26

Durante las dos semanas siguientes, vio a Ann con frecuencia. Volvieron a jugar al tenis. Él la llevó a cenar varias veces, una de ellas al Riverside Civic Center. Otras dos, las Chapin lo invitaron a hacerlo en su casa. Marcia Chapin se mostró cortés con él, pero distante. De vez en cuando, él la sorprendía en actitud de estudiarlo con curiosidad. Ella le hizo preguntas sobre su obra, como si la tenía muy adelantada y cuándo la terminaría. Él le contestó, sin inmutarse, que estaba invirtiendo en ella más tiempo del que había previsto. Tenía que clasificar un gran número de pequeñas subtribus, miembros de federaciones y confederaciones más importantes, del sur de Nueva Inglaterra. Todos ellos tenían sus propios poblados y cacicazgos.

Ella le dijo que, puesto que él disponía de una corta licencia, suponía que pronto debería volver a la UCLA, con el tiempo suficiente para preparar los exámenes de sus estudiantes y poner las notas. ¿Cuándo sería esto?, quiso saber.

Él le contestó que el primero de junio. Y explicó que podía arreglar las cosas de modo que sólo tuviera que irse una semana, o tal vez ni eso.

Marcia tenía la clara impresión de que, cuanto más pronto se marchara él, mejor se sentiría ella.

Un domingo por la mañana, Ann lo llamó.

—Pete, ¿te gustaría ir a un sitio en coche?

—¿Adonde?

—Es un lugar llamado Valle Tranquilo. A unos setenta y cinco kilómetros de aquí.

—Parece realmente bucólico. ¿Nos llevaremos lo necesario para comer en el campo?

—No —dijo ella—. No se trata de una salida al campo, sino de todo lo contrario. Si dependiera de mí, creo que no iría. Es algo que no puedo eludir.

—¿Qué quieres decir?

—Mi abuela está allí. La abuela Chapin. Reside en una casa de reposo. Ya te lo dije. Mi madre suele ir todos los sábados, pero esta mañana no se encuentra muy bien y me ha pedido que vaya en su lugar. Hace más de un año que no he estado allí, y no me gusta ir sola.

—Muy bien. ¿Cuándo voy a recogerte?

—Yo lo haré. Y oye, Pete...

—Sí...

—Eres un encanto de chico... por complacerme.

Lo cierto era que él se alegraba de aquella oportunidad. Tenía intención de visitar a la anciana más tarde o más temprano, pero habría tenido que hacerlo valiéndose de alguna artimaña. Habría tenido que explicar plausiblemente por qué él, un extraño, tenía interés en verla. Yendo con Ann, este problema quedaba resuelto.

Sentía curiosidad por Ellen Chapin. Que él supiera, era la única pariente carnal aún viva de Jeff Chapin. Y, por supuesto, del modo más extraño que se quisiera, era su madre. Sin embargo, no se sentía particularmente emocionado ante la perspectiva de a la anciana. Sólo la consideraba como un retazo más de los muchos que componían la identidad de Chapin, como una parte de la vida y del tiempo de su anterior encarnación. Y, además, no había aparecido nunca en ninguna de sus alucinaciones.

La Casa de Reposo del Valle estaba situada a gran distancia de la carretera principal. En los terrenos de su parte delantera, se extendían una serie de terrazas y de zonas de césped moteadas de pequeños jardines y árboles, y cruzadas por meándricos caminos bordeados de bancos metálicos pintados de blanco. El día era ventoso y más bien frío, por lo que no se veía en el exterior a ninguno de los ancianos residentes. El conjunto de la institución constaba de varios edificios como los que suelen destinarse a dormitorios, construidos de ladrillo rojo suavizado por hiedra trepadora.

Entraron en el pabellón de la administración.

—Desearíamos ver a la señora Ellen Chapin —dijo Ann en el mostrador de recepción.

—¿Son ustedes parientes o amigos?

