24
Respiró hondo y tocó el timbre. Le pareció que había pasado una eternidad antes de que oyera acercarse alguien. Por fin, la puerta se abrió y apareció ella.
—Soy Peter Proud —dijo él.
—Y yo Marcia Chapín, la madre de Ann. Entre, por favor. —Cerró la puerta y se volvió hacia él—. Ann está arriba. Bajará en seguida.
Los ojos azules que él recordaba tan bien lo estudiaron. Luego, ella dijo, intrigada:
—¿No nos habíamos visto antes?
—No.
—¿Está seguro?
—Seguro.
Ella siguió observándolo, confundida.
—Es extraño. Tengo la rara sensación de que nos..., pero, no; creo que usted tiene razón. Peter Proud, con su perdón, es un nombre tan chocante que lo habría recordado si nos hubiésemos conocido antes. —Después—: Ann me ha dicho que es usted de Los Ángeles, y que ésta es la primera vez que visita Riverside.
—Sí. Y lo mismo puedo decir de Nueva Inglaterra.
Él se daba cuenta de que aún estaba desconcertada, de que algo de su persona la inquietaba.
—Ay, no sé por qué nos hemos quedado aquí de pie. ¿Por qué no bebemos algo mientras esperamos?
—Gracias. Con mucho gusto.
Él procuraba no mirarla fijamente para no parecer descortés. Era la misma mujer que había visto en sus sueños, no existía la menor duda. Aun cuando sabía que la encontraría cambiada, había mantenido la ilusión, hasta cierto punto, de que tendría el mismo aspecto que la joven Marcia que él había visto tantas veces. Verla ahora fue un verdadero choque. Juzgó que tenía unos cincuenta años, quizás un año o dos más. Aquí y allí, estaba aún presente la sombra de lo que en otro tiempo fue excitante belleza: en sus ojos, en los rasgos ligeramente orientales de su rostro, en el balanceo de su cuerpo debajo de la bata roja que llevaba. Había mechones grises entre los cabellos que un día fueron negros como el carbón. Había engordado algo, aunque no lo suficiente para poder compararla con una matrona. Su cara era tenuemente macilenta, con una palidez interior que parecía casi enfermiza.
En cierto modo, él se sentía un poco desilusionado. Había esperado algo semejante a un drama en este primer encuentro. Después de todo, había vivido largo tiempo con aquella mujer, tanto en su vida anterior como en su vida presente. En la primera, ella lo había abatido en plena juventud, a sangre fría; en la segunda, lo había torturado lo indecible. Había venido de muy lejos para encontrarla, y le había costado algún tiempo. Sin embargo, no sentía indignación, ni resentimiento, ni deseos de venganza. Sólo curiosidad. Quería saber por qué ella había hecho lo que había hecho, por qué había sido capaz de matarlo tan salvajemente.
Marcia lo condujo, a través de una gran sala de estar, a una combinación de estudio y salón de recreo con hondos sillones de cuero y un pequeño bar.
—Siéntese, por favor. ¿Qué desea para beber?
—Un martini, si no es molestia.
—Ninguna molestia.
Mezcló la bebida rápida y expertamente, como si fuera para ella una costumbre. Él advirtió que casi sólo se ponía soda. Pero era la habitación lo que lo fascinaba, y las fotografías que llenaban las paredes. Era, sin lugar a dudas, la habitación de un hombre, desde los muebles hasta cada detalle decorativo. No podía observarse en la estancia el menor adorno femenino. Sin embargo, que él supiera, no vivía ningún hombre en la casa.
Las fotografías le interesaron de modo especial. Había por lo menos veinte de ellas alineadas en las paredes, y cada una era una fotografía de Jeff Chapin. Algunas veces, Marcia estaba a su lado en la foto, la joven Marcia de sus sueños, con el mismo aspecto en que la había visto en ellos.
