17

A la mañana siguiente, desayunó en su habitación. Después, al no ocurrírsele nada mejor para empezar, se puso a examinar la guía telefónica.

Durante el poco tiempo que había estado allí, se había dado cuenta de que Riverside, con una población de tal vez doscientos mil habitantes, era una ciudad que nada tenía de pequeña. La guía telefónica incluía no sólo a los abonados de la propia Riverside, sino también a los de muchos distritos y pueblos circundantes.

Comenzó basándose en tres suposiciones. Primera: que Marcia no había resultado nunca convicta de su crimen. Segunda: que aún vivía. Y tercera: que aún residía en Riverside. Se puso pues a comprobar todas las Marcias que figuraban en la guía. Tenía la vaga esperanza de que uno de los apellidos llegara a chocar con algún nervio portador de memoria, de que lograra abrir algún diminuto compartimiento oculto.

Al llegar a la letra F, ya había dado con veinte mujeres con el nombre de Marcia. Ninguno de los apellidos le permitía evocar nada. Además, era posible que hubiera en Riverside otras cincuenta o cien Marcias cuya identidad quedase oculta por el hecho de constar sólo el nombre de sus maridos en la lista de teléfonos. Disgustado, cerró la guía y la echó sobre la cama. No iba a ninguna parte.

No obstante, sabía que Marcia era la clave. Si descubría quién era ella, sabría quién era él.

Bajó al vestíbulo. El empleado de edad estaba de servicio en el mostrador de recepción. Sonrió al acercársele Peter.

—Buenos días, señor.

—Buenos días.

—¿En qué puedo servirle?

—Busco un lago por estos contornos.

—¿Sí? ¿Qué lago?

—No recuerdo su nombre. Viví aquí de pequeño, y mi familia tenía un chalet cerca de él...

El empleado lo miró, dubitativo.

—Verá... Tenemos muchos lagos por estos alrededores...

—Lo comprendo, pero puedo indicarle algo sobre el que me interesa. Había un gran hotel en sus cercanías. Se llamaba Puritano. Casa Puritana, Hostería Puritana o algo por el estilo.

—Ah, probablemente quiere decir el lago Nipmuck.

—¿Nipmuck?

—Sí, señor. Había el Hotel Puritano en la orilla norte. Pero cuando, hace cosa de cinco años, construyeron la nueva carretera y todo el tráfico fue a pasar por ella, lo derribaron y pusieron allí un Holiday Inn.

—Claro... ¿Y dónde puedo encontrarlo?

—Aquí —dijo el empleado—. Deje que se lo muestre en el mapa. —Cogió un folleto plegable del mostrador—. Está a unos cincuenta kilómetros de aquí, pero cuando se halle en la autopista Miles Morgan tardará poco en llegar.

Nipmuck. El nombre le era bastante familiar.

Esta palabra tribal significaba: «lugar de pesca de agua fresca». Los nipmucks constituían una tribu de aquella región en el Massachusetts central. Habían seguido a las tribus hostiles al declararse la Guerra del Rey Felipe y más tarde huyeron al Canadá, o en dirección oeste, hacia donde se hallaban los mohicanos y otras tribus de las riberas del Hudson. Nipmuck. Un punto importante para tocar en su libro, el que terminaría algún día... tal vez.

Condujo el coche Main Street abajo. Las flechas indicaban que había una entrada a la autopista en el otro lado de la Court Square. Al pasar por delante del Edificio Municipal, detuvo un momento el coche junto al bordillo. Le había llamado la atención un letrero en un sector separado del mismo edificio: Departamento de Policía de Riverside.

Se le ocurrió de súbito que la respuesta podía estar allí. Quizá parte de la respuesta, quizá toda la respuesta. Si la chica de sus sueños había sido detenida y había resultado convicta de su crimen, seguramente tendrían allí algún dato al respecto. Aunque hubiesen pasado treinta y cinco años.

Empezó a dar la vuelta a la plaza en busca de sitio donde aparcar. A través del parabrisas, el tráfico era un movimiento confuso. El sudor le empapaba el cuello de la camisa. No podía ser más simple: sólo entrar y preguntar.

