Alexander continuó experimentando, observándose mientras permanecía en pie, caminaba y gesticulaba. Ya sabía que las pautas de tensión y de mala coordinación de todo su cuerpo parecían estar «sincronizadas» con el desequilibrio de la cabeza sobre el cuello. Al pasar a examinar su relación con los conceptos mentales que él tenía de sus actos, empezó a comprender que las pautas de mal uso no eran meramente físicas, sino que afectaban a la totalidad de su cuerpo y de su mente. A partir de esta conclusión, llegó a formular la idea de la unidad psicofísica, un concepto entonces verdaderamente revolucionario que se convirtió en piedra angular de su trabajo.
Al deseo de Alexander de usar su cuerpo y su mente de esa manera nueva se oponía una pauta habitual abrumadora, que era especialmente poderosa en su caso, pues había sido cultivada específicamente durante su preparación teatral, cuando había aprendido cómo estar y cómo moverse en el escenario. Comprendió que el estímulo para un mal uso de sí mismo era mucho más fuerte que su capacidad de cambiar, y se vio obligado a admitir que su enfoque del problema de cómo mejorar su Uso había sido erróneo y que nunca había pensado conscientemente en la forma en que dirigía su Uso de sí mismo. Como todo el mundo, hacía lo que «le parecía bien» de acuerdo con sus hábitos. Ahora que había podido observar que verdaderamente echaba la cabeza atrás y hacia abajo cuando él sentía que la llevaba hacia delante y arriba, debía aceptar que su sensación de lo que le parecía bien no era fiable. Fue un descubrimiento inquietante, que le forzó a cuestionar todos sus supuestos básicos, y que parecía además revelar un campo nuevo para el estudio del hombre. «Si es posible que las sensaciones se vuelvan indignas de confianza como medio de orientación —escribió—, sin duda también habría de ser posible hacerlas de nuevo dignas de confianza.»{10}
Alexander se propuso a continuación superar sus dificultades liberándose de su confianza en lo que le parecía bien y basándose únicamente en el razonamiento consciente. Como sabía que su voz funcionaba mejor cuando su estatura se alargaba, y sabía también que cualquier intento de producir tal alargamiento estaría basado en su engañosa sensación de lo que le parecía bien, decidió que la pauta habitual debía ser detenida en su origen. Por consiguiente, se ejercitó en recibir un estímulo y resistirse a manifestar una reacción. (A este proceso lo llamó «inhibición».) A continuación, hizo un experimento mental queriendo conscientemente el alargamiento en lugar de intentar«hacerlo» directamente. (A este proceso lo llamó «instrucción».) Una vez más, empero, en el momento crítico en que empezaba a hablar, observó que la instrucción del hábito se imponía a la que él razonadamente se daba. «Podía ver cómo ocurría en el espejo», escribió.
Entonces comprendió que debía pasar cierto tiempo practicando ese modo de instrucción consciente, y que cualquier nuevo Uso de sí mismo basado en esta práctica le parecería mal según su antiguo estándar sensorial. A medida que practicaba, llegó a darse cuenta de que no existía una clara línea divisoria entre hábito e instrucción razonada, y que no podía evitar que ambos se mezclaran. Para conseguir que su instrucción razonada dominara al hábito, Alexander llegó a la conclusión de que debía abandonar todo pensamiento relativo al fin por el que trabajaba, y concentrarse en cambio en los pasos que conducían a él (el «medio-por-el-cual»).
Alexander encaró entonces el problema de pronunciar una frase, y para eso elaboró un plan. En primer lugar, inhibiría la reacción inmediata de pronunciar la frase, con lo cual detendría en su origen la instrucción habitual mal coordinada. En segundo lugar, practicaría conscientemente, manteniendo las instrucciones necesarias para un Uso mejorado de sí mismo. Específicamente, pensaría en dejar que el cuello estuviera suelto y la cabeza fuera hacia delante y arriba, de forma que el torso pudiera alargarse y ensancharse. En tercer lugar, continuaría manteniendo esas instrucciones hasta que se sintiera capaz de mantenerlas mientras pronunciaba la frase. En cuarto lugar, en el momento en que decidiera pronunciar la frase, se detendría otra vez a reconsiderar conscientemente su decisión. En otras palabras, se dejaría en libertad de realizar otra acción, como alzar un brazo, caminar o sencillamente permanecer inmóvil, pero fuera lo que fuese lo que decidiera hacer, seguiría manteniendo las instrucciones para la nueva pauta de Uso.
