Capítulo 4

Sonaron pasos de puntillas, susurro de voces; Ash no se dio cuenta.

Los sollozos que le retorcían el estómago fueron convirtiéndose en lágrimas silenciosas, que corrían cálidas y húmedas sobre sus manos. La pena dejó de ser un refugio. Sus miembros y su tronco temblaban violentamente, por el dolor y por el intenso frío de las celdas. Se hizo un ovillo, apretando las heladas manos contra las espinillas. La sed le había resecado los labios.

El mundo y su cuerpo volvieron. Las gélidas paredes alicatadas se clavaron en su costado desnudo. Sufrió escalofríos, y todo el vello corporal se le puso de punta como las cerdas de un puerco. Ash supuso que pronto tendría sueño y dejaría de temblar, como hacen los hombres en la nieve de las altas y frías montañas al tumbarse para nunca volver a ponerse en pie.

La reja de la celda se abrió bruscamente a un lado. Los pies descalzos de unos esclavos pisaron sobre el suelo de baldosas; alguien gritó por encima de la cabeza de ella. Ash intentó moverse. La escocedura aguijoneó su vagina. Tremendos escalofríos sacudían su cuerpo. Bajo ella, las baldosas estaban frías como la escarcha.

—¡Por él madero de Cristo! —gritó una voz ronca— ¿Por qué no me habéis avisado?

Ash levantó la cabeza del suelo, forzando el cuello, parpadeando con sus ojos hinchados.

—¡Encended fuego en el observatorio! —ordenó un visigodo corpulento y de barba oscura que estaba de pie junto a ella. El

'arif
Alderico desabrochó el voluminoso capote de lana índigo que colgaba de sus hombros, sobre su cota de malla. Lo dejó caer sobre el suelo manchado de sangre, se arrodilló y la envolvió en la tela. Ash vomitó débilmente. Una bilis amarilla manchó la lana azul. Gruesos pliegues de tela la envolvieron, y Ash sintió cómo metía él los brazos bajo sus rodillas y hombros y la levantaba. Las paredes alicatadas giraron a la intensa luz del fuego griego cuando él la cogió en brazos—. ¡Fuera de mi camino!

Los esclavos corrieron. Los pasos de él la mecían levemente.

La lana forrada de seda se deslizó sobre su piel helada y sucia. La calidez aumentó. Ash empezó a temblar con unos escalofríos incontrolables. Los brazos de Alderico la apretaron fuertemente.

Mientras la transportaban escaleras arriba, a través del patio de la fuente con una fría llovizna dándole en el rostro desnudo, goteando agua rojiza, Ash intentó perderse en sus pensamientos. Ponerlo todo donde fuera que se pusiesen los malos recuerdos, los recuerdos de la gente que la había traicionado, de los estúpidos errores de cálculo responsables de la muerte de gente.

Unas cálidas lágrimas se abrieron paso entre sus párpados. Sintió que el agua le corría por la cara, mezclándose con la llovizna. Entre un grupo de esclavos y órdenes a voz en grito, la introdujeron en otro edificio, pasillos descendentes, escaleras descendentes. Su pena lo nubló todo excepto la leve impresión de un eterno laberinto de habitaciones, clavado en la colina de Cartago como un diente en la encía.

La presión de los brazos que la sostenían se relajó. Algo rígido aunque ligeramente blando se apretó contra su espalda. Estaba tumbada en un jergón, sobre una sólida plataforma de roble blanco, en una espaciosa habitación iluminada por fuego griego. Los esclavos correteaban con diez o doce cuencos de hierro, colocándolos en trípodes y apilando en su interior carbón al rojo.

Ash levantó la mirada. Las paredes estaban cubiertas de armaritos metálicos, bajo lámparas de cristal y fuego. Sobre las luces, el techo abovedado se movía, cerrándose como la concha de una almeja ante sus ojos; tapando la visión a través del grueso cristal del negro cielo.

Los esclavos dejaron de tirar de los paneles del techo y ataron las cuerdas.

Una niña de pelo claro y unos ocho años miró a Ash con el ceño fruncido, mientras pasaba los dedos sobre su collar de hierro. Los esclavos varones se fueron. Otros dos niños esclavos se quedaron para atender los braseros que, poco a poco, fueron filtrando su calor al gélido ambiente.

Las bruscas órdenes de Alderico trajeron más gente. Un hombre libre visigodo, serio, barbudo y vestido con una túnica, miraba a Ash fijamente y desde arriba, junto a una mujer que llevaba un velo negro prendido a una peineta. Ambos mantuvieron un rápido intercambio de palabras en latín médico. Ella lo comprendió aceptablemente...

¿Por qué no? Florian lo usa constantemente
, pero se le escaparon los detalles. Su cuerpo se movió como un trozo de carne en un plato cuando le abrieron las piernas y primero le metieron dedos y luego algún instrumento de acero en la vagina. Apenas puso mala cara ante el dolor.

—¿Y bien? —exigió otra voz.

Sus pocos minutos en compañía del

amir
no le habían dejado recuerdo de su rostro, pero ahora reconoció su barba y su pelo de color blanco sucio, encrespado como un búho asustado. El
amir
Leofrico mirándola fijamente, alarmado, los ojos inyectados en sangre.

—No será fácil que vuelva a concebir,

amir
—dijo la mujer, que Ash se dio cuenta de que debía de ser una física—. Mirad. Me sorprende que pudiera llevar este durante tanto tiempo. Hay daños crónicos; nunca logrará llevar un embarazo a buen término. La puerta del vientre
29
está prácticamente destrozada, y muy cicatrizada con tejido viejo.

Leofrico anduvo arriba y abajo por la habitación a grandes zancadas. Extendió los brazos y un esclavo le puso un abrigo de terciopelo verde y dorado.

—¡Por el madero de Cristo! ¡Esta también es estéril!

—Eso parece.

—¿Para qué sirven estas hembras estériles? ¡Con esta no puedo ni criar!

—No,

amir
. —La mujer que estaba sondeando entre los muslos de Ash levantó una mano manchada de sangre para apartarse el velo. Cambió del latín cartaginés al francés, y le habló como se habla a los niños o a los animales. La forma en la que se habla a los esclavos—. Te daré una bebida. Si hay algo más que soltar, lo soltarás. Un flujo, ¿entiendes? Un flujo de sangre. Luego te pondrás bien.

Ash movió las caderas. La dura obstrucción de metal se deslizó fuera de su vagina, aliviando un dolor que Ash no había sabido que sentía. Intentó sentarse, moverse, dar un débil puñetazo. El segundo doctor cerró su mano alrededor de la muñeca de ella.

Ash fijó los ojos en la bocamanga del hombre. A la luz blanca de la habitación vio grandes puntadas oblicuas que fijaban el forro de color verde oliva a la prenda de lana color verde botella. El botón estaba cosido a la bocamanga con unas cuantas puntadas descuidadas. El ojal no era más que un agujero en la tela despeluzada.

Alguien, algún esclavo, hizo eso rápidamente, de forma chapucera, con prisas
. Bajo la voluminosa manga de lana podía verse una ligera túnica de seda, mucho más parecido a lo que ella hubiera esperado ver en uso en Cartago.

El abrigo de lana de Alderico envolvía el cuerpo de ella, calentándola. Su factura era igualmente apresurada.

Ellos tampoco se esperaban este frío.

Lo que ella siente aquí no es el sofocantemente cálido Crepúsculo iluminado por las estrellas que le describió Angelotti; cuando fue a la vez esclavo y artillero en estas costas. El Crepúsculo Eterno bajo el que nada crece, pero dentro de cuyos límites caminan los nobles de Cartago, vestidos de seda, bajo un cielo de color índigo.

El mismo aire cruje por la escarcha.

