego soltó las palabras a trompicones.
—El
Las manos del
—Nunca pensé que tendría dos éxitos —explicó simplemente—. Habla contigo ¿no es cierto? Mi querida niña.
—Eso fue hace doscientos años —dijo Ash—. ¿Qué pasó entonces?
Sintió que se unían, en un momento de pura curiosidad por parte de ella, y pura comprensión del deseo de aprender por parte de él. Los dos se sentaron juntos al borde de la cama, como amigos.
—Radonico empezó a cruzar a los gemelos y a sus hijos —dijo Leofrico—. No era hombre que llevara registros cuidadosos. Después de su muerte, su segunda esposa Hildr y su hija Hild se hicieron cargo; ellas si llevaron minuciosas anotaciones de lo que hacían. Hild es mi tatarabuela. Su hijo Childerico y sus nietos Fravitta y Barbas siguieron con el programa de crianza, siempre quedándose muy cerca. Como sabes, a medida que nuestras conquistas se fueron extendiendo, fueron llegando a Cartago numerosos refugiados y gran cantidad de conocimientos académicos. Fravitta construyó los gólems normales en torno al año 1390; Barbas se los entregó al Rey Califa Aniano; desde entonces se han hecho muy populares por todo el imperio. El hijo más joven de Barbas, Estilico, es mi padre. Él me crió inculcándome la idea de la absoluta necesidad de nuestro éxito. Y mi éxito nació cuatro años después de la caída de Constantinopla. Y puede que tú también —acabó Leofrico, pensativo.
—¿Por qué no está vuestra general atacando al Sultán y sus beys? —preguntó Ash.
—El Gólem de Piedra nos aconsejó que una cruzada en Europa era mejor comienzo —murmuró ausente Leofrico—. He de decir que estoy de acuerdo.
Ash parpadeó y frunció el ceño.
—¿Que atacar Europa es mejor manera de derrotar a los turcos? ¡Vamos! ¡Eso es una locura!
Leofrico ignoró su comentario.
—Todo ha ido tan bien, y tan rápido... Si no fuera por este frío... —Se interrumpió—. Por supuesto, Borgoña es la clave estratégica. Entonces podremos volver nuestra atención hacia las tierras del sultán, si Dios quiere. Si Dios quiere que Teodorico viva. No siempre ha sido tan mal amigo mío —reflexionó el anciano en voz alta—, sólo en los últimos tiempos de su enfermedad, y desde que Gelimer disfruta de su confianza. Aun así, no puede detener una cruzada que ha comenzado con tantas victorias...
Ash esperó a que la mirara a ella, levantando la cabeza que tenía inclinada.
—El Crepúsculo Eterno se ha extendido hacia el norte. Yo he visto apagarse el Sol.
—Lo sé.
—¡No sabéis una mierda! —Ash subió el tono de voz—. ¡No sabéis más que yo acerca de lo que está pasando!
Leofrico cambió de posición en el borde de la cama de roble blanco muy cuidadosamente. Algo se movió en las profundidades de su ropa. La rata de color azul pálido asomó un indignado hocico, y se subió rápidamente por la manga a rayas.
—¡Por supuesto que sí lo sé! —espetó el
—Os diré lo que pienso,
—Supongamos que puedo oír esa máquina táctica. ¿Y qué,
La euforia de la absoluta sinceridad la llenaba. Lanzó una mirada a los tres niños esclavos que había en la sala y pensó:
—¿Qué estás diciendo? —Leofrico parecía asombrado.
—¿Por qué hace frío, Leofrico? ¿Por qué hace frío aquí?
Los dos se miraron mutuamente, durante lo que debió de ser un minuto de completo silencio. Ash leyó perfectamente el instante de flaqueo en la expresión de él.
—No lo sé —dijo por fin Leofrico.
—No, y nadie más por aquí lo sabe, puedo verlo por la forma en que van todos correteando por ahí cagados de miedo. —Ash sonrió de oreja a oreja. No estaba demasiado cerca de su habitual buen humor, todavía le dolía mucho—. Dejad que lo adivine. ¿Solo lleva haciendo frío desde que comenzó vuestra invasión?
