29
El Centro Cívico estaba situado cerca del centro de la ciudad. Era muy moderno, un tributo al progreso cultural de Riverside. Había sido proyectado como una especie de Centro Lincoln de segunda categoría.
Tenía un teatro, una sala de actos y una sala de conciertos, y estaba rodeado de fuentes y plazoletas.
Peter aparcó el coche en una de las plantas más bajas del laberinto de garajes situado debajo del complejo. Entonces, él, Ann y Marcia Chapín subieron a la explanada a través de una serie de pequeñas escaleras mecánicas.
Peter estaba sorprendido por el aspecto de Marcia. Llevaba un vestido largo de raso y varias sartas de perlas. Parecía descansada y tranquila, a la vez que animada por la multitud y las circunstancias. Sus ojos centelleaban. Pensó que, a pesar de su edad, era aún una mujer llamativa cuando se engalanaba. Clase. De vez en cuando, se cruzaban con personas que ella conocía, quienes saludaban a Marcia efusivamente y parecían verdaderamente contentos de verla.
—¡Dios mío! —dijo ella—. No había visto a algunas de estas personas desde hace años.
—La culpa es tuya, no de ellos —dijo Ann—. Deberías salir más a menudo.
—Sí. Creo que tienes razón.
Él cogió a las dos por el brazo y las condujo, a través del denso gentío, al gran salón de descanso iluminado con arañas. «Esta noche —pensó Peter—, Ann no puede estar más atractiva.» Llevaba un vestido largo negro, liso y ajustadamente ceñido a las caderas, con un atrevido escote que dejaba provocativamente al descubierto la redondez de la parte superior de sus blancos senos. Completaban su atavío unos pendientes de oro en forma de bucle con zafiros, y dos largas cadenas de oro de estilo antiguo alrededor del cuello, también con zafiros. Había un aura especial a su alrededor, sensual y muy femenina. Peter advirtió que los hombres se volvían para mirarla. A él le complació su interés... y le fastidió un poco.
El acomodador los condujo por un lado de la sala. Cada cual tomó su asiento. Había el habitual murmullo preliminar. Los músicos ya estaban en el escenario, probando los instrumentos. Peter examinó su programa, y le gustó su contenido. Sinfonía corta, de Aaron Copland; luego, el Concierto n° 3 en sol para violín, de Mozart; y finalmente, la Sinfonía n.° 5 en do sostenido menor, de Mahler.
El director alzó la batuta y la orquesta empezó la Sinfonía corta. Peter no era un fanático de Copland, pero escuchó con gusto aquella obra. Él era un hombre que seguía los conciertos con seriedad. Le gustaba concentrarse desde el principio, a diferencia de los habituales latosos del público que no conseguían situarse hasta transcurrido un buen rato. Los identificaba como los «abanicadores», unos tipos que creaban su propio y reducido ambiente agitando los programas ante sus caras. Observó por allí algunos ejemplares de otras especies: «los cabeceadores», «los pateadores», los «cuchicheadores» y aun otros más.
Apareció después Sergei Pavlik para la obra de Mozart, y el aplauso fue tremendo.
Peter se recostó en la butaca y cerró los ojos. Se sumergió en la música como en un tibio mar. Su mente empezó a ir a la deriva sin que él se esforzara en impedirlo. Estaba cansado. La noche anterior no había dormido bien. Era delicioso estar sentado allí, relajarse...
Flotaron imágenes ante él. Nombres, caras. Las de Hall Bentley, de Yerna Bird y Elva Carlsen. «Tenemos un alma aquí.» «Sí, veo el alma.» «Y tenemos un cuerpo que aloja esa alma.» «Veo el cuerpo.» La cara de Sam Goodman. La cara del doctor Ludwig Staub, gruesos lentes, acento marcado, corbata de lazo con lunares. «Si puede servirle de consuelo, le diré que no son de carácter esquizoide. Los sueños de los esquizofrénicos suelen ser sin relieve, nada evocadores.» El Laboratorio del Sueño de Sam Goodman, y la cochina estridencia del timbre despertador. «Tengo un sueño, doctor...» «La vela roja representa al Diablo, la vela blanca es Dios. El Amor y el Odio, el Amor y el Odio. Soy un hombre de muchas vidas. Chalaf, Makoto Asata y Caballo Rojo. De pie a la luz de la luna, mirando al frío lago, frío lago...»
