Capítulo 1
La oscuridad continuó durante lo que parecieron horas.
Ash no tenía forma de calcular el tiempo. El mundo era cualquier cosa que pudiera sentir con las yemas de los dedos, a su lado, en medio de una fría oscuridad. Ladrillo, sobre todo; y nitro húmeda. Barro o mierda bajo los pies. Encontró aquella oscuridad reconfortante. La carencia de luz tenía que significar que no había brechas en la cubierta de las cloacas y por tanto estos pasadizos concretos de ladrillo debían de ser seguros y se podían atravesar.
El sonido de una corriente de agua profunda y suave un poco más adelante la hizo frenar un poco. El muro dobló una esquina bajo sus dedos. Giró muy despacio, colocaba los pies con los dedos por delante, probando el suelo por si estaba roto.
Las cloacas continuaban.
La luz pálida producía formas geométricas en su retina.
Ash se detuvo, con la mano ensangrentada todavía en el muro de ladrillo. La luz era lo bastante fuerte como para mostrarle los planos y las superficies que iluminaba. Un cruce de túneles. Muros planos, muros curvados, que subían de golpe hasta un techo agrietado que dejaba pasar una luz tenue. Una corriente de agua. Pasadizos. Escombros.
Un ruido.
—¿Valzacchi? —llamó en voz baja.
Nada.
Ash levantó la cabeza. Arriba, cuatro o cinco piedras habían caído del techo del túnel. Lo suficiente para dejar pasar el fulgor tenue de un fuego griego. Creyó oír un ruido confuso, esta vez en el exterior pero se desvaneció cuando agudizó los oídos.
La carcomía un pesar inesperado. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se los secó con la manga. Por un momento supo, más allá de toda duda, que ella era la responsable.
Se apretó la cara con las manos mugrientas, una vez. Levantó la cabeza. El dolor la inundará, lo sabe, en los segundos y minutos cuando menos se lo espere; y le dolerá aún más cuando se desvanezca la conmoción y acepte en lo más profundo de su ser que, una vez encontradas las razones, aceptadas las responsabilidades y hecha la confesión, ya no importa. No cambia el hecho de que ella ya nunca volverá a hablar con Godfrey; él nunca más le responderá.
Y susurró:
—Buenas noches, sacerdote.
Algo blanco que se movía llamó su atención.
Se llevó la mano al cinturón con un movimiento repentino pero se encontró solo con la vaina vacía. Apoyó la palma de la mano en la pared del túnel y miró fijamente hacia delante.
Algo pequeño y blanco se escabulló por el pasadizo y se metió en la oscuridad.
Ash dio un paso con cautela. Arañó ladrillo con las sandalias. Otras dos cosas blancas salieron disparadas de su camino con una carrerita baja y precipitada.
—Ratas —susurró Ash—. ¿Ratas blancas?
—Eh, ratitas... —gorjeó Ash en voz baja. No se movió nada bajo la tenue luz.
Se le ocurrió algo entonces lo que podrían comer las ratas, allí abajo. Volvió la vista atrás, hacia la oscuridad.
Empezó a bordear la esquina del cruce, pisaba en silencio, no le apetecía mucho perturbar el aire ni la cáscara agrietada de ladrillo que tenía sobre la cabeza. Se detuvo y volvió la vista.
—No lo aprobarás, Godfrey... Siempre has dicho que era una pagana. Lo soy. No creo en la misericordia ni en el perdón. Creo en la venganza. Voy a hacer que alguien sufra por tu muerte.
Un chirrido lejano despertó ecos un poco más adelante, en la alcantarilla.
El hedor dulce de la mierda, por increíble que parezca, se hizo más fuerte. Ash empezó a caminar otra vez, con la manga húmeda apretada contra la nariz. Ya no le quedaba nada que vomitar. El agua fluía lenta y silenciosa bajo el pasadizo de ladrillo.
La última luz del techo agrietado se reflejó en una irregularidad del muro. La mercenaria estiró la mano, tocó ladrillo, tocó oscuridad... tocó vacío.
Con la yema de los dedos trazó el perfil de una gran ranura de ladrillo, del tamaño de sus dos manos juntas. Probó a meter la mano con cuidado. Se arañó los nudillos con ladrillos y cemento, a no demasiada distancia de ella. Frunció el ceño y deslizó la palma de la mano por el muro que tenía delante, y resbaló en el aire. Y luego otra ranura. Y sobre esa, otra.
