Capítulo 2

Todo el camino por las empinadas, estrechas y rectas calles trazadas a tiralíneas desde el muelle, subiendo escaleras entre edificios con contraventanas de hierro iluminados por jaulas de acero y cristal con fuego griego

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, los soldados visigodos siguieron manteniéndola apartada de los demás prisioneros.

No tuvo tiempo para admirar la ciudad. Avanzaba dando traspiés, arañándose los pies descalzos en los adoquines, consciente solo de unas manos que la retenían por las axilas. Las alabardas de los guardias entrechocaron al llegar a un grueso arco de piedra, un portal que perforaba una muralla que rodeaba la colina tanto como le mostraban las luces. La muralla era demasiado alta como para ver nada tras ella.

Los demás prisioneros del barco fueron conducidos a través de ella, al cuerpo de la ciudad, alejándose de la puerta en dirección a la ciudadela.

—¿Qué? —Ash volvió la cabeza y tropezó. El

'arif
Alderico dijo algo. Dos de los soldados arrastraron de vuelta a una anciana, un joven gordo y un hombre mayor. Los soldados se cerraron en torno a ellos.

El portal atravesaba una muralla defensiva que tendría sus veinte metros largos de grosor. Ash resbaló en la oscuridad. Teudiberto la levantó con una obscenidad satisfecha. Ella se encogió, apartándose de otra pared; no había luces. Un viento gélido le dio en la cara. Se dio cuenta de que ya no estaba dentro del umbral, sino en un pasadizo más estrecho.

Ninguno de los edificios que había a ambos lados tenía ventanas.

Cuatro de los hombres de Alderico encendieron antorchas corrientes, con capuchones de hierro enrejado, y las levantaron. Ahora las sombras acechaban y se retorcían en el estrecho pasadizo. ¿Una calle? ¿Un callejón? Ash aguzó la vista. Las últimas estrellas, que ya se desvanecían en la oscuridad, confirmaron que seguía estando en el exterior. Un puñetazo seco en la espalda la instó a avanzar.

Pasaron una puerta negra, cerrada por siete gruesas trancas de hierro. Recorridos treinta metros por la calle, otra puerta. Ninguno de los edificios estaba construido de madera o de cañas y barro; todos eran de piedra sin ventanas. Entonces doblaron una esquina, volvieron a torcer, y otra vez; serpenteando por un laberinto de callejones oscuros, con un cielo diurno despiadadamente oscuro sobre sus cabezas.

Se apretó los brazos alrededor del cuerpo mientras avanzaba trabajosamente. Vestida con delgado lino, hubiera tiritado de todas formas, pero el frío se le clavaba a través de los encallecidos pies desde los adoquines, le teñía los dedos de blanco y hacía que su aliento despidiera vapor.

Los soldados del rey califa tiritaban igualmente.

Cuatro de los soldados corrieron a desatrancar una puerta en una pared lisa. Lo bastante grande para ser una poterna, pensó ella. El

nazir
la obligó a atravesarla de un empujón, hacia la oscuridad. Ash se golpeó la rodilla herida y gritó en voz alta. Faroles de hierro danzaron frente a su vista deslumbrada; unas manos la agarraron, apretándole hombros y brazos contra el cuerpo, y la arrastraron al interior, por un pasadizo largo y oscuro.

Una manita arrugada tomó la suya.

Ash bajó la vista y vio que la anciana prisionera le había cogido la mano. La mujer levantó los ojos hacia ella. Las sombras cambiantes y las arrugas disfrazaban el gesto de la anciana. Ash sentía la mano como huesos de pollo fríos. Cogió la mano de la mujer con la suyas y la apretó contra su cuerpo para darle calor.

La mano de la anciana resbaló hasta el vientre de Ash. Una suave voz se lamentó en francés.

—Lo pensé en el barco. No lo aparentas, pero llevas un hijo, querida. Yo podría servirte de comadrona... ¡Ay! ¿Qué van a hacernos?

—¡Calla!

—¿Para qué nos querrán?

Ash sintió y oyó un puño embutido en malla que golpeaba la carne. La mano de la mujer quedó fláccida y resbaló de la suya. Ash intentó cogerla, pero los soldados la rodearon y la empujaron para que siguiera adelante. Entró con ellos, trastabillando, en un gran patio.

Una puerta trasera
, supuso.
¡Es una mansión!

