23

A la mañana siguiente, condujo el coche hacia la avenida Vista.

Después, pensó, ya se las arreglaría para entrar en contacto con Marcia. Pero en este momento sólo quería verla, encontrarse con ella cara a cara, ver cuál era su aspecto en la actualidad, comprobar los efectos del paso de los años. La curiosidad era ahora un tormento para él. Seguía viéndola como la había visto en sus sueños: joven y hermosa. Había conservado esta imagen en su mente con obstinación, aun sabiendo que ahora aparecería mucho más vieja. ¿Se habría vuelto gorda? ¿Y fea? ¿Sería ahora una vieja viuda ocupada sólo en jugar al bridge?

Y la hija, su hija Ann, ¿cómo sería? Ahora, debía de tener veintisiete años. No era corriente que una mujer de aquella edad viviera aún con su madre. Pensaba en ella desapasionadamente. Para él, no era más que un nombre. En el Sueño de la Criatura, sólo la había visto como un bebé. «Y ahora —pensó— tengo una hija tres meses mayor que yo.» De su anterior encarnación, naturalmente, pero cada vez pensaba más como si Jeffrey Chapín y él fueran el mismo hombre. Como, por supuesto, lo eran, si se consideraba que el alma era la única identidad real y que el cuerpo no era nada: mortal, no indispensable y destructible.

Esta vez, aparcó el coche calle abajo, a alguna distancia de la casa. Sabía que sólo podía quedarse en él por muy poco rato. Quienquiera que permaneciese sentado en un coche aparcado en un barrio residencial de categoría como aquél y se dedicara a vigilar determinada casa, se haría merecedor de sospechas. Incluso era posible que, transcurrido algún tiempo, alguien llamara a la policía. Había considerado la idea de conducir despacio calle arriba y calle abajo, con la esperanza de que ella saliera de la casa. Pero eso también habría sido igualmente sospechoso.

Pensó en otra posibilidad. Caminaría simplemente hacia la casa y tocaría el timbre con todo el atrevimiento. Pero, después, ¿qué? ¿Cómo se identificaría? ¿Como un vendedor a domicilio? ¿Como un recogedor de datos para el censo? ¿Como un empleado de la compañía del gas o la electricidad que fuese a examinar el contador? No, era ridículo. Nunca podría hacerlo. Él no era de ese tipo. Tarde o temprano, encontraría el modo de conocer a Marcia legítimamente. Resultaría embarazoso ser visto ahora de otra guisa.

De pronto, advirtió que sólo había un coche en el garaje: el Jaguar. Faltaba el Cadillac. No era desacertado pensar que el «Jag» perteneciese a Ann. Esto significaba que, de todos modos, Marcia no estaba en casa.

Decidió marcharse, permanecer una hora fuera y luego volver. Quizá podría coincidir con Marcia cuando ella volviese de dondequiera que hubiese ido. Entretanto, intentaría resolver el modo de entrar en contacto con las Chapin o de ser presentado a ellas. Esto no sería fácil, pues él no conocía a nadie en la ciudad.

Un instante después de haber puesto el coche en marcha, vio salir a una mujer del número 16 de la avenida Vista. Era joven y esbelta, vestía con una falda a cuadros y un jersey azul. Llevaba un par de raquetas de tenis. Desde aquella distancia, pudo ver que su cabello era rubio y que llevaba lentes de sol. Estaba demasiado lejos para ver los detalles de su cara.

Tenía que ser su hija. No podría ser nadie más.

La observó mientras sacaba el coche a la calle con marcha atrás. Luego aceleró de golpe hacia delante, mientras los neumáticos del Jaguar chillaban un poco en la soleada calzada de la avenida Vista. Parecía tener prisa. Él pisó el pedal del gas y la siguió.

Era difícil mantenerse cerca de ella. Parecía una conductora experta por la ligereza con que entraba en el tráfico y salía de él. Tenía la esperanza de que se encendiera alguna luz roja ante ella, con lo que podría acortar distancias y darle una buena mirada.