—Yo soy su nieta. Él, un amigo.

La muchacha comprobó una ficha.

—La encontrarán en la habitación 106.

Se adentraron en un pasillo mullidamente alfombrado, y pasaron ante un puesto de flores, un puesto de regalos y otro de libros, un pequeño drugstore y un salón de belleza. El lugar tenía el opulento aspecto de los sitios caros. Peter pensó, con horror, que Marcia Chapin no había ahorrado nada para que su suegra gozara de los mejores cuidados. Probablemente, su reflexión había sido: «Una vez muerto el bastardo, y habiendo sido yo quien lo mató, es lo menos que puedo hacer.»

Un buen número de residentes ancianos se hallaban en la sala de recreo. Sus caras estaban secas y marchitas, sus cuerpos llenos de artritis, sus ojos no tenían expresión. Estaban sentados en sillones de playa o ante mesas con la parte superior de cristal, la mayoría de ellos frente a un televisor, viendo uno de los últimos seriales de la tarde. Los ojos de aquellos viejos eran vidriosos, y Peter tuvo la impresión de que, en realidad, no sabían lo que se desarrollaba ante ellos, de que no seguían en absoluto el hilo del argumento, sino que se limitaban a fijar la mirada en la pantalla por el solo hecho de que estaba allí. Al pasar por su lado, ninguno de ellos sintió la curiosidad suficiente para hacerle volver la cabeza.

Sintió lástima por toda aquella gente. Habría querido iluminar sus caras inexpresivas y sin esperanza. Habría querido decirles que todos tendrían otra oportunidad.

—Detesto este lugar —le susurró Ann—. Siempre que vengo aquí me vienen ganas de llorar. Si un día llego a ser tan vieja, no permitiré que me arrinconen en un sitio como éste. Antes me mataré.

La puerta de la habitación 106 estaba abierta. Antes de entrar, se quedaron un momento mirando al interior.

Ellen Chapin estaba sentada en el borde de la cama. Una rolliza enfermera de media edad le estaba dando a cucharadas lo que parecía ser una papilla de cereales o algún alimento para niños que tomaba de un tazón. La enfermera no siempre hacía blanco con la cuchara. La anciana balbuceaba algo mientras hacía lo posible por tragar. Un poco de papilla se escurrió por su mejilla.

—Ya estamos, señora Chapin —dijo la enfermera, con tono alegre—. Ya hemos terminado. Así se hace. Muy bien.

El balbuceo de la vieja mujer era del todo incoherente. Llevaba una bata floreada que parecía tragarse su delgada figura. Sus hombros eran estrechos y caídos, la línea de su espalda, sentada como estaba en la cama, era visiblemente gibosa. Sus piernas eran como dos garrotes, y mostraban las nervaduras de grandes venas varicosas. Su cara era arrugada y de una blancura yesosa. Sólo sus ojos, azul oscuro, parecían tener vida. Como los de una criatura, sin pestañear, estaban fijos en la enfermera, como si le costara entender sus palabras.

—Esto es, guapa. Hoy lo ha hecho usted muy bien.

La voz de la enfermera era suave. Ni ésta ni la señora Chapin se habían dado cuenta de que ellos las observaban desde el hueco de la puerta. Ann dio en ella unos ligeros golpecitos. La enfermera se volvió, pero Ellen Chapin siguió con la mirada fija.

—Soy Ann Chapin, su nieta. Éste es el doctor Proud, un amigo.

La enfermera dejó el tazón.

—Entren, por favor. Soy la señorita Hagerson. Con su madre, nos hemos visto aquí muchas veces.

Ann señaló a la anciana con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo está?

—Casi igual. Sigue viviendo sólo en su propio mundo, la pobre. Claro que ya hace mucho tiempo que está así. —La enfermera sonrió—. Su abuela es muy apacible, nunca nos causa molestias. —Se volvió hacia la señora Chapin—. ¿Verdad, querida, que nunca nos causa molestias?

