Capítulo 6
Ambas mujeres se miraron fijamente.
—¿Usaste algo? —exclamó Floria.
—¡Por supuesto que sí! ¿Crees que soy estúpida? Baldina me dio un amuleto para que me lo pusiera. Como regalo de boda. Lo llevaba en una pequeña bolsita al cuello las dos veces que... Todas las veces. —Ash sentía que el aire vespertino perlaba su frente de sudor. La herida le dolía con un dolor sordo.
Vio que Floria del Guiz la examinaba con la mirada. No sabía que la mujer estaba viendo a una jovencita vestida con unas calzas y un gran jubón; con espada al cinto y unos guantes metidos bajo el cinturón; sin nada femenino en su figura excepto una cascada de pelo y el rostro, que momentáneamente parecía el de una chiquilla de doce años.
—Usaste un amuleto. —La voz de Floria sonó neutra. Hablaba en voz baja, como si temiera que la oyeran fuera de la tienda de mando—. No usaste una esponja, o una vejiga de cerdo, o hierbas. Usaste un amuleto.
—¡Siempre había funcionado antes!
—¡Gracias a Cristo que yo no tengo que preocuparme por nada de esto! No tocaría a un hombre aunque... —Floria dio dos o tres pasos rápidos, adelante y atrás, sobre las tablas que aislaban el suelo de la tienda del barro, con los brazos apretados contra el cuerpo. Se detuvo frente a Ash—. ¿Has sentido mareos?
—Pensé que eran por la herida en la cabeza.
—¿Te ha aumentado el pecho?
Ash pensó.
—Supongo.
—¿En que fase de la Luna sueles sangrar?
—Este año, casi siempre en el último cuarto.
—¿Cuándo sangraste por última vez?
Ash frunció el ceño al recapacitar.
—Justo antes de Neuss. El Sol seguía en Géminis.
—Tendré que mirarte, pero seguro que estás embarazada. —Lo dijo con una brusquedad que no dejaba lugar a dudas.
—¡Tendrás que darme algo!
—¿Qué?
Ash alargó la mano para acercarse un taburete y se sentó, ajustándose la vaina. Unió las manos sobre su vientre, y luego sobre la empuñadura de la espada.
—¡Tienes que darme algo para librarme de esto!
La rubia cirujano dejó caer los brazos. El farol se balanceaba con el viento nocturno que hacía crujir la tienda. Entrecerró los ojos para mirar el rostro de Ash a través de la luz.
—No lo has pensado bien.
—¡Claro que lo he pensado!
Fría en su interior, inundada de terror, Ash aferró la madera forrada de cuero de la empuñadura de su espada, y bajó la mirada hasta la bola de múltiples facetas del pomo. Sintió el ansia repentina de desenvainar la hoja y cortar algo. El ansia de proclamar que ella seguía siendo ella. Intentó sentir cualquier sensación en el interior de su cuerpo, notar alguna diferencia, y no sintió nada. No tenía sentido que hubiera un feto.
—Puedo darte un vino con hierbas, para tranquilizarte —dijo Floria—. Déjame enviar a Rickard en busca de mis cosas.
Aquella nota de cautela, de calmar de forma profesional a un paciente histérico, hizo estallar la cólera de Ash. Se levantó.
—¡No me van a tratar como a una puta callejera! No pienso tener este niño.
—Sí que lo vas a tener. —Floria del Guiz la cogió del brazo.
—No. Me lo arrancarás. —Ash se sacudió de encima la mano de Floria—. Y no me digas que no hay cirugía para eso. Cuando yo crecía en la caravana de bagaje, el cirujano de la compañía se encargaba de librar a cualquier mujer que hubiera muerto al tener otro hijo.
—No. He hecho un juramento. —La voz de Floria se volvió vehemente, enfadada, cansada—. ¿Recuerdas tu
—Y ahora que saben que eres una mujer, dicen que no tienes seso para hacer un juramento. ¡Eso es lo que piensa de ti tu fraternidad de doctores! —Ash sacó la espada de su vaina unos centímetros y la volvió a guardar—. ¡No tendré el hijo de ese hombre!
—¿Estás segura de que es suyo?
La bofetada fue intencionada, un fuerte manotazo en la cara que dejó la mejilla de Floria enrojecida y sus ojos llorando.
—¡Claro que lo es! —gritó Ash.
El sucio rostro de Floria brilló con alguna emoción que Ash fue incapaz de identificar.
—Es un hijo legítimo. Cristo, Ash. ¡Podría ser mi sobrino! ¡Mi sobrina! No puedes pedirme que lo mate.
—Aún no tiene alma, no ha dado patadas, no es nada. —Ash la miró con furia—. ¿Es que no me has comprendido? Pues escúchame: no voy a tener este hijo. Si te niegas a practicarme el aborto, encontraré a alguien que lo haga. No tendré este hijo.
—¿Ah, no? Ya veremos. Hazme caso. —Floria sacudió la cabeza. La nariz le empezó a moquear, y se limpió con la manga, dejando un rastro de piel limpia. Se rió con la voz quebrada. ¿Que no lo tendrás? ¿Porque es suyo? Si no puedes apartar tus manos de él.
La boca de Ash se quedó entreabierta; no dijo nada. Su mente se esforzó por encontrar una réplica. Súbitamente le vino a la cabeza la imagen de un niño pequeño, de unos tres años, con solemnes ojos verdes y pelo rubio. Un hijo para que corretease por el campamento, se cayera de los caballos, se cortara con el filo de las armas, enfermara de fiebres, muriera quizá de hambre algún año difícil; un hijo que tendría los mismos rasgos que Fernando del Guiz, y quizá el mismo humor que Floria...
Miró a Floria del Guiz a los ojos.
—Estás celosa —dijo Ash con absoluta certeza.
—¿Crees que quiero un hijo?
—Sí, y nunca lo tendrás. —Consciente de estar diciendo lo imperdonable, impulsada más por el miedo que por la ira, Ash se sumergió de lleno en el sarcasmo más cortante—. ¿Qué vas a hacer, dejar embarazada a Margaret Schmidt? Una sobrina o un sobrino es lo más próximo que vas a tener.
—Eso es verdad.
—¿Eh? —Ash, que esperaba un estallido de furia, quedó confundida—. Siento lo que he dicho, pero es cierto ¿no?
—Celosa. —Floria miró a Ash con una expresión que podría haber sido de humor sardónico, de alivio o de traición, o de las tres cosas a la vez—. Porque no voy a arrancar un niño de tu vientre. Mujer, no quiero verte morir desangrada ni por fiebres posparto; pero por amor de Cristo ¡ten la cosa! No morirás. Eres tan fuerte como un puñetero campesino, probablemente puedas soltarlo un día y volver a tu caballo de guerra el siguiente. ¿Es que no comprendes que librarse de él es peligroso?
—¡Un campo de batalla no es seguro! —afirmó Ash con aspereza—. Mira, preferiría no ir a un doctor de la ciudad. No confío en esos bastardos codiciosos, y además ahora no hay tiempo. Tampoco quiero usar los remedios que usan en la caravana a menos que sea absolutamente necesario. ¡Y confío en ti porque me has cosido cada vez que alguien me ha arrancado un trozo!
—¡Santa Magdalena! ¿Es que te has vuelto completamente estúpida? Podrías... morir.
—¿Y se supone que eso debe impresionarme? Me preparo para eso a diario. ¡Mañana voy a combatir! —Floria del Guiz abrió la boca y volvió a cerrarla—. No quiero tener que darte una orden —dijo Ash descontenta.