El borde inferior de cada ranura tenía un labio hecho de ladrillo, de más o menos medio centímetro de grosor y casi un centímetro de altura. Lo bastante fuerte para aguantar las manos de un hombre y el peso de un hombre.
La inundó la alegría. Dio un suspiro sin darse cuenta, tosió al percibir el hedor dulzón y lanzó una carcajada con los ojos llenos de lágrimas. Deslizó las manos por toda la superficie para asegurarse de que no había ningún error. Muy por encima de su cabeza, hasta donde ella alcanzaba, el ladrillo tenía ranuras incorporadas. Y no era una pared curva, no allí, en aquel cruce de túneles: la pared que tenía encima ascendía en línea recta.
Ash levantó las manos, las colocó en una ranura, los pies en otra y empezó a trepar por el muro.
Los primeros cinco o seis metros fueron bastante fáciles. Le empezaron a doler los brazos. Se arriesgó a echarse un poco hacia atrás para mirar hacia arriba. La parte rota de la cañería podría estar diecisiete o dieciocho metros más arriba, todavía.
Estiró la mano para llegar a la siguiente ranura de la «escala» de ladrillo y levantó su empapado cuerpo. Decidió distraerse del esfuerzo físico y dejó que su mente vagara.
Ash mantuvo la parte de su mente que escuchaba resueltamente callada.
Levantó las manos por encima de la cabeza. Aunque le dolían los bíceps, se aupó a otro escalón más. Le ardían los muslos y las pantorrillas. Bajó la vista casi sin darse cuenta y vio, debajo de su cuerpo, todo lo que había subido.
Una caída de doce metros contra ladrillo, o contra una alcantarilla, es bastante para matarte.
Siguió adelante, hacia arriba.
Ash descansó un momento con la frente apoyada contra el ladrillo. Estaba frío. El cemento se deshacía en polvo.
Tuvo que retorcerse para ver la parte rota del techo, sobre ella, a un lado. Un borde de piedra le cortaba el paso. Los escalones la llevaban hacia arriba (la joven levantó la cabeza), hasta un pozo estrecho en el techo. En su interior solo se veía oscuridad. No había forma de saber lo que podría haber dentro.
Se aferró a los escalones, confusa, temblando dentro de sus ropas húmedas y mugrientas. Sonrió con brusquedad en medio de la oscuridad.
Ash apretó los dedos sobre el escalón. Los músculos le daban punzadas y tenía calambres. Enterró el dedo gordo del pie en el escalón y flexionó la pierna, luego la estiró mientras levantaba el otro pie en busca de un escalón más alto.
Se adentró en la oscuridad. Primero la cabeza, y luego los hombros y el resto del cuerpo mientras iba adentrándose en el pozo.
—Joder, será mucho mejor que creáis conocerme —susurró Ash—. Porque yo voy a averiguarlo todo sobre vosotros. Si sois máquinas, os romperé. Si sois seres humanos, os destriparé. Meteros conmigo quizá haya sido lo más estúpido que habéis hecho jamás.
Sonrió en la oscuridad ante sus propias bravatas. Sus dedos, al estirarse, tocaron ladrillo y metal. Se detuvo.
Palpó con mucho cuidado y tocó una piedra polvorienta, justo encima de su cabeza, y un borde de hierro frío. Dentro del borde, más metal... Una placa redonda de hierro, de un metro más o menos de diámetro.
Apoyó los pies todo lo que pudo en los escalones de ladrillo en los que se encontraba. Se agarró a un escalón con la mano izquierda. Con la palma de la derecha apoyada en el metal, empujó.
Esperaba resistencia, y pensó,
—¡Hijo de puta!
Levantó el cuerpo dos escalones más y palpó en el exterior, en busca de algo que la ayudara a auparse. Nada. Los dedos arañaron la piedra. La portilla era demasiado ancha para que pudiera apoyarse en ella.
Con un solo movimiento subió los dos pies a un escalón más alto, soltó la mano izquierda, estiró las piernas y se aupó con fuerza para luego hundirse hacia delante.
