15

A primera hora de la mañana, tomó la autopista. Con el mapa delante, había planeado el ataque a grandes rasgos. Primero, cubriría la faja circular de pueblos y ciudades que formaban un arco alrededor de Boston. Entonces continuaría mediante el recorrido de una especie de trama, de norte a sur, desviándose poco a poco hacia el oeste, hacia el Valle de Connecticut y los Berkshires. Su principal punto de referencia sería la torre. Y, por supuesto, aquel puente en arco del ferrocarril tendido sobre la calle principal.

Rodó a través de Medford, Malden, Woburn y Melrose. Luego pasó por Lynn, Wakefield, Peabody, Salem, Beverly y Danvers. Ahora evitaba las autopistas y carreteras de circunvalación, usando sólo las congestionadas arterias secundarias que unían una ciudad con otra. Únicamente de esta manera, pasando por las calles principales de cada ciudad y de cada pueblo, haría la ansiada identificación.

Después de eso, más al norte, Middleton, Newburyport, Amesbury. Luego, alejándose de la costa, desplazándose hacia el sudoeste, Haverhill, Methuen, Lawrence. Y en dirección sur, de nuevo hacia Boston, Reading, Burlington, Bedford.

No vio nada que se pareciera ni remotamente a su ciudad. Había varios puentes de ferrocarril tendidos sobre calles, pero ninguno de ellos con la forma y el color del que él buscaba. Había unas cuantas torres, pero ninguna que le recordase la que conocía. Sin embargo, vio en todas partes esta clase de letreros: Motel puritano, Restaurante puritano, Peluquería puritana, Drugstore puritano.

Avanzó por el sur de Boston. Quincy, Braintree, Weymouth, Brockton, Taunton, New Bedford, Fall River; evitó el cabo Cod. Por sus sueños, sabía que su ciudad no estaba rodeada por el mar. Tenía la impresión de que se encontraba en el interior.

Attleboro, Norwood, Framingham, Marlborough, Shrewsbury, Worcester.

Sólo dormía unas pocas horas cada noche. Apenas si se detenía para comer. Una rápida hamburguesa, seguidamente una vuelta por la ciudad, una rápida mirada, y de nuevo en marcha hacia la próxima población. Conducía hora tras hora. Se paró ante un millón de luces rojas. Las carreteras danzaban delante de sus ojos, las líneas blancas de la calzada oscilaban. En las horas de oscuridad, el cansancio y el aburrimiento se apoderaban de él. Conducía como un robot, por puro instinto. Dormía, agotado, en hoteles y moteles, y se despertaba al amanecer para continuar la búsqueda.

Leominster, Fitchburg, Gardner, Greenfield, Northampton.

Todas habían acabado por parecerle iguales. Iguales las gasolineras, los drugstores, los bazares, los tenderetes al borde de la carretera, la tiendas de recuerdos. Los mismos centros comerciales, el mismo tránsito, las mismas boleras, los mismos campos de golf, las mismas señales de tráfico, la misma gente en las calles. Todas las ciudades con la misma cara, pero con el nombre diferente.

Holyoke, Chicopee, Springfield, Westfield...

Gradualmente, veía que muy poco podía esperar de su búsqueda. Era una empresa descabellada.

No había visto nada que se pareciera ni remotamente a su ciudad. El registro de películas sólo decía: «Ciudad de Nueva Inglaterra.» Podía hallarse en cualquier otro lugar, no necesariamente en Massachusetts. Podía estar en Connecticut, Rhode Island, Vermont, New Hampshire, incluso en Maine. El intento de encontrarla podía exigirle varias semanas. Y él no disponía ni de una semana. Sólo le quedaban cuatro días, transcurridos los cuales debería volar de nuevo hacia la Costa.

Había otra posibilidad, más deprimente, por supuesto. Tal vez ya había pasado por la ciudad y no la había reconocido. Cierto que tenía una buena imagen de aquel lugar. La llevaba, Dios lo sabía, bien grabada en su mente. Pero la conocía tal como era en los años cuarenta. Ahora estaba en los setenta. ¿Quién sabía el aspecto que tendría en la actualidad? Habían pasado treinta y cinco años, los suficientes para cambiar la apariencia de cualquier ciudad. Había habido el crecimiento demográfico de la posguerra, la realización de importantes proyectos de construcción de viviendas, habían aparecido edificios de gran altura, amplios centros comerciales, complejos de venta al por menor. Se habían derruido puntos de referencia que eran familiares, ensanchado calles, arrasado y reconstruido barrios enteros.

Tal vez había estado allí y no se había dado cuenta.

