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Aquella noche no llegó a pegar ojo.

A la mañana siguiente, ojeroso y con la mirada turbia, salió a toda prisa en dirección norte, hacia una población del Mono County llamada Bridgeport. Había sido contratado por los Servicios Legales de los Indios de California y el Fondo de los Derechos de los Nativos Americanos para testificar a favor de una pequeña colonia de indios paiutes que intentaban conservar ocho hectáreas de tierra ancestral. El gobierno la necesitaba para un proyecto federal de cultivos.

Su cometido consistía en testificar, como experto, que los miembros de la colonia eran descendientes legítimos de los paiutes originales; y, además, que sus antepasados habían ocupado aquel territorio mucho antes de que el primer hombre blanco llegara a su valle situado entre las alturas de la tierra, y que la ocupación de la zona era enteramente legal, con arreglo a un tratado. Si los paiutes perdían aquella tierra, y con ella su estado legal establecido, se quedarían sin calificación para acogerse a la ayuda federal en cuanto a viviendas y otros programas destinados a mejorar sus vidas sin ocupación determinada y dependientes de la asistencia pública.

Cuando fue llamado a testificar, su intervención fue un fracaso.

Simplemente, estaba cansado. No hubo modo de que coordinara su testimonio. Tuvo fallos de memoria. Tuvo que recurrir repetidamente a los datos que llevaba en su cartera de mano. Removió los documentos interminablemente, intentando encontrar los que necesitaba. Podía oír los inquietos movimientos de cuantos se hallaban en la sala de la audiencia, sus cuchicheos ante lo inesperado de la situación. Titubeó y tartamudeó en su exposición inicial del caso. Un abogado del Ministerio del Interior empezó a contrainterrogarlo y, en cierto modo, hizo caer a Peter en la trampa de sus propias contradicciones. Cuanto decía parecía inconsistente, irreal. El testimonio de Peter, con ser merecedor de simpatías, resultó perjudicial. Prácticamente, reconoció que aquel grupo de paiutes eran unos intrusos en tierra ajena. Según un documento de privilegios extendido en 1914 por la Oficina General del Catastro, el terreno había sido vendido a un no indio que alegaba que la zona estaba desocupada. Peter sabía que esto era ilegal, pero, por estar desquiciado aquel día, fue incapaz de probarlo. Cuando terminó la vista, salió de la sala sin poder evitar su sonrojo. Un senador del Subcomité de Asuntos Indios en el Senado que simpatizaba con la causa de los paiutes le lanzaba miradas de indignación. Los que lo habían contratado se mostraban hostiles, con los labios apretados. Los pocos paiutes presentes se limitaban a clavarle sus miradas. Sabía que recordaría aquellas caras doloridas y desesperanzadas durante mucho, muchísimo tiempo. Salió por fin a la calle. Sabía que, en aquel momento, no estaba en condiciones de hacer el viaje de regreso a Los Ángeles. Estaba demasiado cansado. Necesitaba dormir.

Encontró un motel y se quedó en él.

Primero, tuvo el Sueño de la Criatura. Se hallaba en una habitación silenciosa, la de una criatura, a las altas horas de la noche. Había allí una cuna blanca con las sábanas rosadas. Rompió el silencio el lloro de un bebé. Fue hacia la camita y lo cogió en sus brazos. Podía sentir la trémula y caliente mejilla de la criatura contra la suya, y notaba el olor de sus heces y orines. Entonces, apareció ella en el vano de la puerta; vestía un camisón, y contemplaba la escena con cara contrariada. Era Marcia...

Luego, casi inmediatamente, el Sueño del Acantilado. Era de noche y se encontraba en la cumbre de una loma cubierta de hierba, en el mismo borde de un acantilado, y abajo, en el valle, podía verse un sinuoso río y la miríada de luces de una ciudad que se extendía en ambas orillas del mismo. Estaba con Marcia, los dos se hallaban desnudos, y se hundieron en la hierba, ella con las piernas abiertas para él, él encima de ella...

Y, por último, de nuevo el Sueño del Automóvil.