Vio la luna, sintió la sutil cuchillada del viento, y rió a carcajadas, mientras pensaba: «¡Eh, eh, miradme, contemplad al Gran Jefe Dos Lunas blandiendo en el aire su clava de guerra! ¡Heme aquí en la floresta primitiva, junto a las relucientes aguas del Gitche Gumee! No hay nadie más que yo por estos contornos. El Gran Jefe Dos Lunas. El último mohicano.»
A lo lejos, al otro extremo del lago, el letrero luminoso le hacía señales: Puritano, Puritano. Entonces, desde el borde del embarcadero, se dejó deslizar dentro del agua y comenzó a nadar. Después, se sintió cansado, y llegó Marcia en el bote, y le golpeó la cabeza con el remo, y...
Oyó, a lo lejos, pronunciar un nombre. Lo decía una voz de mujer, como si llamara a alguien, pero no era su nombre. Sonaba así como: «Pete, Pete...» La voz se fue acercando, a través del lago, y él se preguntó de quién diablos podía ser, ¿y por qué «Pete»?
—Pete, por amor de Dios. ¡Despierta!
Abrió los ojos. Ann Chapin, sentada en la butaca de al lado, le sacudía el brazo. Tenía la cara pálida y los ojos llenos de horror.
—¿Qué pasa?
—Hablabas en sueños, ahora mismo. Gritabas.
Miró a su alrededor, desconcertado. Tuvo un vislumbre de Marcia, quien, después de haber dejado su asiento, corría pasillo arriba hacia la salida. Su cara estaba blanca como el yeso. El público estaba alborotado. Había gente de pie en torno a él, con cara de sorpresa, tratando de ver quién había gritado. En el escenario, algunos de los músicos intentaban seguir con el concierto como podían, pero el resultado era desastroso. La mayoría de ellos se habían levantado y, parpadeando, intentaban ver, a pesar del deslumbramiento, quién había lanzado aquellas voces. Sergei Pavlik estaba de pie, con el violín bajo la barbilla y la mano en alto sosteniendo todavía el arco, petrificado en plena ejecución. La expresión de su cara era de verdadero pasmo.
—¡Vamos, usted! ¡Fuera de aquí!
Se volvió para ver a dos acomodadores que, con sus ademanes, le indicaban airadamente que saliera al pasillo. Se levantó, con Ann, y avanzó a lo largo de la fila, tropezando con todas las rodillas que encontró a su paso. Un hombre masculló una palabrota al pasarle él por delante. Cuando, por fin, llegó al pasillo, los dos jóvenes acomodadores lo agarraron con rudeza.
—Vamos, joven.
Agarrotaron sus brazos y lo empujaron pasillo arriba, hacia la salida más próxima. Ann los siguió. Los cuellos se estiraban; un mar de cabezas se había vuelto para mirarlo. El director se volvió hacia sus músicos y trató de hacerlos entrar de nuevo en la vereda de Mozart. Manosearon esforzadamente sus instrumentos para encontrar un nuevo punto de partida a medio concierto.
En el salón de descanso, Ann preguntó por su madre. Un acomodador dijo que una señora vestida de verde había salido corriendo de la sala de conciertos y que parecía histérica. Había llamado un taxi y se había ido. Algunas personas rodearon a Ann y a él: un alto empleado del Centro Cívico, un periodista y un policía uniformado. Aunque aturdido, oyó lo que decían. Algo sobre los cargos que se le imputaban. Conducta desordenada. Alteración de la paz en un lugar público. Oyó que Ann trataba de justificar los hechos. Algo sobre el problema que él tenía, el de hablar en sueños. No, no estaba bebido.