La mujer, con pericia, le puso una copa en los labios y la inclinó. Ash tragó. La bebida tenía un dulzón sabor a hierbas. Casi inmediatamente, su cuerpo experimentó un espasmo. La sensación de la sangre expulsada de su cuerpo, mojando la lana, volvió a hacerle un nudo en la garganta y ella apretó los dientes para no sollozar.

—¿Vivirá? —preguntó imperiosamente Leofrico.

El doctor más anciano, muy serio, muy satisfecho con su propia opinión, se dirigió al

amir
Leofrico.

—El útero es fuerte. El cuerpo es fuerte y exhibe escasa conmoción. Si se la somete a más dolor, difícilmente morirá a consecuencia de este, a menos que sea de lo más intenso. Podrá sometérsela a tortura moderada dentro de una hora aproximadamente.

★ ★ ★

El

amir
Leofrico dejó de recorrer arriba y abajo el suelo de mosaicos y abrió de un empujón las contraventanas de madera. Una ráfaga de aire helado entró en la habitación, anulando el efecto de los carbones que había en platos de hierro. Miró fijamente a la oscuridad de un cielo de completa negrura: sin Luna, sin estrellas, sin Sol.

Ash estaba tumbada en la cama de roble acolchado, observándolo.

Ahora sí que es posible que muera
, pensaba.

No fue una sorpresa repentina. Se le pasó por la cabeza de forma totalmente normal, como pasaba siempre justo antes de una batalla; pero reforzó la concentración de su mente, extendió su consciencia hasta Leofrico, sus doctores, al

'arif
Alderico y su guardia, el aire frío, el bullicio de la casa. Los centenares de miles de hombres y mujeres que se encontraban fuera, en las iluminadas calles de Cartago, viviendo sus experiencias cotidianas.

Tres cuartas partes de los cuales sabrán que hay una guerra, a la mitad de los cuales les importará, y a ninguno de los cuales les preocupará que muera una prisionera más en la casa de un lord amir.

Lo que le sobrevino, como si se hubiera roto una membrana, fue la absoluta comprensión de su propia falta de importancia: todas las cosas que uno piensa que no van a pasar nunca, «a mí no», se convirtieron en una posibilidad inmediata. Las demás personas morían de heridas, de accidentes, de infecciones, de fiebres posparto, de una sentencia de muerte promulgada por la justicia del rey califa, y por lo tanto, yo...

Estaba acostumbrada a pensar en sí misma como la heroína de su propia historia. Lo que en ese momento perdió sentido para ella fue la idea de que se tratara de una historia coherente que requiriera un final resuelto (algún día, en el futuro, en el futuro lejano).

Pero no importa
, pensó, bastante tranquila. Hay otra gente que puede ganar batallas, con o sin «voces». Algún otro ocupará mi lugar. Todo es accidental, puro azar.

Rota Fortuna
, la Rueda de la Fortuna.
Fortuna imperatrix mundi.

—Estaba leyendo un informe de mi hija cuando los esclavos me llamaron —dijo el

amir
visigodo sin darse la vuelta—. Me dice que eres una mujer violenta, guerrera por inclinación en vez de por entrenamiento, como ella.

Ash se echó a reír.

Fue un pequeño resoplido, una risa ahogada, apenas un aliento, pero recorrió todo su cuerpo haciendo que le lloraran los ojos, y Ash se limpió el rostro húmedo, helado, con el dorso de la mano.

—Sí, ¡y eso que tuve muchísimos oficios donde elegir!

Leofrico se dio la vuelta. A su espalda se arremolinó un cielo de completa negrura, y unos copos de nieve cayeron sobre los bordes de las contraventanas de madera. La misma niña esclava limpió las baldosas y sacudió las contraventanas. Leofrico la ignoró.

—No eres lo que yo esperaba. —Parecía a la vez nervioso y sincero. Se remangó su abrigo de lana a rayas verdes y amarillas y avanzó a grandes zancadas hacia ella—. Tontamente, pensaba que serías como ella.

Eso plantea la pregunta de cómo crees que es ella
, pensó Ash.

—Anota esto —le dijo Leofrico al más pequeño de los dos niños esclavos. Ash vio que el chico sostenía una tableta encerada, y estaba dispuesto a escribir con su estilo—. Notas preliminares: físicas. Veo una mujer joven, habitualmente sucia. Evidencias comunes de infección parasítica de la piel, cuero cabelludo infestado de tiña. Desarrollo muscular poco habitual en una mujer, especialmente trapecios y bíceps. Extracción campesina. Tono muscular general bueno..., extremadamente bueno. Algunas evidencias de desnutrición temprana. Faltan dos dientes, mandíbula inferior, lado de la mano izquierda. Sin evidencias de caries. Cicatrices en el rostro, antiguo traumatismo en la tercera, cuarta y quinta costillas del costado izquierdo, todos los dedos de la mano izquierda y evidencias de lo que supongo habrá sido una fractura fina de la tibia izquierda. Estéril a causa de un traumatismo, posiblemente antes de la pubertad. Repítemelo.

Leofrico escuchó al chiquillo mientras este leía en un soniquete. Ash parpadeó para reprimir las lágrimas demasiado fáciles y se arrebujó en el capote de lana. Su cuerpo estaba dolorido. Oleadas de sensación seguían sacudiendo su vientre, su cuerpo entero. Le dolía hasta el último tejido.

Se quedó sin aliento; demasiado duro para pensar en ello. Una parte arrogante de ella se revolvió.

—¿Qué es esto, mi pedigrí? ¡Yo no soy la puñetera yegua de un criador de caballos! ¿No sabes de qué rango soy?

Leofrico se volvió hacia ella.

—¿De qué rango eres, pequeña muchacha franca?

El aire frío sopló entre los carbones calientes. Estos se pusieron rojos y luego negros. La mirada de Ash se cruzó con la de la esclava que estaba arrodillada al otro lado del trípode de hierro. La niña hizo una mueca de disgusto y apartó la mirada.

¿Va en serio?
, pensó Ash. Un soplo de calor sobre los carbones le provocó un escalofrío.

—Escudero, supongo. Me siento a la mesa con hombres de quinto rango por derecho. —Repentinamente todo eso le pareció extremadamente ridículo—. Puedo comer en la misma mesa que los predicadores, doctores en leyes, mercaderes ricos y mujeres de alcurnia. —Ash acercó el cuerpo al borde de la cama de roble y el plato de carbones incandescentes más próximo—. Supongo que ahora comería con el rango de los caballeros, ya que estoy casada con uno. La sustancia de la vida no dignifica tanto como la sangre noble. Caballero hereditario supera a mercenario.

—¿Y de qué rango soy yo?

Podrá sometérsela a tortura moderada dentro de una hora aproximadamente.

La carne es muy fácil de quemar.

—Del segundo rango, si un

amir
solo va por detrás del rey califa; o sea, es el igual de un obispo, conde o vizconde. —Su voz se mantuvo calmada.
¿Qué estará haciendo John De Vere, habrá muerto el conde de Oxford?
, preguntó su mente. Observó desconfiada al noble visigodo.

—¿Entonces, cómo deberías dirigirte a mí? —preguntó este con tono de preocupación en su voz de tenor.

La respuesta que quiere es «lord amir» o «mi señor»; quiere algún tipo de muestra de respeto.

—¿Padre? —sugirió ella con sarcasmo.

—¿Mmm? Mmm. —Leofrico se dio la vuelta y se apartó de ella varios pasos. Luego volvió, fijando sus arrugados y desvaídos ojos en el rostro de ella. Llamó la atención del escriba esclavo chasqueando los dedos—. Notas preliminares: de la mente y el espíritu.

Ash se sentó sobre el jergón, apretando los dientes para resistir el dolor. Los ojos le lloraron. Envolvió su cuerpo desnudo en la cálida lana. Abrió la boca para interrumpir. El rostro de la niña esclava se contorsionó de terror.