Igual que las otras veces, hasta el último detalle. Era un coche descapotable, con la capota plegada, e iban a gran velocidad. Podían ver pasar como relámpagos las ramas de los árboles sobre sus cabezas. El cielo estaba claro y salpicado de estrellas. La luna era un delgado creciente. La mujer pelirroja llevaba un pañuelo encarnado alrededor del cuello. Su cabello ondeaba al viento, y había en su cara una expresión de éxtasis. La oía cantar, pero no podía identificar la canción. El motor zumbaba y ronroneaba. El coche se movía con suavidad, sin vibraciones. Tenía la sensación de que pronto se elevarían por los aires, como si se encontraran en la pista de despegue de un aeropuerto. Pronto dejarían el suelo y volarían por encima de los árboles, hacia las estrellas.

La muchacha tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Seguía cantando, pero las palabras se perdían en el viento.

Pero de nuevo, como otras veces, era el coche lo que más le encantaba. Largo y bajo, liso, suave. Grandes parachoques curvados. Alfombrado negro, tapizado de cuero rojo. El tablero de instrumentos de rojizo y nudoso nogal. El velocímetro por indicador cromático. Observó lo que marcaba el cuentakilómetros: exactamente 29.787 kilómetros. Aunque desde su asiento, detrás del volante, no podía ver el exterior, sabía el aspecto que tenía. Su pasajera no dejaba de cantar, indiferente a todo. Con los ojos cerrados y una extática sonrisa en sus llenos y rojos labios.

Pisó el pedal del gas. La aguja del velocímetro cambió de color. Del amarillo al rojo. Ciento diez kilómetros. Ciento treinta... Ahora volaban. Volaban realmente...

Despertó...

Había dormido durante toda la tarde y toda la noche. Se vistió, desayunó y se dirigió al aeropuerto.

En el avión, se puso a pensar en el Sueño del Automóvil. Empezaba a obsesionarlo. De todos sus sueños, era el más detallado y el más específico. Podía ver literalmente aquel coche. Era casi estremecedora la claridad con que lo veía. Y el número de kilómetros recorridos. Exactamente 29.787. Era imposible mayor exactitud.

Era un coche de modelo antiguo. Un coche de calidad, clásico, construido mucho tiempo atrás. Eso lo sabía muy bien. Y no precisamente por ser un fanático de los coches clásicos. Los coches antiguos no le interesaban. Había visto una exposición de esta clase de automóviles, cierta vez, en un museo, no recordaba dónde. También había visto rallies de coches fuera de serie: los hombres con aquellas antiguas gorras de conductor y gafas protectoras; las mujeres con sombreros de ala ancha y el velo cubriéndoles la cara. Había visto cómo sus coches desfilaban por la autopista: Fords modelos T, Pierce Arrows y otros por el estilo. Sabía que aquella gente pertenecía a un club o algo parecido. Celebraban banquetes, asistían a las subastas y vigilaban los anuncios de venta de coches clásicos. No obstante, tenía la impresión de que el coche que aparecía en sus fantasías era mucho más moderno que aquellas piezas de museo. Empezaba a roerle la curiosidad. Apenas podía esperar el momento del aterrizaje del avión en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles.

Recogió su coche y, en vez de irse a casa, se dirigió directamente hacia el campus. Después de aparcar, continuó a pie. Pasó rápidamente por delante del Sunche Hall y el Haines Hall y cruzó la Plaza Dickson. Ahora, se sentía impelido, empujado. El corazón le latía con fuerza, la excitación fustigaba su sangre.

Entró en la Biblioteca Powell y fue derecho a la mesa de la bibliotecaria. Había dos estudiantes delante de él. Aguardó con impaciencia. El uno quería saber dónde podría encontrar un libro sobre el arte del bordado. El otro deseaba enterarse de dónde podría encontrar material sobre los procesos de transformación de la energía en la cinética química. Se informó amablemente al muchacho de que no había elegido el lugar adecuado, de que lo que buscaba lo hallaría en la Biblioteca de Investigación.

Por fin, le tocó el turno a Peter.

—¿Qué desea?

—Desearía encontrar un libro sobre coches antiguos. Coches clásicos.

—Sí, a ver... —Pensó un momento—. Creo que tenemos varios.

Condujo a Peter a una de las estanterías.

—Los encontrará usted aquí.

Había varios libros sobre el tema. Se puso a examinarlos detenidamente uno a uno. Desechó en seguida los que describían los coches muy antiguos y otros que se referían especialmente al antiguo Modelo T, los Durants y los Marmons. Su coche no tenía tantos años.