Entonces, se detuvo a pensarlo. No era tan simple como creía. En realidad, podía hacerse tremendamente complicado. Se puso a escribir el guión mentalmente. El rubicundo sargento de policía sentado detrás del mostrador le decía:

«—¿En qué puedo servirle, señor?

»—Verá... Tal vez podría darme usted una información, sargento.

—¿Qué clase de información? —¿Tiene usted algún dato sobre un crimen cometido en el lago Nipmuck, allá por los años cuarenta?»

Se imaginó que el sargento, alertados de pronto sus duros ojos azules, lo miraba ahora con interés.

«—¿En los años cuarenta, dice?

»—Sí.

»—Hace mucho tiempo de eso. Tendremos que buscarlo. ¿Qué clase de homicidio fue?

»—Verá... Es posible que tuviera la apariencia de un accidente. Pero fue un asesinato. La víctima fue un hombre desnudo. Probablemente dragaron el lago para buscarlo, o tal vez encontraron su cuerpo que flotaba...

»—¿Cómo se llamaba la víctima?

»—Ño lo sé.

»—¿Recuerda el nombre del asesino?

»—Esto tampoco lo sé. Pero puedo decirle que fue una mujer.

»—Comprendo. Una mujer.

»—Sí.

»—Usted sabe que una mujer asesinó a un hombre desnudo pero no sabe cómo se llamaba esa mujer.

»—Ya se lo he dicho; no lo sé. No sé siquiera si la policía llegó a encontrar el cadáver o no. Si lo consiguieron, debe de constar en sus archivos.»

Era fácil imaginarse cómo lo miraría el sargento... Como si tuviera que habérselas con un chiflado. Pero, peor todavía: sus duros ojos se volverían desconfiados.

«—¿Cómo se llama usted, señor?

»—Peter. Peter Proud.

»—¿Por qué se interesa por todo esto? Me... me interesa... y nada más. No ha contestado a mi pregunta, Proud.

»—Mire, sargento, todo lo que yo quería era alguna información...

»—¿Cómo sucedió exactamente ese homicidio? ¿Puede darnos usted detalles?

»—Pues... el hombre estaba nadando a la luz de la luna. La mujer llegó en un bote. Se llamaba Marcia. Golpeó dos o tres veces la cabeza del hombre con su remo. Él se hundió...

»—¿Cómo sabe que sucedió todo esto?

»—Pues... lo soñé. Sólo lo soñé.

»—Comprendo. Lo vio todo en un sueño.

»—Perdone, sargento... Siento haberle molestado. Dejémoslo...

»—Alto, señor. No tan de prisa. Será mejor que cuente toda esa historia al teniente...»

Dejó que su imaginación siguiera corriendo para intentar salir del aprieto con una torpe evasiva.

«—Lo vi todo en un sueño, teniente. Es cierto, sucedió de verdad. ¿Que cómo lo sé? Bueno..., yo soy el hombre asesinado. En mi vida anterior, es decir...»

«Repite todo eso, Proud —se dijo—. Ya verás lo disparatado que suena.»

Podían hacer muchas cosas, como echarlo simplemente fuera o retenerlo para su observación. También era posible que, por curiosidad, buscaran en los archivos. Y supongamos que no encontraran registrado ningún homicidio cometido en el lago Nipmuck en los años cuarenta. Eso probaría que Marcia se había escabullido, por supuesto. Sin embargo, la policía podría estar interesada en lo que Peter pudiera decir, por disparatado que pareciese, con el fin de abrir una investigación sobre... él. ¿Quién le había contado aquello, en realidad? ¿Dónde había obtenido la información? ¿Cuál era su verdadero interés en todo ello?

Se acercaba el mediodía, y las aceras estaban atestadas de gente que iba de compras. Se quedó mirando a los transeúntes a través de la ventanilla del coche. Ahora, había adquirido la costumbre de observar las caras, para compararlas con los rostros que había visto en sus alucinaciones. En especial las caras de las mujeres a las que faltaban pocos años para cumplir los sesenta.