—Es una... —el hombre de pelo blanco se interrumpió. Su traje se movió. Un bulto cerca de su exquisito cinturón de cuero se movió a un lado y a otro. El hocico gris y los bigotes de una gran rata macho se asomaron por la manga de Leofrico. Distraídamente, el

amir
bajó la mano hasta la cama de roble. La rata bajó cautelosamente al jergón junto a Ash—. Es una mente de entre dieciocho y veinte años de edad —dictó el
amir
visigodo. Tiene una gran resistencia frente al dolor y frente a la mutilación y otras formas de daño físico; está recuperándose del aborto de un feto de aproximadamente ocho semanas en menos de dos horas.

Ash abrió la boca.

¡Recuperada!
, pensó, y luego se sobresaltó cuando una mosca rozó el dorso de su mano. En vez de apartarla de un manotazo, se quedó quieta, y eso resultó tan sorprendente que la dejó temblando. Bajó la vista.

La rata gris volvía a olfatearle la mano.

—Las evidencias que he sido capaz de reunir hablan de que ha vivido entre soldados desde una edad temprana, adoptando su forma de pensar, y ejerciendo las dos profesiones militares: prostituta y soldado.

Ash extendió sus dedos manchados de marrón. La rata empezó a lamerle la piel. Tenía el lomo y el vientre a manchas grises y blancas, un ojo negro y otro rojo, y el pelaje corto y suave como el terciopelo. Ash movió la mano cuidadosamente para rascarle detrás de las cálidas y delicadas orejas. Intentó imitar el gorjeo de Leofrico.

—Vaya,

Chupadedos
. Tú eres el familiar de un brujo, si es que alguna vez he visto uno, ¿no?

La rata la miró con sus brillantes y desparejados ojos.

—Demuestra falta de concentración, falta de planificación por adelantado, un deseo de vivir para la sensación momentánea. —Leofrico le hizo un gesto al escriba para que dejara de tomar notas—. Mi querida chiquilla, ¿crees que me sirve de algo una mujer que se ha convertido en capitana mercenaria en el bárbaro norte, y que afirma que sus habilidades militares provienen de las voces de los santos? ¿Una campesina ignorante con habilidades puramente físicas?

—No. —Ash, con el vientre helado, siguió acariciando el aterciopelado pelaje de la rata—. Pero eso no es lo que creéis que soy.

—Has pasado con mi hija el tiempo suficiente para poder fingir un conocimiento básico del Gólem de Piedra.

—Eso dice el rey califa. —Ash dejó que el tono cínico, ácido se mantuviera en su voz.

—En este caso tiene razón. —La alta y delgada osamenta de Leofrico se sentó al borde de la cama. La rata gris correteó sobre el jergón y trepó a su muslo, apoyando sus patas delanteras en el pecho de él—. El Vientre de Dios tiene razón, ¿sabes? Los visigodos no tenemos más elección que ser soldados...

—¿El Vientre de Dios? —repitió Ash sobresaltada.

—El Puño de Dios —se corrigió Leofrico. En gótico cartaginés era una sola palabra, obviamente un título—. El abad Muthari. Tengo que dejar de llamarlo así.

Ash recordó al obeso abad del séquito del rey califa. Habría sonreído, pero el miedo hizo que el rostro se le pusiera tieso.

El

amir
Leofrico continuó.

—No puedo creer nada que digas acerca del asunto, debido a que tienes todos los motivos del mundo para intentar convencerme de que oyes a esta máquina. —Sus ojos de azul desvaído pasaron del rostro de ella a la rata—. No le he mentido por completo al rey califa, ni tampoco lo único que quería era salvarte de la estúpida y brutal solución de Gelimer. Puede que tenga que hacerte daño para asegurarme.

Ash se frotó la cara con las manos. Los carbones eliminaban el frío del aire, pero su sudor era frío.

—¿Cómo sabréis que estoy diciendo la verdad cuando empecéis a hacerme daño? Diría cualquier cosa, y eso lo sabéis, ¡cualquiera lo haría! Yo he...

—Yo he torturado hombres. ¿Es eso lo que ibas a decir? —dijo el canoso

amir
Leofrico amablemente tras un momento en silencio.

—He estado presente mientras sucedía. He dado las órdenes. —Ash tragó saliva— Probablemente yo pueda asustarme mucho mejor de lo que podéis vos, considerando lo que he visto y lo que sé.

Entró un niño esclavo, que se acercó a hablar con Leofrico en voz baja. El visigodo arqueó las peludas cejas.

—Supongo que debería dejarle pasar. —Le indicó con un gesto al muchacho que se fuera. Unos instantes después entraron dos hombres ataviados con cotas de malla y cascos. Entre sus guardias entró en la habitación un

amir
visigodo ricamente vestido y con una barba negra trenzada.

Era el que iba con el rey califa, recordó Ash, y mirando a sus ojos del color de las pasas, le vino a la cabeza su nombre: Gelimer, el

amir
Gelimer.

—Su majestad insistió en que yo supervisara el proceso. Os suplico disculpas —dijo el

amir
más joven con poca sinceridad.

Amir
Gelimer, nunca he obstaculizado una orden del rey califa.

Los dos se apartaron a un lado. A Ash se le hizo un nudo en el estómago. Tras algunos segundos, el

amir
Gelimer hizo una señal. Dos hombres fornidos entraron en la habitación, uno con un pequeño yunque, el segundo con un martillo de acero y un anillo de hierro.

—El rey califa me ha pedido que haga esto. —El

amir
Gelimer sonaba al mismo tiempo consternado y burlón. Ella no ha nacido libre, ¿verdad?

Su cuerpo estaba dolorido, tembloroso, sangrante; dejó que la levantaran de la cama y miró fijamente los mosaicos de la pared: el jabalí en el Árbol del Hombre Verde, elaborado con minucioso detalle. Mientras tanto, le colocaron un anillo de hierro bajo la barbilla y lo cerraron. Su cabeza retumbó ante el breve y preciso martilleo que fijó un remache al rojo a través del cierre del collar. La regaron con agua fría. No pudo mover la cabeza, que uno de los hombres tenía agarrada firmemente por el pelo cortado, pero escupió agua y se estremeció.

La habitación olía a hollín. Un extraño y frío peso de acero descansaba alrededor de su cuello, Ash miró furiosamente a Gelimer, con la esperanza de que él pensara que la había ultrajado, pero su boca no lograba mantener la compostura.

—En consideración de su estado de salud, opino que un collar será más que suficiente —murmuró el

amir
Leofrico.

—Lo que sea. —El

amir
más joven soltó una risita—. Nuestro señor espera resultados.

—Pronto estaré en posición de poder informar mejor al califa. Consultando los registros, he encontrado siete carnadas nacidas alrededor del tiempo de su posible nacimiento; todos sus miembros fueron sacrificados excepto mi hija. Puede que ella escapara al sacrificio.

Ash se echó a temblar. La cabeza le retumbaba por los martillazos. Pasó los dedos a través del collar de esclavo y tiró del metal, que ni se inmutó.

Gelimer la miró por vez primera a la cara. El

amir
le habló con el tono que uno usa con los esclavos y demás inferiores.

—¿Por qué estás tan enfadada, mujer? Después de todo, hasta ahora has perdido bastante poco.

Lo que ella ve, con el ojo de su mente, es una punta de lanza visigoda clavándose en el costado de

Godluc
: un grueso cuchillo montado en un palo desgarrando su pelo gris marengo y su piel negra hasta las costillas, hundiéndose en sus cuartos traseros. Seis años de cuidados y compañía terminados en un brutal segundo. Apretó los puños bajo el capote de lana que le servía de manta.

