Capítulo 4

—¿Por qué —murmuró Ash—cada vez que empiezan a salpicar los excrementos estoy yo tan cerca?

Thomas Rochester se encogió de hombros.

—Supongo que es cuestión de suerte

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, jefa...

Ash atravesaba a grandes zancadas las afueras de la ciudad junto a la silenciosa Florian del Guiz, entre risitas reprimidas. Tras ellas, los tejados de pizarra de Dijon estaban salpicados de dorado, y los puntitos blancos de Orion y Casiopea empezaban a destacar en el cielo azulón.

Cuervos y grajos peleaban en el muladar del campamento mientras el grupo se acercaba al perímetro de carretas; los carroñeros aleteaban y se enseñaban las negras garras.

—No abandonéis el campamento, maestro cirujano, bajo ninguna circunstancia —ordenó Ash calmadamente.

El sol descendente coloreaba con calidez el jubón y las calzas azules de Florian, y hacía que su pelo pareciera entre rubio y pelirrojo. La mujer levantó su sucio rostro mientras caminaba, mirando al cielo, envolviéndose el torso con los brazos. Sus ojos reflejaron el cielo vacío.

—No te agobies. —Ash le dio una palmada en el hombro a la cirujano—. Si aparece la milicia de la ciudad yo me encargaré de ella. Esta noche quédate en tu tienda de cirujano.

La mujer bajó la cabeza. Ahora solo se miraba sus pies desnudos, que se arrastraban sobre la hierba seca. No miró a los hombres de armas.

Los hombres y mujeres de la escolta caminaban hablando en voz baja entre sí, con las armas colgadas del hombro y usando la mano izquierda para que las vainas no se balancearan. Ash oyó comentarios acerca del enorme campamento del ejército borgoñón, planes para ir a beber cuando salieran de servicio con antiguos conocidos de otras campañas, actualmente al servicio de Borgoña... Nada acerca de su cirujano.

Entonces tomó una decisión.

No. No voy a decir nada. Démosles unas pocas horas, mañana, y dependiendo de lo que diga Carlos de Borgoña, podemos encontrarnos con un problema peor que el hecho de que nuestro cirujano sea una mujer.

Ahora las murallas de la ciudad estaban sumidas en las sombras, y la luz rojiza solo se reflejaba en los tejados más altos. El rocío humedecía los sillares, y también la paja que había aquí bajo los pies, esparcida por los alrededores del campamento. Un buey que seguía en los campos mugió, y una manada de perros corría ladrando. Con la puesta de sol llegó una bienvenida frescura en el aire.

En las puertas, donde la paja estaba completamente aplastada por centenares de pisadas, un murmullo de voces y un corro de hombres con el blasón del León atrajeron su atención. Tenían el rostro enrojecido y sonreían de oreja a oreja, y se separaron para dejarla pasar con una excitación mal ocultada: una mueca para los gendarmes y varias amplias sonrisas para ella.

—¿De qué se trata esta vez? —dijo con un suspiro de resignación.

Dos jóvenes de unos quince años, todos piernas y con restos de grasa infantil todavía presente entre los músculos y la energía juveniles, fueron empujados al frente del grupo. Ambos eran rubios, hermanos a juzgar por sus rostros; y Ash los reconoció como miembros de la lanza de Euen Huw.

—Tydder —dijo al recordar el nombre.

—Jefe... —murmuró uno de los muchachos.

Su hermano le propinó un codazo en las costillas.

Ambos llevaban las blusas y las almillas bajadas y enrolladas a la cintura, con el pecho descubierto y ferozmente enrojecido, y todo más o menos sostenido por los cintos de las dagas. Ash estaba a punto de gruñir algo cuando se dio cuenta de que uno de los rollos de tela alrededor de una de las cinturas era más grueso. Señaló en silencio.

El joven soldado desenrolló la tela y la sacudió.

Una bandera rectangular, cuartelada de rojo y azul, de casi dos metros de longitud, cayó de sus manazas. Ash se encontró mirando a dos cuervos y dos cruces. Hubo un aumento en el ruido alrededor de ella, alguien rió. La anticipación se respiraba en el ambiente.

—¿Esto —dijo Ash sin ninguna intención de decepcionarlos— no será por casualidad un estandarte personal? —El hermano que sostenía la bandera asintió rápidamente. El otro hermano sonrió amplia, ferozmente—. ¿El estandarte personal de Cola de Monforte?

—¡Eso mismo, jefa! —dijo el hermano menor, con un gallo que le hizo sonrojarse.

Ash empezó a sonreír.

Tras ella, Floria rompió su silencio de forma repentina.

—¡Cristo en el madero! ¿Cómo vais a explicar esto?

Su gesto de indignación hizo que Ash estallara en carcajadas.

—Oh, no voy a explicarlo —dijo alegremente—. No tengo por qué. De hecho... vosotros dos ¿Mark y Thomas, no? Y Euen Huw... Carracci, Thomas Rochester... y la lanza de Huw... —Ash fue señalando a más de una docena de hombres—. Os sugiero que pleguéis perfectamente este estandarte y lo llevéis hasta las puertas del campamento de Monforte, y se lo entreguéis a maese Cola, en persona, con nuestros saludos.

—¿Que hagan qué? —exclamó Floria.

—Puede resultar realmente embarazoso perder tu estandarte personal. Si de pura suerte nos lo encontramos tirado por ahí —Ash puso énfasis— y se lo devolvemos, por si estaban preocupados...

Las risotadas ahogaron el sonido de su voz.

—¿Y cómo hemos conseguido ese estandarte? —preguntó Floria del Guiz, aprovechando que las lanzas iban a buscar armaduras que ponerse para ir al campamento de los mercenarios de Monforte y sacaban sus armas más impresionantes.

—No tiene sentido preguntarlo. —Ash sacudió la cabeza, sonriendo aún—. Recuérdame que le diga a Geraint que duplique la guardia del perímetro. Y también la guardia del estandarte del León. Me parece que va a haber bastante de esta...

—¡De esta mierda! —ladró Floria—. ¡Una completa pérdida de tiempo! ¡Juegos de niños!

Ash observó a Ludmilla Rostovnaya y a su compañera de lanza, Katherine, echándose los arcabuces al hombro para formar parte de la improvisada guardia de honor, unas dos docenas de soldados que avanzaban por la ribera del río en dirección a los campamentos de los mercenarios borgoñones.