—¿Una orden? —El rostro de Floria, de perfil, dejó caer una lágrima del ojo, que todavía lagrimeaba de la bofetada de Ash. La cirujano no miró a Ash—. ¿Y qué vas a hacer si me niego a practicar un aborto? ¿Echarme de la compañía? Eso tendrás que hacerlo de todas formas.
—¡Cristo, Florian, no!
La mano de Floria volvió a agarrar el brazo de Ash.
—No es Florian, es Floria. Soy una mujer. ¡Y me gustan las mujeres!
—Eso ya lo sé —dijo Ash apresuradamente—. Mira, yo...
—¡No lo sabes! —Floria soltó el brazo de Ash. Se quedó por unos momentos con la cabeza gacha, y luego se volvió para mirar a Ash—. No tienes ni la más mínima idea, así que no me digas que lo sabes. ¿Qué se supone que debo hacer cuando la gente que me rodea enloquece porque he yacido con otra mujer? ¿Qué? No puedo luchar contra ellos. ¡No podría hacerles daño aunque luchara! Tengo que fingir que soy algo que no soy. ¿Qué pasa si alguien decide quemarme porque me gustan las mujeres y practico la medicina? —Ash se movió incómoda. Floria del Guiz le mostró sus manos, con las palmas hacia arriba. En el fresco aire bajo la luz de los faroles, Ash vio unas familiares marcas blancas en los dedos de la cirujano—. Esto son marcas de quemaduras. Quemaduras antiguas. Me las hice tratando de sacar... de sacar algo de un fuego, después de que fuera demasiado tarde, porque quería algo, una reliquia, un recuerdo, ya que no podía tenerla viva conmigo. —Floria se pasó las manos por la cara, y el sudor y las lágrimas le mojaron el pelo—. ¿Algún hombre te ha fastidiado una vez y crees que sabes de qué va esto? No me digas que sabes cómo es esto, bravucona, ¡porque no lo sabes! ¡Tú no has estado indefensa en tu vida!
El aire se hizo eco del grito. En el exterior de la tienda, los guardias se movieron. Ash se acercó a la entrada para darles órdenes en voz baja.
—Y ahora vas a tener un hijo. ¡Pues bienvenida a ser una mujer! —escupió Floria del Guiz.
—Cristo, Floria... —protestó Ash.
Floria no la dejó acabar.
—¡Quizá no deberías haber tenido tantas ganas de follarte a mi hermano! —Ash solo pudo quedarse mirándola. Entre el asombro y la conmoción de sentir como si le hubieran pegado una patada en el vientre, no pudo poner sus pensamientos en orden para encontrar una respuesta, no pudo decir nada de nada—. ¡Haría cualquier cosa por ti! Siempre lo he hecho. ¡Pero no haré esto! —El tono de voz de Floria subió una octava—. ¡No te quedes ahí sentada! ¡Di algo!
Ash la miraba en un horripilado silencio; intentó hablar; luego bajó la cabeza para apartar la mirada del feroz rostro de la mujer y miró a la tierra esparcida de paja.
Con la misma claridad, se dio cuenta de algo:
—¡Ash! —rezongó la voz de Floria.
Ash la ignoró.
Con suma cautela, empezó a considerar la idea de llevar el embarazo a término.
La fuerza de su miedo a que su cuerpo cambiara fuera de su control, la pura enormidad de aquella realidad física, la dejó asombrada.
Con eso, un escalofrío le puso literalmente de punta el vello de la nuca.
Ya tienes alguien que se parece a ti. Que es exacta a ti.
—¿Y quién sabe qué engendraría? ¿A un retrasado deforme? ¡Por Cristo y todos los santos, no! No puedo dar a luz a un monstruo.
La voz de la mujer rompió bruscamente su concentración.
—Ya está. ¿Qué tengo que hacer? ¿Esperarte eternamente? ¿Quedarme aquí sentada hasta que los gilipollas de ahí fuera decidan si tener una cirujana bollera es lindo y perfecto? Quédate con tu condenada compañía. —Floria se dio la vuelta y avanzó hacia la solapa de la tienda; sin acortar el paso al salir—. ¡Y con tu hijo! Es problema tuyo, Ash. Resuélvelo. No me necesitas. ¡Ash no necesita a nadie! Mañana estaré en el campo de batalla con el cirujano general del duque, donde puedo hacer aquello para lo que me han entrenado.
★ ★ ★
Antes del amanecer, con los bosques apenas iluminados para moverse por ellos sin tropezar, Ash fue con los demás comandantes para examinar el terreno antes de la batalla.
El aire le daba en el rostro. Se condensaba en el interior de la visera de su casco, oliendo a óxido y armerías, sus botas resbalaban sobre las hojas húmedas. Casi chocó contra el conde de Oxford, que estaba de pie algo retrasado respecto del grupo principal del duque de Borgoña y sus oficiales, situados en la carretera principal de entre Dijon y Auxonne. Una creciente palidez a su izquierda le reveló la silueta de John De Vere.
—¿Sigue el ejército visigodo en posición? ¿Qué planea el duque? —le preguntó Ash en voz baja.
—Sí, sigue en posición. El duque planea luchar fuera de Auxonne —murmuró sucintamente Oxford—. Sus fuegos de campamento están donde informaron los exploradores, lo bastante cerca. A una media milla al sur por la carretera principal. Vos y yo, señora, hemos de formar en la izquierda de la línea, con los demás mercenarios.
—No confía en nosotros, ¿no? De lo contrario nos pondría en la derecha, donde la lucha es más intensa
—El duque dice que no: posiblemente tendrá señuelos
Las siluetas de hombros se movían recortándose contra la luz. En este punto tanto la carretera como el río viraban repentinamente hacia el este, a su izquierda, apartándose de la leve pendiente que bloqueaba el valle fluvial al sur. Los hombres avanzaban por la carretera y salían de ella, avanzando por el pasto y desplegándose por la colina que había frente a ellos. El cielo apenas brillaba más que la tierra. Ash se dio cuenta de que los hermanos de De Vere lo acompañaban; miró hacia atrás por encima del hombro en busca de Anselm, presente, y del ojeroso Angelotti.
—Muy bien —le dijo Ash tranquilamente a Oxford, mientras seguían avanzando por la fría mañana—, ¡entonces puede que tengamos que matarla varias veces! Dejadme reunir una partida de caza, mi señor. Podría rodear uno de los flancos con unos cien de los nuestros. Dentro y fuera en un santiamén. Ya se ha hecho antes.
—El duque ha solicitado que yo encabece vuestra compañía, bajo su estandarte —dijo Oxford con voz desolada—. Haremos como se nos ordena. Y esperemos que para esta noche ya no sea necesario pensar en hacer una incursión contra Cartago.
El suelo se levantaba bajo los pies de ella. El rocío oscurecía el cuero de sus botas y la parte baja de su vaina. El aire estaba helado pero limpio; no más lluvia.
—Mi señor, mis fuentes —los contactos de Godfrey ahora la informaban directamente a ella— dicen que han seguido trayendo suministros aún por la noche. Puede que los hayamos cogido preparándose para la marcha. Están usando sus gólems mensajeros para tirar de algunos carromatos. ¡Tienen que estar desesperados!
—Quiera Dios que estén cubriendo más territorio del que pueden mantener —dijo De Vere, con un tono lúgubre para tratarse de un hombre con un contingente que superaba en número al enemigo.