Ahora Peter Proud tenía una buena oportunidad para verse tal como había sido en realidad en su precedente encarnación. La fotografía del periódico le había dado una imagen vaga, un poco confusa. Éstas eran claras. Había una foto de Jeff en la línea de fondo de una pista de tenis, diponiéndose a servir. Una fotografía de él, sonriendo, en uniforme de marine. Otra del mismo género con Chapin, también de uniforme, sentado al borde de una carretera con dos o tres de sus compañeros, sonriente y tranquilo, con un cigarrillo que colgaba de sus labios. Y, en cada una de ellas, la dedicatoria: «A Marcia. Con todo mi amor. Jeff». Había instantáneas de Jeff y Marcia en el gran Packard Clipper, él mostrando los dientes al fotógrafo, ella sonriendo. Después, ellos dos echados en la playa. Y otra con Jeff riendo y llevando en brazos a una Marcia en evidente actitud de protesta, mientras empezaba a pisar el agua del mar. Todavía otra, una fotografía de boda, con un Jeff muy joven, tímido y confuso, y una Marcia joven, hermosa y radiante de satisfacción, rodeados de asistentes a la boda, gente que él no conocía. Había una fotografía con Jeff de pie detrás de un enorme pez que había capturado y que colgaba de un gancho en la plataforma de pesaje de un desembarcadero. Sostenía una caña de pescar y parecía hacer muecas a la cámara. Y aun otras: de nuevo Jeff Chapín ahora vestido de jugador de tenis y con la cara brillante de sudor, sonriendo y recibiendo una hermosa copa del presidente de un torneo; Jeff Chapín con traje de calle, sentado detrás de un escritorio, probablemente, pensó Peter, en el Puritan Bank and Trust. Y, por último, cuidadosamente enmarcada, la mención por la Infantería de Marina del Cabo Jeff Chapín por su distinguido valor en combate; y, debajo del documento, una medalla y un galón.
Era algo tremendo, sobrenatural, estar allí sentado en un profundo sillón de cuero, tomando un martini y contemplando al mismo tiempo en aquellas paredes un panorama de su vida anterior, aquella especie de reportaje restrospectivo sobre quién era él y qué hacía entonces, aquellos momentos culminantes de su vida que se habían considerado dignos de fotografiarlos, enmarcarlos y colgarlos allí. Estudió las fotos con ojo crítico, y pensó: «No era precisamente un tipo mal parecido, nada de eso, sino muchísimo mejor parecido que ahora...».
—Era mi marido —dijo Marcia.
—Sí, Ann me habló de él.
—Era un hombre maravilloso. Ésta era su habitación favorita. Su escondite personal.
Él la miró con fijeza.
—Entonces, ha vivido usted siempre aquí desde...
Ella asintió con un movimiento de cabeza.
—Siempre, desde 1945. El año anterior a su muerte. Le gustaba tanto esta casa... Después... después de que me dejara, no pude marcharme de ella. Aquí aún había demasiado de él, ¿sabe?
Había terminado su martini y se preparó otro. Con las tenacillas, cogió un cubito de hielo de un pequeño cubo de plata. Él pudo ver que su mano temblaba un poco. Marcia dedicó una enorme atención a esta simple tarea. Cuando volvió a sentarse, aguantó su propio vaso desmayadamente. De pronto, pareció más fascinada por el martini que él sostenía. Acababa de darse cuenta de que Peter estaba dando golpecitos con la uña en el borde del vaso mientras escuchaba el tintineo del cristal. Él notó que aquello la trastornaba, y se detuvo de golpe, consciente del modo como ella lo miraba.
—Perdone —dijo—. Un viejo y molesto hábito mío.
—No me molesta —respondió ella—. Sólo que es tan extraño...
—¿Sí?
—Él también tenía esta costumbre. Mi marido. Solía dar golpecitos en el borde del vaso, igual que usted.
Le pareció que Marcia se había puesto súbitamente pálida. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Peter. Si se había llevado más allá de la tumba una de las pequeñas excentricidades de Jeff Chapin, ¿no habría hecho lo mismo con muchos otros detalles que Marcia podría reconocer e identificar de la misma manera?
Él cambió de tema dirigiendo una mirada a las fotografías de la pared.
—Debe de ser algo terrible... Morir tan joven...
—Sólo tenía veintisiete años. ¿Le contó Ann cómo sucedió?
—Pues... me dijo que se había ahogado.
—Pero ¿no le dijo cómo?
—No.
—Las tragedias suceden de una manera tan estúpida... Sobre todo, si se presentan de modo inesperado. Pienso en ello, vuelvo a pensar en ello, una y otra vez, y me digo que pudo no haber sucedido de aquel modo. Pudo no haber sucedido...
—Escuche, señora Chapín, tal vez no habría debido hablarle de eso. Debe de ser algo capaz de trastornar a cualquiera.
—No —dijo ella—. No. Sucedió hace ya tanto tiempo... Ya lo he superado. Hace mucho que lo he superado. Aunque es natural que no sienta usted interés por ello, no me importaría hablar ahora de eso. No me importa, de verdad. ¿Ve usted?, teníamos este chalet junto a un lago en las afueras de Riverside. El lago Nipmuck. Estábamos a últimos de septiembre, ¿sabe?, cuando todos los veraneantes ya han regresado a casa. A Jeff y a mí nos encantaba ir al chalet precisamente entonces. Había tanta paz y tranquilidad, era todo tan hermoso cuando las hojas empezaban a tomar colores otoñales...