¡Resultó! Al prestar atención a la calidad de la acción más que al objetivo específico, Alexander empezó a liberarse del control no razonado de su organismo. Le ganó la partida a la instrucción instintiva habitual y, de paso, inventó un nuevo método de aprendizaje basado en la integridad psicofísica de la persona.
La práctica continuada de la nueva técnica produjo un efecto tónico en todo el organismo de Alexander. Sus dificultades respiratorias desaparecieron y empezó a moverse con una agilidad y elegancia diferentes. Su fama como actor aumentó, a causa sobre todo de su voz impresionante. Otros actores, así como miembros del público, acudieron a él en gran número para pedirle clases. Al advertir que el lenguaje no alcanzaba a transmitir plenamente sus experiencias, Alexander comenzó a trabajar en un sutil proceso de manipulación capaz de comunicar directamente la experiencia de una mejor coordinación psicofísica, proceso que elaboró y perfeccionó durante el resto de su vida.
Alexander realizó sus descubrimientos iniciales gradualmente, a lo largo de los años, mientras seguía dedicándose a su carrera artística. Su fama, tanto de actor como de profesor, continuó creciendo, y hacia 1895 atendía una floreciente consulta en Melbourne. Al principio, sus alumnos provenían principalmente del mundo del arte dramático. Sin embargo, cuando los médicos locales tuvieron noticia de su trabajo, comenzaron a enviarle pacientes, que muy pronto superaron en número a los que procedían del teatro.
En 1899, Alexander se trasladó a Sidney. Su reputación le había precedido y no tardó en verse inundado de trabajo. Aunque, en términos generales, la profesión médica seguía manteniendo ciertas reservas, Alexander convenció por completo al célebre cirujano J. W. Steward McKay. Al parecer, en su primer encuentro McKay le advirtió: «Si sus enseñanzas están bien fundadas, le haré triunfar. Si no, le hundiré.» La respuesta de Alexander fue típica. Tras estrechar cordialmente la mano de McKay, contestó: «Ustedes el hombre que estaba buscando.» Fue McKay quien le convenció de que debía trasladarse a Londres para obtener el reconocimiento que su trabajo merecía, y Alexander se embarcó en abril de 1904, después de realizar una gran gira de despedida en la que representó Hamlet y El mercader de Venecia con una compañía compuesta casi exclusivamente por alumnos llegados a él por recomendación médica.
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Alexander con el filósofo norteamericano John Dewey. |
En Londres, su consulta creció rápidamente, y pronto llegó a ser conocido como «el protector del teatro de Londres». Muchos de los actores y actrices más celebrados de la época tomaron clases con él, como Sir Henry Irving, Matheson Lang, Osear Asche, Lily Blayton y Viola y Beerbohm Tree. A medida que su trabajo alcanzaba mayor difusión, tuvo que enfrentarse a los que trataban de copiarlo y rebajarlo. A fin de anticiparse a posibles plagios, en 1910 publicó su primer libro, La herencia suprema del hombre, cuyo tema describió él mismo como «la gran fase en el desarrollo del hombre en la que éste pasa del control subconsciente al control consciente de mente y cuerpo». El libro fue muy bien acogido y siguió reeditándose durante toda la vida de Alexander.