El patio era mucho más largo que ancho, rodeado en los cuatro lados por ventanas con barrotes de piedra y puertas rematadas en arco. Los edificios que rodeaban el patio interior por los cuatro costados alcanzaban al menos tres pisos. Los faroles de fuego griego la deslumbraban, impidiéndole ver el cielo.

El alargado patio estaba atestado de gente. Algunos eran guardias de la casa, a juzgar por sus espadas. Uno o dos iban mejor vestidos. La mayoría de ellos eran hombres y mujeres de edades variadas, con túnicas sencillas y collares de hierro al cuello. Ash miró boquiabierta a los esclavos que iban y venían corriendo, y se le hizo un nudo en el estómago.

Casi todos, a pesar de sus rostros diferentes, tenían un parecido familiar. Bajo la sibilante luz blanca, casi todos tenían el pelo pálido como la ceniza.

Miró a su alrededor en busca de la anciana, no logró verla entre la muchedumbre y tropezó. Cayó a cuatro patas sobre un suelo de baldosas ajedrezadas. Gimió y se envolvió la rodilla con ambas manos. Volvía a tenerla hinchada y caliente. Los ojos le lloraban.

A través del líquido vio adelantarse a Alderico junto al capitán del barco para hablar con un grupo de guardias de la casa y esclavos. Ash rodó y se puso en pie. Los prisioneros varones y ella fueron agrupados a empujones. A unos metros de distancia, el agua chapoteaba en el cuenco de una fuente. En el corazón de los chorros que caían, cantaba un fénix mecánico.

Ash cogió el dobladillo de su falda con las dos manos y la estiró debajo de sus muslos. Un sudor frío le corría entre los omóplatos. Se encontró susurrando.

—¡Oh, Cristo, ayúdame! ¡Ayúdame a conservar a mi hijo! —Se detuvo, con el gesto endurecido—. Pero no lo quiero. No quiero morir en el parto.

Cuando piensas que has llegado hasta el final del miedo, siempre queda camino por recorrer. Cerró los puños para impedir que vieran que le temblaban las manos. Las imágenes sentimentales de un hijo o una hija no se mantenían en su mente, enfrentadas a este patio demasiado brillante lleno de hombres hablando en el dialecto gótico que llamaban cartaginés, demasiado rápido para que ella lo comprendiera. Solo quedaban la vulnerabilidad de su apenas perceptible vientre y la absoluta necesidad, e imposibilidad, del secreto.

—Pobre chica, pobre corazón. —La anciana campesina colgaba del brazo de un soldado, sangrando. Los dos prisioneros varones estaban junto a ella, con sus rostros tan diferentes congelados en idénticas expresiones de miedo.

—Ven conmigo. —El

'arif
Alderico se puso a su lado, y la empujó hacia delante.

Ash se estremeció con un nudo en el estómago. De alguna parte logró sacar una amplia sonrisa que enseñaba todos los dientes.

—¿Qué ha pasado? ¿Habéis decidido que no soy la que queréis? ¡Eso lo podíais haber dicho en Dijon! ¿O es ahora cuando me dices que queréis un contrato con mi compañía? Se me podría considerar ablandada. ¡Probablemente conseguiríais un buen trato!

Ash era consciente de que debía de apestar, a juzgar por las expresiones de los guardias que había cerca de ella, y las miradas más distantes de uno o dos hombres que podían ser súbditos libres del Rey Califa Teodorico; pero su propia nariz se había insensibilizado. Avanzó junto a Alderico, cojeando sobre las frías baldosas. Su boca siguió parloteando.

—Siempre pensé que bajo el Crepúsculo Eterno hacía calor. ¡Y esto está helado, joder! ¿Qué pasa, que la penitencia se os está haciendo demasiado pesada? Quizá Dios esté hasta las narices de esperar que alguien ocupe la Silla Vacía. Quizá sea un milagro.

—Silencio.

El miedo suelta la lengua. Ash calló.

Al estrecho pasillo daban varias puertas. Alderico abrió una, hizo una reverencia y la obligó a pasar delante de él de un empujón. Sus ojos quedaron deslumbrados por más luz aún.

Ash oyó la puerta cerrarse tras ella dando un portazo.

—¿Es ella? —dijo una voz fuerte.

—Quizá. —Otra voz, más seca.