Los ojos azules estaban ahora ausentes, muy lejos. Su voz era monótona, como si estuviera recitando un discurso muchas veces ensayado y muchas veces repetido. ¿Hablaba de esto con todos los extraños con que topaba? ¿Con qué frecuencia tenía esta conversación, decía este monólogo sobre su marido muerto veintiocho años atrás? Tal vez era esta habitación, con sus fotografías en la pared, lo que la había inducido a hablar de este tema. Y, por supuesto, de sus recuerdos culpables.
—Aquella noche se empeñó en nadar en el lago. Dijo que le gustaría nadar desnudo, que nadie podría verle, pues la oscuridad era completa. No solía hacerlo de tal manera ni a aquella hora. Había cruzado el lago a nado muchas veces, eso sí, y era un nadador muy resistente. Le rogué que no lo hiciera porque el agua estaba muy fría, pero él insistió. Había tomado, bueno..., un par de tragos, y se mostró obstinado. Cuando mi esposo se metía una idea en la cabeza, no había nada que pudiera detenerlo. Cuando hubo salido, pensé que aquello era una verdadera locura. ¿Qué haría cuando llegase a la orilla opuesta? No llevaba bañador. Y, además, el frío se apoderaría de él. Corría el riesgo de morir de una pulmonía. Así que saqué nuestra canoa y salí en su busca para recogerlo y hacerlo regresar conmigo. Pero... no pude encontrarlo. Había desaparecido. Debía de haberse hundido en algún lugar. Algo le sucedió, tal vez un calambre, no lo sé. Por otra parte, no había podido llegar a la otra orilla; no había pasado bastante tiempo. Di vueltas y más vueltas por el lago gritando su nombre. Pero había desaparecido. Fui a la otra orilla, al hotel, y llamé a la policía. Lo sacaron del fondo del lago... dos días después. ¿Ha visto usted alguna vez a alguien que se ahogó y que estuvo algún tiempo debajo del agua? Se ven tan blancos, tan abotagados, tan horribles...
Él escuchaba y, por primera vez, sintió una punzada de indignación. «Eres una farsante —pensó—. ¡Perra asesina!»
—Ay, perdone —dijo ella de improviso—. No sé por qué le estoy contando todo esto.
—No hay de qué perdonarla.
—Sí, debe perdonarme. Sé que lo he estado aburriendo.
—De ninguna manera.
Ella siguió disculpándose.
—Crea que estoy sorprendida de mí misma. Normalmente, no hago esto con nadie. Supongo que lo hice sin pensar. —Intentó sonreír—. Es lo mismo que cuando uno cuenta su operación—. Alargó la mano para coger el vaso de él—. ¿Otro martini?
—No, gracias.
Ella dio una mirada a su reloj de pulsera.
—Me sabe mal que tenga que esperar. No sé qué retendrá a Ann. Me ha dicho que se quedará usted aquí por algún tiempo.
—Sí. Varias semanas, por lo menos.
—Sí, claro... —Él tuvo la vaga sensación de que esta noticia la fastidiaba, a pesar de que su voz era impasible—. Supongo que debe estar muy ocupado con las investigaciones para su libro..., sobre los indios norteamericanos, ¿verdad?
—Ah... ¿Se lo ha dicho Ann?
Ella sonrió.
—Ann me ha dicho muchas cosas de usted. Es muy interesante eso de que esté haciendo un libro sobre los indios. Mi marido tenía sangre india, ¿sabe? Un dieciseisavo de pequot, y estaba muy orgulloso de ello. Por aquí, son raras las personas que tienen sangre india. Tengo entendido que esto es mucho más corriente en los Estados del oeste.
Peter estaba a punto de hablarle de su herencia séneca. Pero decidió no hacerlo. En aquel momento, entró Ann. Llevaba una chaqueta estampada de cuello camisero sobre unos pantalones de color blanco.
—Bien, por fin la tiene usted aquí —dijo Marcia.
—Sí.
—Perdone que le haya hecho esperar.
—No hay de qué perdonarla. He estado en muy grata compañía.
—Hemos conversado un buen rato —dijo Marcia, sonriendo—. Es muy simpático, Ann.
