13
Sucedió unos dos meses después de su última sesión con Hall Bentley, durante las vacaciones a la mitad del curso de primavera. Él se hallaba extendido en el diván frente al televisor, mirando con indiferencia el final de un programa y el inicio de otro. El programa que estaba empezando era una de esas películas documentales que producían a veces las cadenas de televisión para convencer a la Comisión Federal de Comunicaciones de que trabajaban efectivamente en favor de la utilidad pública y vitalmente interesadas en elevar el nivel cultural del pueblo norteamericano. Ésta, según el título que le daba comienzo, trataba de «La cambiante faz de Norteamérica».
Aquella tarde había jugado tres duros partidos de tenis y ahora se encontraba en su segundo martini. Se sentía agradablemente cansado y soñoliento. Tenía que hacer un esfuerzo para mantener los ojos abiertos mientras miraba la pantalla. Nora estaba en la cocina asando bistecs. Se quejaba de ciertos contratiempos de su empleo. Él sólo la escuchaba a medias mientras ella se expresaba cada vez con mayor irritación:
—Ese bastardo para el que trabajo, el doctor Lohrman, hace días que está inaguantable. Debe de tener algún problema con su mujer o con alguna otra cosa. Creo que ella lo ha dejado. Sea lo que fuere, lo hace pagar a todos sus ayudantes, especialmente a mí. Por lo visto, no hago nada bien. ¿Y sabes qué te digo de él?
—¿Qué?
—Que lo encuentro poco honesto. Intelectualmente deshonesto. He sabido por casualidad que cogió un artículo que descubrió en una oscura publicación alemana, lo parafraseó un poco, y ahora lo usará en una obra suya sin citar a su verdadero autor...
En la pantalla del televisor, se puso a hablar un narrador. Estaba de pie sobre un enorme mapa de los Estados Unidos. Aquél era un programa, dijo gravemente, sobre la Norteamérica contemporánea. «Sobre la Norteamérica en que ustedes y yo vivimos hoy. La Norteamérica que la mayoría de nosotros amarnos. Vamos a mostrarles cómo ha cambiado su faz, hasta dónde ha llegado Norteamérica, dónde se encuentra ahora. De qué modo ha cambiado su población, su economía regional y otros aspectos durante los últimos cincuenta años.»
Peter apuró su último martini. Cada vez se sentía más soñoliento. La voz de Nora seguía llegando de la cocina. Vagamente, le oyó decir que estaba harta de ser profesora auxiliar, sobre todo a las órdenes de un idiota exigente como Lohrman. Estaba inaguantable. Y allí se encontraba ella, una candidata a doctora en filosofía, tratada como una niña, recibiendo unos honorarios miserables y pagando aún por la enseñanza que recibía. Por añadidura, había comparecido ante el comité doctoral para presentar el tema de su tesis al presidente, un pretencioso hijo de perra, quien lo había rechazado. Le dijo que debía elegir un tema de orientación más problemática. ¿Pero, qué demonio significaba aquello?
Su voz pasó a segundo término. Se había convertido en una lejana cháchara. Peter miraba fijamente la pantalla del televisor. Ahora, las imágenes aparecían y desaparecían como relámpagos; eran rápidas vistas de varios pueblos y ciudades. Granudas fotografías tomadas hacía ya mucho tiempo, de la clase que ahora llamarían «americana», es decir, de las que habían pasado a formar parte de los materiales característicos de Norteamérica, de su civilización y cultura. El narrador hablaba en este momento de la Costa Este, específicamente de Nueva Inglaterra. Muchos años atrás, decía, era una zona industrial de vital importancia. Allí, en aquellos pueblos y ciudades, hubo industrias de la seda, del papel, de herramientas, de los tintes, de hilados y tejidos y de armas de poco calibre. Había sido una región de hábiles artesanos, inmigrantes procedentes del terruño muchos de ellos, yanquis nativos los otros. Pero los tiempos habían cambiado. Muchas de las industrias habían cerrado y se habían trasladado al Sur, donde la mano de obra era más barata. Las vistas, un montaje de diferentes tomas, seguían pasando una tras otra: pueblos y ciudades de hacia 1920, desde Maine a Connecticut. Mostraban calles céntricas, fábricas, zonas residenciales, monumentos, plazas públicas y así sucesivamente, sin que nada se identificara con ningún nombre.
De pronto, Peter se incorporó con la rapidez de un rayo. Acababa de verla allí, en la pantalla del televisor. Su ciudad.
Estaba seguro. Había visto una rápida imagen de la calle principal que tan bien conocía. El puente de piedra del ferrocarril encima de la calle, con su parte inferior curvada en forma de arco. Luego una instantánea de la plaza que recordaba. Y la torre, una réplica exacta de la que había visto tantas veces en el Sueño de la Torre.
Habían sido sólo vislumbres. Sin que se diera el nombre de la ciudad. Pero acababa de verla allí, en aquella pantalla. Su ciudad.
