5

Algunos días después, Sam Goodman le telefoneó para decirle que estaban dispuestos a recibirle en el Laboratorio del Sueño.

Y allí fue un lunes por la noche, según las intrucciones recibidas, a las once en punto.

Sam Goodman lo estaba esperando. Era un hombre joven parcialmente calvo, de tez morena, con un gran bigote militar y unos inteligentes ojos negros. Llevaba una camisa de vivo color encarnado y pantalones de pana marrón. Sonriendo, le dijo:

—Antes de desnudarte, te haré dar una vueltecita por nuestro reino de los sueños. Una cortesía de la casa. A propósito, aquí distinguimos a nuestros durmientes por un número en vez de hacerlo por el nombre. Sólo para dar mayor anonimato e impersonalidad a la cosa. Y para conservar tu historial como un caso estadístico más. Eres el durmiente número siete de esta tanda.

Lo condujo a lo largo de un pasillo, explicándole al mismo tiempo que su equipo se componía de cinco investigadores de los sueños. Todos ellos eran estudiantes de último curso que estaban preparando su doctorado, y se encargaban de unos diez durmientes por noche.

Sam lo hizo pasar a una gran sala llena de unos aparatos de acero inoxidable en forma de caja, de los que salían gran número de hilos y cables. Cada uno tenía conectada una pluma automática que se movía de un extremo a otro de un tambor de papel cuadriculado. Cada equipo estaba también provisto de un registrador de cinta magnetofónica siempre a punto de ponerse en funcionamiento.

—Ésta es nuestra sala de EEG.

—¿EEG?

—Electroencefalógrafos. Registran los sueños de nuestros durmientes sin despertarlos. Están dotados de electrodo que detectan el ritmo de la respiración, los movimientos del cuerpo, las ondas cerebrales y los rápidos movimientos de los ojos, y permiten que todo esto se exprese en una gráfica. ¿Me sigues?

—Sí.

—Muy bien. Tenemos diez durmientes en habitaciones individuales. Cada uno tiene un número. Cuando uno de ellos comienza a soñar, todo se pone en funcionamiento para registrar aquí todo lo necesario. Podemos saber, por las ondas cerebrales, el rápido movimiento de los ojos y otros datos, cuando, poco más o menos, el sueño se está terminando. Hacemos sonar entonces un timbre en la habitación del durmiente y lo despertamos de golpe. Lo llamamos el timbre despertador. En ese momento, es capaz de recordar, en la mayoría de los casos, la totalidad del sueño que acaba de tener. Dispone de un micrófono en su habitación, y nos pasa la información aquí, donde la registramos en cinta magnetofónica.

Los investigadores estaban sentados ante pequeñas mesas donde estaban instalados los equipos individuales. Charlaban, fumaban y bebían café en vasos de papel. Todos parecían algo aburridos, pero sus ojos no dejaban de moverse continuamente hacia los tambores rotatorios, en los que las plumas iban dibujando trazos dentados. Sam Goodman lo presentó entonces a un joven de cabello ensortijado y ojos azules.

—Charlie, aquí está nuestro nuevo sujeto. El doctor Peter Proud. Charlie Townsend. Llevará el número siete, Charlie.

Charlie sonrió.

—¿Qué tal, Siete? Bienvenido a la fábrica de fantasías.

—Mucho gusto en conocerle, Charlie.

—Pronto dejará de creerlo así. ¡Ya verá cuando le despierte a media noche! —Se volvió hacia Goodman—. ¿Lo preparo ahora, Sam?

—No. Es la primera vez. Cuidaré yo mismo de él.

Cuando se dirigían hacia la puerta, uno de los investigadores gritó:

—¡El número cinco está terminando!

Goodman fue hacia él y, juntos, se situaron frente a uno de los aparatos. Ambos se quedaron mirando fijamente el tambor rotatorio. Ahora, la pluma se movía furiosamente. Pasaba rápidamente de un trazo parecido a altos montes y profundos valles a un trazo casi rectilíneo.

—¿Qué fase, Paul? —preguntó Goodman.

—Fase uno; el EEG indica el final del ritmo alfa. Crestas y valles aplanados. Ha perdido el contacto con el mundo exterior. Movimientos oculares más activos.

—Éste no tardará mucho. Vigílelo.