—Ya te dije que lo era, mamá. Pete, será mejor que nos vayamos.
—Pero, hija —dijo Marcia—. ¿No quieres sentarte un momento y beber algo?
—Perdona, no podemos. Hemos reservado mesa, y ya estamos haciendo tarde. Ola está preparando la cena y se quedará toda la noche, como de costumbre. —Luego, un poco ansiosa—: ¿Puedo marcharme tranquila?
—Sí, mujer.
—En caso de que me necesitaras, estaremos en Mario's. Encontrarás el número en el índice de los teléfonos.
—No te necesitaré —dijo Marcia.
—¿Estás segura?
—Segura. Y ahora, vete, y que lo paséis bien.
Cuando, ya en el coche, dejaban la casa, él se preguntó por qué Ann se había mostrado tan inquieta y solícita. Pero no dijo nada sobre ello. Dirigió el coche avenida Vista arriba, y entonces Ann dijo:
—Bien, ¿qué piensa usted de ella?
—La encuentro muy simpática.
Ella sonrió.
—Un perfecto caballero y un verdadero diplomático. Ya veo que no se atreverá a decir nada más.
—¿Debo hacerlo?
—No sé. Me ha parecido que ustedes dos no hacían muy buenas migas.
—Vamos... ¿Qué le hace pensar eso?
—Llámelo intuición. Ciertas vibraciones que han cosquilleado mis sensibles antenas. Cuando he entrado, estaban los dos sentados mirándose el uno al otro con prevención. Me he dado perfecta cuenta.
—Bien —dijo él, sonriendo—, tal vez sí, pero acabábamos de conocernos. ¿Cómo podía saber que no acababa de ver por primera vez a mi futura suegra o algo por el estilo?
Ella rió.
—Supongo que lo dice en broma.
—No del todo. En realidad, ese pensamiento cruzó mi mente. Quizá cruzó también la de su madre. ¿No ven siempre las madres a los visitantes masculinos de la casa como a probables yernos?
—Creo que sí, pero sólo en las obras de Tennessee Williams. Sea como sea, creo que es usted un poco prematuro, desde luego.
—Desde luego.
—Pero, a pesar de todo, me gusta que haya pensado en ello. ¿De qué hablaron con mi madre?
—De varias cosas. Pero, sobre todo, de su padre.
Ella lo miró con fijeza.
—¿De mi padre?
—No sé cómo surgió el tema. Tal vez todas aquellas fotos de la pared. Lo cierto es que me contó todo lo que sucedió en el lago. La forma en que murió...
—Es extraño.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Nunca habla de este hecho con nadie. Ni siquiera conmigo. —Volvió a mirarlo fijamente—. ¿Por qué con usted?
—No lo sé.
Meneó la cabeza, desconcertada.
—Es realmente extraño. No lo comprendo.
—Tengo la impresión de que todavía lo llora, de que lleva todavía el luto en su corazón.
—Sí, así es.
—Pero, después de tanto tiempo, no es eso un poco...
—¿Morboso?
—Oiga, yo no he dicho eso...
—Ya lo sé. Soy yo quien lo ha dicho. Y la respuesta es sí. En este sentido, está un poco enferma. La muerte de mi padre fue un duro golpe para ella. De hecho, jamás llegó a superarla. Me imagino que debió de amarlo muchísimo. De vez en cuando es víctima de estas grandes depresiones. No es normal, ya lo sé. Nunca lo he comprendido...
«Yo sí —pensó él—. Su culpa, nena. La culpa es como un mono agarrado a tu espalda. El mono más grande y más pesado del mundo. La culpa puede volver loco a cualquiera.»
—Esa habitación en que estaban ustedes, por ejemplo —estaba diciendo Ann—, es una especie de santuario. Yo nunca entro en ella; es demasiado deprimente. Y todas esas fotos de mi padre. Se mete allí sola, y es capaz de pasarse horas mirándolas, reviviendo sus recuerdos. Creo que ya me he acostumbrado a ello. Pero nunca deja de sobrecogerme un poco verla hacerlo. Me gustaría que cualquier día las sacara todas de allí y las arrinconara. Aún es bastante atractiva para su edad, ¿no le parece? Todavía podría encontrar otro hombre. Se sorprendería usted de lo alegre y cariñosa que es mi madre cuando quiere serlo.
—Entonces, ¿jamás volvió a casarse?
—No.
—Pero habrá habido otros hombres. Después de...