La vieja mujer aún no se había dado cuenta de que ellos estaban en la habitación. Su inexpresiva cara estaba vuelta hacia otro lado, y su boca seguía moviéndose. Peter la observaba. Pensó de nuevo: «En otro tiempo, ésta fue mi madre». No sintió nada en particular, excepto lástima.

La enfermera dio un cariñoso golpecito en la mejilla de Ellen Chapín.

—Vuélvase, querida. Tiene visitas. Qué bien..., ¿eh? —La anciana no respondió. Con suavidad, la enfermera cogió la cara a Ellen Chapín entre sus manos y le hizo girar la cabeza en dirección a ellos, igual que si manipulara la cabeza de una muñeca—. Es su nieta. Está aquí con un amigo.

Los ojos azules de la anciana enfocaron a Ann sólo un momento, después miraron a Peter.

—No sabe quién es usted, naturalmente —dijo la señorita Hagerson—. Pero ha advertido que hay alguien más en la habitación, que tiene visitas. Y estoy segura de que le gusta. Incluso las personas como ella, que han perdido todo contacto con la realidad, pueden sentirse solas...

La enfermera calló de repente al ver la expresión de la cara de Ellen Chapín. La anciana miraba a Peter de hito en hito. Él sintió un ramalazo de inquietud. La anciana había detenido su balbuceo, y su inexpresivo rostro se había animado. Sus ojos, fijos en Peter, hacían grandes esfuerzos, como si quisieran traspasar la niebla. De pronto, sonrió.

—Jeff —dijo.

Peter quedó estupefacto. Sintió en su piel la punzada de infinitos alfilerazos. Miró a Ann. Ésta contemplaba a la anciana boquiabierta.

—¡Qué curioso! —dijo la señorita Hagerson—. Cree que es usted su hijo, doctor Proud. Nunca había hecho nada semejante. Con nadie...

—Jeff, querido, ¿dónde estabas? —La voz de la vieja era ahora perfectamente clara, y demostraba lucidez. El cambio, después del balbuceo de unos minutos antes, era sorprendente—. ¿Por qué estuviste tanto tiempo fuera? ¿Por qué no venías a verme?

Ellen Chapín se levantó de la cama y fue hacia él con los brazos abiertos en espera de su abrazo. Su se puso a temblar. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas.

«Dios mío —pensó Peter—, ¿qué sucede? ¿Tendrá esta mujer alguna clase de percepción extrasensorial que no poseen las personas normales?» Él no tenía el aspecto de Jeff Chapín, su voz era distinta a la suya y no hablaba como él. Sin embargo, era evidente que, en la mente de la anciana, él era incuestionablemente su hijo. Era increíble y aterrador.

Ella seguía mirándolo, alzando hacia él sus ojos anegados de lágrimas. Se enderezó y puso sus temblorosas manos sobre los hombros de Peter. Él miró, como si buscara ayuda, a Ann y a la enfermera. Sus caras estaban llenas de lástima. Le decían: «Complázcala, sígale la corriente».

La tomó en sus brazos, sintió una ligera repugnancia; y aún más que eso: miedo. Deseaba quitársela de encima, pero el delgado cuerpo de la mujer se apretaba contra el suyo mientras sollozaba sobre su hombro.

—Todo va bien, madre —dijo él—. Todo va bien...

—Has estado encantador, ¿sabes? —dijo Ann.

—¿Qué?

—Representando tan bien ese papel. Habrás tenido que hacer un gran esfuerzo.

—Sí.

—De todos modos, la has hecho muy feliz. —Y, al cabo de un momento—: Me pregunto por qué tú precisamente, le recordaste a su hijo.

—Que me maten si lo sé.

De pronto, Ann se puso a reír.

—¿Sabes quién soy yo? Soy la versión femenina de Hamlet. Acabo de ver el fantasma de mi padre. Aunque tú eres un poco joven para eso.