Ash llegó hasta la cima de la colina, con las botas resbalando sobre el barro, respirando fuerte, y miró a través de la penumbra.
En este punto un espolón de colina se adentraba en el valle fluvial. Ellos se encontraban en su extremo occidental, más bajo, con el antiguo y frondoso bosque a la derecha. No había forma de mover tropas a través del mismo. Los exploradores habían informado de que era más fácil avanzar sobre los árboles que por el suelo.
La tentación de susurrarle a aquella parte interior de ella que oía voces:
No tenía sentido hacerse aquellas preguntas. La única alternativa segura era actuar como si la Faris fuera a saberlo.
Emprendieron el camino pendiente abajo. El golpeteo metálico de la armadura de ella siguió la estela del duque de Borgoña, consciente de que casi cualquier otro comandante hubiera inspeccionado el campo a caballo, pero que el Duque Carlos quería saber cómo era esa colina para los hombres a pie y los que llevaban los cañones. Ash quedó un tanto impresionada; animada. Delante de ella comenzaron unos diálogos rápidos y en voz baja. Ash forzó la vista, tratando de ver algo a la débil luz del amanecer.
Sus zancadas iban ganando terreno, colina abajo, y le dolían las pantorrillas. Al pie de la larga ladera, notó que el suelo era blando: matorrales y cañaverales bloqueaban el amanecer por ese lado. ¿Pantanos quizá? ¿En esta margen del río?
La penumbra que precedía al amanecer no se hizo más brillante.
Al frente había un horizonte de colinas y densos bosques. El lejano tañer de una campana perforó la oscuridad, quizá proveniente de la abadía de Auxonne.
Los oficiales y hombres del duque se apartaron, mientras Cola de Monforte decía algo en voz baja. Ash solo pudo oír «un perfecto punto de embotellamiento». Retrocediendo hasta el extremo oriental del espolón, llegaron a la carretera junto al río. El movimiento se hizo más fácil, al ser el suelo más firme. Ash echó una ojeada al extremo oriental del espolón, más escarpado, que dominaba la carretera de Dijon.
—Mis señores —dijo la voz del Duque Carlos de Borgoña—, volvamos al campamento. Está claro en mi mente. Lucharemos tan pronto como podamos en esta mañana del día del santo. ¡Que Sidonio nos guarde!
—Chicos —dijo ella.
—¿Jefa? —Robert Anselm se puso inmediatamente a su lado en la oscuridad de la mañana, con Antonio Angelotti y Geraint ab Morgan pisándole los talones.
El conde de Oxford emitió un torrente de rápidas órdenes; Dickon, George y Tom De Vere fueron a sus asuntos; luego se volvió y le dijo algo al Vizconde Beaumont, que se rió. Una corriente eléctrica recorrió al grupo de hombres, que ahora eran conscientes de que aquel día había posibilidades de que murieran, o de que ganaran honor, dinero, supervivencia.
—Dios, perdóname si alguna vez te he ofendido —dijo Ash formalmente, y abrazó a Robert Anselm, que le devolvió el abrazo.
—Así como yo espero ser perdonado, así te perdono en el nombre de Dios —dijo él, retrocediendo un paso sobre la hierba empapada de rocío en la margen de la carretera—. Allá vamos, ¿no?
Ash cogió a Angelotti por el antebrazo y palmeó a Geraint en los hombros. Le brillaban los ojos.
—Allá vamos. Muy bien. Aquí es donde el León Azur hace aquello para lo que le pagan. Ponedlos en formación de combate.
Aceleró y acabó el recorrido, caminado hacia el lindero del bosque, al norte, y el campamento más rápido de lo que era seguro en la penumbra del amanecer. Alcanzó al conde de Oxford y señaló al duque de Borgoña.
—Si no nos deja encargarnos de la Faris... mi señor conde, me gustaría discutir con vos las tácticas para esta batalla. Tengo una idea.
George De Vere, que ahora estaba tras ella, habló con sarcasmo.
—Las tres palabras más terroríficas del idioma. Una mujer diciendo «tengo una idea».
—Oh, no. —Ash le sonrió dulcemente en la tenue luz—. Hay dos palabras mucho más terroríficas: un jefe diciendo «estoy aburrido». Preguntadle a Fl... preguntadle a mi cirujano. —John De Vere pareció sonreír bajo su visera levantada—. Tenemos superioridad numérica. No creo que los turcos vengan de nuestro lado; son observadores. Tenemos cañones. Tenemos que ganar, pero los visigodos derrotaron a los suizos y no hubo supervivientes para contarnos cómo lo hicieron. Solo rumores: «luchan como demonios de los pozos del averno».
—¿Y? —preguntó el conde de Oxford.
—Mi señor —dijo ella tranquilamente—, mirad ese cielo. Hoy hará poco Sol, o ninguno. Cuando combatamos aquí, combatiremos bajo la sombra de su oscuridad. Frío, poca luz... Una batalla de invierno. —Sin que la vieran, cerró la mano en un puño, clavándose las uñas en la palma, y no mostró nada de lo que sentía—. Deberíamos hablar con nuestros sacerdotes. —Señaló la cruz de espino que colgaba al cuello del conde, su silueta oscura recortada contra el tabardo de este—. Tengo una idea. Es hora de que Dios nos conceda un milagro, Vuestra Gracia.
★ ★ ★
Dos horas después de haber inspeccionado el terreno, Ash estaba junto al cálido flanco de
La mitad del cielo que había sobre ella estaba negra.
El este, por donde debería haber salido el Sol sobre el inmenso ejército, era una profunda oscuridad. Solo tras ellos una extraña semioscuridad impulsó a los gallos del tren de bagaje a cacarear un tardío aviso de amanecer. Al mirar pendiente abajo, hacia el sur, Ash ya no pudo ver los fuegos de campamento enemigos.
Tras ella, la parte del cielo que no estaba negra había estado cubierta con una sombra de luz matinal. Ahora se estaba nublando rápidamente, oscureciendo como el este y el sur. Las nubes se fundían, amarillentas y gordas, tan altas como murallas de castillos o pináculos de catedrales.
—¡Estoy demasiado hecha polvo para luchar! —susurró Ash.
Rickard sonrió, débilmente. El aliento del caballo de guerra de ella formaba nubecillas de vapor. Ash miró pendiente arriba al horizonte y a las múltiples fuerzas del ejército borgoñón.
Desmontada, tenía la impresión de que el campo de batalla no consistía nada más que en piernas. Patas de caballo, a centenares, algunas cubiertas por gualdrapas con emblemas heráldicos que colgaban fláccidas en el aire frío y húmedo, pero la mayoría patas desnudas de bayos, ruanos o negros, moviéndose mientras los caballeros remontaban la cresta de la colina y se ponían en posición. Y piernas de hombres, hechas esbeltas por las armaduras plateadas, ya que todos los caballeros y la mayoría de los hombres de armas llevaban acero en los miembros inferiores; incluso las brillantes calzas de los arqueros tenían discos metálicos protegiendo las vulnerables rodillas. Centenares de piernas y patas: pies pisoteando lo que antes había sido el trigo de algún señor y ahora era un revuelto de barro y estiércol de caballo.
Los minutos corrían. ¿Seguro que había pasado ya la tercera hora de la mañana? Un soplo de aire frío y húmedo le dio en la cara. Las trompetas resonaron. Apenas tuvo tiempo para mirar atrás a Anselm, Angelotti, Geraint ab Morgan; los tres rodeados por sus grupos de sargentos, capitanes artilleros y adalides, dando órdenes furiosa, vehementemente.