El impulso la llevó: quedó tirada en un camino, con los muslos y el resto de las piernas colgando sobre el abismo pero el cuerpo a salvo. Apoyó las palmas de las manos y empezó a arrastrarse, a rodar, a gatear; y no paró de rodar hasta que estuvo a diez metros largos del agujero abierto de la alcantarilla.
En un estrecho callejón entre edificios sin ventanas.
Ardía un recipiente de fuego griego, a unos veinte metros. Los otros, más cercanos a ella, se habían roto. A unos metros de distancia, callejón abajo, el pavimento se combaba amenazadoramente.
Sus ojos, acostumbrados a la noche, se le llenaron de agua. Sacudió la cabeza y se puso a gatas; la lana húmeda de las calzas y el jubón se le pegaba al cuerpo y se enfriaba a toda prisa bajo el aire negro.
El viento cambió de dirección. Se levantó y agudizó el oído.
Le llegó un ruido confuso de gritos y chillidos. El estrépito de las ruedas de unas carretas. El choque del metal con el metal. Una lucha, un caos; pero nada que le dijera dónde, dentro de la ciudadela o fuera de los muros de la propia Cartago; el viento volvió a cambiar de sentido y perdió los sonidos.
Ash dio un gran suspiro, se atragantó con su propio hedor y miró a su alrededor. Muros de piedra desnudos se enfrentaban a ella a ambos lados de una calle estrecha. Se elevaban lo suficiente para que no tuviera oportunidad de ver ninguna marca, así que no podía suponer hacia dónde podría estar la cúpula, por dónde estaba la muralla. Olisqueó el aire. El olor del puerto, sí, pero también otra cosa...
Humo.
Un olor a quemado se deslizaba por la estrecha callejuela. Ash miró a ambos lados, cruces de calles en ambos extremos. Debería evitar el socavón que tenía a la izquierda. Se alejó hacia la derecha.
La atravesó una punzada de pena y asco. Algo yacía delante de ella, sobre las losas, en el borde del charco de luz que arrojaba la lámpara que quedaba.
El cuerpo de un hombre, tirado..., con la misma quietud que tenía Godfrey, muerto.
Se sacó el dolor de la mente de forma deliberada.
—Aguantará.
Siguió subiendo el callejón, moviéndose con rapidez para mantenerse caliente. Las sandalias dejaban manchas de suciedad en las losas del suelo. Se acercó al cuerpo echado boca abajo y apoyado contra el muro sin rasgos.
La luz no era muy buena. El fuego griego que tenía encima se oscurecía en el cuenco de cristal. Ash se arrodilló, estiró la mano para darle la vuelta al cuerpo y ponerlo boca arriba. En rápida sucesión notó, mientras sus manos levantaban el peso muerto y frío, que era un hombre, que llevaba calzas, tabardo y una celada de acero; el cinturón ya le había desaparecido, se habían llevado la espada y no estaba la daga...
—Dulce Cristo.
Ash se deslizó y se quedó sentada. Ya no sentía las rodillas. Se inclinó hacia delante y echó los brazos del hombre hacia atrás para exponerle el pecho. Toda la garganta y los hombros eran una masa de sangre coagulada. Un tabardo brillante estaba atado sobre la cota de malla, los nudos atados en la cintura y un dibujo oscuro en la tela...
Desabrochó la correa de la celada del muerto y se la quitó de la cabeza, manchándose las manos de sangre en el virote de ballesta que le salía de la garganta. Una celada, con un visor y un cabo articulado: no era un yelmo visigodo.
Ash se encasquetó el yelmo forrado en la cabeza, se abrochó la correa, estiró las manos para coger los tobillos del hombre y lo arrastró a pulso por las losetas del suelo, bajo la luz cada vez más tenue.
El hombre se quedó tirado con los brazos por encima de la cabeza y la cabeza ladeada hacia un lado. Un hombre joven, de dieciséis o diecisiete años, con el cabello castaño claro y el comienzo de una barba; lo ha visto en alguna parte, lo conoce, conoce ese rostro muerto, si no su nombre...
Bajo la luz, la mercenaria se queda mirando la librea, ya visible con toda claridad.
El tabardo de una librea dorada.
En el pecho, en azul, un león.
La librea del León Azur. La librea de su compañía.