—Si quieren jugar a robar la bandera, les voy a dejar. El Duque Carlos financiará nuestra incursión o declarará la guerra. En cualquiera de los dos casos, en pocos días puede que estén en tu tienda de cirujano. O enterrados. Y lo saben. —Le guiñó un ojo a Florian—. Demonios, crees que esto es malo, pero ya has visto cómo se ponen después de ganar una batalla...

La mujer pareció disponerse a decir algo, pero el saludo desde la tienda del cirujano de uno de sus ayudantes, un diácono, atrajo su atención, y, con un gesto rápido de asentimiento, se marchó.

Ash la dejó ir.

—Si la milicia de la ciudad aparece por aquí —le dijo al capitán de la puerta—, me mandas a buscar enseguida. Y nada de dejarlos entrar, ¿entendido?

—Por supuesto, jefe. ¿Otra vez problemas?

—Pronto te enterarás. En este campamento todo el mundo se entera de todo.

—Sí, parece que vivimos en una puta aldea —dijo el capitán de la guardia de la puerta, un hombretón de Bretaña con unos hombros como para tirar de un arado.

Me pregunto qué encontrarías más escandaloso: que los letrados del duque piensen que los visigodos son mis dueños o que el doctor que te curó la varicela es una mujer.

—Buenas noches, Jean.

—Buenas noches, jefa.

Ash fue hacia la tienda de mando a grandes zancadas, y su escolta se fue dispersando ahora que estaban dentro del campamento, y media docena de mastines ladraban y gañían a su alrededor. Geraint ab Morgan acudió a por el santo y seña para la guardia nocturna. Angelotti se presentó para informar del progreso de las reparaciones de los cañones. (La cureña del gran cañón

La Venganza de Bárbara
se había agrietado.) Henri Brant a pedirle dinero para las arcas. Y todo esto en unos pocos metros, así que tardó media hora en llegar hasta la tienda, echar un vistazo a la bulliciosa confusión que reinaba en el interior de su pabellón: un ceñudo Bertrand frotando los quijotes en un barril de arena para limpiarlos, bajo la impaciente dirección de Rickard. Se olió la axila mientras le quitaban la brigantina; le entregó el mando a Anselm, llamó a los perros con un silbido y se fue a nadar al río con lo que quedaba de luz, acompañada por Rickard.

—No creo que tenga que preocuparme por Florian. —Hundió ambas manos en el pelaje del cuello de los mastines, sintiendo su calidez y aspirando el olor a perro—. Cualquiera que tenga problemas para servir junto a una mujer no se alista conmigo, ¿no?

Rickard pareció confundido. El poderoso perro

Bonniau
resopló.

Al llegar a la orilla del río, se quitó de una vez las calzas y el jubón, que seguían abrochados en la cintura, y su amarilleada camisa de lino, mojada del sudor. Los mastines se echaron en la orilla, dejando descansar sus pesadas cabezas sobre las patas. Una perra,

Brifault
, se enroscó sobre la camisa, el jubón y las calzas empapados de sudor que Ash había dejado junto a sus zapatos.

—Tengo la honda —le ofreció Rickard.

Ningún zorro, gato asilvestrado ni rata estaba a salvo cerca de los desperdicios de la compañía, de eso era muy consciente Ash; la cola de zorro de su lanza venía de una de las piezas cobradas por Rickard.

—Te quiero aquí con los perros, aunque estemos dentro del campamento.

Ash dio unos pasos adentrándose en el agua y luego se lanzó. El agua fría la agarró, le sacudió la piel, la arrastró corriente abajo. Jadeando, sonriendo, se puso en pie y chapoteó de vuelta hacia la parte menos profunda, donde el río formaba un remanso en la orilla cubierto de iris.

—¿Jefe? —dijo la voz de Rickard entre los mastines.

—¿Sí? —Zambulló la cabeza. El peso de su pelo se arremolinó con la corriente. Al ponerse en pie, la masa mojada se pegó a ella desde la cabeza hasta las rodillas, con un brillo pálido a la luz de la puesta de Sol. Se rascó las quemaduras solares y la piel irritada—. ¿Sabes? Si yo no empleara tiempo comiendo, lavándome ni durmiendo, este campamento funcionaría a la perfección... ¿Qué pasa?

No podía ver los rasgos de él con la poca luz. La voz del muchacho respondió con brusquedad.

—Oigo un ruido.

Ash frunció el ceño.

—Coge a los perros. —Anduvo hasta la orilla con las piernas pesadas como el plomo, y se echó hacia atrás el pelo mojado. Por el valle fluvial le llegaba el eco del ruido normal de los fuegos de campamento y el sonido de los hombres bebiendo—. ¿Qué has oído? —Cogió la blusa y empezó a secarse.

—¡Eso!

—¡Mierda! —Ash maldijo al oír el grito que se alzaba en el interior del campamento. No eran hombres emborrachándose y peleando; demasiado feroz para eso. Se vistió a duras penas, sin secarse. La tela se le pegó a la piel, echó mano de la espada y se la abrochó al cinto mientras andaba, y cogió las correas de los mastines de manos de Rickard, que corría tras ella.

—¡Es el doctor! —gritó el muchacho.

En la creciente oscuridad había una reunión de hombres, gritando.

Mientras Ash entraba en medio de la muchedumbre de hombres fuera de servicio, la tienda del cirujano se fue al suelo. El estandarte y el poste central cayeron cuando unos cuchillos cortaron las cuerdas que lo sostenían; la lona se hundió.

Una rosa de llamas amarillas floreció en la lona, perfilada en marrón, resplandeciente por contraste con la oscuridad casi total de la puesta de sol.

—¡FUEGO! —chilló Rickard.

—¿Qué demonios pasa? —rugió Ash. Se adelantó sin pensar, poniéndose en medio de ellos, aferrando las correas de los perros con ambas manos—. ¿Qué cojones te crees que estás haciendo, Anhelt? Pieter, Jean, Henri... —Fue distinguiendo rostros entre la masa—. ¡Atrás! Traed a la guardia contra incendios! ¡Traed cubos! ¡Echad arena sobre eso!

Por un breve instante fue consciente de que Rickard estaba a su espalda, tratando de desenvainar su espada. Alguien se lanzó contra ellos dos. Los perros gruñeron enseñando los dientes, un frenesí de cuerpos caninos embistiendo hacia delante mientras ella gritaba «

¡Bonniau, Brifault!
», sin soltar las correas.

Los hombres retrocedieron apartándose de los perros, dejando espacio libre alrededor de ella y de la tienda derribada. Una figura cayó entre los pliegues de lona... ¿Floria?