Ash parpadeó para aclararse la visión. El friso de la habitación estaba lleno de tuberías y lámparas con pantallas de cristal, que el fuego griego hacía sisear. En los rincones de la habitación había quemadores de aceite, y su aroma dulzón le aclaró la cabeza y, al mismo tiempo, la devolvió con una inmediatez sobrecogedora a una tienda en un campamento visigodo, en Italia, con mercenarios al servicio de los visigodos.

Esto no era una tienda. El suelo bajo sus pies estaba enlosado de rojo y negro, y era lo bastante viejo para que sus pies desnudos sintieran cada zona desgastada. A la luz de veinte lámparas, las teselas de los mosaicos le devolvieron la mirada.

Las paredes brillaban, cubiertas con cuadraditos coloreados de medio centímetro de lado desde el suelo hasta el techo. Imágenes de santos e iconos la miraban fijamente desde arriba: Catalina con su rueda, Esteban con sus flechas; Mercurius con su cuchillo de cirujano y el bolso cortado de ladrón, Jorge y el dragón. Túnicas doradas y ojos oscuros que la miraban fijamente.

Las sombras se perdían en la nervadura del techo. Bajo los acres y controlados chorros de fuego griego, detectó un olor a tierra. La pared del fondo de la habitación era un enorme mosaico del toro y el madero. Cristo la observaba desde donde estaba crucificado. San Herlain estaba a sus pies perforados por hojas, y santa Tanita

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observaba.

El ambiente era tan opresivo que Ash no oyó lo siguiente que dijeron, y solo logró concentrarse cuando el eco de las voces murió en la fría, fría sala. Miró el asiento grande, cuadrado y pulido, y las mesas que había en la habitación. Frente a ella había dos hombres. Uno de ellos, delgado, con una túnica blanca, de unos cincuenta años, vestido como un

amir
, la observaba con ojos arrugados. Agazapado a los pies de su silla, un hombre con el rostro pálido y regordete de un retrasado la observaba babeando.

—Vete. —El

amir
tocó dulcemente el brazo del retrasado mental—. Vete a comer. Más tarde te enterarás de lo que hablemos. Vete, Ataúlfo. Vete, vete...

El retrasado, que podía haber tenido cualquier edad entre veinte y sesenta años, pasó junto a ella dedicándole una ojeada de sus ojos almendrados y brillantes, bajo unas pobladas cejas rubias y un cabello ralo. Su boca de gruesos labios babeaba.

Ash dio un paso al lado mientras el hombre salía, usándolo como excusa para mirar hacia atrás. Ninguna ventana miraba a aquella habitación. Solo había una puerta doble. El

'arif
Alderico estaba plantado frente a ella.

—¿Has comido? —le preguntó el

amir.

Ash miró al hombre de la barba rubia. Pudo distinguir un leve parecido físico con el retrasado, pero en su rostro arrugado brillaba la inteligencia.

Aun sabiendo de dónde provenía esta amabilidad, que era un intento de quebrarla por contraste, Ash respondió débilmente con su mejor latín cartaginés.

—No, lord

amir.

'Arif
, que traigan comida. —Señaló una segunda silla tallada, más baja, que estaba junto a la suya, mientras Alderico se asomaba por la puerta para dar órdenes—. Soy el
amir
Leofrico. Estás en mi casa.

Eso es. Ese es el nombre. Ella te mencionó.

Eres su no-casi-padre.

—Siéntate.

Sus pies se calentaron un poco en el mismo instante en que pisó las alfombras que cubrían las baldosas color rojo ladrillo. Un hombre rubio como la ceniza entró, pasó junto a ella, colocó un plato plano con comida caliente en una mesa baja, y salió de la habitación sin decir palabra. Ash calculó que tendría su misma edad; llevaba un collar de hierro al cuello, y ni Alderico ni el lord

amir
Leofrico le prestaron más atención de la que prestaban a las lámparas. Un esclavo.

Ash ocultó el miedo que la atenazaba cruzando la alfombra y sentándose en una silla baja de roble. Estaba acolchada, y tenía un respaldo que se curvaba bajo sus codos; durante unos instantes no tuvo ni idea de cómo sentarse en ella. Al parecer, el

amir
Leofrico estaba ignorando cualquier posible infección de esta prisionera acribillada por las pulgas: la miraba con una expresión preocupada e inquisitiva.

La comida, dos o tres objetos que eran amarillos, blandos y con forma de bolsa, despedía vapor en el gélido ambiente. Ash cogió uno con sus dedos sucios, mordió la caliente y frágil empanada y saboreó patatas, pescado y azafrán.

