22

El cementerio de Hillside estaba situado a más de un kilómetro y medio de los límites de la ciudad.

Se llegaba a él subiendo por la larga cuesta de una colina. Al llegar a la cumbre, Peter pudo ver debajo de él toda la extensión del cementerio. Era grande, mucho más grande de lo que suponía, y estaba cercado por un alto muro de piedra. Podía ver hileras y más hileras de lápidas mortuorias, estatuas y más estatuas, pequeñas tumbas de mármol, ángeles con los brazos y alas abiertos. Parecían los soldados de un blanco y silencioso ejército cuadrados en una verde y fresca plaza de armas.

Le parecía extraño que su otro cuerpo estuviese enterrado en algún lugar allí abajo.

El cielo se había oscurecido y, de cuando en cuando, se oía el siniestro zumbar de un trueno. Delgadas y negras nubes se deslizaban bajo un telón de fondo gris, rápidas, a poca altura, como furtivos guerrilleros. El viento era más fresco; susurraba una húmeda palabra: lluvia. Peter dio una mirada a su reloj. Eran las seis y algunos minutos. Pronto oscurecería. Tenía que darse prisa.

Se dirigió hacia la entrada principal. Dos puertas de hierro con rejas, ahora cerradas, interceptaban la carretera de entrada al cementerio. La puerta de las oficinas, próxima a la entrada, estaba cerrada. Llamó a ella con unos golpes. Nadie contestó. A aquella hora, las oficinas ya no estaban abiertas. Dio la vuelta hacia un lado del edificio y miró hacia dentro. Pudo ver, a través de las persianas, un par de escritorios, y un gran plano del cementerio en la pared. Sabía que allí, en algún lugar, tenía que haber un registro en que constase cada tumba con el nombre del respectivo yaciente.

Por un momento, pensó que podía forzar la ventana y meterse por ella. Pero el tráfico que había en aquella carretera le hizo reconsiderar su intento. Fue de nuevo hacia las enrejadas puertas; estaban cerradas con cerrojo por dentro. La mitad posterior del edificio de las oficinas se adentraba en el cementerio. Algún empleado de las mismas debía de abrir las puertas desde el interior cada mañana. El fragor de un trueno lo dejó en suspenso. Se quedó inmóvil, indeciso. Pero sabía que no podía esperar. Su tumba estaba en algún lugar de allí dentro. Quería verla ahora.

Estudió la pared. Vio que era demasiado alta para trepar por ella. Subió entonces al coche y, conduciéndolo por encima de la hierba, lo situó paralelamente a la pared. Salió del vehículo y se encaramó sobre el capó. Ahora le fue fácil alcanzar la parte más alta del muro, agarrarse, pasar sobre él y saltar al otro lado.

Se detuvo, perplejo, ante la cantidad de tumbas que vio ante él. Quizás había un millar, y se extendían hasta más allá del horizonte, hasta el infinito. Piedras cuadradas, piedras rectangulares, algunas macizas, otras delgadas, y algunas pequeñas, pertenecientes a niños.

Empezó a andar, dejando atrás una hilera de losas, y después otra, en busca de su tumba. No tenía la menor idea de dónde estaba. Todo lo que podía hacer era seguir buscando por aquel laberinto, mirar todas las lápidas de aquel maldito cementerio hasta que la encontrase.

Los truenos seguían retumbando, pero la lluvia se había alejado. El viento soplaba ahora con más fuerza y hacía girar las hojas muertas ante él en pequeños remolinos. Recorrió una hilera hacia arriba, otra hacia abajo. Entonces la próxima de nuevo subiendo y la siguiente bajando...

«¿Dónde demonios estará?»

Se iba irritando, se sentía frustrado. Había leído centenares de lápidas. Los ojos le dolían de tanto observar las inscripciones sin dejar de andar. Tenía que comprobarlas todas; de otro modo, se habría expuesto a pasarla por alto. Al cabo de un rato, calculó que había cubierto tal vez una cuarta parte del cementerio.

Le pareció sentir una gota de lluvia. Se estaba haciendo tarde. El plomizo cielo y la noche que se acercaba conspiraban para sumir el cementerio en una media luz sobrenatural. Cada vez le era más difícil ver con claridad. Dentro de quince minutos sería demasiado oscuro para...

Entonces la vio. Era una losa cuadrada. Maciza. De granito pulimentado. La inscripción era simple:

Jeffrey Chapín

esposo y padre amantísimo

1914—1946

Se acercó a la tumba y acarició la piedra can la mano. Pasó los dedos sobre las letras grabadas.

Jeffrey Chapin. Esposo y padre amantísimo.

Le parecía que la cabeza le iba a estallar. Tenía que morderse la lengua para no gritar. Vio allí cerca una sepultura abierta. Estaba recién excavada, preparada para el día siguiente. Los sepultureros habían dejado sus palas clavadas en el montón de arena apilada poco antes.

