30

Estaba haciendo la maleta para el final de semana en el lago cuando llamaron a la puerta con los nudillos.

—Hola, Pete.

—Oh, Hall...

La enorme mole de Bentley llenó el hueco de la puerta. Sonreía.

—¿Sorprendido?

—No.

—Entonces, me esperaba usted.

—Suponía que vendría. Más tarde o más temprano. ¿Cuándo ha llegado?

Bentley se dejó caer en un sillón. Encendió un cigarrillo con parsimonia. Sus ojos grises estudiaron a Peter. No eran acusadores, solamente curiosos. Sonrió con afabilidad.

—Hace casi una hora. Tomé habitación en un hotel y vine en seguida hacia aquí. Normalmente, habría telefoneado, pero se daba el caso de que no había contestado usted a mis últimas llamadas. Tenía que haber una razón, y empecé a preguntarme cuál podía ser. Se me ocurrió que tal vez se había enterado de algo que yo no sé. Y que no quería decírmelo...

—Lo siento. Pensaba regresar a la costa la semana que viene para explicárselo todo.

—Muy bien. Ya me tiene aquí. Explíquemelo ahora.

Peter sabía que no podía seguir ignorando a Bentley. Ahora ya no tenía objeto. Se lo contó pues todo, sin dejar nada. Cuando hubo terminado, Bentley guardó silencio unos instantes. Luego:

—Usted sabía esto desde hace semanas y no me lo dijo. ¿Por qué?

—Me llevó algún tiempo atar todos los cabos.

—¿Por qué no me telefoneó sobre la marcha? —preguntó Bentley—. Lo que quiere usted decir es que ha decidido no llevar a término nuestros planes.

—Exacto.

—Comprendo. —La voz de Bentley era inexpresiva, controlada—. La cosa es así de fácil. Usted se limita a decir «no», y lo manda todo a paseo.

—Lo siento, Hall. Está decidido.

—¿Y si me dijera por qué?

—Creo que puede imaginárselo. No he dejado de tener ciertos temores y recelos durante todo este tiempo. Yo los despreciaba porque nunca creí de verdad que esto llegara a ocurrir. Pero ha sucedido. Conozco mis limitaciones, Hall. No quiero convertirme en una institución mundial; no quiero ser un fenómeno. Quiero conservar mi identidad y mi cordura. Si la gente quiere un profeta, que lo busque en la Biblia. No estoy hecho de esa madera.

—¿Tan simple es la cosa?

—No tanto como parece. No se trata sólo de mí. Debe tenerse en cuenta a otras personas.

—A una asesina, por ejemplo.

—Bueno... Eso sucedió hace ya mucho tiempo. Ha pagado con creces lo que hizo. El castigo que se ha dado ella misma es muy superior al que habría podido infligirle la Comunidad de Massachusetts. Y, hasta cierto punto, no le faltaron razones para hacer lo que hizo. Jeff Chapín era un bastardo de primera categoría. Podría decirse que recibí el pago que merecía. Si todo eso se hace público, se volverá loca. En este momento, le falta poco para estarlo. Después, hay Ann...

—Ah... —dijo Bentley. Sonrió con frialdad—. Ahí está el detalle.

—Muy bien —dijo Peter. La observación de Bentley lo enfureció, pero se contuvo—. Estamos enamorados. Pienso casarme con Ann, llevármela a Los Ángeles, vivir con ella en paz, e incluso tener hijos. Ni siquiera sabe que su madre fue una asesina, ni quién era yo antes de que naciera en esta vida. Si el asunto se hiciera público, tampoco su vida le pertenecería. Pasaría a ser un bicho raro, como yo. No haría sino convertirse en un payaso más de ese enorme circo mundial que usted tiene en proyecto. No sólo sería su ruina, sino que destruiría cualquier posibilidad que tuviéramos de llevar una vida tranquila y decente.

—¿Y eso es todo?