—¡Mierda! —La mayor parte de un huevo crudo se derramó de la empanada y le resbaló por el brazo. Con un rápido movimiento lamió la yema y la clara, dejando la piel limpia—. Ahora, señor... —Ash levantó la mirada, con la intención de tomar la iniciativa verbal. Se detuvo, levantándose de un salto, sin preocuparse de que la manchada falda apenas le cubría las piernas—. ¡Por Cristo, es una rata! —extendió un brazo, señalando al regazo del

amir
—. ¡Es una rata de la peste!
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—Nada de eso, querida mía. —El

amir
visigodo poseía una sonrisa sorprendentemente agradable, mucho más juvenil que su rostro arrugado; resplandecientes dientes blancos entre una barba rubia entrecana. Inclinó la cabeza y gorjeó en tono alentador.

Una cabeza peluda y puntiaguda emergió entre los pliegues de sus ropajes de terciopelo blanco perfilado en oro, precedida por un hocico rosa. Unos ojillos negros sin pupila miraron fijamente a Ash cuando el animal se quedó inmóvil. Ash le devolvió la mirada, sobresaltada ante el contacto ocular. Bajo la suavizadora luz de las lámparas, la piel del animal era de un blanco resplandeciente.

Animada por la inexistencia de movimiento, salió deslizándose hasta el muslo de Leofrico, abriéndose paso cuidadosamente entre sus ropajes. Unos altos cuartos traseros fueron seguidos por una delgada cola pelada. Sólo su cuerpo mediría unos veinticinco centímetros. El rabo pelado (vio Ash helada de horror mientras emergía) era escamoso. Y sus pelotas, del tamaño de nueces,

—¿Eso no es una rata? ¡Fuera de aquí!

El roedor se quedó paralizado ante su voz, y encorvó el lomo. Las ratas son negras, son ratones grandes. Aquella, vista con la claridad que el miedo le permitía, era ancha en los cuartos traseros y estrecha en los delanteros. El hocico era más romo que el de un ratón. Las orejas eran pequeñas para el tamaño de la ancha cabeza.

—Es una especie diferente de rata. Mi familia las trajo de un viaje al Reino Medio

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—susurró tranquilamente el
amir
Leofrico. Bajó un curtido dedo y acarició al animal detrás de la oreja. El animal se incorporó sobre sus patas traseras, olfateando con un tembloroso abanico de bigotes y mirando al hombre a la cara—. Es una rata, querida mía, pero de una especie diferente.

—¡Las ratas son los perros falderos del diablo! —Ash retrocedió dos pasos sobre la alfombra—. Se comen la mitad de tus suministros si no tienes una manada de

terriers
; ¡Jesús, con los problemas que he tenido...! Asquerosas..., sucias... ¡Y traen la peste!
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—Quizá antes. —El

amir
visigodo volvió a gorjear. Era un sonido sorprendentemente estúpido para venir de un hombre adulto, y a Ash le pareció que oía resoplar al
'arif
Alderico desde la puerta. La túnica de Leofrico se movió—. ¿Quién es mi cariñito...? —susurró.

Dos ratas más se subieron a sus hombros. Una era amarilla, con manchas marrón sepia en patas, dedos y hocico; Ash hubiera jurado, si la luz hubiera sido mejor, que la otra era de un gris pizarra tan claro como para parecer azul. Dos pares más de ojos pequeños, brillantes y negros se clavaron en ella.

—Quizá antes —repitió Leofrico—. Hace un millar de generaciones. Se reproducen mucho más rápido que nosotros. Tengo registros que se remontan a décadas atrás, a cuando eran de un simple color marrón, ni la mitad de bonitas que tú, cariño —le dijo a una de las bestezuelas—. Estas llevan un siglo o más sin conocer enfermedad alguna. Tengo muchas variedades, ratas de todos los colores y tamaños. Tienes que verlas.

Ash miró, helada, cómo una de las ratas acercaba su cabeza serpentina a la oreja del

amir
visigodo y la mordía. El mordisco de una rata transmitía fiebres, y a veces provocaba la muerte; e incluso si no se llegaba a eso, un dolor como el de una aguja traspasando la carne. Ash hizo una mueca de dolor. Leofrico ni se inmutó.

La rata azul agarró con sus delicadas zarpas el intacto lóbulo de la oreja del hombre y siguió lamiéndolo con una lengua diminuta y rosada. Olisqueó un poco su barba y luego se puso a cuatro patas y desapareció como por ensalmo en el interior de los ropajes del hombre.

