3
Su primera cita era a las diez, con dos estudiantes de último curso. Querían hablarle de posibles temas para sus tesis. Luego el almuerzo, después una clase y un seminario. Y, finalmente, una última visita al dentista. Un día normal, sin emociones.
El Summit Plaza era un elevado edificio de apartamentos, con una altura de catorce pisos, de los cuales los dos últimos eran viviendas con terraza. Su nombre se mostraba en esmalte dorado sobre una gran marquesina roja que cubría la imponente entrada. Había un cuadro de interiores junto al reloj, y un empleado uniformado estaba siempre dispuesto a aparcar los coches de quienes iban llegando en uno de los garajes subterráneos. Peter disponía de un apartamento de un dormitorio en el quinto piso, y conducía un Mercedes 450 SL. Todo ello, por supuesto, era imposible contando sólo con el sueldo de un profesor adjunto y era causa de que sus colegas lo consideraran un rara avis. Pero Peter tenía la suerte de no verse obligado a enseñar para vivir.
Entró en el vestíbulo. La muchacha encargada del cuadro de interfonos, una gordinflona rubia oxigenada, le dedicó una sonrisa. Cuando no estaba tomando llamadas y mensajes, dividía su tiempo entre los seriales que contemplaba en un televisor portátil que tenía al lado del cuadro y un libro de astrología. En aquel momento, observó Peter, le tocaba el turno a la astrología.
—Buenos días, señor.
—Buenos días, Edna.
Se entregaron al juego de todos los días.
—¿Cuál es mi horóscopo para hoy, encanto?
—A ver... Usted es un Libra, ¿no?
—Sí.
Sabía su signo de memoria, pero, aun así, lo preguntaba siempre. Torció el rostro, concentrándose.
—Déjeme pensar. Estamos en. diciembre. El sol cruza en estos momentos la cuarta morada solar de usted. Urano y Plutón continúan su lento paso por su segunda morada solar. —Abrió el libro y encontró la página—. Urano que rige su morada solar de amor verdadero, hace posible que busque y halle episodios románticos capaces de transformar su vida gracias a acontecimientos llenos de color y de intensas emociones. —Lo miró y sonrió—. Apostaría a que sé de quién se trata.
Peter sonrió entre dientes.
—Yo apostaría a que usted lo sabe.
La muchacha volvió al libro. Entonces su cara se nubló mientras examinaba la página.
—Oh, oh... Hay más.
—¿Sí?
—«Sin embargo —leyó—, pueden presentársele problemas en el transcurso del día. Acaecimientos inesperados. Contrariedades. Sus influencias planetarias le aconsejan no seguir sus actividades habituales de cada día. Es mejor que hoy se quede en casa, que descanse tranquilamente, que lea, duerma, medite.»
—¡Mire qué bien! —exclamó él.
Ella lo miró, preocupada.
—En serio. Yo, en su lugar, hoy no saldría.
—He de hacerlo, Edna. Tengo citas, clases, cosas así.
—¿Y no puede anularlas?
—No. Es imposible.
—Entonces, tenga cuidado. Se lo ruego. Conduzca con precaución.
—Gracias, Edna. Lo haré. Es usted muy amable al prevenirme.
Bajó al garaje en el ascensor.
«Es increíble. Se traga todo eso.»
Su coche ya estaba en la rampa. Saludó al encargado con un movimiento de la mano e hizo arrancar el coche hacia fuera.
Mientras subía por el Sunset Boulevard, trató de descifrar lo que le sucedía.
¿Por qué tenía aquellas extrañas alucinaciones? ¿Quién era X? ¿Era alguien que intentaba decirle algo? Hasta el momento, no había habido nada extraordinario en su vida. Sí, había tenido los problemas propios de la niñez y la adolescencia, pero no pasaron de ser normales. Nunca se había considerado un neurótico, y la gente decía que estaba maduro para su edad. En resumidas cuentas, reflexionó, era como si la vida y los actos de Peter Proud hubiesen sido razonablemente determinados de antemano. Ningún altibajo. Ninguna crisis de importancia.
Había nacido en Los Ángeles y allí había vivido durante toda su vida. Sus padres habían acordado llamarle Peter, y él siempre se había mostrado susceptible respecto a su nombre. Peter Proud2. Sonaba como si lo hubieran sacado de un cuento de Perrault, y siempre motivaba pequeñas bromas por parte de la gente. Sus amigos lo llamaban Pete. Era descendiente de una antigua familia de California. Su padre, John R. Proud, había hecho una fortuna con los bienes inmuebles, comprando terrenos escogidos cuando aún se cotizaban poco, en Wilshire, en Orange County y en el Valle. Nadie podía soñar entonces la tremenda inmigración que experimentaría California después de la guerra, y John Proud vendió entonces a precios altos. Ahora, estaba más o menos retirado y vivía con la madre de Peter en una casa de Palm Springs, provista de sauna y piscina y situada frente a un campo de golf.
