12

A la mañana siguiente, Bentley vio que Peter estaba tenso, nervioso.

—¿Qué he de hacer, primero?

—Lo primero que debe hacer es relajarse.

—No me es fácil. Me he esforzado muchas veces en conseguirlo.

—¿La idea de la hipnosis lo inquieta?

—Creo que sí, un poco.

—No hay razón para ello. Si responde usted, encontrará la experiencia agradable. Qué... ¿comenzamos? Suponiendo que se sienta en condiciones para empezar...

—Jamás estaré tan a punto.

—Muy bien, Pete —dijo Bentley, pasando a llamarle por su nombre de pila tranquilamente y con naturalidad—. Quítese los zapatos y aflójese la corbata. Échese en el diván y descanse la cabeza en estas almohadas. Deje que su cuerpo se afloje. Respire hondo unas cuantas veces...

Entonces, habló por el magnetófono:

—Es miércoles por la mañana. Fecha: seis de febrero de 1974. Hipnotizador: el doctor Hall Bentley. Lugar: mi oficina en. Rodeo Drive, Beverly Hills, California. Sujeto: el doctor Peter Proud, de veintisiete años de edad, profesor de la Universidad de California, Los Ángeles. No había hipnotizado nunca a este paciente ni había practicado en él la regresión.

Cerró el micrófono con un «clic». Fue entonces hacia las ventanas y echó las persianas. Regresó junto a su mesa y encendió una pequeña lámpara de escritorio. Entonces se sentó en uno de los cómodos sillones, encendió un cigarrillo y miró a Peter.

—¿Aún se siente tenso?

—Sí.

—Descanse. Quédese ahí tendido y nada más. Intente vaciar su mente del todo. Respire profundamente algunas veces más.

Hubo un corto silencio. Bentley estaba sentado en el sillón como un Buda inmóvil, mirando fijamente a Peter. El reloj de encima de la estantería, junto a los trofeos náuticos, marcaba con su tic—tac el paso de los segundos. Peter sintió aflojarse un poco sus músculos. Empezó a sentirse algo soñoliento. Bentley se introdujo la mano en el bolsillo y sacó de él un disco plano y dorado, del tamaño aproximado de medio dólar, que pendía de una delgada cadena; Brillaba bajo la luz.

—Ahora quiero que haga diez respiraciones profundas. Inspirando y expirando, hacia dentro y hacia fuera, lentamente. Profundas, bien profundas. Ahora fije los ojos en este disco. No deje de mirarlo. Así. Rebájese, relájese...

Su voz era calmante, tranquilizante. Empezó a hacer girar el disco que colgaba de la cadena. Peter no apartaba su fija mirada del disco en rotación. La cara de Bentley se desvaneció. Lo mismo hizo el resto de la habitación. Ahora, no veía nada más que el brillo del disco dorado.

—Ahora cierre los ojos. Escuche mi voz. Contaré hasta diez. Cuando llegue a diez, usted se encontrará relajado por completo.

Bentley empezó a contar a ritmo lento. A Peter le parecía que su voz retrocedía. Le parecía una voz que no saliera de cuerpo alguno, una voz que llegara de muy lejos.

—Sus brazos y piernas se vuelven pesados. Usted tiene la sensación de que todo su cuerpo se hunde en el diván. Ahora está solo. Oye mi voz, pero viene de lejos. Volveré a contar hasta diez. Cuando llegue a diez flotará usted lejos. Lejos de donde se halla ahora. Estará en un lugar agradable, pero lejano. Y seguirá oyendo mi voz.

La voz de Bentley contó lentamente hasta diez. Parecía alejarse más y más. Pero Peter podía oírla con claridad. No parecía pertenecer a nadie en particular. Era simplemente una voz.

—Usted sigue oyendo todo lo que digo. Ahora, escúcheme. Usted es libre, y flota a lo lejos. Está solo. Es feliz, está relajado y solo. Ya no tiene ningún problema. ¿Oye todavía mi voz?

—La oigo.

—Usted no puede abrir los ojos. Intente abrirlos. —La voz era sosegada, serena, sedante. Peter ni siquiera probó a abrirlos. No quería hacerlo—. Ahora está usted dormido. No despertará hasta que yo lo despierte. Y contestará usted todas mis preguntas sin despertarse. ¿Comprende usted?

—Comprendo.