—Montando —murmuró, y cogió su yelmo de manos de Rickard. Lo maniobró cuidadosamente sobre su pelo trenzado y se lo ajustó en la cabeza. Dejó que la correa de la hebilla colgara libremente por el momento. Un pie encontró el estribo y se subió ágilmente a la silla.
Desde aquí, levantada del suelo, cambió su perspectiva: el campo de batalla se convirtió en cascos y estandartes. Plata resaltando sobre nubarrones negros, una masa de hombros de acero le bloqueaba la vista: caballeros ataviados con sus hombreras articuladas. Jinetes agrupados, gritándose, ataviados con una variedad de celadas italianas de cola de pato y celadas alemanas con largas colas puntiagudas, rematadas por cimeras de bestias heráldicas; colores cuyo apagamiento se reflejaba en la lacia seda húmeda de los estandartes y pendones.
Robert Anselm golpeó sus manos.
—¡Que me jodan, vaya frío!
—¿Todo el mundo tiene claro lo que tiene que hacer?
—Sí. —Anselm tenía la celada echada hacia atrás en la cabeza. Miró á Ash desde debajo del casco—. Seguro. Los veinte mil de nosotros...
—Sí, vale. No importa. Ningún plan ha sobrevivido nunca ni diez minutos después de que comenzara la lucha... Ya improvisaremos. —Por la ladera de la colina, Ash podía mirar a izquierda y derecha y ver al ejército borgoñón tomando posiciones a caballo o a pie: veinte mil efectivos—. Creo que ese es el estandarte de Olivier de la Marche, en la derecha —le comentó a Rickard. El chico asintió con una rápida inclinación de cabeza—. Y los mercenarios allí a la izquierda, y allá el estandarte personal de Carlos, en el centro más pesadamente acorazado. Deberías estudiar heráldica. Nos vendría bien un buen heraldo en el León Azur.
El chico frunció sus pobladas cejas negras.
—¿Cuántos de ellos saben luchar, jefa?
—Hum. Sí. Puede que esa sea mejor pregunta que quién es un cuervo y quién un león pasante... —Ash sintió que le gruñían las tripas—. Yo diría que unos dos tercios de ellos. El resto son levas de campesinos y milicias ciudadanas. —Movió a
Geraint ab Morgan avanzó hasta ponerse a la altura de su otro estribo y asintió.
—Eso es cierto, jefe. Esta mañana hay mucha disentería.
Con un gesto hacia sus oficiales, Ash subió la ladera de la colina a paso calmado y remontó la cresta seguida por su estandarte personal, portado por Robert Anselm. Llegó hasta donde Euen Huw y su lanza protegían el estandarte del León Azur, en el centro de quinientos combatientes. El pomo de su espada tamborileaba arrítmicamente contra su armadura al cabalgar. Una leve humedad empezó a aguijonear su cara y sus manos descubiertas.
—¿Dónde está el puto enemigo? Ah, allí.
Al pie de aquella pendiente engañosamente suave (
—¿Cuántos hombres? —murmuró Robert Anselm.
—Ni idea... Demasiados.
—Siempre son «demasiados» —observó el hombre de más edad—. ¡Dos labriegos con un palo son «demasiados»!
El diácono de Godfrey salió corriendo de entre la masa de hombres armados. Ash buscó automáticamente a Godfrey Maximillian junto a Richard Faversham; tras cuatro días seguía buscando. Había dejado de hacer preguntas.
—¿Qué ha dicho el obispo? —preguntó ella imperiosamente.
—¡Ha dado su consentimiento! —Richard Faversham habló en voz baja, lo suficiente como para que ella tuviera que inclinarse para oírlo, torpemente con una brigantina que no estaba diseñada para hacer eso.
—¿Cuántos sacerdotes tenemos?
—Con el ejército unos cuatrocientos. Con la compañía solo dos: yo mismo y el joven Digorie aquí presente.
Él tampoco mencionó a Godfrey. ¿Darían ya por supuesto los dos que había dejado la compañía? ¿Sin decir ni palabra?
Ash dio un puñetazo al pomo de la silla con la mano desnuda. Bajó la vista hasta su piel fría, y extendió la mano para coger los guanteletes. Rickard, de puntillas, se los puso en la mano. Mientras se abrochaba el izquierdo, siguió con la vista bajada, mirando a Richard Faversham y al vehemente y huesudo joven moreno que había presentado como Digorie.
—¿Estás ordenado? —le preguntó.
Digorie extendió una mano que parecía ser todo nudillos y aferró la mano desnuda de ella en un fortísimo apretón.
—Digorie Paston
Al oír el orden en que lo había dicho, Ash levantó una ceja, pero logró contenerse de efectuar comentario alguno.
—Vosotros vais a ganar esta batalla para nosotros, Digorie, Richard —dijo ella—. Bueno, vosotros dos y los otros trescientos noventa y ocho...
—Oh, mierda —comentó Ash—. Lo que faltaba.
Bajo la tenue luz pudo ver docenas de estandartes de mando visigodos, que abarcaban la carretera de Dijon en dirección a Auxonne, y los millares de hombres que marchaban a pie y a caballo junto a ellas. Entrecerrando los ojos para protegerlos del gélido y húmedo viento, reconoció las posiciones:
Y.
—Bien —La voz de Ash sonó débil incluso a sus propios oídos—, estamos jodidos. Estamos pero que bien jodidos.
Robert Anselm se agarró al estribo y se aupó brevemente, lo justo para mirar al otro lado de la pendiente y ver lo que veía ella.
—¡Hijo de puta!
Bajó de un saltito, clavando los talones en el barro.
Ash movió la mirada, entornando los ojos para asegurarse de que veía bien con tan poca luz. No había posibilidad de error. Sobre las tropas que anclaban el ala derecha visigoda, aproximadamente unos mil entre arqueros y caballería ligera, ondeaban estandartes blancos.
El viento hacía ondear la seda en el aire, permitiendo ver con claridad las medias lunas rojas.
—Eso son tropas turcas —confirmó ella.
—Se acabaron las esperanzas de que cortaran las líneas de abastecimiento visigodas... —murmuró Robert Anselm bajo ella.
—Sí, no solo no van a cortar sus líneas de suministro sino que hay un destacamento de tropas del sultán en la vanguardia. Joder —exclamó Ash—. Ha habido alguna clase de tratado, de alianza, algo... ¡El puto sultán se acuesta con el puto califa!
—Eso lo dudo seriamente —dijo John De Vere, mientras llegaba cabalgando junto a ellos.
—¿Sabíais algo de esto, mi señor?
El rostro de De Vere, bajo la visera levantada de su almete, estaba blanco de ira.
—¿Para qué iba el Duque Carlos a decirle nada a un conde inglés desposeído? Sus informadores son demasiado buenos como para que no lo supiera. Debe de pensar que puede derrotarlos —dijo abruptamente el conde de Oxford—. ¡Por los dientes de Dios! ¡Cree que puede derrotar a los visigodos y a los turcos! Cuanto mayor sea el enemigo, mayor será la gloria.
—Estamos muertos —canturreó Ash—. Estamos muertos... Bueno, mi señor. Si queréis mi consejo, ateneos al plan. Dejad que los sacerdotes recen.
—Si quisiera vuestro consejo, señora, os lo habría pedido.