El estallido de la guerra en 1914 provocó un descenso inmediato en el número de alumnos. Alexander sabía que si no continuaba enseñando perdería la habilidad y la comprensión que tan laboriosamente había alcanzado, de modo que decidió trasladarse a los Estados Unidos. En Nueva York solamente conocía a dos personas, pero a las pocas semanas tenía otra vez una numerosísima consulta, gracias a las recomendaciones personales. Durante los diez años siguientes repartió su tiempo entre los Estados Unidos y Gran Bretaña, pasando medio año en cada país, y tomó un ayudante a cada lado del océano para responder a la demanda de clases.
Entre las dos guerras mundiales, el trabajo de Alexander alcanzó cada vez mayor difusión y reconocimiento. Además de sus numerosos alumnos, contaba también con partidarios influyentes, como William Temple, el Arzobispo de Canterbury, Sir Stafford Cripps, Esther Lawrence, del Instituto Froebel, George Bernard Shaw y Aldous Huxley. En 1923 se publicó su segundo libro, Control consciente y constructivo del individuo, con un prólogo de John Dewey, el filósofo norteamericano de la educación, quien se convirtió en uno de los más ardientes y constantes defensores de la técnica Alexander. Dewey escribió que la obra de Alexander contenía «la promesa y el potencial de la nueva dirección que es necesaria en toda educación». Al igual que Dewey, Alexander creía que la educación era la clave de la evolución social, y en 1924 fundó en su estudio de Londres la primera escuela basada en sus principios. Dirigida por Irene Tasker, una maestra plenamente calificada que había trabajado con Montessori, la escuela acogía a niños de tres a ocho años y, aunque en ella se seguía un programa escolar normal, su principal interés consistía en enseñar a los niños un Uso correcto de sí mismos. Al cabo de diez años, Tasker emigró a Sudáfrica y allí se convirtió en la primera profesora de técnica Alexander con una consulta independiente. La escuela, bajo la dirección de Margaret Goldie, se trasladó al campo. En 1940 fue evacuada a los Estados Unidos, y los intentos de restablecerla en Inglaterra después de la guerra fracasaron.
Hacía muchos años que a Alexander le insistían para que estableciera un sistema formal de enseñanza para profesores potenciales de su técnica. En un principio no se animó, ya que antes quería asegurarse de que había la suficiente demanda de su trabajo y, sobre todo, de que sería capaz de formar profesores del más alto nivel. En su opinión, los que quisieran dedicarse a enseñar su trabajo tenían que estar preparados para aplicar los principios y procedimientos de la técnica a su propio Uso en las actividades cotidianas antes de intentar enseñar a otros a hacer lo mismo. El hermano de Alexander, Albert Redden (A. R.), ya había demostrado el éxito de sus métodos de enseñanza. Tras lesionarse la columna en un accidente de equitación, le habían pronosticado que jamás volvería a andar. Pasó la convalecencia tendido, practicando los procesos de inhibición e instrucción consciente. Al cabo de dieciocho meses se había recuperado, y hasta su muerte, en 1947, se dedicó a enseñar la técnica. Pensando en el ejemplo de su hermano, Alexander finalmente inauguró en 1930 el curso de preparación de profesores, de tres años de duración.
Su tercer libro, El Uso de sí mismo, vio la luz en 1932 y en él se propuso describir el procedimiento por el que había desarrollado la técnica. Nueve años más tarde apareció su última obra, La constante universal de la vida, consistente en una serie de artículos sobre el concepto de Uso, en los cuales Alexander subrayaba especialmente los efectos perjudiciales de todos los sistemas de ejercicios y «educación física» que no tuvieran en cuenta la unidad de mente y cuerpo. Poco después de terminada la guerra, sus partidarios en Sudáfrica intentaron reemplazar los métodos de educación física que allí se practicaban por un sistema basado en las ideas de Alexander. Esto originó un venenoso ataque contra Alexander y su obra por parte del doctor Ernst Jokl, director del Comité Sudafricano de Educación Física. Tras haber agotado los canales diplomáticos intentando limpiar su nombre, Alexander se querelló por calumnias. Durante un enconado proceso que duró cuatro años, Alexander vio alzarse contra él a muchos miembros de la profesión médica. Dos hombres sumamente influyentes, no obstante, declararon en favor de la validez científica de sus trabajos: Sir Charles Sherrington, un neurofisiólogo distinguido con el premio Nobel, y el profesor Raymond Dart, el gran antropólogo.