—¡Son mascotas! —exclamó Ash, asqueada.

—Son una afición. —El

amir
Leofrico pasó a hablar en francés, con un leve acento—. ¿Me comprendes, querida mía? Quiero estar seguro de que comprendes lo que digo, y de que yo entiendo todo lo que tú me digas.

—Yo no tengo nada que decir.

Se quedaron mirándose fijamente por unos instantes, a la luz de las lámparas. El mismo esclavo de antes entró y se ocupó de una lámpara, vertiendo en ella un aceite diferente. Un aroma floral se fue imponiendo gradualmente en el aire de la habitación. Ash miró hacia atrás por encima de su hombro, a la masa de Alderico que bloqueaba la puerta.

—¿Qué esperáis que diga, lord amir? —preguntó—. Sí, soy pariente de vuestra general. Obviamente. Ella dice que la habéis engendrado a partir de esclavos. Y puedo ver que es así. Demasiada gente aquí se parece a mí... ¿Importa? Tengo quinientos hombres de los que puedo responder, y a pesar de lo que ella hizo en Basilea estoy dispuesta a negociar otro contrato. ¿Qué más puedo decir?

Ash logró terminar encogiéndose de hombros, a pesar de ir vestida con nada más que una blusa y una falda sucias, con el pelo corto, apestando y acribillada a picaduras.

—Querida —susurró Leofrico. A la rata azul, se dio cuenta Ash. El noble visigodo inclinó la cabeza y la rata que había sobre su rodilla se incorporó sobre sus patas traseras, estirándose. Durante un breve instante, estuvieron nariz con nariz, y luego la rata volvió a ponerse a cuatro patas. El hombre ahuecó la mano y acarició el arqueado lomo del roedor. Este volvió la cabeza y lamió los dedos con una limpia lengua rosada—. Tócala, suavemente, no te hará daño.

Cualquier cosa para evadir más preguntas
, pensó Ash lúgubremente. Atravesó la alfombra hasta la silla de Leofrico y extendió un dedo extremadamente vacilante. Tocó un pelaje sorprendentemente suave, seco y cálido.

La bestia se movió.

Ash gimió. Unas garras diminutas aferraron su dedo índice. Ash se quedó paralizada al notar la escasa fuerza de la presa.

La rata hembra de color azul claro olfateó delicadamente las mordidas y sucias uñas de Ash. Empezó a lamer sus dedos, se sentó, estornudó dos veces (un sonido diminuto, absurdo en la enorme cámara decorada con mosaicos) y se acomodó sobre los cuartos traseros, frotándose el hocico y los bigotes con las zarpas, como si se estuviera limpiando la suciedad del viaje en barco.

—¡Se está lavando la cara como un cristiano! —exclamó Ash. Dejó la mano extendida, con la esperanza de que la rata la investigara más; y con una repentina punzada de miedo en el estómago se dio cuenta de que estaba lo bastante cerca del

amir
sentado como para oler su perfume y el olor a sudor masculino que había debajo.

Leofrico acarició a su rata.

—Querida mía, se pueden tardar muchos años en criar una variedad. A veces se obtiene el color exacto, pero con él llegan defectos: retraso mental, agresividad, psicosis, abortos, vaginas deformes, entrañas tan deformadas que revientan con sus propios excrementos y mueren. —La rata azul se tumbó y se enroscó en su regazo. Leofrico miró a Ash—. Pueden hacer falta muchas generaciones para obtener lo que se busca. Cruzar padre con cría, hijo con hija. Uno elimina los inútiles, y solo cría a partir de lo útil; durante muchos, muchos años. Y a veces el éxito nunca llega. O si lo hace, es estéril. ¿Empiezas a comprender por qué eres importante para mí?

—No —la lengua de Ash se le pegó a su reseco paladar.

El

amir
Leofrico sonrió, como si estuviera dándose cuenta de su mal escondido miedo y a la vez pensando en otra cosa totalmente diferente.

—Habrás notado que son bastante mansas, a diferencia de otras bestias salvajes. Eso es una consecuencia del proceso de crianza, una que yo no esperaba... ¿Sí?

—¡Sire! —retumbó la grave voz de Alderico.

Ash volvió la cabeza y fue testigo de la súbita entrada por la puerta doble de varios esclavos con collar, sacerdotes arríanos, soldados de infantería armados, un abad y un hombre transportado en una silla de mano.