Se dirigió entonces hacia el lago. Al principio, sólo se había propuesto visitarlo, compararlo con el que veía en sus alucinaciones. Ahora se daba cuenta de que su investigación podía muy bien terminar allí. Era posible que descubriera en Nipmuck quién era él. Si la suerte lo acompañaba.

Entró en la autopista Miles Morgan y se mantuvo a partir de entonces a una velocidad de ciento diez kilómetros.

Cada vez se sentía más entusiasmado. Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de la respuesta que le esperaba en el lago.

Era un hermoso y claro día de primavera. Al oeste, podía ver lo que en otro tiempo fueron los altivos Berkshires; al este, la cadena de colinas del Massachusetts central. Aquí, en el valle situado entre las dos elevaciones, había pequeñas granjas, a cuyo alrededor se araba la tierra sólo para plantar lo más necesario, y tabacales. La mayor parte del terreno estaba salpicada de rocas. Recordaba vagamente, de un curso de geología desde largo tiempo olvidado, que esta región había pasado por un gran período glacial. Enormes masas de hielo se habían abierto camino hacia el mar. Como gigantes que esgrimieran arietes, empujaron toneladas de grava y piedras ante ellas, con lo que llenaron de restos rocosos toda la región. En algunos lugares, podían verse tales depósitos apilados en forma de pequeños cerros redondos o de largas lomas de grava. Vio tres o cuatro canteras abandonadas llenas de agua.

Tuvo de nuevo la misma inexplicable impresión: «Yo había estado aquí antes de ahora».

Se preguntó si, como X, había nacido y crecido en esta zona de Riverside. Era completamente posible. En el sueño, X parecía tener, al morir, aproximadamente su edad actual: veintisiete años. Si ello era así y había muerto en el transcurso de los años cuarenta según indicaba el sueño, tenía que haber nacido entre 1910 y 1920. Tal vez, cuando era un chiquilla, había trepado por aquellos redondos montículos de roca volcánica o corrido a lo largo de las lomas de grava. Quizás había nadado en el agua clara de primavera que llenaba las canteras, tras haberse zambullido desde las inclinadas rocas procurando no desnucarse contra alguna protuberancia rocosa oculta por el cieno o los hierbajos. Aquí, debía de haber sentido por primera vez los redondeados guijarros bajo sus pies al vadear los arroyos o torrentes, y oído la canción del agua que se precipitaba desde las profundas grietas del granito para inundar Nueva Inglaterra en primavera, y, quizá también aquí, más de una vez, había sacado un gancho de pesca del rocoso fondo del río.

La señal de carretera lo cogió en pleno ensueño: SALIDA 16. LAGO NIPMUCK. Frenó de golpe. Los neumáticos chillaron sobre la calzada. Alguien hizo sonar con furia un claxon detrás de él.

Al cabo de pocos minutos llegaba al lago. Condujo con lentitud por la pista bituminosa de dos carriles durante el trecho en que ésta serpenteaba y daba vueltas siguiendo el contorno de la orilla. Vio el claro de piedra lisa en la montaña, exactamente como lo había visto en el Sueño del Lago. El Holiday Inn sobresalía por detrás del pinar, levantado en el mismo sitio que el hotel Puritano.

Pero no podía encontrar el chalet. En el Sueño del Lago, lo veía todo con gran claridad: el hogar al aire libre, la mesa plegable, el sendero de grava bordeado de piedras enjavelgadas que conducía al embarcadero. Y, por supuesto, el propio embarcadero. Recordaba la casa rodeada de bosque y la diseminación de chalets en torno al lago.

No obstante, ahora estaba totalmente confuso. Las orillas del lago estaban atestadas de chalets, uno junto a otro, con muy poco espacio entre ellos. Durante los últimos treinta y cinco años o más, el auge de la construcción había llegado hasta aquí. En algunos lugares, había dos o tres chalets entre el borde del lago y la carretera. Casi todos tenían la misma clase de embarcadero que él veía en el sueño. A sus ojos, parecían vagamente iguales, como si el mismo constructor los hubiese hecho todos de una vez. Eran casas de tipo popular, de aspecto hogareño, con pequeños letreros que decían: «Los Wilson viven aquí», o «George y May», o «Fred y Alice», o «Charlie y Joan». Ahora, en abril, todas estaban cerradas. Parecían abandonadas, un poco descuidadas, maltratadas por el invierno.