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Alexander en acción: sus manos guían al alumno hacia una relación equilibrada entre cabeza, cuello y torso |
Alexander ganó finalmente el proceso en 1948, aunque un grave ataque que le paralizó la mitad izquierda del cuerpo le impidió asistir al juicio. En su lucha por la recuperación, aplicó los principios que él mismo había descubierto. Anciano ya, y privado de casi todas sus fuerzas, tuvo que confiar más que nunca en el poder de la pura instrucción, y sus alumnos de entonces aseguran que jamás enseñó mejor que en los cinco años que precedieron a su muerte. Durante esos años continuó refinando su método, al tiempo que mantenía su consulta particular y supervisaba el trabajo de los profesores que le ayudaban. Murió el 10 de octubre de 1955 tras una breve enfermedad.
Como este breve esbozo biográfico nos ha mostrado, el logro de Alexander fue inmenso. Por sí solo, elaboró un método científico completamente nuevo para el estudio y la resolución de un problema concreto, y con ello estableció una manera revolucionaria de ver el funcionamiento humano. Con todo, hay que reconocer que pese a todo lo expuesto, y a pesar del trabajo de sus seguidores durante el cuarto de siglo transcurrido desde su muerte, su nombre no es tan célebre como indudablemente lo merecería por su obra. Ciertamente, cabe asegurar que Alexander fue uno de los hombres más subestimados del siglo XX.
Este hecho puede explicarse por dos razones principales. Una de ellas se refiere al propio carácter de Alexander, y la segunda a la naturaleza de las instituciones socialmente establecidas. Alexander fue, por cierto, un hombre desmesurado, con defectos tan exagerados como sus virtudes. Quienes le conocieron afirman que no resultaba fácil trabajar con él. No era una persona sociable, sino un individualista que jamás se resignó a confundirse con la masa. Podría ser, pues, que su insistencia en lograr los más altos niveles, y su comprensible renuencia a confiar en otras personas para que enseñaran las ideas que tan laboriosa y dolorosamente había desarrollado le condujeran, quizás inconscientemente, a rehuir las posibilidades de dar mayor difusión a su técnica. Lo que sí es cierto es que el número de profesores que él preparó fue mínimo, demasiado pequeño para dejar en ningún momento una huella significativa. Sólo a partir del decenio de 1970 empezó a haber un número sustancial de profesores plenamente calificados y dedicados a la práctica profesional, lo que ha permitido que el público en general comience a estar más familiarizado con la técnica.
También podría ser que la misma certidumbre de Alexander con respecto a su técnica, el hecho de que él sabia y no estaba dispuesto a perder el tiempo justificando y demostrando lo que sabía, contribuyera a desanimar a potenciales partidarios. Como George Bernard Shaw observó en cierta ocasión, «Alexander invita al mundo a ser testigo de un cambio tan pequeño y tan sutil que sólo él es capaz de verlo». Si la gente no era capaz de atestiguar el cambio que Alexander había visto, y tampoco quería someterse a sus métodos, no les quedaba otra alternativa que retirarse sin comprender.
Posiblemente, la explicación más importante de por qué el trabajo de Alexander no mereció la aceptación general radique en el hecho de que su obra estaba —y en gran medida sigue estando— decenios por delante de su época. No es específicamente médica, y tampoco es educacional en el sentido habitual de la palabra; los profesionales de estas disciplinas no pueden asimilarla y adaptarla con facilidad a sus métodos. La técnica exige un cambio fundamental en la forma en que un individuo piensa sobre sí mismo, y hará falta un cambio colectivo de actitud, aún más fundamental, por parte de médicos, psicólogos y maestros, entre muchos otros, para que sea aceptada por la sociedad.