Ash le sonrió.
—Bueno, lo habéis conseguido gratis. Y eso no puede decirlo todo el mundo. Soy mercenaria, ya sabéis.
El humor contenido en los ojos de él le hizo salir patas de gallo. La risa se desvaneció, mientras Ash y él tranquilizaban a sus inquietos caballos. A la luz del crepúsculo, parecía que las batallas
—¿Os seguirán vuestros hombres en esto?
—Están algo más asustados de mí que del enemigo; además, puede que los visigodos no los alcancen, pero mis gendarmes lo harán seguro —dijo Ash distraídamente.
—Mucho depende de esto, señora.
Una sensación de gran relajación recorrió el cuerpo de ella. Bajó las manos para ajustar la correa de la pancera que le protegía el vientre, y pensó con añoranza en la protección que le ofrecía una armadura completa. Apoyó la mano en la empuñadura de la espada, revestida de cuero, y comprobó la cadena del fiador que la unía a su cinturón.
—Ya me he librado de los estorbos —dijo Ash devolviéndole la mirada—. La mayor parte del resto de esos hombres lleva ya tres años luchando para mí. El Duque Carlos no les importa una mierda. El conde de Oxford, perdón, tampoco les importa una mierda. Lo que les importa son sus compañeros de lanza y yo, porque los he sacado de una pieza de campos de batalla peores que este. Así que sí, lo harán. Quizá. Lo demás da lo mismo.
El conde de Oxford la miró con curiosidad. Ash evitó la mirada del inglés.
—Está bien. Nos enfrentamos a una gente que derrotó a los suizos. La moral no está tan alta. ¡Preguntadle a Cola de Monforte!
Una trompeta resonó por todo el campo. Las voces de los hombres quedaron momentáneamente en silencio. Los sonidos de los caballos, de sus arneses, el entrechocar de las gualdrapas y los resoplidos dieron paso a los distantes gritos de los sargentos arqueros, y a un impío cántico proveniente de la posición de los artilleros. Ash se incorporó sobre sus estribos.
—Mientras tanto —dijo Ash—, todavía queda esperanza, y tengo un contrato con vos.
El conde de Oxford vio acercarse a sus hermanos, y Ash vio venir al resto de sus oficiales; todos ellos con preguntas, solicitando órdenes e indicaciones, y el tiempo ya empezaba a correr hacia la nada.
John De Vere le ofreció la mano formalmente, y Ash se la estrechó.
—Si sobrevivimos —dijo él—, tendré que haceros algunas preguntas.
—Buena cosa que no usen cañones —le murmuró Ash a Robert Anselm—. Harían lo que Ricardo de Gloucester le hizo a vuestros Lancaster en Tewkesbury, ¡y nos barrerían de esta colina a cañonazos!
Anselm asintió indicando su acuerdo.
—El duque lo tiene bien pensado.
—¡Maldito Carlos de Borgoña! —dijo Ash—. ¿Por qué tengo que luchar en una puta batalla inútil antes de poder hacer nada bueno? Lo que hay que eliminar no es a esa gente, ¡es el puto Gólem de Piedra, que le está diciendo a ella cómo ganar! Esto es una completa pérdida de tiempo.
—En especial si nos matan —gruñó Anselm.
Los dos se sentaron en sus sillas de montar, mirando por la larga y fangosa pendiente cómo galopaban los estandartes, a medida que la caballería ligera visigoda se ponía en posición. El estandarte de la Faris estaba en el centro; como los exploradores de Ash la habían informado, era una cabeza parlante sobre campo negro. Distraídamente, Ash reposó la mano en los faldones de la brigantina, sobre su vientre.
Repentina y dolorosamente echó de menos lo que diría Florian en aquel momento, si estuviera allí. Algo cáustico acerca de la estupidez de la vida militar, de las batallas y de que te cortaran a trozos por motivos insuficientes.
—Florian diría que yo tengo que luchar más duramente porque soy mujer —dijo Ash con desparpajo, mientras observaba a sus oficiales moviéndose tras las líneas de hombres—. Querría decir que a un comandante varón lo tomarían prisionero, pero a mí me violarían en grupo.
Anselm gruñó.
—¿Si? Yo fui el que encontró a Ricardo Valzacchi después de Molinella, ¿recuerdas? Atado a un carromato con el asta de un jifero metida por el culo. Creo que él... ella está confundiendo la guerra con otra cosa...
Lo poco que Ash podía ver del rostro de Anselm en la «v» que quedaba entre el barbote y la visera levantada quedaba ahora oculto por el paso de los oscuros nubarrones por el cielo; un río de húmeda y oscura sombra que apagaba el brillo de los estandartes azules, rojos y amarillos, mataba las puntas y ganchos de las archas y provocaba maldiciones en voz baja entre arqueros y ballesteros.
Un soplo de aire frío hizo caer lluvia sobre su cara; helada, casi aguanieve.
Ash picó espuelas en los flancos del gran castrado y descendió por la pendiente entre las líneas de las compañías. Los grandes pero ligeros cascos de
—¡Están humedeciendo las cuerdas de las ballestas, jefe! —gritó Ludmilla Rostovnaya.
—¡Destensad los arcos y ballestas y quitadles las cuerdas! —ordenó Ash—. Ya llegará vuestro momento, chicos. Guardad las cuerdas debajo de los cascos. Esto se va a poner condenadamente mal... ahora.
Nada más decir eso, las campanas de la iglesia de la lejana Auxonne tañeron y resonaron entre las colinas. Un gran ruido de voces brotó de detrás de la línea de batalla borgoñona. Un coro cantando misa. Ash levantó la cabeza. Un leve aroma a incienso llegó a sus fosas nasales. Un poco más arriba de la abarrotada pendiente, Richard Faversham y Digorie Paston estaban arrodillados en el fango, crucifijo en mano, y el joven Bertrand sostenía una apestosa vela de sebo.
—¡Miserere, miserere! —murmuraban las voces alrededor de Ash.
Percibió un destello de negro y blanco cuando una urraca atravesó el campo volando, y de forma automática, Ash se persignó y escupió.
Un rayo de color azul, aproximadamente del tamaño de su puño, pasó como una exhalación entre las mojadas espigas, bajo el hocico de
Ash vio alejarse al martín pescador.
Volvió a picar espuelas en los flancos de
Ash levantó la cabeza, ya que el dorso curvo de su celada le permitía mirar hacia arriba. Arriba, en el cielo oscuro, bajaban flotando puntitos blancos.
En un instante, un aullido de blancura se arremolinó en las nubes. Los copos de nieve pasaron de ser un fino polvillo a ser copos grandes y húmedos; cubriendo su armadura, blanqueando la gualdrapa de seda de
—¡Mantenlos en posición! —le ordenó secamente al galés.
El viento le daba en la espalda. La nieve volaba. El fango bajo los cascos de
Lanza en ristre, levantó la mano para arrancarse la celada y escuchó, incorporada en la silla.
A lo lejos, en las alas izquierda y derecha del ejército borgoñón, rudas voces gritaban órdenes. Una pausa de un segundo, y luego el inconfundible tañido y el siseo de las flechas disparadas en su vuelo. Una salva, y ninguna orden más: un silencio inhumano a lo largo de toda la línea.
—Mierda, son buenos —susurró Ash.
En algún punto abajo, un visigodo chilló.