Es más fácil ver a

Godluc
que los rostros muertos de Henri Brant, Blanche y las otras seis veintenas de hombres y mujeres que convierten el tren de bagaje alternativamente en hotel, burdel y hospital, llevándolo con todo el entusiasmo que pueden ofrecerle; y los eternos esfuerzos de Dickon Stour por mejorar la armería con reparaciones y fabricando nuevas piezas. Es más fácil que pensar en los rostros muertos de sus jefes de lanza y de cada uno de sus seguidores, bebidos o sobrios, de confianza o inútiles: quinientos campesinos sucios y bien armados que no estaban dispuestos a cultivar los campos de sus señores, o chicos jóvenes en busca de aventuras, o criminales que no deseaban enfrentarse a la justicia; pero que estaban dispuestos a luchar por ella. Todo esto, las tiendas y sus estandartes cuidadosamente cosidos, cada caballo de guerra o de monta; cada espada y la historia de dónde la compró, la robó o le fue regalada; Cada hombre que había luchado bajo su estandarte, con un tiempo y en un suelo siempre demasiado caluroso, o demasiado frío, o demasiado húmedo.

—No, ¿qué he perdido?—dijo Ash amargamente—. ¡Nada!

—Nada comparado con lo que puedes perder —dijo Gelimer—. Leofrico, que Dios te otorgue un buen día.

El remache de su collar, aún a medio enfriar, le quemó la punta de los dedos. Ash observó la despedida de Gelimer. La complejidad de la política de esta corte, imposible de aprender en meses, y mucho menos en minutos, iba en su contra.

Puede que Leofrico esté intentando salvar mi vida. ¿Por qué? ¿Porque cree que soy otra Faris? ¿Qué importancia tiene eso ahora? ¿Importa siquiera? Mi única posibilidad es que siga importando...

Su aislamiento la hirió como una espada recién afilada.

No importa lo clara que se vuelva la poca importancia de uno, lo fácil que sea comprender la propia mortalidad, el yo siempre protesta.

Pero es demasiado pronto, demasiado injusto, ¿por qué yo?

A
Ash se le heló la piel.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

Leofrico se dio la vuelta en el ornamentado portal de entrada a la habitación, rematado con un arco.

—Si quieres vivir te sugiero que me lo cuentes —dijo, de nuevo en francés.

Fue franco y sin tacto, un tono completamente diferente del que había usado con el

amir
Gelimer.

—¿Qué puedo deciros?

—Para empezar: ¿cómo hablas con el Gólem de Piedra? —preguntó amablemente Leofrico.

Ash se sentó en una cama de roble tallada que a ella le llevaría cinco años poder pagarse, envuelta en lana y lino manchados de sangre. Le dolía todo el cuerpo.

—Me limito a hablar —dijo ella.

—¿En voz alta?

—¡Por supuesto que en voz alta! ¿Cómo si no?

Leofrico pareció encontrar algo ante lo que sonreír en la indignación de ella.

—Por ejemplo, ¿no hablas con una voz interior, como cuando lees en silencio?

—No sé leer en silencio.

El

amir
de cabello descuidado le dirigió una mirada que indicaba a las claras sus dudas acerca de que ella supiera leer de cualquier forma.

—Reconozco varias de las tácticas de vuestra máquina —dijo Ash—, porque las he leído en

Epitoma rei militaris
, de Vegetius.

La piel que rodeaba los ojos de Leofrico se arrugó momentáneamente más de lo normal. Ash se dio cuenta de que estaba divertido. Ella estaba en tensión, a medio camino entre el miedo y el alivio.

—Pensé que quizá tu administrador te las habría leído —dijo Leofrico amigablemente.

La tensión, al liberarse, trajo unas lágrimas demasiado fáciles a sus ojos.

Si no tengo cuidado acabarás gustándome
, pensó Ash.
¿Es eso lo que estás intentando hacer aquí? ¿Qué puedo hacer, oh Jesús?

—Robert Anselm me dio su copia inglesa

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de Vegetius. Siempre la llevo..., la llevaba conmigo.

—¿Y cómo escuchas al Gólem de Piedra? —preguntó Leofrico.

Ash abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla.

¿Por qué nunca me he hecho a mí misma esa pregunta?

Finalmente Ash se tocó la sien.

—Simplemente lo oigo, aquí.

Leofrico asintió lentamente.

—Mi hija no logra explicarlo mejor. En ciertos aspectos es una decepción. Yo tenía la esperanza, cuando al fin apareció alguien que podía hablar a distancia con el Gólem de Piedra, que por lo menos se me podría informar de cómo se llevaba esto a cabo... Pero no. Solo «lo oigo», ¡como si eso explicara algo!

¿A quién me recuerda ahora? Se olvida de todo y se va a lo suyo...

Angelotti. Y Dickon Stour. A ellos.

—¡Sois artillero! —soltó Ash, casi histérica, y se tapó la boca con ambas manos, observando la completa incomprensión de él con ojos brillantes.

—¿Perdón?

—O herrero. ¿Estáis seguro de no haber sentido nunca el impulso de fabricar una cota de malla, mi señor

amir
? Todos esos miles de anillos diminutos, cada uno con su remache...

A Leofrico se le escapó una risa asombrada e involuntaria; provocada solo por el evidente divertimento de ella. El anciano negó con la cabeza, completamente confundido.

—Ni forjo cañones ni construyo mallas. ¿Qué pretendes decirme?

¿Por qué nunca pregunté?
, pensó ella.
¿Por qué nunca pregunté cómo lo oía? ¿Cómo lo oigo?

—Mi señor Leofrico, he sido capturada antes, he sido apaleada antes; nada de esto me resulta nuevo. No tengo expectativas de vivir hasta el Advenimiento de Cristo. Todo el mundo muere.

—Algunos más dolorosamente que otros.

—Si creéis que eso es una amenaza es que nunca habéis visto un campo de batalla. ¿Sabéis a lo que me arriesgo cada vez que salgo allí? La guerra —dijo con ojos brillantes— es peligrosa, mi señor Leofrico.

—Pero estás aquí—dijo el hombre de complexión pálida—. No allí.

La absoluta calma de Leofrico la asustó. Ash pensó que también los artilleros se preocupaban de la munición, la puntería, la elevación del arma, la potencia de fuego y solo después pensaban en las consecuencias, donde impactaban. Después de las batallas, los caballeros se reúnen a hablar, muy en serio, acerca de lo malo que es matar; pero esto no les impide fabricar mejores espadas, lanzas más pesadas, un diseño más eficiente para los yelmos.

Él es artillero; armero; asesino.

Y yo igual.

—Decidme qué he de hacer para seguir con vida —dijo ella.

¿Será así como se siente Fernando?
, pensó al oír lo que acababa de decir—. Aunque sea el poco tiempo que me quede. Vos decídmelo.

Leofrico se encogió de hombros.

En la habitación helada, entre cuencos de tizones ardiendo, iluminada por el fuego griego, Ash miró fijamente al

amir
. Se envolvió el capote de lana en torno a los hombros y se sentó. El capote derramó sus pliegues manchados de sangre alrededor de ella.

Nunca he preguntado porque nunca me ha hecho falta.

Ahora lo sentía. Su voz, su atención, dirigidas hacia... algo, de algún modo.

—¿Cuánto tiempo hace que existe un Gólem de Piedra? —preguntó en voz alta.

Leofrico se puso a decir algo a lo que ella no le prestó atención.

—Doscientos años y treinta y siete días.

—Doscientos años y treinta y siete días —repitió Ash en voz alta.

Leofrico interrumpió lo que estaba diciendo. La miró fijamente.

—¿Sí? Sí, debe de ser eso. El séptimo día del noveno mes... ¡Sí!

Ash volvió a hablar.

—¿Dónde está el Gólem de Piedra?