—¡Mi señor califa! —El

amir
Leofrico se puso de pie apresuradamente e hizo una reverencia. Las ratas se escabulleron al interior de sus ropas—. ¿Sire?

El extremo de la habitación se llenó de soldados, hombres de Alderico. Entre ellos caminaba un hombre con las ropas verdes de un abad arriano (había algo raro en la cruz que colgaba sobre su pecho) y un

amir
ricamente vestido y, visto de cerca, más joven que Leofrico.

—Os doy la bienvenida a mi casa —dijo formalmente Leofrico en latín cartaginés, logrando calmar la voz.

Con un gesto, la silla de mano fue dejada en el suelo.

—¡Sí, sí! —En la silla se sentaba un anciano, que evidentemente antaño había sido pelirrojo, pero ahora tenía el pelo de color blanco sucio, y que había tenido la complexión clara y pecosa asociada al cabello rojo, que ahora se veía manchada y oscura a la luz de las lámparas. La piel le colgaba lacia de los brazos, y se tensaba sobre su nariz, frente y alrededor de su boca. Vestía ropas de hilo de oro tejido. Ash inhaló una vez e intentó contener la respiración: ninguno de los esclavos que cargaban con recipientes de hierbas aromáticas podía ocultar el hedor a excrementos y carne putrefacta.

Teodorico
, comprendió con espanto,
¡es el califa!
La obligaron a arrodillarse sobre la alfombra (y ella trató desesperadamente de cargar el peso sobre su rodilla izquierda) y el guantelete de mallas de Alderico la forzó a ponerse a gatas. No podía ver más que los dobladillos de las túnicas y las sandalias de cuero ricamente trabajadas.

—¿Y bien? —La voz del gobernante visigodo sonaba debilitada.

—Mi señor califa, ¿por qué vienen estos hombres con vos? —dijo la voz del

amir
Leofrico—. ¿Este abad? Y el
amir
Gelimer no es amigo de mi familia.

—¡Debo tener un sacerdote conmigo! —dijo el rey califa con fastidio.

¿Un abad es un simple «sacerdote»?
se preguntó Ash.

—¡Este no es sitio para el

amir
Gelimer!

—No. Quizá no. Gelimer, sal.

Una voz diferente, de tenor, protestó.

—Mi señor califa, fui yo quien os trajo estas noticias, no el

amir
Leofrico, ¡aunque debía de saberlo desde hace bastante tiempo!

—Cierto, cierto, entonces te quedarás, para que podamos oír tu opinión acerca de este tema. ¿Dónde está la mujer?

La mirada de Ash se clavó en la sencilla confección de la alfombra. Sus fibras eran suaves contra las palmas de sus manos. Se arriesgó a volver la cabeza para ver si había forma de llegar hasta la puerta. Solo vio las piernas envueltas en cotas de malla de los guardias. Ningún amigo, ningún aliado, ningún sitio al que huir. Le entraron ganas de defecar.

—Aquí—admitió Leofrico.

—Levantadla —dijo el rey califa con voz débil.

Ash, puesta en pie a la fuerza, se encontró siendo mirada intensamente por dos hombres ricamente vestidos y extremadamente poderosos.

—¡Esto es un muchacho!

El

nazir
Teudiberto se adelantó de la guardia, cogió la pechera de su blusa con dos manos, desgarrándola de arriba abajo, y luego retrocedió. Ash metió barriga y se puso firme.

—Es una mujer —murmuró respetuosamente Leofrico.

El Rey Califa Teodorico asintió, una vez.

—He venido a motivarla.

¡Nazir
Saris!

Un forcejeo en la puerta, entre la guardia personal del rey califa, hizo que Ash volviera la cabeza. Una espada se deslizó fuera de su vaina forrada de madera. Al oír dicho sonido, Ash retrocedió, incluso estando retenida por Alderico.

Dos de los soldados del califa arrastraron al interior al prisionero gordo.

—¡No! ¡No, puedo pagar! ¡Puedo pagar! —Los ojos del joven se desorbitaron. Chilló alternando el francés, el italiano y el alemán de suiza—. ¡Mi gremio pagará un rescate! ¡Por favor!

Uno de los soldados le puso una zancadilla, y el otro le arrancó las manchadas ropas azules.

La luz destelló en el canto de la espada cuando el soldado la levantó y descargó un tajo preciso. La sangre salpicó.