Digorie Paston extendió las manos y las cerró en torno a las del diácono inglés, con el rostro contraído, la oración derramándose de su boca. Ash volvió la cabeza. El viento azotó sus hombros y espalda, cubiertos por placas. Se estaba levantando un fuerte viento, y una ráfaga le quitó el aliento de la boca, cegó su rostro con nieve y la hizo pasarse el guantelete por la cara, rozando la piel. Se inclinó.
—¡Ludmilla, adelántate!
La
Sus torpes manos volvieron a poner su yelmo en su cabeza; todo a su alrededor los hombres se bajaban los visores y se inclinaban hacia delante, como si estuvieran avanzando contra el viento, para presentar la superficie convexa de sus cascos de acero a las puntas con aletas y de punzón de las flechas.
—Mierda, mierda, mierda —maldecía monótonamente Geraint ab Morgan.
El abrupto cese del sonido sibilante le dijo que las flechas habían impactado... en algo. Se adelantó. Nadie gritó ni cayó.
Una silueta cubierta de blanco, dado traspiés, se agarró de su estribo.
—¡Están dando en tierra! —gritó Ludmilla Rostovnaya—.jDiez metros por delante de la línea!
—¡Sí! —Ash intentó mirar tras ella, contra el viento, le entró nieve en la boca, tosió y gritó—. ¡Rickard!
El muchacho llegó corriendo con una celada de arquero en la cabeza y una cimitarra al cinto.
—¿Jefe?
—¡Trae corredores! No logro ver el estandarte del Jabalí Azul. Vamos a tener que depender de corredores y jinetes. ¡Ve!
—¡Sí, jefe!
—Ludmilla, cabalga hasta el conde de Oxford. ¡Dile que funciona! ¡Quiero saber si está funcionando en el resto de la línea!
La mujer levantó una mano y se lanzó ladera arriba. Resbalándose y patinando sobre la nieve y el fango. Ash sintió un escalofrío, el frío del acero penetrando en su cuerpo incluso a través del jubón acolchado y las calzas que llevaba bajo la armadura. Sentía la entrepierna helada y húmeda. Hizo girar a Godluc y cabalgó arriba y abajo por la nieve frente a los quinientos hombres del León Azur, dejando a Anselm a cargo de la infantería, a Geraint a cargo de los arqueros, y los caballeros bajo la dudosa contención de Euen Huw.
Un zumbido restalló en el aire.
Ash detuvo a Godluc; necesitó las riendas para hacerlo. La gran bestia se estremeció bajo ella. Ash se irguió sobre los estribos, con las tripas revueltas, y cabalgó muy lentamente de un lado a otro frente a las filas. Una flecha se enterró hasta el penacho en el fango cinco metros frente a ella.
El sonido de las cuerdas de los arcos cortó el aire. Las astas de las flechas chirriaron. El ruido creció hasta que Ash pensó que no podían quedar más flechas en toda la cristiandad; salva tras salva de los arcos compuestos visigodos, salva tras salva de flechas alemanas, provenientes de las tropas imperiales que podían verse entre el enemigo.
El viento sopaba desde detrás de las líneas borgoñonas con tal fuerza que la nieve volaba verticalmente hacia el sur.
—¡Seguid rezando! —les gritó a Digorie y Richard. La misa del contingente principal de Carlos le llegaba a trompicones a través del viento ululante—. Ahora...
La blancura bloqueaba el aire, arremolinándose, hasta hacer que Ash perdiera toda percepción de profundidad o distancia. Se aferró a la calidez de
Digorie Paston se cayó de cara sobre cinco centímetros de nieve.
—¡Preparaos para disparar! —le gritó a Geraint ab Morgan. La nieve iba remitiendo cada vez más. El cielo se fue iluminando. El viento empezó a perder fuerza. Ash se volvió y espoleó a
Pendiente arriba, Richard Faversham se desmayó.
La caída de nieve se detuvo abruptamente; el aire se aclaró.
El estandarte del jabalí bajó.
Ash no esperó al corredor. Mientras el oeste se iba iluminando y la nieve iba amainando hasta convertirse en un leve polvillo, bajó la espada.
—¡Tensad y encordad!
—¡Cargad! ¡Disparad! —La ruda voz galesa de Geraint ab Morgan resonó por la ladera. Ash oyó el rugido de otras órdenes, en las alas y en otras partes del contingente principal e, inconscientemente, se agarró a la silla. Los arqueros y ballesteros del León Azur prepararon sus armas, cargaron dardos y flechas y dispararon al segundo grito de Geraint.
Casi dos mil flechas ennegrecieron el frío celaje crepuscular. Un millar de las cuales, pensó ella en un momento de ironía, provendrían de los arcos de Phillipe de Poitiers y Ferry de Cuisance, de cuyos arqueros picardos y belgas había huido en Neuss.
El cuerpo de Ash se estremeció por completo con la descarga, y levantó la cabeza cuando las flechas emprendieron el vuelo. La segunda salva de flechas ya estaba en el aire, los armatostes armando las ballestas furiosamente, los arqueros disparando diez o doce flechas por minuto con su arcos largos, cogiéndolas de los erizos de flechas que había clavadas en el trigo y el fango húmedos... Seguían disparando con el viento a favor...
Un caballo lejano relinchó.
Ash se irguió sobre los estribos.
A unos cien metros de distancia, al otro lado de una ladera cubierta por un cañaveral de miles de flechas visigodas, las primeras flechas del ejército borgoñón alcanzaron su objetivo.
Ash puede verlo a esta distancia: visigodos cayendo, llevándose las manos a la cara, atravesadas por ojos, mejillas y bocas. Sus jinetes forcejean sobre monturas desbocadas. Gran cantidad de caballos relincharon y se encabritaron, retrocediendo hacia el sur, abriendo agujeros en las líneas de hombres con picas y espadas; un hombre vestido con ropajes blancos despatarrado en el suelo, con el cráneo aplastado por un casco de caballo, los estandartes cayendo en el caos...
Ash miró hacia atrás por encima de su hombro en el momento exacto en que Angelotti y los demás artilleros del contingente central del Duque Carlos abrieron fuego. Un tronante
—
El sonido de los cañones se fue apagando poco a poco en el centro; siempre se discutía si las dotaciones de los cañones podrían recargar antes de que cargara el enemigo. Ash contuvo a
—¡Corredores! —gritó Ash a su dispersa escolta mientras esta se reagrupaba. Tardó un minuto en apartar a
Una sacudida que hizo temblar todos sus huesos la arrojó hacia delante en su silla de montar.
Una mano masculina se apoyó en su pecho y la ayudó a incorporarse. Ash empujó a Thomas Rochester a un lado, escupió y sacudió la cabeza, aturdida. Se encontró mirando una cicatriz en la tierra. Una gigantesca zanja, tierra esparcida a los lados y la mano amputada de un hombre...
Tiene tiempo de pensar «
—¡Capitán! —Uno de los corredores se cuelga de su estribo—. ¡El conde ordena retroceder! ¡Retrasad la línea! ¡Al otro lado de la colina!
—¡ANSELM! —grita ella, sacándose el barro de la boca con dedos acorazados. Pica espuelas en su dirección—. ¡Hazlos retroceder hasta el otro lado de esa colina, ahora! Tú... y tú... corred..., órdenes para Geraint: que retrocedan.
Puede oír las trompetas haciendo señales, las órdenes a gritos, los ladridos de los adalides empujando a sus hombres hacia atrás, por el suelo resbaladizo gracias al fango y la nieve, hacia el horizonte; solo entonces se da la vuelta.
