18
Al llegar al hotel, se desvistió y luego se sumergió en un baño caliente por espacio de una hora. Después pidió al servicio de habitaciones que le subieran dos whisquis dobles
Llamó a recepción, y le encantó saber que podía utilizar un vuelo directo para California partiendo de Bradley Field, el aeropuerto entre Hartfort y Springfield. El viaje en coche no sería muy largo, y podría devolver el Pontiac de alquiler en el aeropuerto.
El whisky empezó a entonar su estómago. Sentía un agradable calorcillo. Había estado demasiado tiempo en tensión, y ésta era la primera vez que se sentía relajado. Se bebió el segundo doble mientras pensaba: «Aquí es donde empecé... Riverside, Massachusetts. No, no es eso. Empecé en muchos lugares probablemente desde el principio de los tiempos. Cuando el Hombre, con H mayúscula, empezó por primera vez. Es posible que en mi primera reencarnación fuera una especie de hombre de Neanderthal, un hombre que se escabullese de los mastodontes, que lanzara dardos a los jabalíes. Que arrastrara a mi mujer, cogida de los cabellos, hacia mi oscura y hedionda cueva y la golpeara con una porra si no se comportaba bien. Que hablara con gritos en vez de hacerlo con palabras.
»Muchas vidas. He vivido muchas vidas. Igual que cualquier otra persona.
»Repite todo eso. Ya verás lo disparatado que suena. Nadie, absolutamente nadie me creería jamás.»
Ahora se sentía muy bien. J.C., siguió pensando. ¿Qué debía de representar? Aquellas iniciales le parecían familiares. J.C. Penney, la cadena de bazares. J.C... J.C... Podía significar tantas cosas... John Carroll, Jacob Cohén, Jackson Coolidge, incluso Jesucristo. Rió.
De repente, se acordó. El viejo Hall debía saber lo que había pasado aquí. Marcó el número del parapsicólogo.
—Hall... Pete Proud.
—¿Sí?
—La encontré. La ciudad.
—¿Está seguro?
—Hablo en serio. Es un lugar llamado Riverside, Massachusetts. X vivía allí. Jorge Washington durmió allí...
Hubo un silencio. Después:
—Pete. Habla usted como si hubiera...
—¿Bebido? Sí, he bebido. Admito que he bebido un poco. Pero sé muy bien lo que estoy diciendo, Hall. Estoy lo suficiente sereno para eso. Yo vivía aquí. Aquí mismo...
Nuevo silencio. Luego oyó mascullar a Bentley en el teléfono:
—Si esto es realmente cierto...
—Le digo que es verdad. Vuelvo hacia casa por la mañana. Se lo contaré todo cuando le vea.
—¿En qué vuelo viene?
—En el vuelo de la mañana, desde Bradley Field.
—¿A qué hora llega?
—A las doce del mediodía.
—Nos veremos en el aeropuerto —dijo Bentley. Su voz sonó como si aquello fuera la despedida.
La voz procedente del sistema megafónico era nasal.
—Les habla su capitán. Nos acercamos a una zona de turbulencia moderada. Por favor, abróchense los cinturones.
Peter se abrochó el cinturón de su asiento y miró por la ventanilla. Estaban por encima de las Montañas Rocosas. Aquel viaje en avión parecía interminable. Recordó haber leído en algún lugar que el vuelo en dirección oeste, hacia los Ángeles, duraba una hora más que el vuelo en dirección este, hacia Nueva York. Cosas de los vientos.
Tendría que encontrar la manera de volver a Riverside lo antes posible. Aquélla era la primera semana de abril, y el trimestre de primavera de la UCLA no finalizaba hasta el diez de junio. Sabía que no podría esperar tanto. Tenía que empezar a excavar de nuevo, como un arqueólogo en busca de artefactos que pudieran darle la pista de alguna civilización perdida. Se respaldó y cerró los ojos. Se puso a pensar en lo que le había sucedido durante aquellos últimos días. ¿Quién llegaría a creerle? Hall Bentley. La gente que tenía fe en la reencarnación. Pero nadie más. Tenía un mensaje para el mundo: nadie muere para siempre. Pero nadie lo creería.
La azafata apareció en el pasillo para cerciorarse de que todos los pasajeros se habían abrochado los cinturones. Tenía esa mirada aséptica, clínicamente limpia, que parecen tener las azafatas de todas las líneas aéreas. Peter tuvo la sensación de que la habían llevado hasta el avión en un camión refrigerado, y que luego había sido descargada y entregada cubierta por un envoltorio de celofán a prueba de humedad para conservar su frescura. El uniforme estaba pegado a ella tan apretadamente como un vendaje, como si su cuerpo hubiese sido fundido en un crisol y vertido en aquel molde de tejido, y dejado enfriar después de esmaltarlo.
Especuló sobre la reencarnación de aquella muchacha. ¿Había pertenecido alguna vez aquel magnífico cuerpo a una repelente vieja? ¿A una bruja? ¿Había sido acaso en su vida anterior una mujer repulsiva? ¿Una tullida, quizás? En cualquier caso, ahora había sido bendita por un karma benévolo. No obstante, su joven cuerpo envejecería con el tiempo, se marchitaría y moriría. Le deseó mentalmente que siguiera el mismo curso en su próxima vida. Olió una exhalación de perfume cuando la muchacha pasó junto a él. Le recordó a Nora. La echó de menos. La llamaría al llegar. Sería una de las primeras cosas que haría. Se preguntó qué diría ella cuando él se lo contara todo. Pero, de hecho, no se lo preguntó. Acababa de tener una idea buenísima...