Por un instante tuvo un loco impulso. Deseó coger una de aquellas palas y, como un vampiro, cavar hondo en su propia tumba. Deseó llegar hasta el ataúd y levantar su tapa.

Y mirarse a sí mismo.

No sabía cuánto tiempo había estado allí de pie. Ahora, había oscurecido. Una gota de lluvia le dio en la cara, después otra. Sus poros rezumaban sudor. Podía apenas distinguir las lápidas que lo rodeaban. Pensó en todos los cuerpos corrompidos que yacían debajo de ellas. Cuerpos como el suyo, cuyas almas los habían dejado ya hacía tiempo para encontrar otra casa. Todas aquellas lápidas, pensó, con aquellas inscripciones tan estudiadas, qué despilfarro... No hacían sino señalar dónde habían quedado los restos químicos del querido difunto.

Recuperó la razón. Era una idiotez seguir allí de aquel modo en plena oscuridad. A trompicones, volvió a la estrecha calzada del cementerio, fue hacia las puertas de hierro, las abrió y subió al coche. Ahora sabía muy bien cuál debía ser su próximo paso.

Mientras iba conduciendo, pensaba en él como Jeffrey Chapín. Su semejanza kármica era notable. Muchos aspectos del enigma iban aclarándose. Como la cuestión, por ejemplo, de los extraños y dolorosos ataques que sufría en la cadera. Ahora sabía la respuesta. Como en el caso del Sueño de la Cárcel. Por supuesto, no se trataba en modo alguno de ninguna cárcel, sino de las rejas de una ventanilla de pagos del Puritan Bank. Ahora esos departamentos se haIlaban separados del público por un cristal. Pero en otro tiempo debieron de estar protegidos por barrotes o alguna clase de reja de hierro. El hecho de que soñara que estaba contando dinero en tal lugar hablaba por sí mismo.

Ahora sabía que, como Jeffrey Chapín, murió el 25 de septiembre de 1946. Como Peter Proud, nació el 10 de octubre del mismo año. Fue, pues, una reencarnación rápida. Y había, desde luego, el Sueño de la Criatura. En su precedente encarnación, había sido el padre de Ann, una niña de tres meses. Él y su hija tendrían ahora casi la misma edad. O, dicho con mayor exactitud, si su hija seguía viva, tendría tres meses más que él.

Bajó por la larga pendiente, y vio una gasolinera al pie de la misma. Ahora lloviznaba. Bajó del coche y entró en la cabina del teléfono del aparcamiento de la gasolinera. Una guía telefónica de Riverside colgaba de una cadena. Revolvió las páginas con dedos temblorosos. Las hizo girar hasta que aparecieron los nombres que empezaban con «C».

Y la encontró, tal como él sabía que sucedería

Chapín, Ann —16, Avenida Vista —341—2262

Chapín, Marcia —16, Avenida Vista — 341—2262

Sin detenerse a pensarlo, introdujo una moneda en la ranura y marcó el número. Contestó una voz de mujer, suave, melodiosa, un poco confusa.

—Diga...

Él no respondió. No podía. Dilo sólo para ti y verás lo disparatado que suena: «Me llamo Peter Proud. Soy la reencarnación de su difunto esposo. El hombre a quien usted asesinó en el lago Nipmuck...»

—Diga... Diga... ¿Quién es?

Colgó.

La avenida Vista. Lujuriante, tranquila y exclusiva. Casas de estilo georgiano, coloniales, y, aquí y allí, una moderna. Calles que no se designaban como calles, sino como caminos, avenidas, vías y carreteras. Espesuras de malvarrosa y forsitia en los rincones de los jardines, y abetos para dar verdor al invierno. Faroles clásicos con hinchados globos que daban luz amarilla. Cada casa con su garaje y su gran terraza. Un lugar de clubs de campo, sirvientas negras y velocidad limitada. Grandes perros guardianes y otros guardianes vestidos de policía.

Cuando llegó, había parado de lloviznar. El número 16 de la avenida Vista era una típica casa de estilo colonial: blanca, con postigos amarillos; ladrillo, piedra y madera en los pisos superiores; faroles en el camino de entrada y una extensión de cuidado césped.

Aparcó el coche al otro lado de la calle. A través de la puerta abierta del garaje, pudo ver la parte trasera de un Cadillac y de lo que parecía ser un Jaguar XKE. «Mi amor vive bien —pensó—. Muy apropiado para la hija de un banquero.»

Las luces de la casa estaban encendidas, aunque las cortinas estaban echadas. Por entre las de una ventana de la planta baja, se escapaba una franja de luz. Se moría de curiosidad. Se sentía tentado de bajar del coche, correr a través del césped, agacharse debajo de la ventana y mirar adentro. Tal vez podría verla.

Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no hacerlo. La razón mantuvo cerrada la puerta de su coche. Cierta cantidad de luz se derramaba sobre el césped. Allí podía haber un perro. Podían tomarlo por un voyeur. No habría necesitado poco tiempo para explicar lo que hacía allí... No habría podido explicarlo. Hasta el hecho de permanecer sentado en el coche, observando la casa, lo hacía sospechoso.

Puso en marcha el coche y empezó a avanzar calle abajo. Mañana, decidió, sería otro día. Cuando acababa de doblar la esquina, se cruzó con un coche de la policía que giraba hacia la avenida Vista. Los hombres que iban en él lo miraron con curiosidad.

Llegó al hotel. Un mensaje le estaba esperando: Hall Bentley había llamado y quería que él le telefoneara.

Marcó el número particular de Bentley.

—No sabía nada de usted, Pete... —Entonces, ansiosamente—: ¿Qué ha pasado?

Peter dudó un momento.

—Nada.

—¿Nada en absoluto?

—Ni la menor pista. Al menos, por ahora.

—¡Maldita sea!—exclamó Bentley.

Había estado a punto de decir a Bentley lo que había sucedido. Pero se hizo atrás en el último instante. No quería que el parapsicólogo se metiera ahora en aquello. Bentley estaba demasiado impaciente; quería lanzarlo todo en seguida a los cuatro vientos. Pero Peter quería esperar. Quería saber más acerca de él mismo. Acerca de Marcia. Acerca de todo.

—Pete, ¿sigue llevando aquel diario?

—Sí.

—No se olvide de anotar nada. Ni el menor detalle. Más adelante, será de la mayor importancia, formará parte de las pruebas. Yo ya he empezado mi relato.

—¿Qué relato?

—Una descripción detallada de lo sucedido, desde mi punto de vista. Cómo vino usted a mi encuentro, por qué vino a verme. Sin especulaciones ni comentarios. Contando simplemente los hechos como son. Más adelante, cuando descubra usted quién es Marcia, y observe que digo cuando descubra, no si descubre, me haré con las declaraciones de Sam Goodman, Nora y el psiquiatra. Con el testimonio objetivo de usted sobre las consultas y conversaciones que tuvo con ellos...

—Hall...

—¿Qué?

—Si llego a descubrir quién es Marcia... ¿qué sucederá entonces?

—He pensado mucho en esto. Tan pronto como la identifique usted sin lugar a dudas, tomaré el avión para el este. Llevaré conmigo algún equipo de registro especial, de un tipo que me permita esconderlo en alguna parte de mi cuerpo. Entonces, haremos el careo con ella.

—¿Careo?

—Sí. Le daremos el golpe de gracia. Le diremos quién es usted en realidad. Pondremos las cartas boca arriba, le diremos que usted es la encarnación de su difunto marido. Se lo probaremos mediante lo que usted sabe. Entretanto, yo lo grabaré todo. Por supuesto, la noticia le producirá una tremenda emoción. De esto se cuidará la sorpresa que le daremos con nuestro modo de proceder. Es de esperar que lo primero que diga sea una confirmación de lo que usted sabe, lo que tendrá suma importancia como prueba.

—Hall, ha olvidado usted algo.

—¿Qué?

—¿No será eso... bueno, una especie de trampa? Si esta idea da resultado, puede que la obliguemos a admitir que ella cometió el crimen.

—Muy bien. Supongamos que lo hace. Es una asesina, ¿no?

—Sí, supongo que sí. Sólo que...

—Sólo ¿qué?

—Sólo que... bueno, que me parece una cochinada...

La voz de Bentley sonó a impaciencia.

—Oiga, Peter, ¿qué fue, sino una cochinada de las peores, eso de atraparlo en medio del lago, abrirle la cabeza a golpes de remo y esperar luego a que se hundiera? Quienquiera que sea, ha mantenido oculto su crimen durante largos años. Si todo esto da resultado, si llegamos a saber quién es, y si conseguimos que nuestra trampa funcione como hemos planeado, el problema es de ella, no nuestro. A estas alturas, no puede ya preocuparnos lo que suceda a una sola persona. Las razones son obvias.

—Sí —dijo Peter—, desde luego.

—Téngame al corriente. Déme, cada dos días, un informe de los resultados que vaya obteniendo. Llámeme aunque no tenga nada de nuevo por decirme. Sepa usted que me estoy volviendo loco, aquí, esperando. Ya no me quedan uñas de tanto comérmelas. Tal vez debería ir al este a reunirme con usted.

—No —dijo Peter—. Déjeme averiguarlo solo, Hall.

—No sería ninguna molestia para mí. Podría cerrar la oficina por algún tiempo.

—No. Lo quiero hacer yo mismo. Aquí, no haría usted más que estorbar. Si descubro algo, ya se lo comunicaré.

Pudo oír el largo y ansioso suspiro de Bentley al otro extremo del hilo telefónico.

—Muy bien, como usted quiera. Sólo puedo decirle que no he vuelto a dormir más de dos horas por noche desde que usted se marchó.