Al día siguiente, rodó por los Berkshires. Great Barrington, Stockbridge, Pittsfield, North Adams. No reconoció nada.

Siguiendo los indicadores de dirección, encontró la autopista de Massachusetts y fue hacia el Este, en dirección a Boston. Allí devolvería el coche y tomaría un avión para la costa.

Estaba terriblemente cansado del Estado de Massachusetts. Lo había recorrido por completo, de arriba abajo, hacia atrás y hacia adelante. Apenas había comido o dormido. Y se había dicho infinidad de veces que aquella ciudad por la que pasaba no era la suya, pero que podía ser la próxima. O la próxima. O la próxima.

Ahora ya no le importaba. Quizá volvería algún día y daría otra mirada, quizá recorrería entonces el resto de Nueva Inglaterra. Se tomaría el tiempo necesario, lo haría sin prisas. O, mirándolo de otro modo, tal vez no volvería jamás. ¿Para qué? ¿Con qué objeto?

«Dejemos los sueños en paz.»

Sin embargo, sabía que jamás podría hacerlo. Su curiosidad no lo dejaría descansar nunca. Esta vez no había dado con la ciudad. Pero sabía que estaba allí, en algún lugar.

Era un caluroso día de primavera. La ardiente autopista se deslizaba bajo las ruedas de su coche, una interminable cinta de blanco y lustroso hormigón. Se mantenía a una velocidad de ciento treinta kilómetros. El ruido del motor y el zumbido de los neumáticos lo hipnotizaban sumiéndolo en una especie de estupor. Tenía que hacer un esfuerzo para conservar los ojos abiertos. A la derecha de la autopista, las grandes señales verdes de carretera aparecían de pronto para desaparecer de golpe con sus destacadas letras blancas trémulas por la calina producida por el calor. Tenía que recorrer todavía más de ciento cincuenta kilómetros para llegar a Boston. Una vez en el avión, dormiría.

Un gran río apareció a la izquierda. No había estado antes en aquel lugar, pero sabía que era el río Connecticut. Más allá, en la otra orilla, había una ciudad.

De pronto, se despabiló por completo.

Sus ojos se clavaron en el río. Aquí, desde esta elevación, podía ver que formaba una peculiar curva en S invertida. Y, más allá, la ciudad.

Tenía el mismo aspecto que cualquiera de las otras ciudades que había visto. Sin embargo, no del todo. Había a su alrededor algo que la distinguía, algo en sus contornos, en su trazado. La forma en que sobresalían las colinas por detrás de la ciudad. Más abajo, tres puentes cruzaban el río. El primero, de color blanco, era un puente de carretera. El segundo, un puente ferroviario de caballetes. Y el tercero un viejo puente de acero con las vigas pintadas de rojo.

En el sueño, el río, en la lontananza, formaba esa misma curva en S invertida. Con todo, eso no era particularmente insólito; con toda probabilidad, el río formaba muchas curvas similares en su meándrico recorrido desde el norte hasta el océano. Sin embargo, esta S invertida estaba cerca de la ciudad.

En su sueño, había dos puentes, no tres. Pero el puente blanco parecía relativamente nuevo. Le parecía recordar el puente ferroviario de caballetes, así como el de las vigas rojas. Pero quizá no hacía más que creer que los había visto en sus sueños.

Buscó con la mirada el alto y delicado rectángulo florentino que se alzaba junto a una plaza pública. La torre con aquel mirador en que él había estado en su alucinación y desde donde había contemplado la ciudad y la plaza a sus pies.

Pero no había torre alguna. Y sin la torre, aquélla no era su ciudad. Sin embargo..., había algo en aquel lugar... Vio aparecer un gran letrero a la derecha de la autopista: Salida a un kilómetro.

Riverside. No significaba nada para él. No le recordaba nada. Sólo era un nombre como cualquier otro. Lo más acertado sería pasarla de largo y seguir para Boston. Y de allí, a casa.

Pero se vio disminuyendo la velocidad y desplazándose hacia el carril de la derecha para dirigirse a la rampa de salida. Casi como si su cabeza dijera una cosa y sus manos otra.

Cruzó el gran puente blanco y avanzó hacia el centro de la ciudad. Bridge Street. River Street. Columbus Avenue. Los nombres de los letreros indicadores de las calles no significaban nada para él. Había las gasolineras de costumbre, los mismos colores con coches usados, los mismos almacenes de venta al por mayor, los mismos drugstores y cafeterías. Las acostumbradas multitudes en las calles, los mismos autobuses, el mismo tránsito. Sólo una ciudad más.