Fue pasando cerca de ellas lentamente. Ninguna le era nada familiar. Vagamente, advirtió que se encontraba en la parte opuesta a la del hotel, en algún lugar de la orilla sur. Pero uno podía hallarse en cien sitios de la orilla sur y encontrarse en el lado opuesto a cualquier punto del lado de enfrente. Además, nunca había visto, en su sueño, la parte del chalet que daba a la carretera, y no podía rondar ahora alrededor de todos los chalets de la costa sur. Y, después de tres décadas o más, era posible que la casa tuviera un nuevo embarcadero, un nuevo camino y un nuevo equipo de muebles y enseres exteriores. Existía incluso la posibilidad de que todo el viejo chalet hubiese sido derribado y que se hubiese levantado otro nuevo en el mismo lugar. Aun cuando se observaba la necesidad de alguna restauración, muchos de los chalets parecían claramente nuevos, como si se hubieran construido durante los últimos cinco o diez años.

La cosa le había parecido tan simple... Sus planes consistían en encontrar el chalet y enterarse de quiénes eran sus dueños. Éstos podrían decirle quién había sido su propietario en los años cuarenta o dónde era posible que se hallara. Entonces sabría su propio nombre. Pero no era fácil que eso sucediera por ahora.

Condujo lentamente por la bituminosa pista hasta que llegó a una plaza pública. Había aquí un espacio abierto desde donde podía ver todo el lago. Aparcó el coche, bajó de él, y caminó hacia una de las mesas plegables que se encontraba en la zona cubierta de hierba al borde de la arena. Se sentó en la mesa y dio una mirada general al lago.

Parecía tan tranquilo este lugar, tan vacío, tan despoblado... Dentro de un par de meses, Nipmuck reviviría. Esta playa se llenaría de bañistas, de sus risas y charlas, de bellas muchachas que se tostarían al sol, de niños que corretearían, que gritarían y se chapuzarían en el agua. La superficie del lago se cubriría de pequeñas embarcaciones, cuyos motores profanarían el silencio. Y, más allá de éstas, los árboles que ahora veía desnudos se vestirían de lujuriante verde veraniego.

Pero corría aún el mes de abril, y había tranquilidad, y el aire era todavía capaz de producir algún escalofrío. Una brisa que arrugaba la superficie del lago llegaba y se desvanecía a intervalos.

Fijó sus ojos en un punto hacia el centro del lago. «Allí —pensó— es donde yo morí.»

Se preguntó qué había sucedido después de aquel momento. ¿Lo encontraron? ¿Dragaron el lago en su busca? ¿O flotó su cuerpo hasta la superficie? ¿Informó Marcia de su muerte? ¿O de su desaparición? Quizá quedó atrapado entre los hierbajos, allí abajo. Quizá aún estaba allá, en el fondo, podrido hasta los huesos, comido por los peces.

Continuó con la mirada fija en el punto del lago donde él calculaba que se había hundido. Entonces, el sol se escondió tras una nube. De pronto, no se sintió capaz de permanecer por más tiempo en aquel lugar. Se levantó y, caminando lentamente, volvió al coche.

Se detuvo para repostar gasolina en el lugar en que la pista que rodeaba al lago enlazaba con la carretera que conducía a la autopista.

La muestra decía: Casa Pop Johnson. Era una combinación de gasolinera y tienda de pueblo. El dueño salió a la puerta. Debía de tener unos sesenta y cinco años, y su andar era lento e inseguro. Llevaba una gorra de béisbol llena de manchas y una gruesa camisa a cuadros de maderero.

—Buenas tardes.

—Muy buenas.

—¿Lleno?

—Sí, por favor.