—¡Cristo! —exclamó Ash.

La habitación empezó a apestar repentinamente cuando al hombre se le soltó el vientre. Por sus blancas piernas desnudas corría la sangre. Se incorporó sobre los codos y se arrastró hacia delante, gimoteando y sollozando, con el rostro empapado de lágrimas. Sus piernas se arrastraban tras él como dos tiras de carne muerta.

Los dos cortes en sus tobillos, que lo habían desjarretado, sangraban libremente sobre las baldosas de piedra.

—Habla con mi consejero Leofrico —dijo una voz asmática. Ash se obligó a apartar la vista, a mirar al hombre que había hablado, y a mirar al rey califa—. Habla con mi consejero Leofrico —repitió Teodorico. A la luz de las lámparas, su estirada piel parecía amarillenta, sus cuencas oculares dos agujeros negros—. Cuéntaselo absolutamente todo. Ahora. No quiero que tengas ninguna duda de lo que te haremos si te niegas aunque solo sea una vez.

El hombre del suelo sangraba, chillaba y sacudía el torso mientras los soldados lo sacaban de la habitación. Los ojos de piedra de los santos observaron impasibles la partida.

—¿Habéis hecho eso solo para mostrarme...?

Aterrorizada e incrédula, Ash gritó con la misma fuerza que en el campo de batalla.

Las náuseas recorrieron su cuerpo; sintió acalorados las manos y los pies; sabía que estaba a punto de desmayarse, en un segundo, y se inclinó para apoyar las manos en los muslos y respirar hondo.

He visto cosas peores, he hecho cosas peores, pero hacerlo tan despreocupadamente, sin motivo...

Eran la velocidad con que se había hecho y la absoluta inexistencia de posibilidad de apelación lo que la espantaba más. Y el daño irrevocable. El azoramiento coloreó su rostro marcado.

—¿Acabáis de arruinarle la vida a ese pobre desgraciado solo para demostrar algo?

El rey califa no la miró. Su abad le estaba diciendo algo en voz baja, al oído, y él asintió, una vez. Los esclavos acabaron de limpiar el suelo y se retiraron. El aroma floral de los quemadores de aceite no ocultaba el olor a cobre de la sangre ni el hedor de las heces.

Alderico se apartó de ella. Dos de los soldados del califa, los mismos de antes, la cogieron por las muñecas y le doblaron los brazos a la altura del hombro y el codo para inmovilizarla.

—Matadla ahora —dijo el

amir
Gelimer. Ash vio que Gelimer era un hombre moreno, de unos treinta años; con un rostro anodino de ojos pequeños y una barba oscura trenzada—. Si es un peligro para nuestra cruzada en el norte, aunque sea un peligro minúsculo, deberíais matarla, mi señor califa.

—¡Pero no! —se apresuró a decir el

amir
Leofrico—. ¿Cómo sabremos lo que ha sucedido? ¡Esto debe examinarse!

—Es una campesina norteña —resolló despectivamente el rey califa—. ¿Por qué perder el tiempo con esto? Lo mejor que podemos sacar es otro general, y ya tengo uno. ¿Te dirá ella el porqué de este frío? ¿El porqué de este infernal y diabólico frío desde que tu general partió a ultramar? Cuanto más al norte conquistamos en nuestra cruzada, más nos ataca aquí... En verdad me pregunto ahora, qué quiere Dios que hagamos. ¿Es que esta guerra no es designio suyo después de todo? ¿Me has condenado, Leofrico?

—Sire, la penitencia es una herejía norteña —dijo alegremente el abad—. Dios siempre nos ha bendecido con esta oscuridad, que si bien nos impide labrar la tierra o cultivar cereal, nos impulsa a conquistar tierras en su nombre. Nos convierte en hombres de guerra, no granjeros ni pastores, y así nos ennoblece. Es su látigo, regañándonos para que cumplamos su voluntad.

—Hace frío, abad Muthari. —El rey califa le interrumpió con un gesto de la mano. La luz de las lámparas mostró manchas oscuras que moteaban sus pálidos dedos. Teodorico cerró sus ojos de débiles párpados.

—Sire —murmuró Gelimer—. Antes de hacer cualquier otra cosa, Sire, cortadle la mano de la espada. A una mujer familiarizada con el diablo, como esta, no debería permitírsele seguir siendo una guerrera, por muy corto que sea el tiempo que la dejéis vivir después de esto.