—¡Alto! —gritó Ash.

—¡PUTA! —bramó un alabardero contra los restos de la tienda.

—¡Matad al coño!

—¡Folladora de mujeres!

—Jodida asquerosa pervertida, jodida zorra, jodida bollera...

—¡Follémoslo y matémoslo!

—¡Follémosla y matémosla!

Por entre los cuerpos de ellos, pudo ver que venían hombres corriendo de otras partes del campamento, algunos con antorchas y otros con cubos para apagar el fuego. El calor del fuego le daba en la espalda. Fragmentos calcinados de lona pasaron flotando a su lado.

Ash levantó la voz para imponerse a las de los demás.

—¡Apagad ese fuego antes de que se extienda!

—Saquémosla de ahí y jodámosla —gritó la voz de un hombre, Josse. Tenía el rostro contorsionado y escupía las palabras—. ¡Jodido cirujano! ¡Rajadle el coño!

—Saca a Florian de la tienda, vamos —le dijo Ash tranquilamente al muchacho. Dio un paso al frente, con las correas de los perros aún aferradas en sus manos enguantadas, mirando furiosamente a los hombres.

En ese momento se dio cuenta de que la mayoría de los rostros que podía ver eran de lanzas flamencas. Algunas sorpresas: Wat Rodway, de la tienda de cocina con un cuchillo de carnicero, o Pieter Tyrrell; pero principalmente eran hombres de rostro enrojecido lanzando gritos soeces, brutales, el olor de la cerveza en el aire; y algo más que eso: un matiz de verdadera violencia.

No se van a limitar a quedarse ahí plantados gritando y a destrozar algunas cosas.

Mierda.

No debería quedarme frente a ellos porque me van a pasar por encima. He perdido mi autoridad.

Un hombre, Josse, se adelantó, pisoteando la paja reseca, ignorándola, y alargó la mano para apartarla de un empellón, para apartar a esa mujer con el pelo mojado colgándole hasta los muslos, mientras se llevaba la otra mano a la empuñadura.

Uno de los ballesteros de las lanzas flamencas: tuvo un segundo para reconocerlo. Era uno de los hombres capturados junto a ella en Basilea, uno de los primeros en saludarla a su vuelta al campamento.

Ash soltó las correas de los perros.

—¡Mierda! —gritó Josse.

Los seis perros, ahora en silencio, corrieron hacia delante y saltaron. Un hombre cayó de espaldas con el brazo apresado entre fuertes mandíbulas, chillando; otros dos se desplomaron con perros en la garganta; sobre, las cabezas del tumulto pudo verse un pendón y antorchas...

Por encima del ruido de los hombres gritando y maldiciendo, y del aullido de un mastín que alguien había conseguido herir, Ash levantó la voz y gritó tan fuerte como si estuvieran en el campo de batalla.

—¡ATRÁS! ¡DEJAD LAS ARMAS!

Le llegó un sonido de voces desde detrás: Florian y Rickard, y algunos de los asistentes de la cirujano. Ash no apartó los ojos de los alabarderos y arqueros que se estaban acumulando en el cortafuegos que había entre las tiendas. Algunas cabañas de enfrente estaban siendo derribadas a medida que la muchedumbre aumentaba; los hombres que estaban dentro gritaron protestando. El crepitar del fuego creció tras ella.

¡Brifault!

Los mastines, que estaban tras ella, la flanquearon. Ash sintió el cambio del centro de atención: el grupo ya no era una masa de hombres que podría limitarse a empujarla y pasar junto a ella, sin ni siquiera ver a una persona más en la confusión del campamento, sino hombres enfrentados a ella, vestidos con cotas de malla, empuñando dagas y antorchas; y uno de ellos, Josse, con la espada desenvainada.

Ash, consciente de que la realidad es lo que el consenso dice que es, sintió que empezaba a pasar: por mutuo acuerdo ella dejaba de ser la comandante de la compañía y se convertía en una jovencita en un campo, por la noche, rodeada de hombres más grandes, mayores, armados y borrachos.

—Motín en el campamento, treinta hombres... —empezó a murmurar de forma enteramente automática.

—¿Quién cojones te crees que eres? —Josse la salpicó de saliva con sus gritos. El enorme chorro de voz del hombretón desplazó el aire. La miró furiosamente—. Estás muerta —dijo, y levantó la cimitarra.

El movimiento de una espada de verdad despertó sus reflejos de combate.

Ash agarró el cuello de su vaina con la mano izquierda, la empuñadura con la derecha, y desenvainó el arma de un movimiento brusco. En el espacio de ese segundo, Josse levantó el brazo, la luz de las antorchas se reflejó en el filo de su cimitarra y la pesada hoja curva descargó un tajo vertical. Ash la golpeó con su propia espada, y su maniobra desvió y aceleró su camino descendente, y la clavó en el suelo, entre los dos, con tanta fuerza que sus pies dieron un pequeño salto. Aterrizó manteniendo el equilibrio, y pisó la espada de él para mantenerla clavada, mientras lanzaba un golpe con el pomo de la suya contra la desprotegida garganta.

—Mierda... —murmuró una voz entre los hombres reunidos.

Ash sintió humedad en sus manos. Apartó el arma. Josse se llevó ambas manos a la tráquea aplastada y cayó, resollando, sobre la paja que se chamuscaba a sus pies. Simultáneamente, un pie sufrió un espasmo y sus entrañas se aliviaron; el aliento hizo un sonido fuerte y ronco en su garganta.

Los hombres que había en la parte trasera seguían empujando para avanzar; allí todavía se oían los gritos; pero aquí, al frente de la muchedumbre que rodeaba la tienda del cirujano, reinaban la conmoción y el silencio.

—Mierda —repitió Pieter Tyrrell. Miró a Ash con ojos brillantes de borracho—. Mierda, tío.

—No debería haber hecho la estupidez de sacar una espada —dijo un alabardero.

Entonces, por un lado, llegó un grupo de hombres equipados con armaduras de placas, siguiendo el estandarte de Robert Anselm, y Ash bajó la espada, al ver que los soldados avanzaban disolviendo lo que ahora estimaba ella, en la oscuridad, que debía de ser un grupo de cincuenta o sesenta hombres.

—Bien hecho. —Saludó a Anselm con una inclinación de cabeza—. Muy bien... Enterrad a este hombre.

Con movimientos parsimoniosos, les dio la espalda a los hombres y dejó que Anselm se encargara del asunto. Frotó el manchado pomo de su espada con el guante para limpiar la sangre y envainó el arma. Los mastines se pusieron junto a sus piernas.