Peter empezó a salir de su aturdimiento. Les dijo que lo lamentaba muy de veras, que había tenido una especie de pesadilla, que había caído en algo parecido a un enseñamiento, y que desconocía por completo lo que había pasado. Se disculpó de nuevo, profusamente. Y, de pronto, se encontró fuera con Ann. Estaban sentados en una barandilla, cerca de una de las fuentes.
—Lo siento —dijo él.
—Pero, ¿qué te ha pasado?
—No lo sé. No me lo explico.
Ella se encogió de hombros.
—No era tu voz, en modo alguno. Parecía la voz de otra persona, de otro hombre completamente distinto. Ha sido horrible. Empezaste a farfullar aquellas palabras..., algo sobre lo que lamentabas lo que habías hecho o dicho... y entonces, de repente, gritaste el nombre de mi madre.
—¿Eso hice?
—Dijiste algo disculpándote de lo que habías dicho y hecho, y después algo más sobre lo que la amabas, y luego, de golpe, gritaste: «¡No, Marcia, no!» Ante Dios, la Boston Symphony y todo el mundo. Con aquella salvaje voz de loco...
—¿Yo hice eso?
—Y eso no fue todo. Mi madre te miraba como si fueras un fantasma. Y, de pronto, se puso a gritar: «¡Jeff, Jeff!» —Ann le clavó su mirada—. ¿Por qué lo haría?
—No lo sé —mintió él—. No lo sé en absoluto.
—Creo que se me heló la sangre. Aquella expresión de mi madre... ¿Te sucede a menudo eso de hablar mientras duermes?
Él volvió a mentir.
—No.
—Bueno, llámalo como quieras, pero lo cierto es que ha sido algo sensacional. Probablemente saldrá mañana en los periódicos. —De pronto, mostró una leve sonrisa—. Pobre Sergei Pavlik... Si hubieras visto la cara que ha puesto... Y, desde luego, nos hemos quedado sin Mahler.
—También eso me sabe mal.
—Mejor será que vayamos en seguida a casa. Mi madre me preocupa.
Bajaron al garaje y subieron al coche. Él aún temblaba. Dejó el garaje y salió a la calle a gran velocidad, olvidando la señal de stop de la salida. Se oyó el alarido de unos frenos. Un gran Buick se detuvo en la calzada a unas pulgadas del costado del Pontiac.
—Sería mejor que condujera yo —dijo Ann en voz baja.
Por el camino, Peter pensó en todo ello. Sabía qué era lo primero que debía hacer. Y tenía que hacerlo inmediatamente.
A la mañana siguiente, tomó el coche y se dirigió al lago Nipmuck. Encontró lo oficina de un agente de la propiedad inmobiliaria que se encargaba de la venta y alquiler de chalets de la orilla del lago.
Al agente le fue fácil identificar el chalet cuando supo que había sido construido para Jeffrey Chapín. El hombre dijo:
—Ahora la casa pertenece a unos que se llaman Swanson. Pero no ha figurado nunca en nuestra lista de arriendos de verano. Los Swanson siempre pasan el verano allí mismo. —Entonces, el agente aguzó su ingenio—. El lago está muy lleno este año. Nos hallamos a primeros de junio, y prácticamente todo está alquilado. Sin embargo, quedan dos o tres casas que seguramente le interesarán.
—No —insistió Peter—. Quiero la que le he dicho. Y no la quiero para el verano. ¿Qué le parece sólo para las dos próximas semanas?
—Lo intentaré. Pero aquí los alquileres suelen ser por meses.
—Muy bien. Conciértelo para un mes.
El agente estudió a Peter.
—El alquiler actual es de unos mil al mes.
—Perfecto. Pero me gustaría saberlo en seguida.