Estaba rígido, mirando fijamente la pantalla. Ahora, el narrador hablaba del Sur. Vistas de otras ciudades, de otros pueblos, pasaban con rapidez, como disparos. Se sentía empapado de frío sudor. Entonces, gritó:
—¡Nora!
Ella vino corriendo de la cocina, alarmada.
—¿Qué pasa?
Le dijo lo que acababa de ver. Lo soltó farfullando, echando las palabras a borbotones. Ella lo miraba con fijeza.
—Pete, estás loco.
—Te digo que sí. Acabo de verla.
—No es posible.
—Te juro que la he visto...
—Muy bien —dijo ella—. Crees que la has visto. Tal vez la hayas visto, pero en tu imaginación.
—No.
—Querido —le dijo ahora pacientemente—, esa ciudad no existe. En cualquier caso, no se trata de la que soñabas. Simplemente, estabas echado en el diván, habías tomado un par de martinis y estabas medio dormido. Has soñado despierto, ¿sabes? Has visto pasar rápidamente todas esas vistas, y no has hecho más que identificar un par de ellas con tus recuerdos. Has tenido una especie de alucinación...
Él la miraba fijamente. Ahora no estaba tan seguro.
—¿Lo crees así?
—No lo creo, lo sé.
—Juraría que acabo de verla. Aquel puente en arco del ferrocarril. Aquella calle. Ahí mismo, en la pantalla. Mirándome, cara a cara. Y la plaza pública, y la torre.
—La próxima vez, querido —dijo ella—, ten cuidado con los martinis. Sobre todo estando tan cansado. Y ahora, ¿qué tal si fueras a lavarte? Estos bistecs ya están casi listos.
Más tarde, no pudo dormir. Daba vueltas en la cama, tratando de volver a crear aquellos breves momentos ante el televisor. Ahora no creía en su memoria. Tal vez se había adormilado o, simplemente, había visto visiones.
Sin embargo, le había parecido que estaba tan seguro...
Sólo había una manera de averiguarlo. De un modo u otro, tenía qué volver a ver aquella película.
Llamó a las oficinas de la cadena de televisión en Burbank. Sí, tenían una copia de la película, pero la guardaban en una caja fuerte. Mostrarla en privado estaba en contra de las normas de la entidad. No obstante, si quería presentar una solicitud por escrito, harían lo posible para darle el curso adecuado. En resumen: un callejón sin salida.
Peter cambió de táctica. Tenía algunos amigos en la industria de la televisión, y uno de ellos conocía al productor de aquel programa, un tal Paul Daley. Podía encontrarse a Daley en las oficinas de la cadena en Nueva York. El productor debía de tener una copia de la película televisada, y, si Peter quería, su amigo pondría en antecedentes a Daley para que él mismo pudiera llamarle personalmente.
Peter telefoneó a Daley a Nueva York y, tras mencionar el nombre de su amigo, contó al productor una vaga historia sobre su deseo de recoger datos de la ciudad donde estuvo el hogar de su infancia, y que se dirigía a él por suponer que en su película figuraban vistas de tal lugar. Le explicó, sin dar importancia a la cosa, que tenía que ir al Este para otros asuntos y que le gustaría tener ocasión de ver la película. Daley se mostró complaciente.
Después de esto, habló con Hall Bentley. El parapsicólogo lo escuchó hasta el final sin hacer el menor comentario. Peter se lo contó todo, incluso su proyectada visita a las oficinas de la cadena de televisión y la reacción de Nora.
—¿Sabe qué le digo, Pete? Que tal vez ella tenga razón. Podría haber sido sólo una ilusión.
—Le juro que vi esa ciudad.
—¿Con una seguridad del ciento por ciento?
—No.
—Entonces, creyó haberla visto.
—Sí, pero en aquel momento estaba seguro.
—Escúcheme. Es posible que la viera usted efectivamente, por así decirlo. Estaba usted bebiendo, cansado y medio adormilado. Sus ojos estaban fijos en la pantalla. Sitúese usted. Van pasando las imágenes, vistas de pueblos y ciudades de Nueva Inglaterra. Usted tiene una imagen mental de su ciudad de Nueva Inglaterra, la de sus sueños. Es una imagen muy viva. Usted quiere ver esa ciudad, tanto que podría decirse que le sale por los ojos. Entonces, usted no hace sino proyectarla sobre la pantalla, entre las otras vistas.
—Muy bien. Comprendo lo que quiere decir.
—Otra posibilidad. Tal vez se adormiló de verdad y tuvo esta alucinación. Como las otras.
—No he vuelto a tenerlas desde que usted me...
—Nunca he dicho que los resultados serían permanentes. Podría volver a las andadas en cualquier momento.
—Pero, ¿por qué en aquel momento? ¿Por qué tuve precisamente esa alucinación en el mismo instante en que estaba mirando justamente aquel programa?
—Lo ignoro. A no ser que las imágenes que vio mientras estaba todavía consciente la desencadenaran...
—Aun así, es una gran coincidencia, ¿no le parece?
—Le citaré otra todavía mayor —dijo Bentley secamente—. Sueña usted determinada ciudad; y después, milagro de milagros, la ve en un programa de televisión.