Rickard y Florian del Guiz la miraban fijamente desde los restos empapados y humeantes de la tienda del cirujano; el muchacho y la mujer con idéntica expresión.

—¡Iba a mataros! —protestó un nervioso Rickard. Estaba con los pies separados y la cabeza baja, en una postura muy parecida a la habitual de Anselm; observando a los hombres que se dispersaban con una incómoda mezcla de bravura y miedo—. ¡Cómo han podido hacerlo! ¡Sois la jefa!

—Son hombres duros. Si están bebidos no hay jefe que valga.

—¡Pero los habéis detenido!

Ash se encogió de hombros y recogió las correas de los mastines. Acarició el hocico de

Bonniau
, y la húmeda baba del perro le corrió por la mano. Le temblaban los dedos.

Florian se apartó de los restos de su pabellón: lona quemada, cofres de madera destrozados, instrumentos quirúrgicos echados a perder y matojos de hierbas desparramados y pisoteados. Alguien había golpeado a la mujer disfrazada, según comprobó Ash: le sangraban los labios y le habían arrancado una manga del jubón.

—¿Estás bien?

—¡Hijos de puta! —Florian miraba fijamente al grupo que se llevaba el cadáver de Josse en una manta—. ¡Los he tenido bajo mi cuchillo! ¿Cómo han podido venir y hacer esto?

—¿Estás herida? —insistió Ash.

Florian extendió ante sí sus largos, pálidos y sucios dedos, y contempló los temblores que sacudían sus manos.

—¿Tenías que matarle?

—Sí. Tuve que hacerlo. Me siguen porque puedo hacerlo sin pensarlo dos veces, y después sigo pudiendo dormir por las noches. —Ash llevó la mano a la barbilla de la cirujano y la levantó, examinado las magulladuras. Había oscuras marcas de dedos en la piel de la mujer, por donde la habían aguantado—. Rickard, trae a uno de los diáconos. Florian, matar no me importa. Si me importara, me habría derrumbado la primera vez que treinta matones armados entraron en mi tienda y me dijeron: «Ese es nuestro cofre del dinero, ahueca el ala, nena», ¿no?

—Estás loca. —Florian apartó la cabeza, mirando fijamente el desastre. Un hilillo húmedo recorrió su mejilla—.¡Estáis locos, joder! ¡Puñeteros maníacos, puñeteros soldados! ¡No hay diferencia!

—Sí que la hay. Yo estoy de tu lado —dijo Ash secamente, y se volvió hacia un diácono que se acercaba trotando con una linterna—. Llévate al doctor y acuéstalo en la capilla de campaña. ¿Ha vuelto ya el padre Godfrey?

El hombre jadeó.

—No, capitán.

—Bien. Dale de comer y no le quites ojo. No creo que esté herido de consideración, ya mandaré un guardia más tarde. —Y continuó mientras Robert Anselm se le acercaba con el tintineo de su armadura—. Quiero a Florian en la tienda de la capilla, y un centinela montando guardia. Nada demasiado obvio.

—Está hecho. —Anselm impartió órdenes a sus subordinados y se volvió hacia Ash—. ¿Qué demonios ha sido eso, muchacha?

—Eso ha sido un error.

Ash bajó la vista hacia la paja pisoteada. Había sangre oscura en ella, no mucha, pero visible a la luz de la linterna. El hedor de la lona quemada y las hierbas desperdigadas flotaba en el aire nocturno.

—No podías haberlo desarmado —dijo Thomas Rochester desde detrás de Robert Anselm—. Pesaba el doble que tú. Estoy de acuerdo en que solo tenías una oportunidad, y la aprovechaste.

Robert Anselm miraba fijamente a la cirujano que se alejaba.

—¿Es... una mujer, y folla con mujeres?

—Sí.

—¿Lo sabías? —Ante la vacilación de ella, escupió en la paja, maldijo y la miró fijamente con ojos inexpresivos—. Ahí la habéis jodido.

—Sí. Josse era bueno luchando. Lo necesitaba. —Ash hizo una mueca de desagrado—. ¡Necesito todos los buenos hombres que tengo! Si lo hubiera visto venir no habría tenido que hacerlo.

—Mierda —dijo Robert Anselm.

—Sí.

—Limpiad esto —ordenó Robert Anselm a los hombres que volvían. Ash caminó con él entre los pabellones mientras limpiaban y recogían la tienda del cirujano.

—¿Convoco una reunión para hablar con ellos? —reflexionó Ash en voz alta—. ¿O dejo que se vayan dando cuenta de lo que han hecho y espero a que tengan la cabeza despejada por la mañana? ¿Sigo teniendo cirujano? ¿Uno en el que pueden confiar?

El hombretón sorbió por la nariz, pensativo, y hurgó con su escarpe en una brizna de paja apagada, enterrándola en la tierra humedecida por el rocío.

—Ese hombre... Esa mujer lleva cinco años con nosotros, y ha remendado a la mitad de ellos en su tienda. Démosles una oportunidad para que se den cuenta de que sigue siendo el doctor. La primera vez que alguien les dé, vendrán corriendo.

—¿Y los que no lo hagan?

El estandarte que había estado acechando en la retaguardia del tumulto se hizo visible al avanzar. El rostro de Ash adquirió una expresión lúgubre.

—Maese van Mander —dijo ella—. Me gustaría tener unas palabras con vos.

Joscelyn van Mander, Paul di Conti y otros cinco o seis de los adalides flamencos se abrieron paso a través de la confusión. El rostro de van Mander estaba lívido bajo su casco.

—¿Qué demonios hacíais, dejando que vuestros hombres organizaran esto?

—No pude detenerlos, capitán. —Joscelyn van Mander levantó la mano y se quitó el casco. Tenía el rostro colorado y los ojos brillantes; Ash pudo oler el vino en él, y en los otros.

—¿No pudisteis detenerlos? ¡Sois su superior!

—Solo mando por su consentimiento —dijo, inseguro, el oficial flamenco—. Mando por su voluntad. Y pasa lo mismo con todos los oficiales. Somos una compañía mercenaria, capitán Ash. Son los hombres los que importan. ¿Cómo hubiera podido detenerlos? Nos dijeron que el cirujano era un diablo, un demonio; una cosa vil, lujuriosa y pervertida; una ofensa para la humanidad...

Ash levantó una ceja.

—Es una mujer. ¿Y qué?