Por alguna razón, él, Peter Proud, se había sentido siempre apasionadamente interesado por los indios norteamericanos y su historia. No por su remota herencia al respecto. Era algo más que eso, algo más profundo. Experimentaba una especie de identificación afectiva con ellos, algo así como la sensación de un verdadero parentesco. De niño, leía cualquier libro referente a los indios que le viniera a las manos. Iba a ver cuántas películas se proyectaban sobre ellos. A los diez años, podía nombrar la mayoría de las principales tribus de la nación.
Como estudiante aún no graduado, en Berkeley, había seguido cursos de la historia y antropología de los indios norteamericanos; había pasado dos años de profesor ayudante y había obtenido su doctorado después de una brillante tesis sobre las tribus del Altiplano. Había atraído una atención considerable y le había dado no poco renombre en su campo.
Finalmente, recibió una oferta para enseñar en la UCLA, y él la aceptó, renunciando a la oportunidad de trabajar junto a su padre en los negocios inmobiliarios. Tenía dos hermanos que ya se habían comprometido a dirigir la Proud Corporation, mientras que él no tenía el menor interés en la construcción y venta de grupos de viviendas o centros comerciales. Su padre tuvo una desilusión, pero se mostró generoso al asignarle una renta nada despreciable. Podía así vivir confortablemente y dedicarse, además, a la enseñanza.
Tenía ahora veintisiete años y aún no se había casado. Las mujeres lo encontraban, con razón, atractivo y bien parecido. Había tenido un par de asuntillos de poca duración y había vivido algún tiempo con una estudiante de último curso de psicología. Le habían gustado muchas de las mujeres que había conocido y había creído amar a unas cuantas, pero nunca lo bastante para un compromiso permanente.
Había tomado cierta afición a la música clásica; le gustaba jugar una partida de ajedrez o de bridge de vez en cuando; y en el golf su handicap era cinco. Había jugado a rugby en Berkeley, pero su verdadero juego era el tenis.
«En realidad —pensó—, nada más que tonterías. Y es casi seguro que cuando se llega al final de todo eso, sólo se encuentra el vacío. Sin ningún propósito definido, sin ningún futuro, todos nos dirigimos al mismo sitio.
»Como aquel dicho sobre Salomón Grundy —siguió pensando—. ¿Cómo es? ¡Ah, sí! Salomón Grundy. Nació en lunes. Lo bautizaron en martes. Se casó en miércoles. Enfermó en jueves. Empeoró en viernes. Murió en sábado. Lo enterraron en domingo. Y éste fue el fin de Salomón Grundy3.
»Y el fin de todos nosotros. Amén.
»Hoy —pensó por último— no soy sólo un soñador. Soy también, Dios nos asista, un filósofo.»
Siguió rodando hacia el oeste por el Sunset. Entró en el campus, giró a la izquierda y se dirigió hacia la Estructura de Aparcamiento Número Tres.
Una barrera con franjas pintadas impedía la entrada. Podía ser levantada electrónicamente alargando la mano desde la ventanilla del coche e introduciendo una tarjeta sensibilizada en una ranura. Buscó la tarjeta amarilla en su bolsillo interior, pero no estaba allí. Lanzó un taco en voz baja al recordar que la había dejado en otra chaqueta. Un modo desastroso de empezar el día, pensó. En cualquier caso, significaba un contratiempo, tiempo perdido. El aparcamiento en el campus no era nada fácil. Tener presente aquella maldita tarjeta era algo primordial.
Bueno, tendría que arreglárselas. Salió haciendo marcha atrás y dio una vuelta hasta encontrar uno de los aparcamientos al aire libre. Había allí un quiosco provisto de ventanillas, con un guardián de servicio. Éste le dio una ficha. Volvió entonces a la Estructura de Aparcamiento Número Tres, esperó durante cinco minutos hasta que los coches que hacían cola hubieran entrado, introdujo la ficha en la ranura correspondiente y cruzó la barrera.
En medio de su irritación, no pudo menos de sonreír irónicamente. «Primer tanto para Edna.»
Aparcó el Mercedes en la segunda planta. Destacaba ostensiblemente entre los Volkswagens, Datsuns, Toyotas y Pintos. Casi todos los de la Facultad tenían coches pequeños. Dos profesores que en aquel momento salían de los suyos, se quedaron mirando el vehículo y después a él. Parecían resentidos, tanto por el coche como por su dueño. Ordinariamente, ello habría podido turbarle. Hoy, con su estado de ánimo, le importaba un pepino.