De pronto, la voz lejana pareció haberse acercado hasta su oído.

—Muy bien. Ya puede abrir los ojos. Despertará en seguida.

Abrió los ojos. Hall Bentley seguía sentado en el mismo sillón, mirando a Peter como antes. Pero ahora estaba en mangas de camisa. El cenicero que tenía junto a él estaba lleno de colillas.

—¿Cómo se siente?

Peter se estiró. Se sentía deliciosamente reía» jado.

—Me siento fantásticamente. ¿Ya ha terminado todo?

—Sí.

—¿Cómo lo he hecho?

—Ha sido usted un buen sujeto, de verdad» Muy responsivo. Por lo menos a la hipnosis.

—¿Qué ha sucedido? ¿Qué he dicho?

Bentley no contestó en seguida. Su. rostro era inexpresivo. Fue hacia las ventanas y subió las persianas. La luz del sol lo inundó todo. El resplandor hizo parpadear a Peter. Yacía blandamente de espaldas en el diván. Se sentía maravillosamente descansado, como si hubiese dormido veinticuatro horas seguidas.

—Bien... ¿Qué he dicho?

—Será mejor que lo escuche de la cinta. Literalmente.

Bentley puso en marcha el magnetófono. Primero, la voz del parapsicólogo hacía algunas preguntas a Peter, preguntas de rutina. Su nombre, edad, dirección. Las cosas por las que se interesaba, además de la enseñanza. Entonces, de súbito:

«—Bien, Pete, sigue usted dormido. Profundamente dormido. Ahora, vamos a retroceder. Iremos hacia atrás en el tiempo. Y en el espacio. La próxima vez que vuelva a hablarle tendrá usted ocho años de edad, y podrá contestar mis preguntas. Ahora usted tiene ocho años. Ahora va a la escuela, ¿verdad?

»—Sí.

»—¿Qué escuela?

»—La Escuela Larkin.

»—¿Quién se sienta delante de usted?

»—Una chica. Una chica de cabello negro.

»—¿Cómo se llama?

»—Elisabeth.

»—Elisabeth ¿qué?

»—Rhodes.

»—¿Y quién se sienta al lado de usted?

»—Un chico.

»—¿Su nombre?

»—Ernie. Ernest Harris.

»—¿Quién es su profesora?

»—La señorita Ellis.

»—¿Qué aspecto tiene?

»—Pelirroja. Gorda. Y tiene una verruga en la mejilla.

»—¿Cuál es el tema favorito de usted?

»—Los indios.

»—¿Le gusta estudiar sobre los indios?

»—Sí.»

Peter escuchaba la cinta sorprendido, no porque le permitiese recordar aquellos detalles ya olvidados desde hacía tanto tiempo, sino porque su voz había cambiado. Era la de un niño de ocho años, aguda, un poco chillona. Sintió un ligero estremecimiento.

La cinta prosiguió:

«—Bien, Pete, ¿cuándo empezó a aprender a jugar al tenis?

»—A los siete años.

»—Vamos a retroceder, Pete. Cuando vuelva a hablarle, usted será un año más joven. Tendrá siete años. ¿Comprende?

»—Sí.

—Ahora usted tiene siete años.

»—Sí.

»—¿Cómo aprende a jugar al tenis?

»—Tomo lecciones.

»—¿Quién le da las lecciones?

»—Un profesor de tenis.

»—¿Cómo se llama?

»—Corrigan. Señor Corrigan.

»—¿Juega usted bien?

»—Muy bien.

»—¿Cómo de bien?

»—El profesor de tenis está sorprendido. Dice que no lo comprende.

»—¿Dice algo más?

»—Dijo que es..., bueno, lo dijo con una palabra...

»—¿Qué palabra?

»—Increíble.

»—¿Quiere decir que a él le sorprende lo bien que ha aprendido?

»—Sí.

—¿A quién le dijo esa palabra?

»—A mi padre.

»—¿Puede contarme qué más le dijo a su padre?

»—Le dijo que mi forma era estupenda. Le preguntó si ya había jugado antes.

»—¿Y qué respondió su padre?

»—Dijo que no, que era la primera vez que jugaba.

»—Y, entonces, ¿qué dijo el señor Corrigan?

»—Pues... Movió la cabeza. Dijo esta palabra... Increíble. Y que debía de haber nacido con una raqueta de tenis en la mano.