El agente buscó un número y lo marcó en el teléfono. Habló brevemente con el propietario. Entonces, puso la mano sobre el micrófono y dijo a Peter:
—No les interesa. Piensan ocupar ellos mismos el chalet en junio.
—Dígales que les ofrecemos dos mil —dijo entonces Peter.
El agente lo miró con fijeza. Su boca se abrió un poco al caer su labio inferior.
—Señor Proud, déjese de bromas...Por este dinero yo podría conseguirle...
—Adelante. Dígales que dos mil.
El agente dio el nuevo precio. Volvió a poner la mano sobre el micrófono y sonrió.
—Esta vez, les ha hecho usted una oferta que nadie podría rechazar. ¿Cuándo se traslada usted allí?
El agente le indicó la situación del chalet en un mapa de las orillas del lago.
En el sueño, había visto el chalet sólo de noche. No tenía idea del aspecto que ofrecería de día. Ni de qué cambios habría sido objeto a lo largo de más de treinta años. No obstante, cuando llegó allí lo reconoció en el acto. Era sorprendente, pero casi no se notaba ningún cambio. Había un embarcadero mayor y los detalles estaban más cuidados. Algunos de los árboles que recordaba habían sido cortados, y ahora había a ambos lados unos chalets que antes no estaban. El chalet se veía recién pintado y con algunos adornos verdes. Observó, al otro extremo del lago, el mismo pinar, pero ahora el alto letrero luminoso decía: Holyday Inn.
Encontró la llave y entró. Aquí nada le era familiar. Los muebles eran de arce barato. En el interior de la casa, la cretona dominaba en todas partes; se notaba olor a cerrado. Descorrió las cortinas y abrió las ventanas para que entrara el aire. El teléfono estaba conectado. Los Swanson debían de usar la casa los finales de semana.
Telefoneó a Ann y le dijo lo que había hecho. Tenía el propósito, explicó, de terminar su libro allí, apartado de cuanto pudiera molestarle. A ella le sorprendió que hubiese encontrado y alquilado el mismo chalet que habían construido para su padre tantos años atrás. Él dijo que, primero, no tenía idea de que fuera el chalet de los Chapín. Todo había sido una increíble coincidencia; el agente con quien había hablado lo tenía en la lista, y él lo había tomado.
—Pete, a veces, no te entiendo. ¿Por qué has hecho una extravagancia como ésta, así, de repente?
—Un impulso que he tenido.
—Pero precisamente el chalet de mi padre... En el lugar donde... bueno, ya sabes. Donde sucedió aquello. Con tantos chalets como hay por allí...
—Ya te lo he dicho. Fue pura coincidencia.
—Ya lo sé, pero me estremezco sólo de pensar en ello.
—Sólo pensé —dijo él—, que me gustaría una casa junto al lago, y he alquilado una. Esperaba que lo pasaríamos muy bien en ella durante el verano. Pero si te preocupa tanto, me desharé del chalet.
—Lo siento, querido —dijo ella—. Creo que soy una tonta.
—No, mujer. Mira, esta noche llevaré allí algunas cosas desde la ciudad. ¿Quieres acompañarme? Al parecer, este final de semana será de los más hermosos.
—Estupendo —dijo ella—. Pero no podré estar ahí antes de las once. Tengo una reunión de la directiva en el bazar. Después, quiero ir un momento a casa y dar un vistazo a mi madre antes de salir. Su estado es desastroso desde lo del concierto.
—Muy bien —respondió él—. Entonces, te esperaré tarde. ¿Sabes dónde es?
Ella pareció sorprendida.
—¿Cómo no voy a saberlo? Mi madre me lo ha indicado infinidad de veces. —Luego, con dulzura—: ¿Sabes una cosa, Pete?
—¿Qué?
—Te quiero.
—Yo también.
Peter colgó. Bien, Ann llegaría tarde al chalet. Para él, estupendo. Así le sobraría tiempo para hacer lo que quería hacer.