—En el sexto piso del cuadrante nordeste de la casa de Leofrico, en la ciudad de Cartago, en la costa del norte de África.

Su atención se concentró al máximo. Además, su oído le daba la sensación de estar haciendo algo de forma no enteramente pasiva, no como si escuchara a un hombre hablar o a un músico tocar, no la simple espera de una respuesta.

¿Qué estoy haciendo? Estoy haciendo algo.

—Unos cinco o seis pisos por debajo de nosotros —repitió Ash mirando a Leofrico.

Allí es donde está. Allí es donde se encuentra vuestra máquina táctica.

—Eso puedes haberlo escuchado en los chismorreos de los criados —dijo el

amir
quitándole importancia.

—Podría, pero no ha sido así.

—Eso no tengo forma de saberlo.

Ahora la estudiaba atentamente.

—¡Claro que sí! —Ash se incorporó en la cama de roble—. Si no me decís qué hacer para seguir viva, yo os lo diré a vos. Hacedme preguntas, mi señor Leofrico. Sabréis la verdad. ¡Así sabréis si estoy mintiendo acerca de mi voz!

—Algunas respuestas son peligrosas.

—Nunca es inteligente saber demasiado de los asuntos de los poderosos.

Ash se bajó de la cama y anduvo, lenta y dolorosamente, hacia las contraventanas. Leofrico no la detuvo cuando ella abrió el cerrojo y se asomó. Un barrote metálico central, firmemente encastrado en el marco, era lo bastante grueso para impedir que una mujer se arrojara al vacío.

El aire helado le congeló la piel de las mejillas, enrojeciéndole la nariz. Sintió una breve simpatía por aquellos que estaban en el frío y húmedo norte cobijados en tiendas; una sensación de afinidad por su sufrimiento y su incomodidad que era, al mismo tiempo, un apremiante deseo de estar allí con ellos.

Bajo el alféizar de piedra el gran patio siseaba y borboteaba, mientras las lámparas de fuego griego eran apresuradamente cubiertas por pantallas de rayas de colores inadecuadamente alegres. Ash bajó la vista y vio cabezas, rubias en su mayoría. Los esclavos y las esclavas trataban de colocar en su sitio el lino encerado con profusión de maldiciones y quejas; brazos delgados que sostenían tela o cuerdas con gritos de impaciencia. No había ningún hombre libre en el patio salvo los guardias, y Ash pudo distinguir desde allí arriba su enemistad mutua.

Una vez cubiertas, las luces la dejaron ver más allá los achaparrados edificios circundantes. Una casa de unas dos mil personas, estimó ella. Era imposible ver más lejos en la oscuridad, ver si esta ciudad interior de Cartago contenía las residencias de otros

amires
igual de ricas y fortificadas. Y tampoco se podía ver (se puso de puntillas sobre las baldosas del suelo) si esta casa daba al puerto o a otro sitio; qué parte de Cartago se encontraba entre ella y el muelle; dónde estaría el enorme y famoso mercado; dónde el desierto.

Un sonido hueco y ululante la sobresaltó. Levantó la cabeza, alerta, y distinguió que resonaba sobre los tejados y el patrio desde una gran distancia.

—La puesta de Sol —llegó la voz de Leofrico desde detrás de ella. Cuando Ash lo miró, sus ojos quedaron al mismo nivel que la barba blanca de su mentón.

El sonido metálico volvió a resonar sobre la ciudad. Ash forzó la vista tratando de ver las primeras estrellas, la Luna, cualquier cosa que pudiera servirle de referencia.

Le cerraron la contraventana en la cara, con suavidad.

Ash se volvió hacia la habitación. La brillante calidez de los braseros de carbón le permitió darse cuenta de cuánto se había enfriado su rostro en esos pocos minutos.

—¿Cómo habláis vos con él? —interpeló Ash al

amir.

—Como hablo contigo, con mi voz —dijo Leofrico secamente—. ¡Pero estoy en la misma habitación que él cuando lo hago!

Ash no pudo contener una sonrisa.

—¿Y cómo os responde?

—Con una voz mecánica, que oigo por las orejas. Una vez más, tengo que estar en la misma habitación para oírlo. Mi hija no tiene que estar en la misma habitación, en la misma casa ni en el mismo continente. Esta cruzada confirma mi creencia de que nunca se alejará a una distancia lo bastante grande para no poder oírlo.

—¿Sabe el gólem algo que no sean respuestas militares?

—No sabe nada. Es un gólem. Solo puede repetir lo que yo, y otros, le hemos enseñado. Resuelve problemas. Eso es todo.

Ash se balanceó sobre los pies al sentir que una oleada de lasitud recorría su cuerpo. El

amir
visigodo la cogió por el brazo, a la altura del codo, a través de la lana manchada de sangre.

—Ven y túmbate en la cama. Intentemos lo que has sugerido.

Ash dejó que él guiara sus pasos, y se derrumbó de espaldas en el jergón. La habitación daba vueltas a su alrededor. Cerró los ojos, y no vio nada más que oscuridad hasta que se le pasó el mareo; entonces los abrió a la clara luz blanca de las lámparas de la pared y el suave rasgueo del niño esclavo en su tableta de cera.

Leofrico hizo un gesto y el chico dejó de escribir.

—¿Quién construyó el primer gólem? —dijo en voz baja junto a ella.

Pregunta y respuesta. La pronunció en voz alta; tuvo que hacerlo dos veces, ya que el nombre de la respuesta le resultaba desconocido.

—¿El... rabino? ¿De Praga? —dijo ella, insegura.

—¿Y para quién lo construyó?

Otra pregunta, otra respuesta. Ash cerró los ojos para protegerse de la fuerte luz, y se esforzó por oír la voz interior.

—Radonico, creo. Sí, Radonico.

—¿Quién construyó el primer gólem y por qué?

—El rabino de Praga, siguiendo instrucciones de vuestro antepasado Radonico, construyó el primer gólem hace doscientos años para jugar al

shah...
al ajedrez —se corrigió Ash.

—¿Quién fue el primero en construir máquinas en Cartago y por qué?

—El fraile Roger Bacon.

—Uno de los nuestros —dijo Ash. Y dejó que su voz repitiera lo que decía la otra voz que escuchaba en su cabeza.

—Se dice que el fraile Bacon construyó, cuando vivía en el puerto de Cartago, una cabeza parlante a partir de los metales que se encontraban en las cercanías. Empero, cuando oyó lo que tenía que decirle, quemó sus inventos, los planos y su alojamiento y huyó al norte, a Europa, para no volver nunca jamás. Después de esto, la presencia de muchos demonios en Cartago se achacó a este estudioso. Geraldus lo escribió.

—Muchas personas han leído mucho en los oídos del Gólem de Piedra durante estos doscientos años. Inténtalo de nuevo, querida hija. ¿Quién construyó el primer gólem y por qué?

—El

amir
Radonico, vencido en el
shah
por este ingenio mudo, se cansó de él y se irritó con el rabino. Vaya con vuestros señores —añadió Ash. Fue consciente de estar al borde de la histeria. La deshidratación hacía que le doliera la cabeza, la pérdida de sangre la había debilitado; todo esto era suficiente. La voz en su cabeza continuó—. Radonico, hastiado, dejó de lado al hombre de piedra. Como buen cristiano, dudaba de que los insignificantes poderes de los judíos provinieran del Cristo Verde, y empezó a pensar que en su casa se había llevado a cabo una obra demoníaca.

—Más.