—Eso es todo. Me gusta ser quien soy y me gusta el futuro que me propongo tener, y no quiero hacerlo saltar todo por los aires para hacer de Jesucristo Segundo, o eclipsar a Bridey Murphy, o conseguir que graben en piedra el nombre de usted y el mío.

Bentley lo miró con fijeza.

—¿Quiere usted decir que me muero por alcanzar la gloria cogido a sus faldones? ¿Que ansío deleitarme con toda esa hermosa publicidad? ¡Dios me libre! ¿Cree usted de veras que espero todo eso con ilusión?

—¿Y no es así? Mire, no le respondo nada. Sé que tiene un interés personal en todo eso. Ha sido ridiculizado por sus colegas durante años, y anhela chasquear a los escépticos que se han reído de usted. Usted es un científico, y esto podría no sólo significar una especie de vindicación, sino la aparición de su nombre en los periódicos...

—Pete —Bentley lo interrumpió sin perder la serenidad—, se equivoca usted.

—¿Ah, sí?

—Se equivoca. Se da el caso de que soy un hombre de gustos tranquilos. Pienso como usted. Si todo eso mueve mi entusiasmo es por otras razones. Ese circo, como usted lo llama, también me horroriza a mí. Debe saber que a mí me sucede exactamente lo mismo que a usted. Yo me convierto en el fenómeno número dos. Estoy de acuerdo en que la notoriedad, la controversia, el acoso de la gente, pueden representar mucho más de lo que cualquier hombre pueda soportar. Pero esto también me implica a mí. Nadie puede introducir una nueva religión sin que intenten lapidarlo. Y las piedras que le lanzaran a usted también me alcanzarían a mí. Es posible que acabemos los dos clavados en sendas cruces, uno al lado del otro. ¿Cree usted realmente que deseo todo eso?

Bentley guardó silencio por un momento. Peter sabía que decía la verdad. Entonces, el parapsicólogo prosiguió:

—Ha perdido su perspectiva, Pete. No dejo de condolerme por las tres personas que resultarán perjudicadas. Pero yo le hablo de miles de millones de seres. El mundo entero. Toda la condenada raza humana. No existe comparación posible. Creo haberle ya dicho que no tiene usted derecho a elegir. Está demasiado metido en ello; está comprometido. Y yo también. Podemos ser un par de mártires a pesar nuestro, pero debemos al mundo lo que sabemos. No veo otro modo de interpretarlo. ¿Cree usted que tenemos derecho a enterrar un mensaje como éste? ¡No!

»Ahora, le sugiero que vayamos a ver a Marcia Chapín y grabemos lo que diga. Estará desprevenida, y estoy seguro de que obtendremos alguna confirmación interesante...

—Hall, usted no me ha escuchado...

—¿Qué?

—Le he dicho que es imposible.

—Pete, no puede usted hacer esto.

—Lo siento.

Bentley estalló.

—¡No es sólo un maldito loco! ¡Es un egoísta bastardo!

—Si eso es todo...

—No, no es todo. —Los ojos grises lanzaban chispas—. Usted podrá volverse atrás, pero yo no.

—¿Qué quiere usted decir?

—Tómelo como quiera. Llámelo una advertencia.

El parapsicólogo abrió la puerta, luego la cerró tras él de un fuerte golpe.

Algunos minutos después, sonó el teléfono. Era Marcia. Su voz se oía en el receptor como un chillido histérico.

—¿Quién es usted? —dijo la desquiciada voz.

—¿Cómo? Estaba bebida e histérica.

—Maldito sea... ¿Quién demonios es usted? ¿Por qué ha venido aquí? ¿Qué quiere de nosotras?

—Señora Chapín, yo...

—Mi hija me ha dicho que ha alquilado nuestro antiguo chalet en Nipmuck, el que fue mío y de Jeff. Y que esta noche va allí con Ann. ¿Por qué? ¿Qué se propone? ¿Qué quiere probar? En nombre de Dios, ¿por qué me persigue?

—Señora Chapin, es algo que no puedo explicarle. Pero yo no la persigo...