Al pie de la colina, bajo el crepúsculo pálido por la lluvia, la masa de visigodos de la batalla central se ha echado a los lados. Hay carromatos.
Mientras ella observa, una silueta mayor que un hombre empuja un carromato para ponerlo en posición, un cuerpo de mármol y bronce desplazándolo sin esfuerzo aparente. La luz se refleja en los lados del carromato. Está reforzado con planchas de hierro, blindado: un carro de guerra visigodo. Los lados, liberados, caen hacia delante y abajo. Están erizados de puntas de clavos; uno no puede correr y encaramarse a ellos, y la gran cuchara de madera de una mangonela retrocede, y sale hacia delante.
Una roca del tamaño del torso de un hombre traza un arco en el aire.
Ash cargó el peso a un lado, hizo virar a
Ash levantó la cabeza y miró la brecha abierta en la línea de batalla. Tierra y cereal aplastados, cabezas y cuerpos aplastados; el surco de un arado en sangre roja oscura bajo el pálido cielo.
Cabalgó tras la compañía. El barro bajo los cascos de
—¡Cabalgad, por amor de Dios! —chilló Rochester.
Ash se dio la vuelta, tanto como le permitían la silla alta y la brigantina, y miró fijamente colina abajo.
Había veinte o treinta carromatos acorazados al pie de la colina. Los hombres se movían entre ellos. Martillando cuñas bajo las mangonelas, ajustando la elevación de las catapultas; y destacando por encima de ellos, sobre las plataformas de las armas, las siluetas de arcilla de los gólems inclinándose, cargando los tazones de rocas sin esfuerzo aparente, bajando sin esfuerzo el tazón para armar la catapulta, sin tener que molestarse en usar la engorrosa manivela... todo lo que un hombre pude hacer, lo que varios hombres pueden hacer; pero con más fuerza, más rápido.
Cinco bolaños se clavaron en la ladera a su lado, impactando con grades salpicaduras de barro; otros cinco cayeron en sucesión:
—¡Rickard, ve con Angelotti! —dijo al mismo tiempo—. ¡Dile que retroceda! No me importa lo que vayan a hacer el resto de los cañones, el León retrocede! ¡Tenemos que llegar al otro lado de la colina! —Al frente, el gran estandarte del León, de más de un metro cuadrado, se recuperó y empezó a ascender por la colina a ritmo constante—. Vamos, Euen, ¡vamos! —susurró, y espoleó a
—¡Mierda! —gritó Thomas Rochester.
Un enorme arco de fuego cayó sobre la colina a la derecha de Ash. Ella gritó.
El fango despedía vapor y siseaba bajo un chorro de fuego blancoazulado.
El chorro cesó repentinamente. Unas manchas negras le empañaron la visión, imágenes en su retina. A través de ellas, Ash vio un gran número de hombres corriendo colina arriba hacia la cresta.
Al pie de la colina, detrás del cañaveral de miles de flechas visigodas, inútilmente clavadas en la tierra y ahora ardiendo...
Ash vio las siluetas en movimiento de gólems, delante del cuerpo principal visigodo. Treinta o cuarenta de ellos; cada uno con un enorme tanque de latón fijado a la espalda y mangueras que escupían fuego en las manos. Cargando con el peso de los tanques sin esfuerzo, soportando el calor de las llamas sin daño alguno.
—¡Traedme a Angelotti! —le rugió a Thomas Rochester.
Las sacudidas de
—¡Angelí! —Se inclinó en la silla—. ¡Trae a los arcabuceros! Esas malditas cosas están hechas de piedra; las balas de arcabuz las agrietarán...
—¡Captado,
—¡Jesucristo! ¡Gólems de guerra! ¡Fuego griego
Entre una orden y la siguiente, se dio cuenta de que debía haberse desencadenado una batalla en el flanco derecho, pero todo era una húmeda confusión de estandartes ondeando, salpicaduras de barro levantadas por los frenéticos jinetes y un enorme, inmenso, rugido de voces masculinas que ella supuso que sería la caballería pesada lanzada colina abajo contra los carromatos, los gólems y el fuego griego.
—¡Joder, no! —jadeó Thomas Rochester al llegar al lado de ella a caballo—. ¡No es momento de hacerse el héroe.
—Si Oxford no manda órdenes... —Ash se incorporó sobre sus estribos, intentando vislumbrar el jabalí azul o el estandarte borgoñón, mientras una gran multitud de hombres pasaba a su alrededor: hombres de armas con la librea borgoñona corriendo. —Mierda, ¿es que nos han puesto en desbandada y nadie me lo ha dicho? —exclamó Ash.
Pasaron junto a ella acarreando hombre tras hombre sobre lonas de carromato arrancadas por las mujeres del tren de bagaje. Ash percibió cabezas colgando, pelo manchado de sangre, bocas abiertas; un hombre gritando con la pierna ensangrentada y el hueso grande de la pantorrilla asomándole por la piel; una mujer con un vestido, ensangrentada de los pies a la cabeza, mirando fijamente su mano, que estaba tirada en el fango a un metro de distancia. Todos rostros conocidos. Ash no sintió nada, ni siquiera abotargamiento. Solo sentía el apremio, la necesidad de sacarlos de allí lo más enteros posible.
Anselm apareció a su lado, a lomos de un desgarbado bayo.
—¿Ahora qué, jefa?
—Poned observadores en la cresta. Decidme si avanzan. Tenemos que reagruparnos en batallas. ¡Todavía no huimos!
No había sol que le indicara qué hora podía ser. Galopó a lo largo del frente de la línea del León Azur, en parte para mostrar su estandarte a los que huían, en parte para disuadir a los hombres que tuvieran intenciones de huir. Dos rápidas zancadas llevaron a
Robert Anselm cabalgó hasta ponerse a su lado.
—¡Robert, lárgate, joder!
—¡Allí!
Ash miró en la dirección que señalaba el guantelete del hombre. En el extremo derecho, los hombres de De la Marche habían descendido la ladera al galope, carga frontal, lanza en ristre, y se había trabado combate. Los hombres de armas habían salido en tromba con ellos: las alabardas subían y bajaban como una trilladora. Entre los pendones negros visigodos al pie de la ladera, junto a los cheurones de Lebrija, apareció brevemente un estandarte personal verde y amarillo.
—El águila de Del Guiz —gritó Robert. Su voz sonó ronca, eléctrica, excitada—. Eso... ¡ahí va!
Anselm se irguió sobre sus estribos y aulló de la misma forma en que una partida de caza asusta a un zorro. El alabardero del León más cercano miró a ver lo que estaba señalando.
—¡Jefa, tu marido sale corriendo! —berreó Carracci.
—¡Sí! —Anselm le sonrió ferozmente a Ash—. Pídele al emperador que le otorgue una nueva bestia heráldica. ¡El perro rastrero!
—¡Capitán Ash! —bramó un jinete con la librea de un aspa roja—. ¡El duque os reclama!
Ash indicó con un gesto que había comprendido y se dirigió a Anselm.
—¡Estás al mando, sal del puñetero horizonte! —bramó, y espoleó a
El huerto estaba atestado por una multitud de hombres.
Un hombre hizo el gesto de cerrarle el paso.
—¡Por el duque, hijoputa! —chilló Ash.
Al reconocer una voz de mujer, la dejó pasar.