—Es una mujer que ha yacido con otras mujeres. ¡Que las conoce carnalmente! —Su voz era un chillido de puro ultraje—. Aunque pudiera obligarme a mí mismo a soportarlo porque él... ella es vuestro cirujano, y vos nuestro comandante...

—Ya basta —lo cortó Ash—. Vuestro deber es controlar a esos hombres y habéis fallado.

—¿Cómo podía haberlos controlado, haber controlado su indignación ante esto? —Su aliento cruzó en tromba, cálido y apestando a cerveza, el espacio que los separaba—. No me culpéis a mí, capitán. Es vuestro cirujano.

—Volved a vuestras tiendas. Ya comunicaré las sanciones por la mañana.

Ash intimidó al adalid flamenco con la mirada, ignorando de momento a los demás oficiales que lo acompañaban; anotando mentalmente, mientras se apartaba y se alejaba, quién seguía su estandarte y quién se quedaba para ayudar a limpiar la zona.

—Maldita sea —dijo Ash.

—Tenemos problemas —dijo Anselm, flemático.

—Sí, como si me hicieran falta más problemas. —Ash se alisó las todavía húmedas mangas de la camisa—. Quizá debería alegrarme de que Carlos me entregue a los visigodos... ¡No puede ser peor que esto! Robert Anselm ignoró su estallido de genio, algo a lo que ella estaba acostumbrada.

—Mañana haré algún tipo de pesquisa. Multas, azotes; para esto antes de que se nos vaya de las manos. —Al mirarlo, se dio cuenta de que Anselm la estaba observando a su vez—. Y me gustaría saber si las lanzas de van Mander oyeron algún «comentario casual» de Joscelyn antes de este disturbio.

—No me sorprendería.

—Más vale que vaya a ver a Florian.

—Acerca de Josse... —Robert Anselm la detuvo antes de que alejara por el campamento—. Pasa luego por mi tienda, tengo vino.

—No. —Ash negó con la cabeza.

—Podemos echar un trago. En memoria de Josse.

—Sí. —Ash suspiró, agradecida por la particular comprensión de Anselm. Sonrió—. Me pasaré. No te preocupes por mí, Robert. No necesito el vino. Dormiré.

★ ★ ★

Una bruma cálida y bochornosa llegó con el amanecer del día siguiente. Los gránulos de agua colgaban suspendidos en el aire en el interior del palacio. La brumosa blancura de la cámara de audiencias se fue tiñendo de dorado a medida que el Sol se alzaba en el horizonte.

Ash estaba junto al conde de Oxford, dando la bienvenida a la frescura de primera hora de la mañana. A De Vere y sus hermanos se les había otorgado un sitio no muy alejado del trono ducal, y ella pudo mirar a su alrededor y ver a la nobleza borgoñona reunida, a los dignatarios extranjeros..., pero por ahora, no a los visigodos.

Las trompetas resonaron y los coros empezaron a cantar un himno matinal. Ash se quitó el sombrero e hincó una rodilla en el suelo de mármol blanco.

—No tengo ni idea de lo que hará el duque —dijo John De Vere cuando finalizó el himno—. Aquí también yo soy un forastero.

—Yo podría haber tenido un contrato con ese hombre —susurró ella, su voz apenas una respiración.

—Sí —dijo el conde de Oxford.

—Sí.

Se miraron mutuamente, y mutuamente se encogieron de hombros, ambos con una sonrisa serena, mientras se ponían en pie. El Duque Carlos se sentó en su trono.

La satisfacción de Ash se desvaneció al buscar en un gesto automático a Godfrey y darse cuenta de que le faltaba su voz tranquilizadora en el oído. El sitio a su lado lo ocupaba Robert Anselm, pues Godfrey Maximillian no estaba presente.

Puede que Robert se crea que Godfrey había pasado la noche en Dijon, pero se estará preguntando dónde está nuestro sacerdote en estos momentos. Puedo verlo en su cara, y no tengo nada que decirle. ¿Dónde cojones estás, Godfrey?

¿Vas a volver?

—¡Demonios! —añadió por lo bajo, y se dio cuenta, por la mirada de curiosidad de De Vere, de que había hablado en voz alta.

—No os preocupéis, señora —dijo el conde de Oxford aprovechando las palabras del canciller y chambelán del duque—. Si se llega a ello, pensaré en algo para manteneros aquí, lejos de las manos de los visigodos.

—¿Como qué?

El inglés sonrió, confiado y aparentemente divertido por el tono cáustico de ella.

—Pensaré en algo. Lo hago a menudo.

—Demasiado pensar no es bueno... mi señor. —Ash levantó la cabeza, tratando de mirar por encima de las cabezas de la concurrencia.

La complicada heráldica de Borgoña y Francia resplandecía de plata y azul, rojo y oro, escarlata y blanco. Sus ojos recorrieron los diferentes grupos, algunos de pie en los rincones, otros sentados junto a los grandes hogares abiertos llenos de juncos aromáticos. Nobles y sus parentelas; mercaderes vestidos de seda por el creciente calor; docenas de pajes vestidos con chaquetas blancas de mangas acuchilladas con la librea de Carlos; sacerdotes vestidos de sombríos colores verdes y marrones; y sirvientes que se movían rápidamente de un grupo de gente a otro. La frescura de la mañana hacía que las voces fueran animadas, pero con un tono particular: solemne, grave y respetuoso.

¿Dónde está Godfrey cuando lo necesito?

Escuchando a ver si descubría algo, oyó a un hombre alto discutiendo las virtudes para la caza de las perras de cierta raza; dos caballeros hablando de los torneos con liza; y una mujer grande con un vestido italiano de seda hablando acerca de las salsas de miel para la carne de cerdo.

La única conversación sobre política que pudo oír fue la que mantenían el embajador francés y Felipe de Commines

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, y principalmente implicaba los nombres de duques franceses con los que ella no estaba muy familiarizada.

¿Dónde estarán los politiqueos e intrigas de esta corte? Quizá no necesito a Godfrey para que me informe de los detalles. No aquí.

Pero necesito a Godfrey.

Un rápido vistazo tras ella reveló que Joscelyn van Mander no solo estaba presente, sino sobrio y con su ego razonablemente dominado, que sus hombres de armas vestían libreas limpias sobre armaduras pulidas (o tan pulidas como era razonable esperar una semana después de huir doscientas leguas por el campo en invierno) y que tanto Antonio Angelotti como Robert Anselm estaban a su lado. Robert, que conversaba respetuosamente con uno de los hermanos De Vere, no notó su mirada. Angelotti le sonrió debajo de una masa enmarañada de rizos dorados. Ella le hizo un gesto para que fuera a la parte delantera del grupo, mientras pensaba:

nos vendría bien tener buen aspecto.