—No me mienta. Ha venido aquí para atormentarme, lo sé muy bien. Me está volviendo loca. Ha venido a investigar. Usted no es Peter Proud. Usted es otra cosa. Es la imagen del mal. Un diablo, un fantasma, algo así. Pero, por favor... —Se puso a llorar—. Déjenos tranquilas. Deje tranquila a Ann. Regrese al lugar de donde ha venido. —De repente, su voz subió de tono para convertirse en un grito—. ¡Vete, bastardo! ¿Me oyes? ¡Vete y déjanos en paz!

Colgó.

Cuando Hall Bentley llegó a su habitación del hotel, desenganchó delicadamente de su chaqueta el diminuto micrófono. Debajo de su americana, un hilo casi invisible unía el micrófono con una cajita sujeta a la parte interior de su ancho cinturón. Abrió la caja y, con dedos cuidadosos, sacó una pequeña bobina de cinta.

Además de su maleta, había traído consigo un pequeño magnetófono. Ahora, puso la bobina de cinta en el aparato y apretó un botón. Primero, apareció su propia voz, previamente registrada, a modo de introducción.

«—Es sábado, a primera hora de la mañana. Fecha: primero de junio de 1974. Soy el doctor Bentley, parapsicólogo. Lugar: la habitación de Peter Proud en la ciudad de Riverside, en el estado de Massachusetts. He volado desde Los Ángeles para entrevistarlo sobre el tema de su reencarnación y pruebas de la misma...»

Hubo una larga pausa. Entonces, el ruido de la puerta de un ascensor al abrirse y al cerrarse de nuevo. Ritmo de pasos a lo largo de un pasillo. Luego, silencio por unos instantes. A continuación, el abrirse de una puerta...

«—Hola, Pete.

»—Oh, Hall...

»— ¿Sorprendido?

»—No.

»—Entonces, me esperaba usted.»

Cerró el magnetófono, sacó la cinta, la puso en una cajita y la rotuló. La introdujo en un compartimiento de almacenaje del magnetófono, junto con otras cintas ya guardadas allí. En cada una de ellas, se leía: SERIE REENC. DE PETER PROUD, y las distintas fechas de grabación.

Se echó en la cama y encendió un cigarrillo. Clavado allí en Los Ángeles y sin saber nada de Peter, había sospechado que algo fallaba, que su sujeto, o cliente, o como se le quisiera llamar, se había vuelto atrás de su acuerdo. Y aquella visita lo había confirmado. Hall Bentley había ido a ella preparado. Quería tener grabadas en una cinta magnetofónica cuantas palabras pudiera obtener de Peter Proud. La entrevista recogida en la cinta oculta ayudaría a Bentley a hacer pública la historia. La conversación era por completo espontánea y sería difícil no darle crédito. Aunque Proud la negase más tarde, la cinta constituiría la verdad, y su negación una mentira. Habría sido infinitamente mejor disponer de él, en carne y hueso, para que contara su historia cuando se difundiera por la prensa y la televisión. Pero, a falta de eso, las cintas serían lo más adecuado; esta cinta en particular, además de las que habían grabado en Los Ángeles, así como, por supuesto, la cinta final. La que aún no había grabado.

La de la entrevista con Marcia Chapín.

Se imaginó la reacción de ella cuando le hiciera escuchar las cintas que detallaban las alucinaciones de Proud y todo lo demás. Sabía que aquello sería una brutal experiencia que haría estallar su mente. Sin duda alguna, al oír la reproducción del crimen tal como ella lo había cometido, sería presa de la histeria. Probablemente se pondría nerviosa como para confesar, es decir, para declarar que, en efecto, había asesinado a su esposo exactamente de aquella manera. Sería el argumento decisivo.