Carlos de Borgoña, ataviado con una armadura completamente dorada, estaba de pie en el centro del grupo de mando de nobles. Unos pajes sostenían sus caballos. Un castrado ruano lamía delicadamente el borde del arroyo, no queriendo beber entre el fango y los fluidos corporales. Ash desmontó. El suelo dio contra sus talones, haciéndola estremecerse; inmediatamente se dio cuenta de que estaba exhausta hasta los huesos. Se sacudió el cansancio de encima.
Un hombre, cuyo almete estaba coronado por un jabalí azul, el rostro tapado por el acero, se volvió al escuchar el sonido de su voz. Oxford.
—¡Mi señor! —Ash se abrió paso a codazos entre cuatro caballeros armados con ensangrentadas libreas amarillas y escarlatas—. Tenemos que reagruparnos. Eliminar las catapultas y el fuego. ¿Qué quiere el duque que haga?
Oxford se levantó la visera con el pulgar, permitiéndola ver unos enrojecidos ojos azul pálido, ferozmente intensos.
—Los mercenarios del duque en vuestro flanco resisten a duras penas. Se niegan a avanzar. Quiere que vayáis allí.
—¿Que quiere qué? —Ash lo miró con pasmo—. ¿Es que nade le ha dicho que no se debe reforzar un fracaso? —Se dio cuenta de que estaba respirando fuerte y gritando demasiado alto, a pesar de la batalla que se libraba a cincuenta metros de distancia—. Si concentramos el fuego de los cañones y los arcabuces, podemos barrer a los hombres de piedra del campo de batalla... —dijo, en voz más baja y más ronca. Sus manos se movieron, describiendo formas en el aire que sabía que no eran aproximadas a los hombres de verdad, que intercambiaban golpes en la confusión de la oscura mañana, sino a su fuerza, su voluntad, su capacidad de hacer que otros retrocedieran; una capacidad que no dependía realmente del armamento—. Pero no lo lograremos si no somos sistemáticos. ¡El duque tiene que dar las órdenes!
—No lo hará —dijo John De Vere, conde de Oxford—. El duque va a ordenar una carga de caballería pesada.
—¡Oh, que jodan a la caballería! Esto es una oportunidad de hacer algo. Nos están machacando aquí... —En el campo de batalla no hay tiempo para discusiones—. Sí, mi señor. ¿Qué...?
Ash vio por el rabillo del ojo algo negro que venía zumbando y levantó el brazo instintivamente.
Una flecha con punta de punzón rebotó contra su hombro y cayó al suelo de tierra.
El impacto a través de las placas de la brigantina le durmió momentáneamente el brazo derecho. Alargó la mano izquierda para tomar las riendas de
El jubón no era rojo, era blanco empapado de rojo.
—¡Oxford! —Sacó de la silla su hacha corta, con el mango de un metro veinte, y la empuñó a dos manos.
Una pequeña llamarada brotó frente a ella.
Ash ni vio al arcabucero ni oyó el
Otra arma de fuego habló. No un arcabuz, sino un cañón órgano. Entre el humo gris, vio a una dotación borgoñona limpiar, cargar, apuntar y disparar en menos tiempo del que parecía posible. Giró sobre sus talones y vio que el huerto estaba lleno de caballeros visigodos a caballo; y de hombres con libreas blancas, a la vez que John De Vere ordenaba un contraataque.
Sintió el retumbar de los cascos de los caballos a través de la suela de las botas. Notó el estallido de otro disparo en el pecho. Se apoyó, asentó los pies, gritó con todas sus fuerzas llamando a
—¡No! ¡No preguntaré! —exclamó en voz alta—. ¡Nada de voces!
No había ningún jinete frente a ella.
El huerto no era más que caballos con gualdrapas rojas, amarillas y azules: caballeros borgoñones al galope. Ash tardó tres segundos en subirse a la silla, colgar el hacha de ella y desenvainar la espada: a esas alturas ya no quedaba con vida ningún hombre con cota de mallas y librea visigoda. Los caballos heridos relinchaban, masacrados; y la gran masa de la escolta del duque de Borgoña se cerraba en torno a ellos. En torno a lo que había sido, se dio cuenta ella, un ataque destinado a eliminar a los comandantes.
A los pies de su caballo yacía bocabajo el portaestandarte visigodo, sobre su propia bandera, con un desgarrón rojo en su cota de mallas y una hoja rota de espada clavada en su cuenca ocular.
—¡El duque! —John De Vere estaba en el fango, mirándola fijamente. Estaba arrodillado, y abrazaba a un hombre con una armadura dorada y el blasón de un ciervo blanco; Carlos de Borgoña. Por el dorado acero articulado se filtraba roja sangre arterial—. ¡Traed cirujanos! ¡Ahora mismo!
Una partida de hombres de la tierra de la piedra y el crepúsculo, dispuestos a ser despedazados si eso significaba que uno de ellos podía localizar bajo su estandarte al Duque Carlos de Borgoña. Ash sacudió la cabeza, que le retumbaba, tratando de distinguir lo que decía el conde de Oxford.
—¡CIRUJANOS! —Su voz llegó débilmente hasta ella.
—¡Mi señor! —Ash hizo girar a
Al norte, la luz empezó a morir.
El galope de
En dirección a Dijon, al otro lado de la frontera borgoñona, la luz del sol empezaba a perder intensidad.
—¡Cirujanos para el duque! —ordenó Ash—. ¡Ve!
La pendiente de la colina ascendía ante ella, húmeda, embarrada, resbaladiza por culpa de los desechos. Las tiendas del cirujano general estaban a unos cincuenta metros, justo por debajo de la cresta.
Rochester y la escolta la adelantaron, ya que sus caballos habían realizado menos esfuerzo en las dos últimas horas. Se encontró avanzando a duras penas en la retaguardia del grupo, detrás de su estandarte, detrás de su escolta.
No hubo aviso.
Un dardo de ballesta se clavó en el costado del caballo que iba delante de ella: la yegua de Rochester. Carne húmeda le salpicó la cara y el cuerpo.
Una mano envuelta en cota de malla y salida de la nada tiró hacia abajo de sus riendas, arañando la boca de
Sesenta caballeros visigodos ataviados con cotas de malla y placas pasaron a caballo junto, sobre y entre su escolta, como un torrente por la ladera de la colina.
Una lanza se clavó desde detrás en los cuartos traseros de
El barro estaba blando, o Ash hubiera muerto con el cuello roto.
El impacto fue demasiado fuerte para sentirlo. Ash solo sintió una ausencia, se dio cuenta de que estaba tumbada, mirando fijamente al cielo negro, aturdida, herida, con el pecho convertido en un vacío ácido; de que su mano aferraba la espada y la hoja se había roto a quince centímetros de la empuñadura; de que pasaba algo raro con su pierna y su brazo izquierdos.
Un hombre en la partida de caza se inclinó hacia abajo desde su montura. Ash vio su rostro pálido tras la barra nasal de su casco. El hombre cogió una maza en la mano izquierda. Desmontó y la golpeó dos veces: una vez en la rodilla izquierda, atascándole la rodillera, provocándole una llamarada de dolor en la articulación; la otra vez en la sien.
Tras eso no fue capaz de percibir nada claramente.
Sintió que la levantaban, pensó que serían borgoñones o sus propios hombres; reconoció, por fin, que el idioma que hablaban era visigodo y que estaba oscuro, que el Sol no estaba en el cielo, y que lo que se mecía y agitaba de manera insegura bajo ella no era un campo, un camino ni una carreta de heno, sino la cubierta de un barco.
Su primer pensamiento claro le llegó quizá días después.