Una agitación al fondo de la cámara de audiencias atrajo su atención.

Ash se estiró, y tuvo que resistir el impulso de ponerse de puntillas. Vio un estandarte bajo el marco del gran portón de roble y oyó el acento líquido del latín cartaginés. Se llevó la mano a la empuñadura de la espada para tranquilizarse, y la dejó allí, cargando su peso despreocupadamente sobre un talón mientras el chambelán y sus sirvientes anunciaban y hacían pasar a Sancho Lebrija, Agnus Dei y Fernando del Guiz.

La solemne grandiosidad de la corte del Duque parecía estar teniendo algún tipo de efecto sobre Fernando del Guiz. Este se movía incómodo en el espacio abierto frente al estrado, mirando de un lado a otro. Ash se cogió las manos temblorosas a la espalda. Que la presencia física de él le resecara la boca y confundiera sus pensamientos era algo a lo que casi se había acostumbrado.

Lo que la confundió aún más fue la inmediata punzada que sintió al verlo ahora, aturrullado, traidor, aislado de los suyos.

Junto a ella, el conde de Oxford se mantenía erguido. Ash salió de su ensoñación. Le llevó varios segundos prestarle atención a la voz del duque. La niebla matinal, que todavía se filtraba en el alto salón de piedra, envolvía en una fresca bruma la reunión de nobles y ricos mercaderes.

El oblicuo dorado oriental de la luz entraba ahora por los rosetones de palacio, a medida que el Sol ascendía en el cielo: calentando el rostro de Oxford que estaba junto a ella, con la cabeza inclinada para escuchar algún comentario de Robert Anselm; haciendo brotar fuego de la belleza italiana de Angelotti, coloreando las armaduras de Jan-Jacob Clovet y Paul di Conti con una pátina de aspecto antiguo, de forma que los ojos de ella parecieron por un instante brevemente salidos de uno de los ángeles de

mynheer
van Eyk, soñando a través de la eternidad en presencia de Dios.

Algo le desgarró el corazón. La sensación de permanencia por encima de los asuntos terrenales se desvaneció. Un sentimiento de fragilidad la abrumó, como si sus acompañantes fueran completamente valiosos y a la vez estuvieran en peligro mortal.

El Sol, al subir más, alteró el ángulo de la luz que entraba por las ventanas, y con ese cambio desapareció la sensación. Sintiéndose casi indefensa, Ash volvió la cabeza para oír las palabras del duque de Borgoña.

—Maese Lebrija, he discutido vuestra propuesta con mis consejeros. Nos habéis pedido una tregua.

Sancho Lebrija hizo una reverencia rígida y formal.

—Sí, señor y príncipe de Borgoña, lo hemos hecho.

El lúgubre rostro del duque estaba prácticamente enterrado en el lujo de su sombrero, chaqueta acuchillada, jubón de mangas bombachas y cadenas de oro: una imagen mayestática de esplendor cortesano. Bruscamente, se inclinó hacia delante en su trono, y Ash percibió brevemente al hombre rico y poderoso que sentía gran afecto por los cañones, que pasaba tantos meses como podía en el campo de batalla.

—Vuestra «tregua» es una mentira —dijo abiertamente el Duque Carlos. Una explosión de ruido: los hombres de Ash hablando en voz lo bastante alta como para que ella tuviera que hacerles una señal para que se callaran. Ash se echó hacia delante para oír hablar al duque—. Vuestro alto en Auxonne no es por una tregua, es para espiar mis tierras y esperar refuerzos. Estáis en nuestras fronteras al abrigo de la oscuridad, armados para la guerra, con las atrocidades de este verano tras vosotros, y nos pedís que aceptemos vuestra paz; que nos rindamos en todo menos en nombre. No. Aunque solo quedara un hombre de mi gente para defendernos, diría lo mismo que yo digo, que el derecho nos asiste, y donde está el derecho también ha de estar Dios. Y Él estará a nuestro lado en la batalla y os derribará.

Ash reprimió lo que hubiera sido un automático comentario cínico a Robert Anselm. El hombre de cabeza afeitada se había quitado el sombrero y miraba con los ojos muy abiertos la riqueza del duque, rodeado de obispos, cardenales y sacerdotes. El eco de la voz siguió resonando en el techo abovedado.

—El derecho puede quedarse dormido, pero no se pudre enterrado en la tierra como hacen los cuerpos de los hombres, ni se oxida como los tesoros de este mundo, sino que permanece inmutable. Vuestra guerra es injusta. En vez de buscar vuestra paz, moriré aquí en la tierra que mi padre gobernó, y su padre antes que él. No habrá hombre en Borgoña, por pobre labriego que sea, ni hombre que haya pedido asilo en Borgoña, que no sea defendido con todo nuestro poder, todas nuestras fuerzas y todas las oraciones que podamos alzar a Dios.

El silencio quedó roto por el embajador francés, que se adelantó al espacio vacío en el suelo ajedrezado. Ash vio que su mano izquierda se cerraba en torno a su empuñadura.

—Mi señor duque —miró hacia atrás a Felipe de Commines, que estaba entre la masa de gente, y continuó—, primo de nuestro Rey Valois, eso son sofismas y traición. —Nadie dijo nada. A Ash se le secó la boca. Se le hizo un nudo en el estómago. El rostro del noble francés se tensó—. Esperáis, con estas amenazas, hacer que Borgoña parezca un lugar peligroso de atacar, y así hacer que estos invasores se vuelvan hacia nuestra tierra. ¡Las tierras del Rey Luis! ¡Esa es vuestra estrategia! Deseáis que esa perra Faris y sus ejércitos se cansen estos próximos meses combatiendo contra nosotros. Y entonces los derrotaréis y os apoderaréis de toda la tierra francesa que podáis. ¿Dónde está vuestra lealtad feudal a vuestro rey, Carlos de Borgoña?

Eso,

¿dónde?
, pensó Ash irónicamente.

—Vuestro rey —dijo Carlos de Borgoña— recordará que yo mismo he bombardeado París

10
. Si deseara su reino, iría y me haría con él. Y ahora os callaréis. —Ash se dio cuenta de que el chambelán y otros funcionarios de la corte rodeaban al embajador mientras el duque devolvía su atención a Sancho Lebrija—. No accedo a vuestra petición —añadió Carlos terminantemente.