El trazo se mantuvo uniforme durante cosa de un minuto. Luego Goodman dijo:

—El EEG está empezando a cambiar su amplitud. Cortas ráfagas a una frecuencia de cincuenta ciclos por segundo. Está entrando en la fase dos.

—Sí. Y la rapidez de los movimientos oculares decrece. El sueño casi ha terminado.

—Muy bien. Déle el timbrazo. Despiértelo.

El investigador apretó el botón. El micrófono de la habitación del durmiente les devolvió un fuerte toque de timbre. Volvió a oírse de nuevo. El investigador puso en marcha el registrador de cinta magnetofónica. Una voz irritada y soñolienta se oyó por el altavoz:

—Basta, basta... Ya estoy despierto... ¡Maldito timbre!

El investigador cerró el timbre y habló por un micrófono.

—¿Qué sueño ha tenido, Número Cinco? ¿Lo recuerda?

—Sí, hombre... Pero creo que sería mejor pasarlo por alto.

—¿Por qué?

La voz, de un hombre joven, vaciló.

—Es bastante puerco.

—Cuéntelo de todos modos. Si no lo registramos, no podremos pasarlo a su psiquiatra.

—Muy bien. He soñado que me levantaba de la cama. He ido al lavabo y he abierto el grifo del agua. Bueno, no lo he abierto porque no funcionaba. He intentado hacerlo girar una y otra vez, pero la cosa no iba, y ni una gota de agua. Entonces he llamado al fontanero. Al cabo de un momento, se ha abierto la puerta, y ha entrado una persona vestida con un mono de fontanero. Primero, he pensado que era un hombre. Luego, he visto que era una mujer. Me he quedado la mar de sorprendido. Le he dicho que era una burrada... Quiero decir eso de hacer de señora fontanera. Yo no creía que sirviera para aquella clase de trabajo. Entonces, se ha quitado el mono, y he visto que no llevaba nada debajo; ha quedado completamente desnuda. Como si nada, ha ido al lavabo, ha dado un simple papirotazo al grifo, y éste se ha puesto a dar vueltas. El agua iba a salir de un momento a otro. Pero, antes de que lo hiciera, ¡vosotros, hijos de perra, me habéis despertado! —El durmiente parecía agraviado y defraudado a un tiempo—. Quiero decir que ustedes me han despertado... y precisamente en el momento en que yo iba... bueno, ustedes ya me entienden. Y aquí me he quedado, con una calentura como no pueden imaginarse.

—Lo sentimos mucho. Cinco —dijo el investigador.

—¿Cree que le gustará, al doctor Melnicker, este sueño?

—Seguro que sí. Ahora, procure dormir de nuevo.

—Lo intentaré, pero no será fácil.

—Pruébelo de todos modos. Buenas noches, Cinco.

Paul paró la cinta. Luego, sonriendo, dijo a Goodman:

—¿Le gustaría escuchar un análisis improvisado?

—Adelante.

—Ese chico ve la realización sexual en términos de fontanería. El grifo es un símbolo del pene del soñador, el hacer girar el grifo es una manipulación genital, y el chorro del agua equivale a la eyaculación.

Sam Goodman rió.

—Lo que sí es cierto es que le ha estropeado usted el plan.

—Si lo hubiese sabido, no lo habría despertado.

Caminaron a lo largo de otro corredor al que Sam Goodman llamó la «Calle de los Sueños».

A ambos lados, había una serie de habitaciones, cada una de las cuales estaba ocupada por un durmiente. Peter pudo oír los pausados ronquidos de todos ellos.

—Todos duermen ya a pierna suelta menos tú —dijo Goodman.

Abrió una puerta marcada con un siete e introdujo a Peter en un pequeño cubículo. Era de estilo monástico: una sencilla cama, parecida a un diván, con mantas y sábanas de color caqui, una silla, un lavabo y un compartimiento para el retrete. En la pared, a la altura de la cabeza del durmiente, había una caja—panel de la que salían hilos con los correspondientes electrodos y en la que estaban instalados un altavoz, un timbre corriente y un micrófono, elementos conectados con la sala de los EEG. Esto era todo.

Sam sonrió ante la expresión de Peter.

—Bien, ¿qué te parece?

—No es exactamente el Beverly Hilton.