El dueño colocó la manguera, puso en marcha la bomba y se acercó a la parte delantera del coche para limpiar el parabrisas. Mientras el hombre humedecía el cristal con un bote rociador, Peter estudiaba su arrugada cara azotada por el viento. Tal vez lo sabría.

Tendría que contar al hombre alguna historia inventada, desde luego. Bajó del coche, fue hacia el aparato distribuidor de bebidas no alcohólicas situado frente a la tienda e introdujo en la ranura las monedas necesarias. Apareció al instante una botella de coca—cola. La destapó y bebió mientras pensaba en el modo de abordar al viejo. No había razón para que se negara a prestarle su ayuda. Caminó hacia él.

—¿Es usted «Pop»?

—Sí.

—¿Hace mucho que vive en Nipmuck?

—Toda mi vida. Nací cerca de aquí.

—Estaba pensando que tal vez podría darme una pequeña información.

—Haré lo que pueda.

—Bien, pues soy escritor, ¿sabe? Escribo historias de misterio sacadas de la vida real. En este momento, estoy escribiendo una serie de artículos sobre, bueno..., asesinatos famosos del pasado en Nueva Inglaterra. Para un periódico de Boston.

El viejo lo miró con fijeza.

—¡Qué me dice usted! ¿Conque asesinatos? Mi mujer está chiflada por todo eso. Mira todos los programas en la televisión. Personalmente, no me interesa demasiado.

—Alguien me ha contado que aquí, en Nipmuck, hubo un asesinato famoso. Hace ya mucho tiempo. Creo que en los años cuarenta. Al parecer, hubo mucha publicidad sobre el caso. He pensado que quizás usted...

El dueño pensó un momento, frunciendo los labios.

—En los años cuarenta... —Entonces, sus húmedos ojos se iluminaron—. ¡Claro, ya recuerdo! ¡Debió de ser el asesinato de Grady!

—¿Grady?

—Un hombre llamado Charles Grady. Tenía un chalet aquí, en Nipmuck.

—¿Sí?

—Encontraron su cuerpo que flotaba en el agua. Fue algo terrible.

Peter contuvo el aliento. Se oyó decir a sí mismo:

—¿Qué pasó?

—Nadie lo sabe. Nunca encontraron a quien lo hizo. Pero el cuello de Grady estaba cortado, y le habían dado de cuchilladas por lo menos en diez partes del cuerpo. Algún maníaco, dicen. No había ningún motivo para ello. Todo el mundo quería a Charlie. De todos modos, aquello metió el miedo en el cuerpo de toda la gente de estos contornos durante semanas. Atrancaban las puertas y no salían de noche. Tenían miedo de que el maníaco volviera y repitiera su hazaña. Pero no lo hizo nunca. Salió todo en los diarios. No recuerdo exactamente el año, pero podría buscarlo usted.

—Muchas gracias. ¿Y ése fue el único asesinato?

—Pues no me acuerdo de ningún otro. Si lo hubo, no lo sé.

Peter se tragó su decepción.

—Supongo que habrá muchos accidentes por aquí.

El viejo lo miró con fijeza.

—Sí... Gente que se ahoga.

—Ah, sí... Ha habido muchos a lo largo de los años. Se da el caso de que aquí, en el lago, hay muchas primaveras frías. La gente coge calambres. También hay siempre alguno al que se le vuelca el bote o la canoa y que se hunde hasta quedar atrapado por los hierbajos. Hay unas hierbas muy recias ahí en el fondo. Y otras cosas por el estilo. Pero no es precisamente esto lo que usted busca...

—No.

El viejo miró de reojo el contador de la bomba de gasolina.

—Son cuatro dólares ochenta y cinco, señor.

Pagó al hombre, le dio de nuevo las gracias y se fue en el coche. Y pensó: «Eso es todo».

Buena, dulce y hermosa Marcia... Había logrado escabullirse, después de todo.

En el momento de iniciar su regreso a Riverside, empezó a llover. Al cabo de unos minutos, diluviaba.