—El rabino había hecho que este gólem fuera un hombre en todos los aspectos, usando su semen y la arcilla roja de Cartago, y moldeándolo muy bellamente. Una esclava de su casa, una tal Ildico, se enamoró grandemente del gólem, ya que con sus miembros de piedra y articulaciones de metal era idéntico a un hombre, y de él concibió un hijo. Esto dijo ella que fue causado por la intercesión del Hacedor de Maravillas, el gran profeta Gundobando, que se le apareció en sueños y le ordenó que llevara en su cuerpo la sagrada reliquia, que pasó de generación en generación en esa familia de esclavos desde los días de Gundobando.

Ash sintió un suave toque. Abrió los ojos. Los dedos de Leofrico acariciaban su frente. Las puntas tocaban piel, sangre seca y suciedad con completa indiferencia. Ash se apartó.

—Gundobando es vuestro profeta ¿no? Fue él quien maldijo al Papa y provocó la Silla Vacía.

—Vuestro Papa no debería haberlo ejecutado —dijo Leofrico con seriedad mientras retiraba la mano—, pero no discutiré contigo, niña. Sobre nosotros han pasado ocho siglos de historia. ¿Quién puede decir ahora lo que era el Hacedor de Maravillas? Ciertamente Ildico creía en él.

—Una mujer que tuvo un hijo con una estatua de piedra —Ash no pudo ocultar el desprecio en su voz—. Mi señor Leofrico, si yo fuera a leerle historia a una máquina ¡no le contaría estas pamplinas!

—Y el Cristo Verde nacido de una virgen y amamantado por un jabalí. ¿Eso también son pamplinas?

—¡Por lo que yo sé, sí! —Ash se encogió de hombros lo mejor que pudo tumbada en la cama. Tenía los pies fríos. Al ver que Leofrico fruncía el ceño, se dio cuenta de que había hablado en su dialecto franco-suizo natal, y volvió a intentarlo en latín cartaginés—. Yo he visto tantos pequeños milagros como cualquiera, pero todos ellos podían deberse al azar,

fortuna imperatrix
, eso es todo.

—¿Quién construyó el segundo gólem y por qué? —dijo el visigodo con cierto énfasis.

Ash repitió sus palabras. La voz que se movía en los lugares secretos de su mente no era diferente de la voz que respondía cuando ella le proporcionaba datos del terreno, la composición de las tropas, las condiciones meteorológicas, y preguntaba por la solución ideal: era la misma voz.

—Algunos han escrito que Ildico, la esclava, no solo conservaba una poderosa reliquia del profeta Gundobando, sino que descendía de él por línea directa, a través de las generaciones desde el año ochocientos dieciséis después de que Nuestro Señor fuera entregado al madero, hasta ese año de mil doscientos cincuenta y tres.

Leofrico repitió la pregunta.

—¿Quién construyó el segundo gólem y por qué?

—El hijo mayor de Radonico, Sarus, fue muerto en una batalla contra los turcos. Entonces Radonico mandó hacer un juego de

shah
en el que las piezas fueron talladas, incluyendo armas y armaduras, para representar a las tropas turcas y a las de su hijo Sarus. Entonces volvió a llamar al gólem y empezó a jugar al ajedrez con él, y en un día de aquel año, por fin el gólem jugó una partida en la que las tropas de Sarus se movieron de la forma en que habrían derrotado a los turcos. También en este día, Radonico descubrió que su esclava Ildico yogaba con el gólem; así que cogió un martillo de cantero y aplastó la arcilla roja y el latón del gólem hasta hacerlo pedazos, tan pequeños que ningún hombre podría decir lo que antes habían sido. Después, se encerró en una torre. E Ildico parió una hija. Radonico, pensando en Sarus, su hijo muerto, y en sus hijos vivos, fue y le ordenó al rabino que construyera un segundo gólem para sustituir el que él había destruido en su furia. Esto el rabino se negó a hacerlo, aunque el
amir
amenazó la vida de sus dos hijos. No fue hasta que Radonico dejó claro que empalaría y mataría a Ildico y a su hija recién nacida que cedió el rabino. Entonces le construyó otro Gólem de Piedra al
amir
Radonico, en una habitación de la casa, pero este de apariencia humana solo en la parte superior del cuerpo y la cabeza, de tres veces el tamaño de un hombre: el resto no era más que una losa de arcilla sobre la que podían moverse maquetas de hombres y bestias. Y la boca parlante del gólem habló.

Ash enroscó el cuerpo, envuelta en lana. Dos o tres frases a la vez no son nada, pero esto... La forma de narrar de la voz, carente de emoción, hacía que se sintiera cansada, mareada, despegada.

—Entonces Radonico mató al rabino y a su familia, para que el rabino no pudiera hacer otro jugador de

shah
para sus enemigos, o los enemigos del rey califa. Y al instante el Sol se oscureció sobre él. Y el Sol se oscureció sobre la ciudad de Cartago, y a todas las tierras gobernadas por el rey califa se extendió la maldición del rabino. Y así ningún ser vivo ha visto al Sol atravesar el Crepúsculo Eterno en doscientos años.

Ash volvió a abrir los ojos, sin darse cuenta hasta entonces de que los había cerrado para oír mejor la voz.

—¡Jesús! ¡Me apuesto a que hubo pánico!

—El que entonces era rey califa, Eriulfo, y sus

amires
, mantuvieron el mando de las tropas, y las tropas mantuvieron tranquila a la gente.

—Bueno, se puede conseguir casi todo si se puede mantener un grupo de soldados obedeciendo órdenes. —Ash se movió en la cama hasta llegar al cabecero de roble blanco, tallado con granadas y columnas estriadas en los postes. Con esfuerzo, se incorporó para descansar apoyada en la madera encerada—. Todo esto son leyendas. Oía estas cosas alrededor de los fuegos de campamento cuando era pequeña. La leyenda número trescientos siete acerca de cómo llegó al sur el Crepúsculo Eterno... ¿Os estoy diciendo realmente lo que deseáis oír?

—El profeta Gundobando vivió realmente, así como su hija esclava Ildico —dijo Leofrico—, mis crónicas familiares lo explican muy claramente. Y es cierto que mi antepasado Radonico ejecutó a un rabino judío en torno al año 1250.

—¡Entonces preguntadme cosas que es imposible que la gente sepa por vuestras crónicas familiares!

La cera de la madera tenía un olor dulce. Le gruñó el estómago. Extenuada, observando el rostro de Leofrico en busca del más mínimo cambio, ignoró las quejas de su cuerpo.

—¿Quién fue Radegunde?

—¿Quién fue Radegunde? —repitió Ash obedientemente.

—La primera que habló con el Gólem de Piedra a distancia.

No ha dicho «conmigo
», pensó Ash.

—En los primeros años de cruzada, cuando fallaban las cosechas y la única forma de conseguir grano era la conquista de tierras más felices bajo el Sol, el Rey Califa Eriulfo comenzó su conquista de los reinos de taifa ibéricos. Mientras el

amir
Radonico luchaba al servicio del Rey Califa Eriulfo, fue aprendiendo de cada derrota o victoria, reproduciendo los acontecimientos una y otra vez con su Gólem de Piedra tras cada campaña. La hija de Ildico, Radegunde, en su tercer año empezó a hacer estatuas de hombre a partir del barro rojo de Cartago. El
amir
Radonico, al ver su gran parecido con el viejo rabino, sonrió al pensar que había sido tan simplón como para pensar que una estatua podía concebir un Hijo con una mujer, y lamentó la destrucción del primer gólem. Y puede que Radegunde hubiera seguido siendo solo una esclava de la casa de Radonico, pero un día oyó una discusión de Radonico con sus capitanes en el campo de entrenamiento, y le pidió al
amir
que le dijera qué tácticas emplearía, para así poder hablarle del plan a su amigo el hombre de piedra. Pensando reírse, Radonico le pidió que le preguntara qué hacer al Gólem de Piedra. Tras esto, Radegunde le habló al aire. Entonces vinieron corriendo otros esclavos a informar de que el gólem había empezado a mover las figuras que había ante él. Cuando el amir Radonico llegó a su habitación, la respuesta a su pregunta estaba ante él, como si el gólem hubiera recibido las palabras de la niña de algún demonio del aire. Entonces Radonico abandonó la senda del honor y la verdad y no mató a la niña. Adoptó a Radegunde y la llevó con él a Iberia, hablando a través de ella con el Gólem de Piedra, y el signo de la guerra cambió a favor de Eriulfo, y así el sur de Iberia se convirtió en el granero de Cartago bajo el Crepúsculo. Y con cinco años, Radegunde hizo su primera estatua de barro que se movía por sí sola, causando destrozos en la casa, y la niña se rió de esta destrucción.