Aún no conocía a Marcia Chapín. Pero en aquel momento le daba lástima. Era posible que Proud tuviese razón. Era posible que enloqueciera después de aquello. Esperaba fervientemente que no sucediera así. Sería mucho mejor que conservara la razón, que pudiera contestar los centenares de preguntas que le harían. Se consideraba un hombre compasivo. No le gustaba lo que estaba planeando. Pero tenía que hacerlo. Tal como había dicho a Proud, no podía permitir que las vidas de unos pocos individuos fueran un estorbo. La cuestión era demasiado importante. Él, Hall Bentley, tenía en aquellas cintas magnetofónicas la respuesta al misterio de la muerte. Sí, disponía de la intimidad de algunas personas sin que lo supieran y sin su consentimiento. Pero lo hacía por una causa sagrada. En este caso, los fines justificaban plenamente los medios.

Proud aún no lo sabía, pero estaba destinado a ser un fenómeno. Podía gritar que se había invadido su vida privada, podía incluso querer matarlo. Sí, lo lamentaba. Pero no podía ser de otro modo.

Lanzó una nube de humo hacia el techo y se imaginó por unos momentos lo que sucedería. Vio los negros titulares, el estallido de las noticias en la televisión y el Telstar, las multitudes apiñadas en las calles y tal vez orando en las iglesias. Oyó también las carcajadas de los escépticos, a los irreductibles gritando fraude. Vio las fotografías de los periódicos, los fragmentos de película en la televisión: imágenes de Peter Proud, Marcia y Ann Chapín. Y, por supuesto, de él mismo, Hall Bentley. Era terrorífico. Se puso a sudar sólo con pensar en ello. Por un momento, consideró la posibilidad de volverse atrás.

Pero no podía. Sabía que tenía que seguir adelante, que tenía que excitar a las masas con aquella pócima de brujas y recibir las consecuencias. Algunos de sus colegas del establishment que lo habían atacado tendrían ahora que disculparse.

«Bien —pensó—, ¿por qué esperar?» Podía ponerlo todo en marcha ahora mismo. Miró su reloj. Pasaban unos minutos de las seis. Probablemente la encontraría en casa.

Alargó la mano y cogió la guía telefónica de la mesita de noche. Encontró en seguida el número que buscaba.

Estaba desmadejada sobre un diván en su dormitorio, mirando con fijeza la botella que tenía sobre una mesa cercana. Estaba medio llena. Se puso otro trago.

«En serio, Marcia —pensó—, tendrías que acabar con esto. Tendrías que hacer un esfuerzo. Ves fantasmas, vampiros, zombies.

»Después de todo —siguió pensando—, quizá debería volver a aquel lugar, aunque no fuese por demasiado tiempo. Sólo para encontrarme conmigo misma. Pese a lo que haya dicho de aquel sitio, no podía ser más tranquilo. Nadie te molestaba. Tenías tiempo para pensar las cosas detenidamente. Más tarde, desde luego, volvería a casa. Cuando él hubiese regresado al lugar de donde había venido.

»Que haga lo que quiera. Bueno, es posible que él vaya esta noche al chalet para buscar algo. Sea lo que sea, no lo encontrará. Hace ya casi treinta años de aquello. Y eso es mucho tiempo, muchísimo tiempo. Querido Peter Proud. Querido y misterioso Peter Proud. Puede usted mirar hasta que se le salten los ojos. No encontrará nada.»

Sí, tenía que parar de beber. Porque empezaba a oír cosas que no existían. Como aquella noche en el concierto. Creyó que oía realmente la voz de Jeff. Creyó que oía salir de la boca de Peter Proud lo que ella y Jeff se dijeron aquella noche. Naturalmente, era imposible. Todo era fruto de su imaginación. De ahora en adelante, tendría que vigilarse. Sintió haberle telefoneado hacía un rato. Le había gritado histéricamente. A estas horas, la tendría seguramente por una desequilibrada. Pero ahora se había calmado. Era importante no perder el juicio...

Sonó el teléfono, y lo cogió. Al otro extremo de la línea sonó una voz extraña para ella.

—¿La señora Chapín?

—Sí...

—Usted no me conoce. Mi nombre es Hall Bentley. Sé algunas cosas de Peter Proud que le interesarán. Le interesarán muchísimo. Supongo que, con su permiso, puedo ir a verla ahora mismo.