Otros, como Historia gráfica del automovilismo, Coches de los primeros años treinta, Tesoros de coches de los Estados Unidos, Coches clásicos y deportivos, merecieron su atención página por página. Estudió las ilustraciones una tras otra. Coches del pasado con nombres familiares: Cadillac, Lincoln, Chrysler. Otras marcas vagamente familiares: Pierce Arrow, Duesenberg, LaSalle, Daimler, Cord y Stutz. Y nombres exóticos y casi olvidados: De Grand Lux, Hispano Suiza, Isotta—Fraschini, Marmon, Peerless, y Wills Sainte Claire.

Y, entonces, lo vio. En la página 158 de El gran automóvil americano. Su coche.

Era una réplica exacta del de su sueño, bellamente fotografiado, tanto interior como exteriormente. Lo habría reconocido en cualquier lugar.

Leyó el texto que había debajo de las fotografías.

PACKARD CLIPPER. Fuera de serie convertible. El último de los Packards clásicos. Empezó a fabricarse el 25 de agosto de 1941. Dejó de fabricarse el 9 de febrero de 1942, cuando un decreto gubernamental suspendió, para mientras durase la guerra, la producción de nuevos modelos de coches. Durante dichos cinco meses, se fabricaron 33.77<j unidades de este tipo.

Estos lujosos y caros coches de ocho cilindros se identificaban por su largo radiador vertical con pequeñas barras horizontales, así como por sus grandes tapacubos. Los parachoques también eran de buen tamaño y elegantemente curvados. El Clipper era popular, entre los que podían permitirse su posesión, por su diseño largo y bajo, apropiado para las grandes velocidades.

El interior de este modelo está tapizado con auténtico cuero rojo y alfombrado de negro. Se caracterizaba por su tablero de instrumentos de rojizo y nudoso nogal y por un receptor de radio con pulsadores para la elección automática de frecuencias montado en el centro del salpicadero. Una de sus características especiales, y exclusiva del Clipper, era su velocímetro por indicador cromático. Éste cambiaba de color a medida que el coche cobraba velocidad. De cero a cincuenta kilómetros aparecía verde; de cincuenta a cien, amarillo; y a velocidades superiores a cien, rojo...

Llevó el libro a la máquina Xerox, sacó una fotocopia de la página 158 y la deslizó dentro de su cartera de mano.

Poco después de haber salido de la biblioteca, se detuvo en medio de la Plaza Dickson. De pronto, había quedado rígido e inmóvil.

Apenas si se daba cuenta de que era un foco de atención. Grupos de estudiantes que pasaban por aquel lugar se paraban un momento para mirarlo con curiosidad. Una muchacha se volvió, como si fuera a preguntarle si se encontraba bien, pero luego cambió de parecer, se encogió de hombros y prosiguió su camino.

Quedó clavado allí un buen rato. De repente, se le había ocurrido que él nació en 1946. Exactamente el 10 de octubre de 1946. Casi por el mismo tiempo en que aquel coche estaba de moda.

Empezó a andar hacia la Estructura de Aparcamiento Número Tres. Ya no tenía la menor duda respecto a ello. Él había vivido en alguna vida anterior encarnado en el hombre a quien llamaba X. Se preguntó qué clase de persona pudo ser X, qué pensaba ese X, qué hacía, qué pensaban los demás de él. De pronto, le vino a la imaginación, con gran sobresalto, la idea de que tal vez X había sido una mala persona. Tal vez había cometido alguna falta imperdonable por lo que respectaba a aquella mujer llamada Marcia. Si no, ¿por qué había esgrimido con tanta saña con odio tan manifiesto, su arma mortífera? ¿Por qué le había quitado la vida en la flor de la edad?

¿Y antes de X? Admitir la reencarnación equivalía a admitir que uno había vivido muchas vidas anteriores. Que uno había nacido, y muerto, y vuelto a nacer. El alma era siempre la misma, sólo que habitaba en un cuerpo tras otro. ¿Quién había sido él antes de X? ¿Qué clase de hombre? ¿Bueno? ¿Malo? En la actualidad, se consideraba a sí mismo una persona decente. En cambio, a juzgar por lo que sabía, podía haber sido, en alguna vida anterior, un violador o un asesino. La idea no era agradable. Pero daba por descontado que jamás llegaría a salir de dudas.