»—¿Esto dijo? ¿Son éstas sus palabras exactas?

»—Sí.»

Peter miró de reojo a Bentley. No tenía el menor recuerdo de esta conversación. Sólo recordaba vagamente a Corrigan. La cinta continuó:

«—Ahora usted tiene seis años. ¿Comprende? Ahora tiene seis años.

»—Sí.

»—¿Recuerda a sus amigos?

»—Sí.

»—¿Cómo se llaman?

»—Joe Morris. Tiene pecas y los ojos azules. Steve Marks. Es moreno y algo gordo. Ollie Peters. Es el mayor de todos, y el que corre más de prisa. Jimmy Drummond. Es escocés.

»—¿A qué juega usted?

»—A todo.

»—¿Hay algún juego que le guste más que los otros?

»—Sí.

»—¿Cuál es?

»—Indios y cowboys.

»—¿Dónde lo juega?

»—Cerca de donde vivo, Pacific Palisades. Calle Vista, treinta y dos.

»—¿Usted de qué hace? ¿De indio o de cowboy?

»—Siempre hago de indio.

»—¿Por qué?

»—Me gusta. Me gusta ser indio. Todos mis amigos quieren ser cowboys.

»—¿Es usted algún indio determinado?

»—Sí.

»—¿De qué clase?

»—Un séneca.

»—¿Sabe algo de los sénecas?

»—Conozco muchas tribus. Pero cuando soy indio siempre soy un séneca.»

Peter, allí escuchando, se había quedado helado. Aquello era tremendo. Hacía muchos años que había olvidado a aquellos niños. Sus nombres y sus juegos. No los habría vuelto a recordar ni que hubiese transcurrido un millón de años. Sin embargo, allí estaban, saliendo ahora de su boca.

La cinta prosiguió:

«—Ahora, descanse y relájese un poco. Estaré un momento sin preguntarle nada. Quiero que ahora retroceda por sí mismo. Irá hacia atrás en el tiempo y en el espacio. Ahora usted tiene cinco años. Piense en cuando tenía cinco años. Piense en alguna escena de aquellos tiempos. Piense en algo que le sucedió entonces. —Una pausa. Y luego—: Ahora tiene cuatro años. Piense en algo que le sucedió entonces. No es necesario que me lo diga; piense sólo en ello. Ahora, retroceda un poco más. Retroceda, retroceda. Véase cuando tenía tres años. Ahora, usted tiene tres años. ¿Qué ve a los tres años?»

La voz era infantil.

«—Tengo un perrito.

»—¿Un perrito de verdad?

»—No, de juguete.

»—¿Cómo es?

»—Es negro y tiene la cola peluda. Y los ojos encarnados. Y un collar blanco.

»—¿Cómo se llama?

»—Blackie.

»—¿Dónde está usted ahora?

»—En un coche con mi padre y mi madre. Yo llevo a Blackie conmigo. El coche corre.

»—¿y qué más?

»—Me asomo por la ventanilla. Y Blackie cae del coche, a la carretera. Y entonces otro coche pasa por encima de él.

»—¿Y usted qué hace?

»—Lloro.

»—Ahora usted tiene dos años. Dos años de edad. Véase como un niño de dos años. Ahora, vaya más atrás. Tiene un año. Un año de edad. Piense en algo que le sucedió cuando tenía un año. Piense en ello un momento. Muy bien. Ahora, retroceda, retroceda, retroceda en su mente. Retroceda hasta cuando nació.»

Ninguna respuesta. Y de nuevo la voz de Bentley.

«—Piense. Vuelva al día en que nació. ¿Qué siente?

»—Soy muy pequeño. Estoy enroscado. En un sitio oscuro. No puedo ver...»

De pronto, Bentley paró la cinta. Mostró una fotografía a Peter.

—Le he tomado esta fotografía con una Polaroid. He pensado que tal vez la encontraría interesante.

Al parecer, Bentley había subido las persianas lo suficiente para tener la luz necesaria con que tomar la fotografía. Era muy clara. Peter estaba enroscado sobre el diván en la posición de un feto.

Entonces, el parapsicólogo volvió a poner en marcha el magnetófono. De nuevo la voz de Bentley:

«—¿Oye usted algo?

»—Oigo un ruido dentro de mí. Algo que late. Mi corazón. Y oigo también otro ruido. Fuera de mí.