La voz, y la formación en su mente de la imagen —dos círculos blancos de hueso cortado rodeados de carne chorreando sangre— llegaron al instante. Ash tragó bilis. La náusea y la lasitud la sumergieron como la marea.

Un pequeño rostro puntiagudo y peludo la miró desde el hombro del

amir
Leofrico. Unos ojos negros la examinaron. Un abanico de bigotes vibró. Cuando Leofrico se inclinó para hablar con ella, la rata cambió de posición sus pies de dedos rosados y se acomodó para acicalarse un costado azul claro; ni húmedo, ni sucio ni infestado de pulgas.

—¡Dame algo, Ash! —imploró el

amir
Leofrico en voz baja—. Mi hija me ha dicho que eres una mujer de gran valía, pero solo tengo esperanzas, no pruebas. Dame algo que pueda usar para mantenerte viva. Teodorico sabe que se está muriendo y se ha vuelto muy despreocupado con las vidas de los demás en estas últimas semanas.

—¿Como qué? —Ash tragó saliva, tratando de ver a través de ojos inundados de lágrimas—. En el mundo sobran mercenarios, mi señor. Incluso buenos.

—¡No puedo desobedecer al rey califa! ¡Dame una razón por la que no deberías ser ejecutada! ¡Aprisa!

Ash observó fascinada cómo movía los bigotes la rata azul y se lavaba detrás de las orejas con delicadas zarpas rosadas. Movió la mirada quince centímetros, hasta el gesto implorante de Leofrico.

O esto significará mi liberación, o significará mi muerte, probablemente rápida. Rápido es mejor; dulce Cristo, yo sé que es mejor. He visto todo lo que se le puede hacer al cuerpo humano, ¡y esto es un inofensivo juego de niños! No quiero que empiecen en serio.

Oyó su propia voz, en la helada habitación de paredes de piedra:

—Vale, vale, oigo una voz, cuando estoy luchando. Siempre lo he hecho, es la misma que oye vuestra... hija, podría ser. Es evidente que estamos emparentadas. No soy más que un descarte de uno de vuestros experimentos, ¡pero lo oigo!

Leofrico se pasó los dedos por el pelo, levantando sus rizos blancos. Sus intensos ojos se entrecerraron. Ash se dio cuenta de que el

amir
la contemplaba con expresión de escepticismo.

¿No me cree después de todo esto?

—¡Tenéis que creer que estoy diciendo la verdad! —susurró ella con aspereza y apremio.

Sudando, temblando, se quedó mirándolo a los ojos azules durante un largo minuto.

El

amir
Leofrico se apartó.

Si una mano no le hubiera rodeado el cuerpo, se habría caído: el

nazir
Teudiberto la sostuvo con un brazo fibroso y fuerte a la altura del pecho desnudo. Ash sintió que se reía.

—Oye al Gólem de Piedra —dijo Leofrico.

El

amir
Gelimer resopló.

—¡Y lo mismo afirmaríais vos si estuvierais en su lugar!

La boca del rey califa había palidecido, y su atención se había alejado de la conversación hasta el abad que estaba a su lado; Ash vio que sus ojos volvían a posarse en Leofrico ante el comentario de Gelimer.

—Por supuesto que lo dice —comentó burlonamente el Rey Califa Teodorico—. ¡Leofrico, estás tratando de salvarte con una fábula de otra general esclava!

—Oigo tácticas... Oigo al Gólem de Piedra —dijo Ash en voz alta, en latín cartaginés.

Gelimer protestó.

—¿Veis? ¡No sabía ni cómo se llamaba hasta que vos lo habéis nombrado!

El brazo del

nazir
la inmovilizó. Ash abrió la boca para volver a hablar, y la mano libre de Teudiberto se cerró sobre ella, clavándole fuertemente los dedos en la articulación de la mandíbula para que no pudiera morderle.

El

amir
Leofrico hizo una profunda reverencia, mientras sus ratas corrían a buscar refugio entre su vestimenta, y se incorporó de nuevo para mirar al moribundo rey califa.

—Sire, puede que lo que el

amir
Gelimer dice sea cierto. Puede que solo esté diciendo eso por miedo al dolor o al daño físico. —Los ojos claros de Leofrico se volvieron despiadados—. Hay una forma de resolver esto. Con vuestro permiso, Sire, la haré torturar hasta que se aclare si está diciendo la verdad o no.