Ella entró en la autopista y él la siguió. Corría a gran velocidad, y, por un momento, temió perderla. Entonces, la vio desviarse hacia una salida señalada: Green Hills. Otro giro a la derecha, y entonces lo vio. Lo reconoció al instante: era el mismo club deportivo que había visto en el Sueño del Tenis. Todo parecía igual: el gran edificio del club, incoherente y guijarroso; los ondulados caminos de acceso, el mismo pequeño lago, que ahora identificó como un obstáculo para uno de los agujeros del campo de golf. Ahora, había cuatro canchas de tenis. En la alucinación, sólo veía una. Debían de haber construido otras tres al correr de los años. Ella condujo el coche a través de la entrada, aparcó y entró. Él hizo lo mismo. Cuando llegó al edificio del club, no había rastros de la muchacha. Probablemente había ido al vestuario de señoras. Se quedó allí, indeciso, por unos momentos. Algunos miembros del club estaban tomando café en espera de su turno para jugar al golf. Lo miraron con curiosidad. En este lugar, todos conocían a todos.

Fue hacia el tablero de anuncios de la pared. Había los habituales, los de rutina en cualquier club: los varios torneos, y las listas, programadas por días y horas, de los socios que debían tomar lecciones de golf o de tenis. En la lista del tenis vio el nombre de Ann Chapin. Tenía clase durante la próxima hora, de once a doce.

Buscó al encargado, sacó su cartera y le mostró una tarjeta. Era una de esas tarjetas de favor de que proveen a sus socios los clubs privados de golf. Si el club a que se pertenecía era lo suficiente prestigioso, los otros clubs privados de todo el país hacían extensivos sus privilegios al interesado y le ofrecían sus facilidades. Su padre pertenecía aún a Los Ángeles Country Club, uno de los más exclusivos de California del Sur, y Peter era socio adjunto. El encargado dio una mirada a la tarjeta, sonrió y le tendió la mano.

—Bienvenido a Green Hills, señor. ¿En qué puedo servirle?

—Quisiera jugar un poco al tenis.

—Muy bien, pero es posible que le cueste encontrar con quien.

—Gracias, tal vez pueda arreglarlo usted. A lo mejor, al profesor de tenis no le importará que practique un poco con él.

—Sí, eso. Ken Walker. Es un profesor excelente. —El encargado fue hacia un teléfono cercano al bar y marcó un solo número. —¿Ken? John Wicker. Tenemos un invitado de California. Un tal señor Proud. Quisiera hablar con usted por si puede practicar un poco. —Colgó y se volvió hacia Peter—. Lo encontrará usted en su almacén. Salga por la entrada principal del edificio y vaya pendiente abajo hacia la derecha. Está cerca del tercer árbol. Mientras tanto, le prepararé un armario.

El profesor de tenis era un hombre alto, bronceado, de unos treinta y cinco años. Le sonrió afectuosamente mientras le daba la mano.

—Proud. Peter Proud. Es un nombre poco corriente, pero no desconocido. Usted jugó en el Torneo del Suroeste, en San Diego, ¿verdad?

—Sí, pero no llegué muy lejos.

—Bastó con que fuera calificado para tomar parte en él. No tiene de qué disculparse. En cualquier caso, bien venido a Creen Hills. ¿En que puedo servirle?

—Estaré aquí algún tiempo por negocios. Hace casi un mes que no toco una raqueta y me gustaría no enmohecerme mientras me halle aquí. Tal vez hoy le quedaría algún rato...

—Estoy comprometido para la próxima hora. ¿Qué tal después del almuerzo?

—Perfecto. Tengo algún tiempo libre. ¿Le importará si bajo a mirar un poco?

—Al contrario, yo se lo ruego.

El profesor salió. En el almacén, había un surtido completo de material de equipo de tenis y de golf. Compró dos raquetas de acero Wilson T—2000 y unos zapatos de lona, calcetines, unos pantalones cortos, una chaqueta de punto y un jersey. Fue al vestuario, se cambió y luego bajó a las canchas de tenis.