Todavía le quedaba una carta por jugar. Era sábado. Tenía que estar de vuelta en Los Ángeles el lunes. El último período del curso empezaría pronto, y él tendría que trabajar intensamente en los detalles administrativos antes de que terminaran las clases. Pero, antes de volar hacia casa el próximo día, debía probar esta última posibilidad. Con lluvia o sin ella, tenía que comprobar el Sueño del Árbol. No confiaba mucho en el éxito de su intento, pero tenía que probar.

Dejó la autopista por una salida que lo condujo más arriba de la propia Riverside, hacia una atestada carretera de primer orden de cuatro carriles. De nuevo, mientras conducía, tuvo la misma inexplicable impresión: «Yo había estado en este sitio antes de ahora». Sólo que entonces conducía un Packard Clipper, y no un Pontiac alquilado.

Seguía lloviendo torrencialmente. Miró su reloj: las 2.30. Se dio cuenta de que tenía hambre. Giró hacia un centro comercial, aparcó el coche y corrió bajo la lluvia para entrar en un gran drugstore que tenía un mostrador con servicio de comidas. Pidió una hamburguesa a una camarera cuyo distintivo decía que se llamaba Joan.

—Qué día más malo...

—¡Y tanto!

—Joan, estaba pensando si podría usted ayudarme en una cosa. Busco cierto parque, aquí, en Riverside.

¿Qué parque?

—No sé cómo se llama.

—Forastero, ¿eh?

—Sí.

—Pues tenemos tres parques en la ciudad. Si no sabe cómo se llama, está usted en un problema. —Miró la taza de café de Peter—. ¿Otra taza, mientras espera?

—Gracias. Como le decía, no sé el nombre de ese parque, pero sé que es un lugar muy espacioso. Y hay en él un mausoleo.

—¿Un qué?

—Una tumba, de esas de enterrar... Tiene un par de figuras. Estatuas, ¿sabe? Un hombre y una mujer. El hombre rodea a la mujer con el brazo...

—Ah, sí... Usted quiere decir la tumba de Bannister. Frederick Bannister. Dio la mitad del parque a la ciudad. El Parque Woodland. Los que están encima son él y su mujer. Los enterraron allí.

—El parque Woodland.

—Exacto.

La chica fijó su mirada en él.

—Si sabía lo de la tumba de Bannister y todas esas cosas, tiene que haber estado allí. ¿Cómo no sabía entonces el nombre del parque?

—Viví aquí de niño. Recordaba la tumba, pero había olvidado el nombre del parque.

—Ah, ya...

—¿Cómo puedo ir?

—No está muy lejos de aquí. Vaya recto, calle Central abajo, cosa de ochocientos metros, y gire a la derecha en la calle del Roble. En seguida estará dentro. —Se volvió, cogió la hamburguesa del mostrador de servicio y puso una bandeja delante de Peter—. ¿Mostaza?

—Gracias.

—Es un día muy asqueroso para pasear por el parque —dijo ella—. Si piensa hacerlo, es mejor que lo deje para mañana.

—Eso.

Se engulló la hamburguesa en un santiamén. Al marcharse, advirtió que allí vendían paraguas baratos, y adquirió uno. Mientras andaba hacia el coche, vio que protegía, pero no mucho. Se levantó un fuerte viento que desvió la lluvia casi en sentido horizontal. Al llegar al coche, ya estaba empapado.

Entró en el Parque Woodland por la puerta principal. La lluvia levantaba salpicaduras al caer en los pequeños charcos que ya se estaban formando en las canchas de tenis de arcilla situadas a ambos lados de la carretera de entrada. El aguacero era tan fuerte que impedía casi del todo la visibilidad.

Por un instante, pensó abandonar de momento su idea y regresar al hotel. Tal vez podría volver aquí a primera hora de la mañana siguiente y coger luego el avión.

Pero decidió no hacerlo. Se encontraba aquí, y era el momento oportuno. Sabía que si regresaba ahora al hotel no podría dormir. Era mejor terminar de una vez.

El viento azotaba los árboles. Sus neumáticos rodaban chapoteantes por los charcos de la carretera. Pasó junto a una piscina de poca profundidad. Detrás de ésta, había una serie de edificios que, según supuso, constituían un parque zoológico.

Un letrero indicador con una flecha decía: Tumba Bannister.