—¿Qué esperabas, pues? ¿Alfombras de pared a pared? ¿Mobiliario Luis XV? No vas a vivir aquí, sólo dormirás en este sitio. Ahora, métete el pijama y pondremos esto en marcha.

Cuando Peter estuvo listo, Goodman adhirió los electrodos del EEG —diminutos discos en los extremos de hilos conductores de colores— en su frente, cuero cabelludo, lóbulos de las orejas, y un poco más arriba de los ojos.

—¿Cómo te sientes con todo eso pegado?

—Pues bastante pegajoso.

—Es cola coloidal. Se usa para poner parches a los boxeadores profesionales. Hemos descubierto que va mejor que la cinta adhesiva.

Pegó otros electrodos en el pecho de Peter para medir los latidos de su corazón, y otros en sus brazos. Estos últimos, dijo, formaban parte de un electromiógrafo destinado a medir la actividad micro—muscular. Conectó un dispositivo provisto de una célula fotoeléctrica que estaba unido al colchón de muelles de modo que registrara los períodos en que Peter se agitase y diera vueltas en su cama.

Después, Goodman cerró la luz.

—Buenas noches, Peter. Felices ritmos alfa y beta.

La puerta se cerró y Peter se quedó solo. Se sentía ridículo, echado allí como un hombre mecánico con las conexiones necesarias para ver y oír. Los hilos conductores salían de su cabeza como la cabellera de Medusa.

Después de un buen rato, se durmió.

Y, durante los diez días siguientes, tuvo reservada su habitación para dormir cada noche en el Laboratorio del Sueño.

Primeramente, Charlie Townsend le ponía todos los hilos necesarios. Y luego a dormir. Después sonaba el bronco timbre, y él se despertaba de repente. En seguida, la voz de Townsend en el altavoz de su habitación:

—Cuéntenos su sueño, Siete.

Y siempre la misma respuesta:

—No recuerdo ningún sueño.

Lo despertaban tres o cuatro veces cada noche. Ninguna de ellas podía recordar nada sobre sueño alguno. Nunca en aquel momento. Nunca cuando lo despertaban. Nunca recordaba ningún sueño cuando se suponía que debía recordarlo.

En cambio, cuando se suponía que no estaba soñando, cuando sus ojos no mostraban movimientos rápidos y los valles y crestas apenas aparecían en el EEG, tenía todos los sueños de la serie.

Según sus cálculos, había tenido el Sueño del Lago tres veces; dos veces, el Sueño del Automóvil, el Sueño de la Casa, el Sueño del Árbol y el Sueño del Tenis; y el resto de ellos, una vez cada uno.

Cada vez que entraba en el laboratorio para pasar la noche en él, notaba que era objeto de curiosidad por parte del personal. Se quedaban mirándolo con fijeza un momento y luego desviaban la mirada. Cada vez se daba cuenta con mayor certeza de que algo especial estaba sucediendo en relación con su caso. Intentó sonsacar a Charlie Townsend al respecto. Pero Townsend se limitaba a decir:

—Lo siento. No está previsto que yo deba hablar de esto con usted. Por lo menos hasta que contemos con todos los datos y tenga el correspondiente permiso del doctor Goodman.

Ahora, era el «doctor Goodman» en lugar de «Sam». Peter lo encontraba demasiado profesional, demasiado serio. Se sentía molesto. Todos se comportaban con el mismo condenado misterio. Había demasiado silencio en cuanto a él se refería.

Había notado que, después de la primera noche, Goodman no había vuelto a aparecer por el laboratorio. Todo parecía indicar que temía verse cara a cara con Peter. Peter lo llamó por tres veces a su despacho antes de que, por fin, contestara.

—Sam, ¿cuál es mi diagnóstico?

Le pareció que Goodman hablaba con prevención.

—No puedo darte mi impresión hasta que haya reunido todos los datos, Pete.

—¿Y cuándo será esto?

—Dentro de un par de días.

—Pero, oye, ¿no podrías adelantarme algo?

—No te impacientes, Pete. Tal como te he dicho, necesito un par de días más.

Colgó. Algo le decía que Sam no era sincero. Había cierta tensión en su voz; era forzada, ambigua. O al menos así lo parecía. Llegó a pensar que, después de todo, tal vez eran imaginaciones suyas, que quizá veía fantasmas donde no los había.