Ella, ahora, vestida con las blancas ropas de tenis, voleaba con el profesor. Había una fila de bancos al borde de la pista, y Peter se sentó en uno de ellos. Entonces, por primera vez, miró detenidamente a su hija.

Quedó pasmado de su belleza. Observó que sus ojos eran violeta, y tan oscuros que podía verlos desde donde estaba sentado. Su pelo era rubio, largo y fino. Lo llevaba atado por atrás en forma de una alta y ceñida cola de caballo, y, cuando corría para hacer una dejada o tenía que inclinarse para un servicio, la cabellera le caía sobre el hombro derecho. Cada vez que esto sucedía, se la echaba hacia atrás de un golpe de cabeza. Sus labios eran llenos, en sazón y móviles, rojizos sobre el fondo de su cara ligeramente morena. En ésta, la insinuación de unos pómulos altos parecía dar un sesgo oriental a sus ojos. Se movía por la pista con gracia exquisita. Sus piernas eran largas y soberbias: perfectamente formadas, sensualmente curvadas, de piel suave e impecable, de las que nunca se ven en una mujer corriente. Su belleza no era superficial. La poseía como si fuese algo natural en ella. Era una belleza espléndida, madura; la belleza de una mujer de veintisiete años en su máxima lozanía.

Recordó el Sueño de la Criatura, el breve y alucinante momento en que él, como Jeffrey Chapin, se paseaba por la habitación con ella en brazos. Parecía inconcebible que ahora él se hallase aquí, en una cálida mañana de primavera veintisiete años después, en otra vida, contemplándola ya convertida en adulta, casi con su misma edad.

Vio que su tenis era bueno; de hecho, magnífico. Su golpe de raqueta tenía gran potencia y sus tiros eran muy precisos. Tenía un fuerte y buen forehand y un adecuado revés. Sabía cómo devolver un lob con un smash, sus dejadas y sus saques eran astutos, y cogió desprevenido a Walker una o dos veces con un fuerte golpe cruzado. El profesor no jugaba en broma con ella. Se veía obligado a jugar de verdad. De cuando en cuando, se detenían mientras Walker hacía sugerencias. Peter la juzgó sólo un poco por debajo del nivel exigido para un torneo profesional. «Bien... —reflexionó—, no es de extrañar... Es algo que lo lleva dentro.»

Era el único que los estaba mirando desde las líneas laterales. Había advertido que ella se daba cuenta de su presencia y que sentía curiosidad por él. De vez en cuando, la muchacha le dirigía una mirada. Cuando él la sorprendía en esta actitud, ella volvía rápidamente la cabeza hacia otro lado.

Por fin se completó la hora. Ambos salieron de la pista. Peter cruzó la puerta de la misma y fue directamente hacia ella.

—¿Le gustaría jugar un poco más?

Ella se había inclinado hacia delante para enfundar la raqueta. Él observó la pletórica prominencia de su pecho debajo de la blusa. Ella lo miró, sorprendida y confusa.

—No sé...

—Claro, está usted cansada...

—No —dijo ella—. No estoy cansada en absoluto. —Y luego—: Es usted nuevo aquí, ¿no?

—Es un invitado —dijo Walker—. De Los Ángeles. —Los presentó. Se dieron la mano. El contacto de su carne era cálido, excitante. Los ojos violeta lo estudiaban. Parecían no tener fondo. De pronto, sonrieron. Eran francos, sin la menor afectación, de mirada muy directa. Decían: «Me gustas, Peter Proud, quienquiera que seas. Me gustas mucho. Y ni siquiera te conozco.» Oyó que Walker decía:

—Sé que juega condenadamente bien al tenis, Ann. La hará correr. Se le presenta una buena oportunidad para practicar su revés.

—¿De acuerdo? —dijo Peter.

—Sí —respondió ella—, me gustará.