»—¿El corazón de su madre?

»—Sí.

»—Y luego, ¿qué?»

La vocecita chillona se llenó súbitamente de terror.

«—Algo me agarra la cabeza. Frío. Duro. Me aprieta. Empieza a tirar de mí y me saca del sitio oscuro y caliente. Todo me causa daño. Me gusta el sitio oscuro y caliente. No quiero dejarlo. Sigo mi movimiento hacia fuera. Es difícil respirar. Salgo, la cabeza en primer lugar. Algo me levanta, me sostiene por las piernas. Todo me hace daño. Me pongo a llorar. Hay algo alrededor de mi cuello. Empiezo a ahogarme, no puedo respirar. Entonces me quitan esa cosa,..»

Peter escuchaba, pasmado. De pronto, recordó una conversación que su madre había tenido con unos amigos hacía mucho tiempo. Entonces era todavía un niño. Habían estado hablando del embarazo de cierta mujer, y su madre dijo que Peter había nacido con la ayuda del fórceps y que estuvo a punto de ser estrangulado por el cordón umbilical al enroscársele alrededor del cuello.

Entonces, se oyó la voz de Bentley. Era apacible, sosegada. No se notaba en ella el menor tono de apremio.

«—Ahora irá usted todavía más atrás. Usted va hacia atrás, atrás, atrás. Hacia antes de que estuviera en aquel sitio oscuro y caliente. Sí, usted puede hacerlo. Puede ir atrás, atrás, más atrás. Mire en su memoria. Está usted a punto de partir hacia antes de esta vida. Recuerde alguna otra vida, algún otro tiempo, algún otro lugar. Usted recordará cosas, cosas que sucedieron. Usted podrá hablarme de ellas. Ahora, piense. Hace mucho tiempo. ¿Qué ve usted?»

Hubo un largo silencio. De pronto, una voz:

«—Un lago. Veo un lago.»

Peter casi saltó de su sillón. Ahora oía la voz de X. La transición había sido impresionante.

«—¿Está usted cerca de ese lago?

»—Sí,

»—¿Cómo se llama usted?

»—Ño lo sé.

»—Piense. ¿Cómo se llama?»

Una pausa. Después:

«—No lo sé.»

La voz de Bentley era insistente.

»—Pruebe. Haga un esfuerzo para pensar. Piense.

»—No lo sé. No lo sé. —Parecía irritado.

»—Muy bien. Está usted cerca del lago.

»—Sí.

»—¿Qué nombre tiene el lago?

»—No lo sé.

»—Piense.

»—No lo sé.

»—Muy bien. ¿Está usted solo, ahí? ¿O bien con alguien?

»—Con otra persona.

»—¿Quién?

»—Marcia.

»—Marcia ¿qué?

»—No lo sé.

»—¿Cuál es el apellido de ella?

»—No lo sé.

»—Muy bien. Dígame pues lo que sabe.

»—Es de noche. He salido de la cabaña. Estoy desnudo. El viento es frío. Tiemblo un poco. Pero pronto dejo de sentirlo...

»—Continúe...

»—Hay luna. Es casi luna llena. Me siento bien. Muy bien. Camino hacia el embarcadero. Hago una pequeña danza guerrera...»

A partir de este punto, la voz de X relató todo el episodio, hasta el último detalle, exactamente como él, Peter Proud, lo había soñado una y otra vez. Hasta el horrible fin. Luego hubo una pausa de varios minutos.

Peter se sentía totalmente distinto, separado de X. Eran dos personas diferentes. Después del instante del nacimiento, había entrado en escena un extraño. Un extraño familiar, pero un extraño al fin y al cabo.

Entonces, intervino la voz de Bentley.

«—¿Hay algo más? ¿Puede ir todavía más atrás?»

Hubo una pausa. Después:

«—Veo un automóvil.

»—¿Sí?

»—Conduzco este automóvil. La capota está bajada. Hay una muchacha a mi lado. Canta.

»—¿Hacia dónde conduce usted el coche?

»—No lo sé.

»—¿Cómo se llama la muchacha?

»—No lo sé.

»—¿Cómo se llama usted?

—»No lo sé.

»—Muy bien. Siga usted retrocediendo. ¿Qué más ve?»