Había ya dormido diez noches seguidas en el laboratorio.

El onceavo día, llamó de nuevo a Goodman.

—Sam, ya pasó un par de días más. Ahora ya podemos hablar de eso, ¿no?

Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea. Luego oyó un suspiro.

—Muy bien, Pete. En mi despacho. Esta tarde a las cuatro.

Sam Goodman acercó una cerilla a su pipa. Se apagó. Probó con otra.

—Pete, hemos llegado a algunas conclusiones. O, más bien, conjeturas.

—¿Sí?

—Al principio, creíamos que eras un caso extremo de amnesia onírica. Pero, después de haberte despertado algunas veces, hemos llegado a la evidencia de que sufres de lo que nosotros llamamos carencia onírica. Cierto grado de esta carencia suele darse a menudo. Pero la tuya es total. Eres un hombre que no sueña en absoluto. Prácticamente, no has tenido movimientos oculares rápidos. Apenas si han quedado registrados algunos. Y lo mismo con el EEG. Tus ondas cerebrales eran muy pequeñas, sólo daban señales muy débiles.

—Pero yo soñaba, Sam. Tenía los mismos sueños de que te había hablado.

—Es posible. Pero no quedaron registrados como sueños.

—Entonces, ¿qué demonio son?

—No lo sé. Hace años que me dedico a la investigación de los sueños, y tú eres un caso único en mi experiencia. Staub los llamó alucinaciones, ¿no es cierto?

—Sí.

—Muy bien. Entonces, esto es lo que deben de ser. O también podrían ser recuerdos, visiones, revelaciones. Que me maten si lo sé. Pete, estás sufriendo alguna experiencia psíquica poco corriente. No sé de qué clase. Es cuanto yo puedo decirte.

—No —repuso Peter—. Sabes más de lo que me dices. Dímelo sin rodeos, ¿oyes? Tengo algo digno de serias preocupaciones, ¿verdad?

Goodman evitó su mirada.

—Habría preferido que no me preguntaras esto.

—Pero te lo pregunto.

La pipa de Sam Goodman se apagó. Cogió un librito de cerillas para encenderla de nuevo. Luego las echó sobre la mesa.

—Pete, ante todo debes comprender que yo no sirvo para hacer de joven Doctor Jones, como ése que sale en la televisión. Yo sólo puedo ofrecerte hechos ciertos tal como los conozco. Cierta cantidad de sueños normales es una necesidad para cualquier ser humano. Tanto física como mentalmente. Al parecer, asegura la inmunidad contra la psicosis.

—Sigue.

—De hecho, nadie sabe por qué. Claro que hay otras teorías. Las personas que se ven privadas de los sueños son incapaces de descargar ciertas tensiones, ya infantiles o de otro tipo. El ciclo onírico nocturno facilita la relajación de estas tensiones. Si el ciclo se suprime, las tensiones pueden quedar reprimidas y, en determinado momento, abrirse camino del modo que sea. Cuando esto sucede, la mente queda sumergida en imágenes deformadas. Los sentidos se llenan de confusión. Las percepciones ordinarias se embotan. Digámoslo de otro modo. Cuando soñamos, podemos entregarnos a nuestras locuras todas las noches de nuestra vida, en silencio y sin peligro alguno, en vez de hacerlo durante el día.

—En otras palabras, estoy predestinado. Tarde o temprano, acabaré loco. Me volveré un chiflado. Un psicópata.

—Yo no he dicho esto.

—Pero es lo que has dado a entender.

—Escúchame —dijo Goodman con cuidado—. Estoy de acuerdo en que tienes un problema. Un problema serio, sí. Pero todo esto es prematuro. No tenemos ni un solo precedente...

—¡Maldita sea! —exclamó Pete, furiosamente—, ¿quieres ser franco conmigo de una vez? Si no empiezo a soñar normalmente dentro de poco, me espera un brillante futuro: el de un idiota hecho un lío. ¿Es esto? ¿Sí o no?

—Tómalo con calma, Pete. Tenemos todavía tiempo por delante. Tiene que haber algún medio de sacarte de esto. No soy el único que puede ayudarte.

Pete seguía allí sentado, estremecido. Sam continuaba hablando, pero él apenas si oía lo que decía.