—Entonces, esto es una declaración de guerra —dijo el

qa'id
visigodo.

Ash, mientras oía los comentarios en voz baja de su propia escolta, vio casualmente el rostro de Olivier de la Marche. El fornido capitán borgoñón empezó a sonreír con una contagiosa alegría.

—Hablando de que necesitábamos una lucha... —le gruñó Anselm al oído.

—Sí, bueno, puede que tengas una antes de lo que te esperas. —Ash miró a Sancho Lebrija, evitando a Fernando del Guiz—. No me van a entregar.

Sé realista, muchacha. No tienes ninguna posibilidad
, le dijo la mirada de Anselm, más clara que las palabras.

—No —dijo Ash tranquilamente—. No me has entendido. No me importa tener que enfrentarme a toda esta corte, y al ejército de Carlos, y a Oxford si hace falta: no voy a ir con ellos. La única forma en la que vamos a cruzar el Mediterráneo es los ochocientos juntos y armados hasta los dientes.

Anselm cambió la postura, con el aspecto de un hombre que está tomando una decisión.

—Te sacaremos de aquí, si se llega a eso —murmuró súbitamente.

Tú, puede, pero no estoy tan segura de van Mander
, pensó Ash al oír roce de pies tras ella, y se echó a un lado para dejar que pasara el conde de Oxford, llamado por el duque.

—¿Sire? —dijo el conde suavemente.

—No soy vuestro señor feudal —dijo Carlos de Borgoña recostándose en su trono e ignorando a sus visigodos—, pero rezo para que os plazca, mi señor Oxford, traer vuestra compañía al campo del honor, bajo mi estandarte, cuando cabalguemos contra Auxonne.

Mierda. Se acabó la incursión.

—¿La hacemos por nuestra cuenta? —murmuró ella a Anselm.

—Si tú puedes pagarla...

—No podemos pagar nada. Los mercaderes de Dijon solo nos dan crédito por el nombre de Oxford.

Angelotti profirió un juramento en italiano desde el otro lado de Robert Anselm, algo que hizo que Agnus Dei levantara las cejas desde su posición junto a los visigodos.

—Muy honrado, Sire —dijo el conde de Oxford educadamente.

Sancho Lebrija se adelantó con un tintineo de su cota de mallas.

—Señor y príncipe de Borgoña, antes de que haya guerra, hay ley. Nuestro general os ha solicitado que le devolváis su propiedad, la esclava aquí presente. —Señaló a Ash con un dedo enguantado—. El título de propiedad de la casa de Leofrico sobre esta mujer está claro. Ha nacido de madre y padre esclavos. Es propiedad de la casa de Leofrico.

En silencio, Ash inhaló profundamente el dulce aroma de las flores y juncos esparcidos por el suelo de la cámara de audiencias. Una punzadita de aprensión la perturbó. La apartó de sí. Con la cabeza aclarada, levantó su rostro marcado por la cicatriz y miró fijamente al duque borgoñón.

—Lo hará —les susurró a Anselm y Angelotti.

Por segunda vez desde que lo conocía, Ash vio una pequeña sonrisa en el rostro de Carlos de Borgoña.

—Ash —dijo este.

Ash dio un paso al frente y se colocó junto a Oxford, sorprendiéndose al descubrir que le temblaban las piernas.

—Siempre me ha gustado contratar mercenarios —dijo con seriedad el duque—. Por cualquier razón, me negaría a dejar que un comandante experimentado abandonara mis fuerzas. Sin embargo, en este caso, yo no soy el titular de vuestro contrato. Este está en manos de un noble inglés. Y sobre él las leyes de Borgoña no tienen jurisdicción.

El conde de Oxford se apresuró a hablar solemnemente.

—Yo no podría ir en contra de los deseos del príncipe más poderoso de Europa, Sire, y vos habéis pedido nuestra presencia en el campo de batalla...

—Estoy viendo cómo se pasan la patata caliente —murmuró Ash. Mantuvo la sonrisa fuera de su rostro con dificultad.

—Habéis invocado el derecho. —La voz ronca y endurecida de Sancho Lebrija atravesó el esplendor cortesano—. Habéis invocado el derecho, señor y príncipe de Borgoña. «El derecho puede quedarse dormido, pero no se pudre».

La actitud de Oxford, pasando de la cortesía a la alerta, avisó a Ash. Esta trató de aparentar confianza, consciente de que sus hombres de armas miraban al duque, luego a los visigodos y finalmente a ella.

—¿Qué pretendéis decirme? —preguntó el duque de Borgoña.

—El derecho no duerme. El derecho nos asiste. —Sancho Lebrija entrecerró los ojos pálidos, al llegar el Sol matinal al sitio donde estaban él y sus hombres ataviados de blanco. La luz hizo brotar fuego de las cotas de malla, de las hebillas de los cinturones, de los pomos de las espadas—. ¿Queréis ser culpable de un crimen de simple oportunismo, señor y príncipe de Borgoña? Porque esto es desafiar a la ley sin más causa que vuestro deseo de obtener algunos centenares de hombres más para vuestras fuerzas. Eso es codicia, no derecho. Es despotismo, no ley. —Se detuvo para recuperar el aliento; y luego inclinó brevemente la cabeza cuando Fernando del Guiz le dijo algo al oído—. Nadie puede reprocharos, príncipe, decir que lucháis en una guerra justa contra nosotros. ¿Pero dónde está vuestra justicia si dejáis de lado la ley cuando os place? Ella pertenece a la casa de Leofrico. Sabéis, todo el mundo sabe ya, que tiene la cara de mi general. Es su vivo retrato. Lord Fernando aquí presente es testigo. No podéis negar que ha nacido de los mismos padres. No podéis negar que es una esclava. —Lebrija miró fijamente al duque, que no dijo nada. El visigodo finalizó su intervención—. Como esclava, no tiene derecho legal a firmar una

condotta
. Así que no importa con quién la ha firmado.

Oxford frunció los labios. Hizo una mueca de desagrado, no dijo nada y pareció estar pensando furiosamente.

—Va a hacerlo —susurró Ash a los dos hombres que había tras ella. Anselm sudaba, y tenía la cabeza gacha, agresivamente; Angelotti había echado mano a su daga con letal gracilidad—. Quizá no lo haga para conseguir una ventaja política, quizá sea diferente de Federico, pero va a escuchar a Lebrija. Me va a entregar porque ellos tienen el derecho legal.