Jugaron casi una hora. Él falló la pelota algunas veces por contemplar la cara de la muchacha mientras ella corría. Encontraba la experiencia divertida. Oyó que él mismo gritaba:

—¡Devuélvala! ¡Devuélvala!

La muchacha que tenía frente a él no era Ann Chapín; era la madre de ésta, Marcia.

Él era Jeffrey Chapín, y esto sucedía muchos, muchos años atrás...

Finalmente, ella levantó la raqueta en señal de rendición.

—¡Uy! —exclamó—. Estoy molida. Basta, basta...

—Gracias por jugar.

—Gracias a usted. No se presenta a menudo la oportunidad de jugar con dos profesionales en un mismo día.

Él sonrió.

—Yo no soy profesional.

—¿No? Entonces no ha elegido la profesión adecuada. ¿A qué se dedica usted?

—Se lo diré luego. ¿Qué tal después de beber algo?

—Dios mío... —dijo—. Creía que no llegaría a pedírmelo nunca.

Caminaron, cuesta arriba, hacia el edificio del club. Él volvió a pensar en el Sueño del Tenis. Estaba seguro de que jamás volvería a torturarlo. Por haber vuelto a vivirlo, aunque no exactamente, pero sí de modo real, se desvanecería.

Tomaron una mesa en el recinto de la sala de tertulias, cerca del bar. Él pidió una ginebra con tónica, ella un vodka con tónica. Hicieron chocar los vasos y se sonrieron el uno al otro. De repente, ella rió.

—¿Dónde está la gracia? —preguntó él.

—No quiero decírselo.

—¿Por qué?

—Podría ofenderse.

Él sonrió.

Pruebe, a ver qué pasa.

—Es su nombre. Peter Proud. Es un nombre curioso, extraño. Pero maravilloso. Me gusta.

—Yo lo odio —dijo él—. Pero forma parte de mí. No tengo, pues, más remedio que rechinar de dientes y soportarlo.

—¿Dónde aprendió a jugar de ese modo al tenis?

—En California del Sur. Allí todo el mundo empieza a jugar desde muy temprana edad. Te ponen una raqueta de tenis en tu mano de bebé antes que un sonajero. En Los Ángeles, si no juegas al tenis, creen que eres un bicho raro. En las fiestas y reuniones te dejan arrinconado. Y usted, ¿dónde aprendió su tenis?

—No lo sé. Es un juego que siempre me ha gustado. Mi madre fue socia de aquí durante muchos años, por lo que siempre lo tenía todo a mi disposición. Quiero decir las pistas, la enseñanza... Claro que si he de creer en los cromosomas, podría haberlo heredado de mi padre.

—¿Su padre?

—Fue el profesor de tenis de este club hace mucho tiempo.

—Ah... Entonces conoció aquí a la madre de usted.

—Sí. Supongo que es algo ya muy visto, pero probablemente se enamoraron jugando partidos de simples.

—No hay nada como un buen idilio tenístico —dijo él.

—Vaya... Así tiene usted experiencia en ellos, ¿eh?

—No hay idilios mejores.

—Bien —dijo ella—, bueno es saberlo por parte de un experto.

—Los que volean juntos se quedan juntos. Como su padre y su madre, que vivieron felices siempre jamás.

—No. Mi padre murió.

—Lo siento.

—No está obligado a sentirlo. Murió hace casi treinta años. Puede decirse que no llegué a conocerlo. Yo sólo tenía tres meses, entonces. Se ahogó en un lago. Aquello trastornó la vida de mi madre. Lo amaba con locura... —Entonces, se detuvo. Los ojos violeta mostraron asombro—. ¿Por qué le estoy contando todo esto?

—No lo sé.

—Apenas hace una hora que lo conozco, es usted una persona totalmente extraña para mí, y aquí estoy franqueándome como si esto fuera un confesonario. —Arrugó la frente mientras lo estudiaba—. Supongo que no será usted un cura con pantalones cortos...

—No.

—¿Tal vez un psiquiatra?

—No.