No obstante, volvió a tener la impresión de que había algo en ella... Algún que otro edificio le parecía familiar. La curva de una calle. El aspecto que el río y la orilla opuesta tenían desde aquí. Las fábricas del otro lado, con el humo saliendo a remolinos de sus chimeneas. Tan pronto le parecían familiares, tan pronto no. «Tomémoslo con calma. Éste no es el lugar. No puede serlo. Cuanto más se desea ver una cosa, tanto más se esconde de uno.»

Tenía hambre. Decidió tomar un piscolabis y seguir adelante. Mientras aparcaba el coche en lo que parecía ser una de las calles más céntricas, recordó que se había quedado sin dinero. Podía cobrar alguno de los cheques de viaje que llevaba. Había un Banco justamente al otro lado de la calle. La muestra decía: Puritan Bank and Trust. Entró en él.

Y entonces Peter lo vio: Cotton Mather.

El gran puritano estaba de pie sobre un pedestal en la parte trasera del Banco. Era una enorme figura, de tamaño mayor que el natural, tal vez con una altura de cerca de tres metros. Tenía el mismo aspecto que en el sueño. Una túnica color rojo oscuro, sujeta a la cintura por un cinturón de cuero. Sobre ella, una chaqueta grisácea sin mangas. Un jubón y unas calzas de piel ribeteadas de hule. Un gran sombrero cónico de ala ancha. Un amplio cuello blanco de lino. La expresión dura y severa. Los ojos fríos y sin vida.

«Bien, viejo amigo —pensó Peter—, hete aquí por fin. Finalmente nos hemos encontrado...»

Caminó hacia la parte posterior del Banco, hacia la efigie. Oyó resonar sus pasos sobre el suelo. Oscuramente, se daba cuenta del movimiento propio del Banco que tenía lugar en torno a él: gente haciendo cola para efectuar las transacciones, los cajeros detrás de la barrera de cristal, el murmullo y el susurro de las voces. El área en que se alzaba el puritano sobre su pedestal estaba cercada con cuerdas. Peter levantó la mirada para contemplar la efigie. El viejo puritano se elevaba por encima de él, gigantesco, aterrador. Tal como lo había visto en el sueño. Sus fríos ojos parecían mirar hacia abajo, clavarse en él.

—Qué... ¿Todo va bien, señor?

Peter giró en redondo. Un guardián uniformado del Banco lo miraba con curiosidad. Peter temblaba. Hizo lo posible por cobrar ánimos. Finalmente, consiguió sonreír.

—Ese personaje, ahí arriba. Nunca había visto cosa igual. Es muy... impresionante.

El guardián sonrió.

—Es usted benévolo con él. Mucha gente de por aquí lo encuentra francamente feo. Los directores del Banco han probado a veces a deshacerse de él. Pero, no sé..., la gente de la ciudad está acostumbrada a verlo aquí. Forma parte del Banco, ¿sabe usted? La tradición y todo eso... Muchos de ellos echarían de menos al viejo Cotton si se lo llevaran de aquí. Parece que esté realmente vivo, ¿verdad?

—Sí, lo parece. —Miró al guardián—. ¿Es así como todos lo llaman...? ¿Cotton?

—Sí, señor. Por Cotton Mather. Supongo que es una especie de apodo.

—¿Hace mucho tiempo que él... eso... está aquí?

—Sí, por supuesto... Es algo así como una marca de fábrica del Banco. Está aquí desde que pusieron el Banco. Hará de ello unos cuarenta años. Lo que sí puedo asegurarle es que el viejo Cotton es un verdadero acaparador de polvo. Cada cinco años, más o menos, tenemos que quitarle los vestidos y ponerle otros nuevos.

—Claro...

Deseaba dar otra vuelta alrededor de la figura para volverla a contemplar. No era una cosa que sucediera todos los días eso de poder ver un sueño hecho realidad. Sabía que los ojos del puritano no eran más que cristal, pero tenía la curiosa sensación de que estaban vivos y que penetraban en él. Ahora sufría las consecuencias del sobresalto que había tenido. Sentía la piel de gallina sobre todo su cuerpo, y se daba cuenta de que no había dejado de temblar. El guardián seguía a su lado, con la mirada fija en él.

—¿Dónde podría cobrar unos cheques de viaje?

—Allá, señor. En cualquiera de aquellas ventanillas.

Se dirigió hacia una de las ventanillas. No se volvió para mirar atrás; no se atrevió. El sudor bañaba su frente. Sabía que no podía haber otra figura como aquella en ningún otro lugar del mundo. Y él la había encontrado. ¿O era ella quien lo había encontrado a él?