El gran avión de reacción empezó a empinarse y a bajar de cabeza. Parecía elevarse algunos pies y luego precipitarse con una súbita y molesta caída a plomo. Era como si un monstruo enfurecido hubiera cogido ambas alas y estuviera sacudiendo el avión como un niño habría sacudido un juguete. Sentía en el estómago la mordedura del cinturón de seguridad. El capitán había dicho que la turbulencia sería de poca importancia. Con toda su melosidad, no había hecho más que mentir.
En algún lugar de la cocina, unos objetos cayeron ruidosamente al suelo. Tal vez platos, vasos, botellas. Le parecía que todas las costuras de las curvadas paredes de la cabina estaban en tensión y a punto de desgarrarse, que todos los remaches que sostenían la piel de aluminio del exterior clamaban libertad. Era fácil imaginarse la rotura de todo el ensamblamiento de la cola. Que, en algún sitio, algún sector de metal fatigado cediese, con lo que se precipitarían directamente al suelo.
Nunca se había sentido totalmente seguro en un avión. Su imaginación, suponía, era demasiado viva. Solía pensar en todos los pernos, tuercas, tornillos, cables y generadores, en todos los galones de combustible altamente inflamable en espera de una sola chispa descarriada. Sin contar con los rayos, y las bombas que podían esconderse en el compartimiento de equipajes, o los consabidos secuestradores.
Sin embargo, esta vez se sentía totalmente relajado, sin temor alguno. Era notable su serenidad.
Observó a los demás pasajeros. Había cesado toda conversación. Algunos se agrarraban a los brazos de los asientos y miraban al exterior con aprensión. Otros estaban rígidos, con los ojos cerrados, lamentándose en voz baja mientras el gran avión se hundía y volvía a elevarse.
Delante mismo de él, una mujer cogió una bolsa de papel del bolsillo del asiento y se esforzó por vomitar en ella. Al otro lado del pasillo, otra mujer estaba sentada junto a su esposo con la cara color de tiza. Podía ver cómo movía los labios. Tenía los ojos cerrados y oprimía la mano de su marido, el cual estaba rígido de terror, como si temiera recibir alguna dolorosa inyección de una larga y aguda aguja.
Peter sentía deseos de inclinarse hacia ella y decirle que no tenía de qué temer. El avión, por supuesto, saldría felizmente de aquel trance. Casi siempre lo hacía. Pero en caso de que algo sucediera, su muerte no significaría el final, sino el preludio de otra vida. Se le daría otro billete. Se imaginó la reacción de la mujer ante tales palabras. Habría creído que estaba loco.
Y, entonces, con la misma rapidez con que se había presentado, la perturbación desapareció. Volaban de nuevo nivelados sobre el desierto. Al cabo de un rato, se encontraban ya encima de la ciudad, y el reactor comenzó a describir círculos perezosamente antes de tocar tierra.
Ahora, Peter podía ver, a través de la capa de neblina, las gasolineras y las parpadeantes luces de neón, las diminutas piscinas verdes y azules rectangulares, redondas y en forma de riñón, los áridos cañones y colinas que se hundían y elevaban en escabrosos trazos que parecían las costillas de un león hambriento, y los centenares y centenares de casas, color rosa pastel, amarillo, azul y beige, esparcidas por el valle y apiñadas a veces como setas venenosas.
Podía ver las autopistas con los destellantes reflejos del sol procedentes de los techos de los coches que por ellas circulaban. No podía ver a sus conductores, pero ahora pensaba en ellos como en viejas almas con cuerpos nuevos. Ahora, conducían Chevrolets, Pontiacs o Cadillacs, corriendo a cien o ciento veinte kilómetros por hora por una autopista diseñada en la llamada Edad de Acuario, la última parte del siglo xx. Pero, en sus vidas anteriores, tal vez fueron centuriones romanos que conducían carros; o cristianos primitivos que iban a lomos de asnos; o discípulos de Mahoma que hacían sus peregrinajes a La Meca, a través de vastos desiertos, montados en camellos. Sabiendo lo que sabía no era extraño que se dejara llevar por su imaginación.
Pero, en algún punto de aquellas autopistas, en algún instante de aquel mismo día, dos de aquellos coches chocarían y terminarían como dos llameantes armatostes. Los cuerpos de sus conductores quedarían destrozados o quemados. Pero no sus viejas almas. No harían sino marcharse, en busca de nuevos hogares. Se unirían a los miles y millones de otras viejas almas, todas volando sin descanso por las montañas y mucho más allá de ellas, hasta el mismo infinito, todas en busca de nuevas moradas en que quedarse y producir una nueva vida.
Las viejas almas nunca mueren: perduran eternamente...
El avión aterrizó con un topetazo, rebotó una vez, dio de nuevo un fuerte golpe al volver a bajar y empezó a correr sobre el suelo. Los motores invirtieron su marcha con un bramido de protesta, y se dejó oír la música en conserva.
Unos minutos después, Peter dejaba la rampa para encontrar a Bentley esperándole. El parapsicólogo ni siquiera le concedió el tiempo necesario para recoger la maleta.
—Ya la recogerá más tarde —dijo. Había una extraña luz en sus ojos grises. Condujo a Peter al bar del aeropuerto—. Muy bien. Desembuche.