—Permítame, pues, satisfacer mi natural y viva curiosidad... sobre muchas cosas. Por ejemplo... ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí, en Riverside? ¿Por cuánto tiempo piensa quedarse? ¿Podré conocer el verdadero Peter Proud?

Peter le habló brevemente de sus actividades como profesor, del libro, de sus proyectos de investigación. Las palabras le salían con facilidad. Los ojos violeta no se apartaban de él. Notó que demostraban algo más que interés; eran casi posesivos. Ann, ya desde este primer encuentro casual, parecía haber registrado la entrada de Peter en su vida como un hecho importante. Sin hablar, le estaba diciendo: «Te queda mucho por saber de mí, y me queda mucho por saber de ti. Algo está sucediendo aquí, y ambos lo sabemos.»

Cuando él hubo terminado, ella se quedó mirándolo.

—¿Dice usted que tiene sangre india?

—Sí. Nada de pómulos altos, pero tengo un dieciseisavo de séneca. O quizá un treintaidosavo. No estoy seguro de este detalle.

—Hablando de coincidencias... Yo también tengo sangre india, desde muy atrás. Por parte de mi padre. Mi madre dice que él se sentía muy orgulloso de ello.

—¿De qué tribu?

—De los pequots.

—No muy alejados geográficamente —dijo él—. Puede que no se trate de ninguna coincidencia. Tal vez nos conocimos en una encarnación anterior.

—¿Qué?

—Tal vez yo era un guerrero séneca y, por haber tomado el este por el sur, fui a meterme entre los pequots, y allí estaba usted. Hija de un jefe y de la más hermosa squaw del este del Hudson. Entonces, hablé con su padre, y él probó mi habilidad en la caza y en la pesca, y la encontró satisfactoria. Después, le hice el pago de seis cinturones de wam—pum9, dos caballos y veinte pieles de castor, tras lo cual me la llevé a usted a mi tribu. Luego tuvimos cinco hermosos papooses10 y vivimos felices para siempre...

Hablaron durante media hora más. Ella le contó que había pasado la mayor parte de su vida en Riverside. Nunca había tenido que preocuparse por el dinero; su abuelo, ahora muerto, había sido presdente del Puritan Bank and Trust. Ann había ido a Wellesley, había conocido a un muchacho de Harvard y, cuando los dos se hubieron graduado, se casaron y se fueron a vivir a Nueva York. Él trabajó en el bufete de abogado de su tío y ella consiguió un empleo en el departamento de publicidad de Lord and Taylor. Resultó dispuesta para el aspecto creativo de esta especialidad, en la redacción de textos y otros trabajos por el estilo, y llegó a ganarse un buen sueldo. Sin embargo, el matrimonio no funcionó y se divorciaron, pero ella no quería hablar de eso. Por suerte, no tenían hijos, y la separación fue razonablemente amistosa. Hacía dos años que había vuelto a Riverside para quedarse. Escribía textos publicitarios como colaboradora independiente para Stanley's, el mayor bazar de la ciudad, y también corregía algún libro para dos editoriales de Nueva York. El tiempo que le dejaban libre estas ocupaciones lo empleaba jugando mucho al tenis y un poco al golf. Salía a veces con algún hombre, pero nadie llegaba a despertar su interés como para cambiar su vida. Todo aquello resultaba más bien insulso, pero no podía decirse que fuese incómodo. El tiempo pasaba, y ella tenía cada vez más años, pero ¿no era eso lo mismo que le sucedía a todo el mundo?

—Hay algo que no comprendo —dijo él—. Parecía tenerlo usted todo resuelto en Nueva York. Y, con el debido respeto a su ciudad natal, no me negará que es mucho más interesante que Riverside. No obstante, se marchó y volvió aquí. ¿Por qué?

Su cara se ensombreció. De pronto, los ojos violeta se velaron. Él vio que la pregunta no le había gustado, y se arrepintió de haberla hecho.