«Éste —pensó— es el lugar donde yo vivía. Antes de morir. Ahora no tengo la menor duda. Riverside, Massachusetts.»

El empleado de detrás del cristal pagó el cheque de Peter.

—He visto que estaba usted contemplando al viejo quemador de brujas.

—Sí.

El empleado sonrió.

—Todos los que entran aquí por primera vez se detienen a darle una buena mirada. Atrae la vista, ¿no le parece? Llama mucho la atención. —Sonrió ahora con cara de lástima—. Pero, dígame usted, ¿le gustaría tener a ese horrible demonio clavándole la mirada en la cara todo el santo día? ¿Tal como yo he de soportarlo? —El empleado movió la cabeza con expresión de fastidio.

Peter cruzó la puerta del Banco y salió a la calle. Subió al coche y se dirigió hacia el norte. Por alguna razón, sabía que había una curva un poco más adelante y que después de ésta venía el cruce de dos grandes avenidas. Ahora sabía que había estado aquí antes. Algunos edificios, los más antiguos, le parecían familiares. Pasó por la curva, se paró ante una luz de tráfico y luego, sin vacilar, tomó por la calle de la izquierda. State Street, decía el letrero. Otro giro, ahora hacia la derecha. Y entonces lo vio. El puente en arco del ferrocarril tendido sobre la calle, allí delante. Era de granito gris y estaba sostenido en cada extremo por una estructura parecida a un pequeño torreón. Tal como lo había visto en el sueño. Con la sola diferencia de que ahora parecía de un gris mucho más oscuro que el que recordaba.

Pasó por debajo del arco y, sin la menor duda, se dirigió hacia la próxima calle de la izquierda. Chestnut Street. «Es extraño», pensó. No podía recordar el nombre de ninguna de las calles que veía en sus sueños. No obstante, ahora, aquí, le parecía saber exactamente a dónde debía dirigirse. Y sabía con precisión lo que aparecería cuando girara hacia la derecha en la calle Chestnut.

La plaza pública estaba allí, tal como él esperaba. Había el mismo césped verde. Los mismos bancos verdes del parque en los bordes del paseo en diagonal. Las mismas dos estatuas. La placa decía: Court Square.

Pero no había ninguna torre.

Aparcó el coche y se puso a caminar por la plaza. En el lugar donde había visto la torre se alzaba ahora otro edificio. Era evidentemente nuevo y de líneas modernas. Funcional, todo de cristal y acero inoxidable. Alojaba el Tribunal Superior, el Departamento de Policía de Riverside, la Oficina del Archivero del Municipio y el Departamento de Parques.

Su inmediata reacción fue de disgusto. Quería encontrarla allí; lo había esperado. Era uno de los artefactos del museo de su memoria. Ahora lo habían destruido, lo que equivalía a una especie de profanación.

Un viejo, sentado en un banco, leía un periódico. Llevaba lentes bifocales y vestía con pulcritud. Peter fue hacia él.

—Perdone, señor.

El hombre bajó el periódico y se quedó mirándolo con sus azules y húmedos ojos.

—¿Qué?

—¿No había aquí una torre, años atrás?

—Sí, seguro que sí. La llamaban la Torre Municipal.

—¿Cuándo la derribaron?

—Me parece que en 1950. O tal vez en el 51.

—Vaya...

—También le daban otro nombre. El Campanile. Porque la habían construido según el modelo de alguna torre de Italia. Florencia, Venecia o alguno de esos lugares. Podía verse desde muchas millas a la redonda. Pero era ya muy vieja. Los ingenieros no la creyeron segura, y por esto la demolieron.

—¿Verdad que tenía un mirador o algo así en lo alto?

—Sí, ya lo creo. Y la vista era estupenda desde él. Yo solía subir allí con mis nietos. Personalmente, creo que eso de derribarla fue una verdadera vergüenza. La torre estaba muy bien en aquel lugar. Quiero decir que daba carácter a la ciudad. Pero ¿qué puede hacerse en tales casos? Esos estúpidos bastardos sólo piensan en destruir las cosas bonitas para poner algo feo en su lugar. El terreno valía demasiado. —El viejo dio un bufido—. La misma historia de siempre. Cuando hay dinero rápido de por medio, nadie respeta nada.

El hombre volvió a su periódico. Peter encontró un banco vacío y se sentó en él. Se sentía abrumado, como si fuera a desvanecerse. Su corazón latía con violencia. Pensó: «Recapacitemos. Tratemos de poner las ideas en orden.

»Aquí es donde yo vivía antes de morir. Riveside, Massachusetts.

»Pero, ¿quién era yo?»