Tras ella, el pequeño grupo de sus oficiales, hombres de armas y arqueros empezó a moverse, abriéndose un poco; algunos hombres comprobaban la distancia que los separaba de las puertas de la cámara de audiencias y la posición de los guardias.

—¿Alguna idea? —le preguntó a Oxford.

El conde hizo una lúgubre mueca. Sus pálidos ojos estaban pensativos.

—¡Dadme un minuto!

El sonido de una trompeta atravesó la cámara ducal de audiencias, alto y claro. Más caballeros, ataviados con arneses completos y armados con hachas, entraron por las ornamentadas puertas y tomaron posiciones junto a las paredes. Ash vio que De la Marche asentía satisfecho en señal de aprobación.

Carlos de Borgoña habló desde su trono.

—¿Qué hará la general Faris con la mujer, Ash, cuando la tenga?

—¿Hacer con ella? —Lebrija parecía asombrado.

—Sí. Hacer con ella. —El duque cruzó las manos sobre su regazo. Joven y serio, un poco pomposo—. Veréis, tengo la creencia de que le haréis daño.

—¿Hacerle daño? No, príncipe —dijo Lebrija, con el rostro de un hombre que sabe que está resultando poco convincente. Se encogió de hombros—. No es nada que deba preocuparos, mi señor príncipe. La mujer Ash esa una esclava. También podrías preguntarme si pienso en hacerle daño a mi caballo cuando voy montado en él al campo de batalla.

Algunos de los soldados visigodos que acompañaban a Lebrija se echaron a reír.

—¿Qué haréis con ella?

—No es nada que deba preocuparos, mi señor príncipe. Debéis hacer cumplir la ley. Y por ley es nuestra.

—Eso creo que es cierto —dijo Carlos de Borgoña.

La frustración que emanaba de los hombres que la acompañaban era prácticamente tangible: miraban a su alrededor a los borgoñones armados, maldijeron; todas las disensiones internas quedaron momentáneamente en suspenso. Anselm le dijo algo a Angelotti para contenerlo.

—¡No! —soltó Antonio Angelotti—. Yo he sido esclavo en la casa de uno de sus

amires
. ¡Por la
Madonna
que haré cualquier cosa para libraros de eso!

—Maestro artillero, callaos —gruñó Robert Anselm.

Ash atravesó la cámara con la mirada hasta Agnus Dei. El Cordero palmeaba la espalda de Sancho Lebrija en señal de felicitación. Detrás del mercenario italiano, Fernando del Guiz escucho algún comentario de la escolta y sonrió, echando atrás la cabeza, oro bajo la luz del Sol.

Ash tomó una decisión.

—Me alegrará matar a todos estos visigodos. —Ash habló con firmeza, lo bastante alto para que la oyeran Anselm, Angelotti, van Mander, Oxford y los hermanos de este—. Hay nueve hombres. Quitémoslos de en medio. Ahora, rápido, y luego entregamos las armas. Dejamos que el duque nos declare proscritos. Si los matamos a todos, se limitará a expulsarnos de Borgoña, no podrá entregarnos...

—Hagámoslo. —Anselm dio un paso al frente. Los hombres con la librea del León se movieron con él, y Ash con ellos. Oyó a van Mander asustado murmurando algo sobre los guardias. Sí,

tendremos bajas
, admitió para sí, y oyó a Carracci maldecir, excitado. Vio a Euen Huw y a Rochester sonreír de oreja a oreja simultáneamente, hombres duros echando mano a las espadas con temeraria agresividad.

—¡Esperad! —ordenó el conde de Oxford.

La trompeta volvió a resonar. Carlos, duque de Borgoña, se puso en pie. Como si no hubiera mercenarios armados a menos de diez metros de su trono, como si los guardias no se estuvieran moviendo para obedecer la brusca señal de De la Marche, habló.

—No. No ordenaré que se os entregue la mujer, Ash.

—Pero nos pertenece por derecho —dijo Lebrija completamente ofendido.

—Eso es cierto. Sin embargo no os la entregaré.

Ash apenas sintió que Anselm la sujetaba fuertemente del brazo.

—¿Qué? —susurró ella—. ¿Qué acaba de decir?

El duque miró a su alrededor, a sus consejeros, funcionarios, letrados y súbditos. Una leve expresión de satisfacción cruzó su rostro mientras Olivier de la Marche hacía una profunda reverencia, y señaló a los hombres armados que había en la cámara.

—Además, si intentáis llevárosla por la fuerza, se os impedirá.

—¡Príncipe, os habéis vuelto loco!

—¡Que me aspen si no tiene razón! —dijo Ash por lo bajo.

De Vere se rió en voz alta y le dio a Ash una palmada en el hombro con la misma fuerza que hubiera empleado con uno de sus hermanos. Ash tuvo motivos para alegrarse de llevar puesta la brigantina. Incluso así, oyó crujir las placas metálicas remachadas.

Carlos de Borgoña se dirigió a la delegación visigoda levantando la voz por encima de los vítores de los hombres de Ash.

—Es mi voluntad que la mujer, Ash, se quede aquí. Que así sea.

—¡Pero estáis quebrantando la ley! —exclamó Sancho Lebrija como si el duque de Borgoña, que por lo menos tenía diez años menos que él, no fuera más que un paje recalcitrante.

—Sí. La estoy quebrantando. Y llevadle este mensaje a vuestros amos, a vuestra Faris: seguiré rompiendo la ley, siempre que la ley esté mal. El honor está por encima de la ley —dijo Carlos en tono forzado y todavía un tanto pomposo—. El honor y la caballería exigen que proteja a los débiles. Estaría moralmente mal entregaros a esa mujer, cuando todos cuantos estamos aquí sabemos que la mataríais de forma brutal.

Sancho Lebrija lo miraba, completamente pasmado.

—No lo entiendo. —Ash sacudió la cabeza sorprendida—. ¿Dónde está la ventaja? ¿Qué va a sacar Carlos de esto?

—Nada —dijo el conde de Oxford a su lado, uniendo las manos a la espalda como si no acabara de estar a punto de sacar la espada. La miró fijamente—. Absolutamente nada, señora. No hay ventaja política alguna. Sus actos serán considerados injustificables.

Ignorando la ruidosa satisfacción del contingente del León Azur, Ash miró a la delegación visigoda, que salía de la cámara flanqueada por tropas borgoñonas; luego miró al trono y al duque de Borgoña.

—No lo entiendo —dijo Ash.