—Perdone —se apresuró a decirle—. Al parecer, he herido su sensibilidad en algún punto. Lamento haberle hecho esta pregunta. En realidad, sólo deseaba alargar la conversación para retenerla aquí. Sólo para que no se fuera tan pronto.

Ella sonrió.

—¿Se me ha visto mucho?

—Sí.

—No sé por qué he reaccionado de esta manera. La razón de mi regreso a Riverside no puede ser más simple. Mi madre estaba... bueno, enferma desde hacía algunos años. Me necesitaba.

—Comprendo. Así, ¿vive usted con ella?

—La mayor parte del tiempo. Pero tengo un rincón secreto sólo para mí. Un apartamento. Ni siquiera mi madre lo sabe. Sólo para poder ir allí de vez en cuando y desahogarme a puertas cerradas, gritando o como sea.

—¿Tiene usted algo de que desahogarse?

—¿No lo tiene todo el mundo?

—Supongo que ese apartamento suyo tendrá teléfono.

—Sí, lo tiene. Con número privado.

—¿Puedo pedírselo?

—Sí, puede.

—Pero usted no me lo dará.

—Todavía no. Supongo que no se molestará.

—No, claro que no. —Entonces, él sonrió—. Debe saber usted una cosa respecto a mí. No me desanimo con facilidad. Soy muy persistente.

Ella sonrió.

—Eso me gusta en un hombre.

—Muy bien —respondió él—. Lo intentaré en otra ocasión.

—Espero que lo haga. Quiero que lo haga.

—¿Otro trinquis?

Pareció sorprendida.

—¿Así, en pleno día? ¿Ante Dios y todo el mundo? ¿Delante de los serios socios del Green Hills Country Club? Por Dios, no. Además, tengo que conducir y, de todos modos, tengo que irme. Tengo una cita.

—¿Es muy importante?

—Mucho. Con mi peluquero.

Él le miró el pelo y sonrió.

—No permita que le cambie nada. —Luego—: ¿Tomará otra lección de tenis, mañana?

—Es posible. ¿Por qué?

—Pensaba que tal vez podríamos volver a jugar. —Él sonrió—. Para practicar un poco más su revés, ¿sabe?

—Me lo ha hecho practicar muy bien esta mañana. Tanto que creía que no iba a dejar ninguna pelota para mi forehand. Pero, sí. Me gustaría que volviésemos a jugar. —Le sonrió—. ¿Pero no tiene trabajo por hacer?

—Puede esperar.

Ann rió, dijo adiós y salió en dirección a los vestuarios. Ahora, como antes, a Peter le chocó su modo de andar. Había algo especial en él. El balanceo de sus caderas, el ligero vaivén de sus nalgas ligeramente controlado, el gracioso ritmo de sus largas piernas eran soberbiamente femeninos. Intentó imaginarse aquel cuerpo sin sus ropas de tenis, totalmente desnudo. Pensó en ello con avidez. Se preguntó cómo sería la sensación de tenerla entre los brazos, de tener aquel cuerpo contra el suyo, cómo sería la fragancia de su pelo, el sabor de su rojiza boca, cómo sería su olor, y qué haría ella cuando aquellos fuegos que él sabía tan celosamente reprimidos estallaran en llamas...

De súbito, se odió a sí mismo. Se sentía un poco repugnante. No como un libertino, pero sí como un incestuoso. Aquella muchacha, en otro tiempo, había sido su hija. Y aquí estaba él ahora, a la edad de veintisiete años, pensando como un viejo cochino.

Al otro día, volvieron a jugar al tenis. Y, al día siguiente, él llamó por teléfono a la casa número 16 de la avenida Vista.

—Diga...

—¿Está Ann?

—Sí. ¿Quién llama, por favor?

—Peter Proud.

La voz era aterciopelada, un poco vacilante. Más vieja que la que él recordaba haber oído en el lago, pero aún identificable como la de Marcia.

Se le puso piel de gallina. Ann acudió al teléfono. Peter le pidió que cenara con él aquella noche, y ella accedió.