X relató entonces, uno tras otro, el Sueño de la Criatura, el Sueño del Tenis, el Sueño de la Cárcel, el Sueño de la Torre y todos los demás, hasta llegar al Sueño del Árbol. En ninguno de ellos había mencionado nombre alguno, ni tampoco hechos nuevos. El Sueño del Árbol iba a ser la última posibilidad.

La voz de Bentley se hizo aún más apremiante.

«—Ahora dígame lo que ve.

»—Veo un árbol.

»—¿Sí? ¿Dónde está ese árbol?

»—En una especie de parque. En las afueras de una ciudad.

»—¿Cómo se llama el parque?

»—No lo sé.

»—¿Qué nombre tiene la ciudad?

»—No lo sé.

»—Piense —insistió la voz de Bentley—, haga un esfuerzo para recordar.

»—No sé el nombre de la ciudad. No lo sé.

»—Usted estuvo allí. Debe saberlo.

»—No. —La voz se irritó de nuevo—. No lo sé. No lo sé.

»—Muy bien. ¿Qué ve?

»—Estoy en ese lugar. Con una muchacha.

»—¿Es Marcia, la muchacha?

»—No. Es otra chica.

»—¿Cómo se llama?

»—No lo sé.

»—¿Cuántos años tiene usted, ahora?

»—Soy joven.

»—¿Muy joven?

»—No lo sé.

»—¿Qué está haciendo?

»—Estoy grabando mis iniciales —y las de ella— en la corteza del árbol.

»—¿Qué iniciales son?

»—No lo sé. No puedo verlas,

»—Intente verlas.

»—No puedo, ¡No puedo verlas!»

Tras unos minutos de silencio, Bentley cerró el magnetófono,

—Bien, eso es todo. Nada utilizable. Nada nuevo. Ni un nombre en ninguna parte, ni una huella.

—¿Por qué no podré recordar nada más?

—No lo sé.

El parapsicólogo sacó el carrete de cinta del magnetófono y cerró de un golpe la tapa del aparato. Estaba francamente decepcionado.

—Sólo podemos teorizar. Es indudable que ha presentado usted una gran resistencia a la exploración, incluso en estado hipnótico. Por alguna razón, no ha querido abrir la puerta. O, dicho de otro modo, no ha querido abrir la caja de Pandora. Por miedo, tal vez, de llegar al fondo de ese tremendo misterio, de revelarse usted a sí mismo. Por temor, quizá, de no poder soportar todo lo que descubriera, de que llegase a enloquecer.».

Peter estaba aún aturdido por lo que había oído en la cinta; por todos aquellos nombres que había recordado hasta el mismo día de su nacimiento. Pero más allá de éste, nada. «Sólo contaré hasta aquí y basta —parecía haber dicho X—. Si no quiero recordar, nada podéis hacer para conseguirlo.»

—No sé... —dijo Bentley, no muy convencido—. Si probáramos otra vez... Quizá podríamos hacerle descender a una etapa más profunda...

Era fácil ver que Bentley no tenía muchas esperanzas en esta posibilidad.

—De hecho, no cree usted que dé resultado, ¿no?

—Si he de decirle la verdad, no. —Y añadió, con esperanza—: Pero podríamos probar aún otro método.

—¿Sí?

—El electrochoque.

—¿Tratamiento de choque?

Bentley asintió con la cabeza.

—Hay una teoría según la cual la aplicación del electrochoque antes de la hipnosis produce resultados interesantes: cambia temporalmente las características de la memoria, de modo que el paciente presenta menor resistencia. Por supuesto, deberíamos experimentar con una corriente muy débil...

—¿Experimentar? ¿Quiere acaso decir que esto no se ha probado nunca con nadie?

Bentley vaciló.

—Hombre, sí... Se ha probado.

—¿Con quién?

—Con los esquizofrénicos.

Peter clavó los ojos en el parapsicólogo.

—No creo ser un esquizofrénico, Hall.

—No he dicho que lo fuera —se apresuró a decir Bentley—. Es tan sólo algo que podríamos considerar.

—No. No quiero ser el conejillo de Indias de nadie. Y no quiero que me revuelvan los sesos para probar nada.

—Muy bien —dijo Bentley—. No se lo reprocho. Creía que llegaríamos a alguna parte. Olvidemos todo esto e intentemos librarle de otro modo de ese mono que lleva usted a cuestas. Probaremos con la sugestión por hipnosis. ¿Qué le parece mañana por la mañana, a la misma hora?

