7

Aquella noche, llegó a la conclusión de que no podría mantener por más tiempo a Nora en la ignorancia de cuanto le sucedía. Se lo contó todo, de un tirón, desde el principio hasta su reciente descubrimiento en la biblioteca.

—Debo de haber tenido otra vida antes de ésta. Antes del 10 de octubre de 1946. que era el hombre que jugaba al tenis, el que nadaba en el lago, el que conducía aquel coche. Y esa mujer, Marcia, debió de ser algo mío. Mi esposa, mi amante, algo.

—Sí, claro... Has sido reencarnado. Moriste y volviste a nacer. Pero no sabes ni tu nombre, ni tu graduación, ni tu número de serie.

—No.

—Vaya... —Suspiró—. Tu caso es peor que el de toda esa gente de los manicomios. Al menos, ellos saben que son Napoleón, o Juana de Arco, o el General Grant.

—¡Maldita sea! ¡Hablo en serio!

—Lo sé, Pete. Pero... la verdad, eso de la reencarnación...

—Mucha gente cree en la reencarnación, Nora.

—No te lo discuto. Miles, tal vez millones. Y hay también los que creen en los mapas astrológicos, en los naipes tarots, en la brujería, y en los gurús que te leen el porvenir a veinticinco dólares por hora. La mayoría de ellos son unos chiflados, o nada más que unos incautos. Sé que son muchos los que creen en la reencarnación, pero creerían en cualquier cosa que les proporcionara una salida, que les diera ocasión de huir de la realidad. Viven a la espera de milagros que les hagan sentirse mejor. De todos modos, mirándolo bien, todo eso no son más que manías, chifladuras.

La vagarosa mirada de Peter se detuvo en la muñeca izquierda de Nora, en la que llevaba dos brazaletes de cobre. Se les atribuía la propiedad de proteger contra la artritis, el reumatismo, la ciática, y los dolores del codo de los tenistas. Había observado que lo llevaban muchas mujeres y algunos hombres.

Nora advirtió su sonrisa. Su cara enrojeció.

—Ah, sí... —dijo—. Los llevo por capricho. Una tontería como cualquier otra... ya lo sabes.

—Sí —dijo—, yo lo sé muy bien.

—¡Oh, vete al infierno! —Rió, pero después se puso seria—. Y ahora dejémonos de bromas, Pete... Reflexiona un poco sobre todo esto y te darás cuenta de lo ridículo que resultas. Según tú, se muere, pero no se muere de verdad. El alma no va al cielo o al infierno, como dicen esos predicadores que lanzan rayos y centellas, sino que se queda vagando por ahí hasta que encuentra alojamiento en otro cuerpo. Esa nueva morada puede ser un cuerpo que nazca diez años después de tu muerte, o cien, o los que sean. Y así una y otra vez. Total, que la vida no es más que un gran viaje turístico llamado karma. Y ahora dime: ¿Eres capaz de tragártelo, todo esto? ¿Tragártelo de veras?

—No lo sé.

—Mira, chico... Cuando mueres, mueres para siempre. Cuando te entierran bajo tierra o te asan en el crematorio, todo ha terminado para ti. Ya no eres más que un montón de productos químicos convertidos en cenizas. Ya no te queda ningún otro... reestreno.

Él reflexionó unos momentos.

—Nora, quisiera probar una cosa.

—¿Qué?

—Pondré un magnetófono junto a la cama. Si vuelvo a echar esas voces que oíste, tal vez podrás grabarlas. Quiero oírlas.

—¿Para qué?

—Sólo para oírlas. Bueno, para oírle a él.

—Pete —dijo ella—. Hazme caso. Déjalo estar. No compliques las cosas.

—Tengo que probarlo.

Sintió que Nora lo sacudía furiosamente. Había conseguido despertarlo. Abrió los ojos y vio que se hallaban a primera hora de la mañana. Como la otra vez, la muchacha estaba pálida y temblorosa.

—Escucha —le dijo Nora, mientras ponía en marcha el magnetófono.

Primero, Peter oyó lo que parecía la respiración de alguien; después, una risa ahogada. Entonces se escuchó... un largo, penetrante y horroroso grito. Una especie de alarido, algo semejante a un grito de guerra.

Peter escuchaba estupefacto, helado hasta la médula de sus huesos.

—Dios mío... —dijo en voz baja—. Oh, Dios mío...

—Ahora viene una pausa —dijo Nora—. No se oye nada durante un corto rato.

Al cabo de unos momentos, él oyó la Voz. Por primera vez.

«Marcia, fue sin querer... Yo no quería decirte lo que te dije allí abajo.»

Peter escuchaba, pasmado, mientras sentía estremecerse sus músculos. La Voz era la de un extraño, más profunda que la suya, con un timbre diferente. Había en ella cierta rudeza, un tono despreciativo, y algo que sugería el rechinar de dientes, a causa del frío del lago, por supuesto. Tenía un ligero acento. ¿Nueva Inglaterra?

«Lo lamento de veras, lo lamento.»

Ahora, el tono era de disculpa, de arrepentimiento. No obstante, las palabras tenían un leve matiz de insinceridad.

«Estaba borracho. No sabía lo que decía. Me odio a mí mismo por lo que dije allí abajo.» Un momento de silencio. Después: «Te quiero, Marcia. Siempre te he querido.»

Frío. Sin sentir su cuerpo. Hablando medio sumergido en el lago. Lo recordaba muy bien.

—Aquí hay otra pausa, más larga que la otra —dijo Nora.

Peter esperó. Naturalmente, sabía lo que venía después. Estaba preparado para ello, pero no del todo.

«¡No, Marcia, no! ¡NO!»

Aquel grito era pura agonía. Agudo, instintivo, irreal.

—Dios mío... —volvió a decir Peter.

Tras esto, nada más que silencio. Se sentía enfermo. Enfermo del alma. Nora cerró el aparato.