Salió del garaje y caminó hacia el Bunche Hall. El edificio se sostenía sobre unos enormes soportes que lo mantenían elevado por encima del suelo, y toda la extensión de su fachada, hecha de un material de aspecto metálico, reflejaba los árboles y los otros edificios. Hacía un hermoso día, claro, soleado, y muy cálido para diciembre. Grupos de estudiantes, los chicos con barba y vaqueros, las muchachas, también con vaqueros, largas y ondeantes sus cabelleras, se esparcían sobre el césped o junto a los retorcidos olivos del lado sur del Bunche Hall, y también sobre la baja pared de ladrillo que bordeaba el parterre situado frente al edificio.
Entró en el vestíbulo, y se detuvo un momento para examinar algunas de las tarjetas sujetas con tachuelas sobre el tablero de anuncios de los estudiantes. Había los de costumbre: «Se alquila cuarto.» «Se necesita compañera de habitación, no fumadora.» «Viajes charter a Nueva York y a Europa.» «Se vende guitarra eléctrica Showman Kustom.» Alguien más quería deshacerse de una moto Yamaha reconstruida; tenía que sacrificarse porque necesitaba ¡dinero! El Club Kung Fu se reunía de nuevo, y otras por el estilo.
Pero eran mucho más numerosos los anuncios pertenecientes al ocultismo y a quienes lo practicaban. Adivinación con tarots, por Cassius. La voz de Isis, madre cósmica. Cantos tanya, poemas del mito y del infinito... Sólo pequeñas reuniones. Gurú Rara Das, adivino kármico. Centro espiritista... «Extended la Hermandad de los Orígenes.» Círculo de la alegría cósmica. Jesucristo en el Árbol de la Vida. La llave del logro espiritual por la respiración. Centro bioenergético anal. Hechizos. Instituto de habilidades humanas. Encuentros astro—psico—lógicos. Y «LA VERDAD TE DARÁ LA LIBERTAD», otro «Centro» especializado.
Todos eran Edna, estos días. El mundo estaba lleno de idiotas, todos ellos en busca de respuestas.
Lo mismo que él.
El segundo alumno de último curso de Peter, Ed Donan, entró para la discusión de su tesis. Era alto, con barba y algo desgarbado. Llevaba una delgada carpeta qué contenía un breve bosquejo del tema que proponía para su tesis.
—Siéntese, Ed.
—Sí, señor.
Peter nunca se había acostumbrado por completo a su papel de «señor». Ni tampoco al papel de doctor Proud. Sólo tenía un par de años más que Donan.
—Bien —dijo, con un movimiento de cabeza dirigido a la carpeta—. Hablemos de eso.
—El tema que quisiera examinar es el paralelo entre La interpretación de los sueños de Freud y la cultura de la divinidad de los sueños de los iroqueses.
«Dios mío —pensó—, ¿qué es esto? Primero Nora, ahora Ed Donan.»
—Expliqúese.
—Bien, no es probable que Sigmund Freud hubiese tenido nunca conocimiento de la idea iroquesa de la divinidad de los sueños. Sin embargo, los ritos de los iroqueses ofrecían la misma «estrategia terapéutica» para la catarsis. Tenían oportunidades rituales para la realización del deseo mediante los sueños. Tenían juegos o competiciones de adivinación de los sueños y constituían una sociedad que les concedía gran valor.
—¿En qué documentación se basa, Ed?
—En los relatos que los misioneros jesuítas enviaban a sus superiores. De 1611 a 1768.
—¿Se refiere usted a Las Relaciones?
Donan hizo un movimiento de cabeza afirmativo.
—Y especialmente la Relación enviada por el padre Regueneau en 1649. Usa un lenguaje que habría podido ser empleado por el propio Freud.
—Adelante.
—Los iroqueses sabían, del mismo modo que lo sabía Freud, que los sueños pueden ocultar, más bien que revelar, los deseos del alma. Hablo tanto de sus sueños personales como de los sueños de visitación. Su idea terapéutica consistía en representar, en reproducir realmente sus sueños... Hacer que llegaran a ser verdaderos. Si no se permitía al deseo contenido en el sueño que se realizara físicamente, este deseo se rebelaba contra el cuerpo causando varias enfermedades. Lo llamaban ondinnonk, un deseo secreto del alma manifestado por un sueño. Podría darle algunos ejemplos...
—¿Sí?
—Por ejemplo, los sueños personales de los sénecas, según los relata el padre Fremin.
»Sí, señor. Éste no va a ser un día cualquiera.»