—No lo sé. Creo que, cuando yo era aún muy joven..., al menos me lo dijeron, hubo algunos. No duraron mucho, y no les hago ningún reproche. Yo también habría dado media vuelta si hubiese tenido que competir con un fantasma. Desde hace algunos años, mi madre se ha retirado casi de todo, se queda en casa la mayor parte del tiempo. Solía ir al club de vez en cuando para encontrarse con sus amistades. Ahora casi no ve á nadie. Fuera de mi abuela.
—¿La madre de ella?
—No. La de mi padre.
—Ah... Así, ¿vive todavía?
—Sí, si quiere llamarlo así. Medio viva sería la expresión adecuada. Es vieja, completamente senil. Perdió la memoria y no conoce a nadie. Toda su actividad se reduce a permanecer sentada en una silla de ruedas y a parlotear sin sentido. Está en una institución de las afueras de la ciudad. Hace un año que no he ido a verla. No puedo soportarlo; me deprime tanto ver a un ser humano marchitarse, consumirse de aquella manera... En cambio, mi madre se preocupa mucho por ella. Corre con todos los gastos, estancia, enfermeras, médicos, y no es nada barato. Y no sólo eso. Va a visitarla una vez por semana como mínimo; a veces, dos. Pasa media tarde con ella sólo para hacerle compañía.
—¿Aún sabiendo que la anciana no sabe siquiera quién es ella?
—Aquí está lo raro de la cuestión. De todos modos, mi madre no deja de visitarla. Ha tomado a la abuela bajo su entera responsabilidad. Supongo que todo eso tiene alguna relación emocional con mi padre...
»Ya estamos otra vez en lo mismo. Ahora soy yo quien lo ha hecho.
—¿Qué?
—Hablar de mi padre. —Lo miró con fijeza—. No sé qué pasa aquí. De repente, mi padre se ha convertido en el tema más importante de conversación. Llegó usted a la ciudad, y esto bastó para que mi madre y yo empezáramos a hablar de él a un extraño. Después de treinta años de su muerte, vuelve a primer plano al aparecer usted. ¿Por qué?
—No lo sé.
—Bueno, esto no tiene sentido. Así que, si a usted no le importa, dejaremos correr el tema de mi familia. Ya hemos perdido bastante tiempo machacándolo, y todo eso es una verdadera lata. ¿Por qué no hablamos de nosotros?
—Claro, ¿por qué no? ¿Por dónde empezamos?
—Pues mire... Yo sé que usted es soltero y no ignoro a qué se dedica. Usted sabe que soy una señora sin compromiso y no ignora a qué me dedico.
—Y entonces, ¿qué?
—Pues que tengo que hacerle una pregunta.
—Adelante.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Veintisiete.
—¿Cuándo cumplirá los veintiocho?
—El diez de octubre.
—Dios mío... —dijo ella—. Esto me convierte en lo que se llama una mujer mayor. —Rió—. Me siento como un personaje de una obra de Colette. Me refiero a la mujer de cierta edad con infinita experiencia que seduce a un ingenuo joven.
—Supongo que no dirá eso en serio sólo por una diferencia de tres meses.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Cómo sé qué?
—Que tengo tres meses más que usted.
Lo miraba sorprendida. Los ojos violeta estaban perplejos.
—Lo dije al azar.
—No —repuso ella—. Usted lo sabía. ¿Cómo? Yo nunca se lo he dicho.
De pronto, Peter se acordó de algo. Algo que lo tranquilizó. Estuvo a punto de decirlo a gritos.
—Una de aquellas fotografías de la pared.
—¿Sí?
—Era una foto de su padre y su madre tomada en el césped de detrás de la casa u otro lugar parecido. Su madre tenía en brazos lo que parecía un bebé de pocos meses. Sin duda era usted. Había una fecha en ella, un día del mes de julio, creo.
—Sí, el veinte de julio.
«A partir de ahora, tendré que andarme con cuidado —pensó—. Deberé pensar antes de hablar. Dejar ver que sé sólo lo que se espera que sepa.»
—Veinte de julio —dijo él—. ¿Cuál es su signo?
—¿Signo?
—Signo del Zodíaco.
—Ah, Cáncer.
—Pues yo, ya lo sabe usted, soy un Libra.
—¿Es un buen signo?
—Perfecto. Los Libra y los Cáncer ligan muy bien. Muy simpático11. Se enamoran a menudo entre ellos y suelen unirse para toda la vida. El momento actual es precisamente muy favorable para ello, pues Júpiter se halla en la séptima morada solar y Mercurio está al final de su período retrógrado.
Ella lo miró un instante con fijeza y luego rió.