Leofrico chasqueó los dedos. La esclava más pequeña vino, cogió una de las ratas, y acunó a la hembra azul con exquisito cuidado en sus delgados brazos, caminó tambaleante hacia la puerta. Uno de los niños cogió al macho manchado, que movía los bigotes, ansioso por copular con la hembra; y a una señal de Leofrico, el esclavo escriba los siguió afuera.
—Niña —dijo él—, si supieras el motivo de este clima tan inadecuado me lo habrías dicho para salvar la vida. Eso lo sé. Por lo tanto no sabes nada.
—Quizá sí —dijo Ash tranquilamente. En la habitación medio helada, su cuerpo dolorido se cubrió de sudor frío, oscureciendo el capote bajo sus axilas. Continuó desesperadamente—. Puede que haya visto algo... ¡Yo estaba allí cuando el Sol se apagó! Podría contaros...
—No. — Leofrico posó la barbilla en el nudillo de su dedo índice, hundiéndolo en su desaliñada barba blanca. Sostuvo la mirada de ella.
Ella sintió una presión bajo su plexo solar; el miedo, dejándola lentamente sin aliento.
—La guerra sigue, lo suponía —dijo Ash, con la voz todavía serena—. Aunque hayáis obtenido una victoria, no puede haber sido definitiva ¿o sí? Yo os daré la disposición y la composición de las tropas de Carlos de Borgoña. El rey califa y vos pensáis que soy una Faris, un general mágico, pero olvidáis algo: fui uno de los oficiales a sueldo de Carlos. Puedo deciros lo que tiene. Es sencillo, cambiaré de bando a cambio de mi vida. No soy la primera persona que hace esa clase de trato —lo dijo rápido, antes de poder arrepentirse.
—No —dijo distraídamente el
Los ojos de ella lloraron.
—¿Viviré?
Él la ignoró.
—¡Lord
El interpelado continuó en tono ausente, como si no la hubiera escuchado:
—Aunque había tenido la esperanza de disponer de otro general, quizá para que estuviera al mando de nuestro ejército oriental, no lo tendré con este rey califa, no con Gelimer hablando constantemente en contra de mí. Sin embargo —reflexionó Leofrico en voz alta—, esto me proporciona una oportunidad que no había esperado tener antes del fin de esta cruzada. Tú, ya que no eres necesaria como ella, puedes ser diseccionada, para descubrir el equilibrio de los humores
Ash lo miró fijamente. Pensó que debía de haber entendido mal la palabra. No, eso era latín médico, claro y puro. Viviseccionar, que significaba «diseccionar algo aún vivo».
—No podéis...
Un sonido de pasos al otro lado de la puerta la hizo incorporarse de un salto, tratando de agarrar el brazo de Leofrico mientras este se levantaba. La esquivó.
No fue un esclavo quien entró en la habitación, sino el
—¡No! —Leofrico dio un paso al frente, levantando la voz—. ¿Y cómo es eso?
—El abad Muthari lo ha anunciado, y ha efectuado un llamamiento a la oración, al duelo y al arrepentimiento, mi
Aturdida por diferentes motivos, Ash oyó al soldado contar sus noticias con algo parecido a una absoluta falta de interés.
—¡Leofrico!
Este la ignoró.
—¡Leofrico! ¿Qué pasa conmigo?
—¿Contigo? —Leofrico, frunciendo el ceño, volvió la mirada hacia ella—. Sí, contigo... Alderico, confínala en los alojamientos para huéspedes, bajo custodia.
Ash cerró el otro puño. Ignoró al capitán visigodo mientras la cogía del brazo.
—¡Decidme que no vais a matarme!
—¡Traedme mis ropas de gala! —gritó el
Se organizó un escándalo.
—Considera esto un aplazamiento, si eso te reconforta. Ahora tendremos que elegir un nuevo rey califa, y estaremos ocupados durante varios días... como mínimo. —Sonrió, y sus dientes resplandecieron entre su barba blanca—. Esto es simplemente una pausa, antes de poder investigarte. Como dicta la tradición, podré volver con mi trabajo inmediatamente después de la proclamación del sustituto de Teodorico. Niña, no pienses que soy un bárbaro. No voy a torturarte hasta la muerte como parte de los festejos. Vas a añadir muchas cosas a nuestros conocimientos.