—Un guerrero séneca —prosiguió Ed— sueña durante la noche que está tomando un baño. Tan pronto como despierta, corre desnudo hacia las otras cabañas. Pide allí que le echen calderos de agua por todo el cuerpo, sin que le importe lo fría que esté. Se sabe que algunos sénecas fueron a un lugar tan lejano como Quebec, a una distancia de ciento cincuenta leguas, según dice el padre Fremin, sólo para hacerse con un perro que habían soñado haber comprado allí. La misma idea impera en las otras naciones de la confederación: los mohawks, los oneidas, los onondagas y los cayugas. E incluso entre sus parientes los hurones del Canadá. —Aquí, Ed Donan hizo uso de la carpeta—. «En 1656, un onondaga soñó que dormía con dos mujeres casadas durante cinco días. Otros hombres le prestaron gustosamente sus mujeres para que el sueño pudiera hacerse realidad y satisfacerse así el ondinnonk. En 1642, un hurón soñó que era cogido vivo en un combate por indios no hurones. Era un mal sueño, y se celebró un consejo tribal para discutirlo. El soñador, con su propio consentimiento, fue torturado y quemado con estacas llameantes. Otro hurón soñó que había sido atrapado por sus enemigos y que le habían cortado un dedo. Entonces, él se cortó realmente ese dedo. Otro soñó que su cabaña había sido pasto de las llamas. Los jefes, después de la debida deliberación, quemaron ceremoniosamente su cabaña para cumplir el mandato del sueño. Y así sucesivamente.» —Miró a Peter con ojos de miope, a través de los gruesos cristales de sus gafas—. Bien... ¿Qué le parece?
—No está mal. Sólo que hay una pega. —¿Sí?
—Me parece recordar que un tal Anthony Walla—ce lleva ya hecha una considerable cantidad de trabajo en este campo.
—Sí —repuso Donan en seguida—, conozco a Wallace. He usado su obra como material de consulta y le concedo el crédito que merece, por supuesto. Pero yo quiero profundizar más, hacer una investigación más completa de las Relaciones, elaborar el paralelo con Freud.
—Sí, pero continúa usted en terreno ajeno, Ed —dijo Peter—. Debería usted tocar otros aspectos realmente originales. Yo le diré cuáles. ¿Por qué no investiga algunas otras tribus? Los indios del Altiplano, quizás. O las tribus del Sudoeste. O la Gran Cuenca. Tal vez hayan tenido alguna clase de ondinnonk propio. Entonces, dispondría usted de algo completamente distinto.
Donan pestañeó a través de sus lentes, manifiestamente inseguro sobre si debía alegrarse o no de la sugerencia de Peter. No obstante, dijo:
—Es una buena idea. Podría haber algo útil en eso, doctor Proud. Lo estudiaré.
Cuando Donan se hubo marchado, Peter se retrepó en su sillón y cerró los ojos. Se sentía muy cansado y un poco tembloroso. Descolgó el teléfono y marcó el número de Nora.
—Ondinnonk —dijo.
—¿Qué?
—Una palabra india. Significa: «Hay alguien ahí que está jugando conmigo.»
—Oh...
—¿Qué me dices de ir a comer?
—No puedo —contestó ella—. Tengo dos conferencias. —Luego—: Pete, he leído algo esta mañana. Sobre el somniloquio.
—¿Qué?
—Somniloquio. El hablar durante el sueño. Ahora, todo esto ya no me sorprende ni asusta tanto. No es que se sepa mucho todavía, pero se ha llegado a algunas conclusiones. Por ejemplo, algunas personas hablan mientras duermen casi cada noche. Los hay que incluso lo hacen cuando dan una simple cabezada, o soñando despiertos. Las mujeres hablan más en sueños que los hombres.
—¡No me digas!
—No lo tomes a broma —dijo ella—. Hablo en serio. También quería decirte que se da el caso de que, a veces, lo que se habla durante el sueño es confuso. Quiero decir que es un galimatías que nadie puede entender. Hay personas que susurran; otras gritan, lo mismo que tú. Y otras hablan con voz completamente distinta de la suya. Lo mismo que tú. Conque... al fin y al cabo, no es una cosa tan extraordinaria.
—Liquidado Mister Hyde.
—Sí. Aunque todavía se me pone la carne de gallina cuando pienso en ello, ahora me siento mucho más tranquila. Y espero que tú también.
—Oh, sí, sí... Yo también —dijo él.
Apenas había colgado el teléfono, cuando le dio el dolor. Vino de golpe, como siempre. Y, como siempre, en el mismo sitio: en el costado izquierdo, un poco más arriba del hueso de la cadera.
Era un dolor agudísimo. Como si un asesino hubiera clavado en su costado un puñal al rojo vivo.
Se puso de acuerdo con su ayudante para que diera la clase y luego llamó al consultorio del doctor Tanner. Dijo a la muchacha que se trataba de una urgencia —la misma tontería de otras veces— y que iba en seguida.
Colgó. Se recostó hacia atrás en su sillón y cerró los ojos.
«Segundo tanto para Edna.»