—¿Cree que hay alguna posibilidad...?

—No lo sé. En hipnoterapia, es arriesgado hacer predicciones. Hemos tenido algunos buenos resultados en ciertos traumas que implicaban trastornos del sueño, amnesia y cosas por el estilo. Todo lo que podemos hacer es probar.

Hall Bentley, cuando su paciente se hubo marchado, fue hacia un armario y se sirvió un trago. Se sentía muy cansado y muy deprimido.

«Vaya chasco que me he llevado...», pensó. Por un instante, había cobrado grandes esperanzas, sobre todo cuando vio que su paciente era capaz, primero, de entrar en estado de trance y, segundo, susceptible de regresión. Por un instante, había creído que allí, aquel día, Peter Proud se convertiría en la prueba viviente de la reencarnación. Que allí se haría historia, que harían estremecer al mundo. Tal perspectiva era mil veces más emocionante que andar sobre la luna.

Pero su paciente no se había movido de cero.

Esperanzado, había perseguido a este fantasma durante años. Pero siempre llegaba al mismo callejón sin salida. Teorías, conjeturas, incluso cierta dosis de lógica. Pero nada de pruebas definitivas. En aquel momento, estaba convencido de que jamás encontraría ninguna. Y todo aquel que creyera realmente que ello era posible no hacía más que engañarse.

«¿Lo cree usted posible? Estupendo. Ahora sólo le falta probarlo, doctor.»

A la mañana siguiente, Bentley hipnotizó de nuevo a Peter. Cuando lo tuvo en estado de hipnosis, comenzó:

—Ha tenido usted esos sueños. Los mismos sueños. Pero, en realidad, son alucinaciones. Son perjudiciales. Son pesadillas que trastornan su sueño. Agotan sus energías. Por lo tanto, debe librarse de ellos. Ya ha tenido demasiados. Los olvidará del todo. Nunca existieron...

Como por milagro, los sueños desaparecieron.

Las noches transcurrían, una tras otra, sin sueño alguno. Peter se despertaba descansado, con nuevas fuerzas. El hombre a quien él llamaba X había muerto, al parecer, desde hacía algún tiempo. Ya no andaba por las calles de la misteriosa ciudad, ni jugaba al tenis, ni conducía el gran Packard, ni contaba dinero en la cárcel.

Con el tiempo, volvió a soñar. Pero ahora sus sueños eran diferentes, como los de todo el mundo. Sus sueños se identificaban con recuerdos de la infancia o con figuras conocidas. Sueños en que los personajes le eran familiares: su padre, su madre, sus amigos, Nora. Y, en cuanto a los lugares, reconocía los de sus recuerdos presentes.

A la larga, las alucinaciones se convirtieron en un gran sueño, en una serie de pesadillas que había tenido en otros tiempos. De cuando en cuando consultaba la libreta de notas que había llevado. Ahora podía leer su contenido con curiosidad y sin identificarse con él. Sólo veía en aquello las más disparatadas fantasías.

Volvió a ser él mismo, el mismo de antes. Trabajaba bien, daba clases, hacía sus investigaciones.

Llegó a completar ocho capítulos de su libro. Tenía buen apetito. Aún jugaba más al tenis que antes, y su juego y sus reflejos eran más vivos. Le parecía gozar de doble energía en comparación con la que tenía antes. Se sentía estupendamente. Y en paz.

Sus relaciones con Nora mejoraron. Sabía que andaban mal últimamente, que, de hecho, ella había estado a punto de dejarlo. Sabía que no había sido fácil vivir con él. La muchacha había seguido a su lado, aunque consciente de que resistía un desafío. Y su vida sexual se resintió con ello. Ahora todo había vuelto a la normalidad.

A veces hablaban de matrimonio, pero de una manera deliberadamente vaga. Quizá, decían. Algún día. Sin embargo, ambos sabían que en realidad no era posible, que no lo era para toda la vida. Se apreciaban el uno al otro, eso sí, tanto física como intelectualmente. No se limitaban a gustarse mutuamente, pero algún día, ellos lo sabían, aquello terminaría, con la profunda pena y el gran sentimiento de haber perdido algo importante por ambas partes. Pero entretanto gozaban el uno del otro de día en día.

Entonces, una noche, sin más ni más, sin que lo esperaran, su tranquila existencia se quebrantó.