Ash dobló las rodillas, bajo la cubierta del capote de lana, y estudió la expresión de Leofrico. Era una de intensa concentración.

—¿Era esa Radegunde? —le costó pronunciar el nombre.

—Sí. Pregunta cómo murió.

—¿Cómo murió Radegunde? —preguntó Ash como un loro.

El mareo que sentía en su cabeza podía tener una docena de razones. Ella sospechaba de la concentración de su mente, que le transmitía la sensación de algún modo, como si estuviera tirando de una carga pendiente arriba o desenredando algo.

—Durante las estaciones que pasaba en su casa de Cartago, el

amir
Radonico daba órdenes de que se ayudara a Radegunde a fabricar sus nuevos gólems, trayéndole eruditos, ingenieros y extraños materiales, todo cuanto deseara. En su decimoquinto año, Dios le arrancó la facultad de hablar, pero su madre Ildico se comunicaba con ella mediante signos que ambas conocían. También en este año, un día, Radegunde construyó un hombre de piedra que la descuartizó miembro a miembro y así murió.

—¿Y qué es el nacimiento secreto? —dijo la voz de Leofrico.

Ash mantuvo la boca cerrada, sin formar palabras en su mente, dejando que se formara una expectativa. La expectativa de una respuesta. Ash dejó que aquello, de algún modo, tirara de otras respuestas implícitas. No dijo nada en voz alta.

La voz empezó a hablar en su cabeza.

—Deseando otro que pudiera oír al Gólem de Piedra aunque estuviera separado de él por muchas millas, para poder así continuar su guerra, el

amir
Radonico hizo que Ildico, en su trigésimo año, yogara con el tercer gólem, que había matado a su hija. Esta es la concepción secreta, y el nacimiento secreto fueron sus gemelos, un varón y una hembra.

Ella empezó a farfullar en voz alta, demasiado sobresaltada al oírlo para mantenerse en silencio; murmuró una pregunta necesaria en voz alta, ante la inquisitiva mirada de Leofrico, sobre la respuesta que ya acudía a su cabeza. Luego soltó las palabras a trompicones.

—El

amir
Radonico deseaba otro esclavo de esas características, un adulto que pudiera comunicarse con el Gólem de Piedra igual que había hecho Radegunde, un general jenízaro a la manera de los turcos, un
al-shayyid
que derrotase a los reyezuelos de taifas de Iberia. No se pudo conseguir que los gemelos de Ildico lo lograran, aunque se les hizo mucho daño a ellos y a su madre. Ni se puso construir otro gólem. Por fin, Ildico confesó que le había entregado a Radegunde su reliquia sagrada del profeta Gundobando para que la colocara en el interior de su último gólem, y que así hablara y se moviera como los hombres. Pero al saber esto, el tercer gólem mató a Ildico y saltó de una alta torre, haciéndose pedazos en el suelo. Y esta es su muerte secreta: nada más quedaba del milagro del profeta y el rabino que el segundo Gólem de Piedra y los hijos de Ildico.

Las manos del

amir
Leofrico se cerraron sobre las de ella, apretándolas fuertemente. Ash se enfrentó a su mirada. El hombre asentía sin parar, con los ojos húmedos.

—Nunca pensé que tendría dos éxitos —explicó simplemente—. Habla contigo ¿no es cierto? Mi querida niña.

—Eso fue hace doscientos años —dijo Ash—. ¿Qué pasó entonces?

Sintió que se unían, en un momento de pura curiosidad por parte de ella, y pura comprensión del deseo de aprender por parte de él. Los dos se sentaron juntos al borde de la cama, como amigos.

—Radonico empezó a cruzar a los gemelos y a sus hijos —dijo Leofrico—. No era hombre que llevara registros cuidadosos. Después de su muerte, su segunda esposa Hildr y su hija Hild se hicieron cargo; ellas si llevaron minuciosas anotaciones de lo que hacían. Hild es mi tatarabuela. Su hijo Childerico y sus nietos Fravitta y Barbas siguieron con el programa de crianza, siempre quedándose muy cerca. Como sabes, a medida que nuestras conquistas se fueron extendiendo, fueron llegando a Cartago numerosos refugiados y gran cantidad de conocimientos académicos. Fravitta construyó los gólems normales en torno al año 1390; Barbas se los entregó al Rey Califa Aniano; desde entonces se han hecho muy populares por todo el imperio. El hijo más joven de Barbas, Estilico, es mi padre. Él me crió inculcándome la idea de la absoluta necesidad de nuestro éxito. Y mi éxito nació cuatro años después de la caída de Constantinopla. Y puede que tú también —acabó Leofrico, pensativo.

Es más viejo de lo que parece
. Ash se dio cuenta de que el noble visigodo andaría por los cincuenta o sesenta años.
Eso quiere decir que ha crecido bajo la amenaza de los turcos; y eso plantea otra pregunta.

—¿Por qué no está vuestra general atacando al Sultán y sus beys? —preguntó Ash.

—El Gólem de Piedra nos aconsejó que una cruzada en Europa era mejor comienzo —murmuró ausente Leofrico—. He de decir que estoy de acuerdo.

Ash parpadeó y frunció el ceño.

—¿Que atacar Europa es mejor manera de derrotar a los turcos? ¡Vamos! ¡Eso es una locura!

Leofrico ignoró su comentario.

—Todo ha ido tan bien, y tan rápido... Si no fuera por este frío... —Se interrumpió—. Por supuesto, Borgoña es la clave estratégica. Entonces podremos volver nuestra atención hacia las tierras del sultán, si Dios quiere. Si Dios quiere que Teodorico viva. No siempre ha sido tan mal amigo mío —reflexionó el anciano en voz alta—, sólo en los últimos tiempos de su enfermedad, y desde que Gelimer disfruta de su confianza. Aun así, no puede detener una cruzada que ha comenzado con tantas victorias...

Ash esperó a que la mirara a ella, levantando la cabeza que tenía inclinada.

—El Crepúsculo Eterno se ha extendido hacia el norte. Yo he visto apagarse el Sol.

—Lo sé.

—¡No sabéis una mierda! —Ash subió el tono de voz—. ¡No sabéis más que yo acerca de lo que está pasando!

Leofrico cambió de posición en el borde de la cama de roble blanco muy cuidadosamente. Algo se movió en las profundidades de su ropa. La rata de color azul pálido asomó un indignado hocico, y se subió rápidamente por la manga a rayas.

—¡Por supuesto que sí lo sé! —espetó el

amir
visigodo—. Nos ha costado generaciones conseguir un esclavo que pueda oír al Gólem de Piedra a distancia sin enloquecer, y ahora tengo la oportunidad de que haya dos de vosotros.

—Os diré lo que pienso,

amir
Leofrico. —Ash lo miró—. No creo que otro general esclavo os sirva para nada. No creo que necesitéis otra Faris, otra hija guerrera que pueda hablar con la máquina... por mucho que os haya costado criar una. Eso no es lo que queréis. —Le acercó un dedo a la rata, pero esta, levantada sobre sus patas traseras, estaba acicalándose el pelaje, y la ignoró.