Permanecieron un momento en silencio.
—Hall...
—Qué...
—Supongamos que no es ninguna coincidencia. Supongamos que es una realidad. Supongamos que todo estaba dispuesto.
—¿Dispuesto? —Bentley lo miró, perplejo—. No comprendo...
—No sé cómo explicárselo. Me doy cuenta de lo extraño que esto le parecerá. Sin embargo, tengo esa impresión. De que alguien o algo está tratando de decirme algo. De no ser así, ¿por qué aquellas alucinaciones? ¿Por qué yo? ¿Y por qué dio la casualidad de que precisamente yo escogiera aquel programa y viera lo que vi?
—No hemos aceptado todavía que usted viera nada.
—Hay un modo de saberlo.
—¿Sí?
—Voy a Nueva York. La respuesta está allí, en aquella película. O la vi o no la vi.
Bentley guardó silencio unos momentos. Después dijo, pensativo:
—Pete, no quiero que me interprete mal. No es mi deseo despreciar su parecer, pero yo soy un científico. Mi naturaleza y mi profesión me obligan a ser escéptico, a probar toda historia que caiga en mis manos abriéndole agujeros por todas partes, para convencerme de que, aun así, no hace agua. Sin embargo, no soy un científico tan puro como eso. Usted dice que tiene esa impresión, la de que alguien está tratando de decirle algo. Podría ser cierto. Después de todo, estas alucinaciones suyas son absolutamente únicas. Como usted sabe, he entrevistado a miles de pacientes, y nunca he dado con un caso que se pareciera ni remotamente al suyo. Hasta un idiota debe admitir que a nuestro alrededor pasan cosas incomprensibles para todo el mundo. No por hallarse más allá de nuestra limitada comprensión deben considerarse como inexistentes. A cada momento rompemos nuevas fronteras de la percepción humana. Usted ha soñado una ciudad, y ahora cree que la ha visto en la televisión. Quizá todo le sucedió por pura casualidad. Lo que me recuerda algo que Anatole France dijo sobre la casualidad. ¿Conoce usted la cita?
—No.
—«Casualidad es el seudónimo que usa Dios cuando no quiere firmar con su propio nombre.»
Bentley se quedó un momento silencioso. Luego preguntó:
—¿Cuándo se marcha usted?
—Mañana por la mañana.
—Quiero que haga una cosa. Y debe hacerla hoy. Antes no se vaya.
—¿Qué?
—¿Dónde tiene aquella libreta en que registraba todos sus sueños?
—En casa. ¿Por qué?
—Vaya a su casa y cójala tan pronto como llegue a ella. Saque entonces dos fotocopias de sus anotaciones. Envíeme una por correo certificado. Cuando la reciba, la pondré, sin abrir, en una caja de caudales. Junto con la cinta que grabamos mientras usted se hallaba en estado hipnótico.
—¿Y la otra copia?
—Vaya a un banco, antes no cierren, y alquile una caja de seguridad a su nombre.
—Ya tengo una.
—Ya lo suponía, pero tome otra en otro banco. Ponga la otra copia en esa caja. Entonces, no vuelva a hacer ninguna visita a dicha caja. No vuelva siquiera a acercarse a ella hasta que yo se lo diga. El empleado del Banco registrará su nombre y la fecha de hoy en la ficha de la caja, además de la correspondiente entrada. Será la única anotación, lo que probará que usted nunca hizo una segunda visita. —Dio una mirada a su reloj de pulsera—. Tendrá que darse prisa para poder hacer todo esto.
—¿Y por qué todo esto?
—Se lo diré en una sola e importante palabra: pruebas. ¡Si llegamos a conseguir algo, nos serán necesarias todas las que tengamos a nuestro alcance!
Aquella noche dijo a Nora que iba a Nueva York. Y, mientras hacía la maleta, le explicó por qué.
—Estás chiflado —le dijo ella.
—Tal vez.
—Debes darte cuenta de que lo que haces es completamente irracional.
—No lo sé.
—Pues yo sí. —Ahora estaba enojada—. Tú no viste nada en el televisor. Nada en absoluto. Excepto lo que quisiste ver. No reconociste ninguna ciudad. Ninguna ciudad con que hubieses soñado ni nada parecido. Todo fueron fantasías tuyas. ¿Eres capaz de comprenderlo?
—Lo sabré cuando esté allí.
—Escúchame, Pete. Quédate aquí. Aquí, tal como estabas, te sentías estupendamente. Sin alucinaciones. Ahora vuelves a enredarte, a meterte en berenjenales. Déjalo estar, Pete. Déjate de exploraciones. Quédate aquí.
—No puedo, he de ver esa película.
—Ya veo que has tomado una decisión, y que nada de lo que te diga podrá cambiarla.
—Lo siento, Nora.
—Muy bien —dijo ella—. He intentado hacer un esfuerzo, pero no puedo más. Con franqueza, Peter, me das miedo. No creo que obres con sensatez. Creo que estás al borde del abismo y no te das cuenta. De todos modos, no me encontrarás aquí cuando vuelvas.