—Supongamos que puedo oír esa máquina táctica. ¿Y qué,

amir
Leofrico? —Ash hablaba con cuidado. La niebla del sufrimiento empezaba a aclararse. Su cuerpo ya habría sufrido por otras heridas que estas, aunque ninguna tan profunda—. Podéis ofrecerme un lugar a vuestro lado, para que luche por el rey califa, y yo accederé y cambiaré de bando tan pronto vuelva a Europa. Eso lo sabéis tanto vos como él. ¡Eso no es importante, no es lo que necesitáis!

La euforia de la absoluta sinceridad la llenaba. Lanzó una mirada a los tres niños esclavos que había en la sala y pensó:

yo también me he acostumbrado a hablar como si no estuvieran ahí
. Sus ojos volvieron a Leofrico, y lo vio pasándose los dedos por el pelo, poniéndolo más de punta que antes.

Vamos, chica
, pensó Ash.
Si fuera un hombre al que estás contratando, ¿qué pensarías de él? Inteligente, discreto, sin ninguno de los habituales prejuicios sociales en contra de causar daño a la gente... ¡Le pagarías cinco marcos y lo pondrías en los libros de la compañía en un segundo!

Y no se habría mantenido como amir sin ser taimado, no en esta corte.

—¿Qué estás diciendo? —Leofrico parecía asombrado.

—¿Por qué hace frío, Leofrico? ¿Por qué hace frío aquí?

Los dos se miraron mutuamente, durante lo que debió de ser un minuto de completo silencio. Ash leyó perfectamente el instante de flaqueo en la expresión de él.

—No lo sé —dijo por fin Leofrico.

—No, y nadie más por aquí lo sabe, puedo verlo por la forma en que van todos correteando por ahí cagados de miedo. —Ash sonrió de oreja a oreja. No estaba demasiado cerca de su habitual buen humor, todavía le dolía mucho—. Dejad que lo adivine. ¿Solo lleva haciendo frío desde que comenzó vuestra invasión?

Leofrico chasqueó los dedos. La esclava más pequeña vino, cogió una de las ratas, y acunó a la hembra azul con exquisito cuidado en sus delgados brazos, caminó tambaleante hacia la puerta. Uno de los niños cogió al macho manchado, que movía los bigotes, ansioso por copular con la hembra; y a una señal de Leofrico, el esclavo escriba los siguió afuera.

—Niña —dijo él—, si supieras el motivo de este clima tan inadecuado me lo habrías dicho para salvar la vida. Eso lo sé. Por lo tanto no sabes nada.

—Quizá sí —dijo Ash tranquilamente. En la habitación medio helada, su cuerpo dolorido se cubrió de sudor frío, oscureciendo el capote bajo sus axilas. Continuó desesperadamente—. Puede que haya visto algo... ¡Yo estaba allí cuando el Sol se apagó! Podría contaros...

—No. — Leofrico posó la barbilla en el nudillo de su dedo índice, hundiéndolo en su desaliñada barba blanca. Sostuvo la mirada de ella.

Ella sintió una presión bajo su plexo solar; el miedo, dejándola lentamente sin aliento.

¡Ahora no!
, pensó,
no cuando he logrado que pueda hacer que hable conmigo...

Ahora no, en ninguna circunstancia.

—La guerra sigue, lo suponía —dijo Ash, con la voz todavía serena—. Aunque hayáis obtenido una victoria, no puede haber sido definitiva ¿o sí? Yo os daré la disposición y la composición de las tropas de Carlos de Borgoña. El rey califa y vos pensáis que soy una Faris, un general mágico, pero olvidáis algo: fui uno de los oficiales a sueldo de Carlos. Puedo deciros lo que tiene. Es sencillo, cambiaré de bando a cambio de mi vida. No soy la primera persona que hace esa clase de trato —lo dijo rápido, antes de poder arrepentirse.

—No —dijo distraídamente el

amir
Leofrico—. No, por supuesto. Le dictarás lo que sabes al Gólem de Piedra; sin duda mi hija lo encontrará útil, aunque un tanto superado por los recientes acontecimientos.

Los ojos de ella lloraron.

—¿Viviré?

Él la ignoró.

—¡Lord

amir
! —chilló ella.

El interpelado continuó en tono ausente, como si no la hubiera escuchado:

—Aunque había tenido la esperanza de disponer de otro general, quizá para que estuviera al mando de nuestro ejército oriental, no lo tendré con este rey califa, no con Gelimer hablando constantemente en contra de mí. Sin embargo —reflexionó Leofrico en voz alta—, esto me proporciona una oportunidad que no había esperado tener antes del fin de esta cruzada. Tú, ya que no eres necesaria como ella, puedes ser diseccionada, para descubrir el equilibrio de los humores

31
en el interior de tu cuerpo, y si hay diferencias en tu cerebro y tus nervios que hagan posible que hables con la máquina. —La miró con una ausencia de sentimientos que era horripilante en sí misma—. Ahora podré descubrir si es así. Siempre he tenido que diseccionar a mis fracasos. Ya que no me sirves más, ahora podré viviseccionar uno de mis éxitos.

Ash lo miró fijamente. Pensó que debía de haber entendido mal la palabra. No, eso era latín médico, claro y puro. Viviseccionar, que significaba «diseccionar algo aún vivo».

—No podéis...

Un sonido de pasos al otro lado de la puerta la hizo incorporarse de un salto, tratando de agarrar el brazo de Leofrico mientras este se levantaba. La esquivó.

No fue un esclavo quien entró en la habitación, sino el

'arif
Alderico, con una mueca de desagrado oculta bajo su bien cuidada barba, las manos a la espalda y hablando con rapidez y concisión. Ash, demasiado conmocionada, no comprendió lo que estaba diciendo.

—¡No! —Leofrico dio un paso al frente, levantando la voz—. ¿Y cómo es eso?

—El abad Muthari lo ha anunciado, y ha efectuado un llamamiento a la oración, al duelo y al arrepentimiento, mi

amir
—dijo Alderico, y luego, con el aire de un hombre repitiendo su mensaje inicial más lentamente, por si el lord
amir
no lo hubiera comprendido—: El rey califa, que viva eternamente, murió de un ataque hace menos de media hora, en sus habitaciones de palacio. Ningún doctor pudo devolverle el aliento a su cuerpo. Teodorico ha muerto, mi señor. El rey califa ha muerto.

Aturdida por diferentes motivos, Ash oyó al soldado contar sus noticias con algo parecido a una absoluta falta de interés.

¿Qué significa para mí un rey califa?
Se arrodilló sobre la cama. El capote de lana cayó de su cuerpo manchado de sangre. Cerró un puño.

—¡Leofrico!

Este la ignoró.

—¡Leofrico! ¿Qué pasa conmigo?

—¿Contigo? —Leofrico, frunciendo el ceño, volvió la mirada hacia ella—. Sí, contigo... Alderico, confínala en los alojamientos para huéspedes, bajo custodia.

Ash cerró el otro puño. Ignoró al capitán visigodo mientras la cogía del brazo.

—¡Decidme que no vais a matarme!

—¡Traedme mis ropas de gala! —gritó el

amir
Leofrico a sus esclavos.

Se organizó un escándalo.

—Considera esto un aplazamiento, si eso te reconforta. Ahora tendremos que elegir un nuevo rey califa, y estaremos ocupados durante varios días... como mínimo. —Sonrió, y sus dientes resplandecieron entre su barba blanca—. Esto es simplemente una pausa, antes de poder investigarte. Como dicta la tradición, podré volver con mi trabajo inmediatamente después de la proclamación del sustituto de Teodorico. Niña, no pienses que soy un bárbaro. No voy a torturarte hasta la muerte como parte de los festejos. Vas a añadir muchas cosas a nuestros conocimientos.