Dejó atrás una serie de cuadros de béisbol y una bolera. A los ciudadanos de Riverside, pensó, no les faltaban facilidades recreativas. Avanzó por una carretera bordeada de olmos y de pequeños estanques con nenúfares. Entonces, vio la tumba.

Estaba a poco menos de doscientos metros de la carretera. Se alzaba sobre un montículo cubierto de césped. Era una estructura cuadrada, maciza. Las dos estatuas, hombre y mujer, parecían tristes bajo la lluvia. Los años y las inclemencias del tiempo las habían erosionado en algunos puntos. La piedra estaba descantillada y desgastada en ciertos sitios y cubierta de blancas manchas excrementicias de los pájaros. Ambas figuras se inclinaban hacia adelante como si andarán contra el viento. La larga cabellera de la mujer flotaba hacia atrás. La pétrea cara del hombre estaba medio vuelta hacia su esposa. Todo el amor que podía mostrar una cara de piedra estaba expresado por la de Frederick Bannister.

Y en el interior de la tumba, al otro lado de sus gruesas paredes, yacían muertos los dos en sus ataúdes. Al menos, así lo creía todo el mundo. Pero él, Peter Proud, sabía algo más.

Tal vez habían sido ya reencarnados en alguna vida ulterior. Se preguntó si volverían a encontrarse como extraños. Si volverían a sentirse atraídos de nuevo el uno hacia el otro, como lo habían sido en esta vida.

Evocó el Sueño del Árbol. Él tenía unos trece o catorce años. A su lado se hallaba una muchacha de la misma edad, más o menos. Él tenía un cuchillo en la mano y estaba grabando unas iniciales en la corteza del árbol. La corteza era dura, y hacía un gran esfuerzo para cortar profundamente las letras. Pero no podía ver cuáles eran.

El árbol se hallaba a unos cien metros del mausoleo. Bajó el cristal de la ventanilla del coche para ver mejor y quedó de pronto paralizado por la sorpresa. En su sueño sólo había visto un árbol. En cambio, ahora vio una docena esparcidos por el mismo lugar, todos a unos cien metros de la tumba. Todos eran grandes árboles, viejos, nudosos y retorcidos. Sus altas ramas sin hojas se agitaban, rumorosas, en medio de la lluvia. La corteza de sus troncos brillaba con el lustre que la lluvia les prestaba.

Se trataba de dar con el árbol que buscaba. Tenía que ser uno de aquéllos, pero, ¿cuál? Hizo un esfuerzo para recordar desde qué ángulos había visto el mausoleo en su sueño, pero no había registrado nada al respecto. Simplemente, no lo sabía.

Peor aún: al detenerse a pensar en ello, las probabilidades se amontonaban contra él. Él, o X, no era más que un muchacho cuando grabó aquellas iniciales. En tal caso, el incidente debió de haber tenido lugar casi cincuenta años atrás. Era posible que la corteza, al crecer, hubiera cubierto por completo las iniciales y las hubiese borrado totalmente. Y no había modo de saberlo, al menos desde aquí. Dependía de la profundidad con que hubiesen sido cortadas.

Bajó del coche y abrió el paraguas. El viento gemía a su alrededor y lanzaba la lluvia inclinada bajo el paraguas y sobre su cuerpo. En unos momentos quedó calado. El paraguas, empujado por el viento, luchaba contra él dando fuertes tirones a su mano. El frágil utensilio corría el peligro de plegarse, destrozado, de un momento a otro. Al ver que de nada le servía, lo tiró. Rodó y rebotó por el suelo, giró locamente bajo las ráfagas de aire.

Escogió uno de los árboles al azar. Mientras corría hacia él, la lluvia le azotaba la cara y lo empapaba. Dio una vuelta en torno al árbol con la mirada fija en la corteza.

Corrió entonces hacia el segundo árbol. Nada. Y hacia el tercero. Nada.

Aquello era una insensatez, pensó. Tenía que estar loco para seguir allí fuera, corriendo por el parque como un grotesco y remojado zombie. Si le quedaba un poco de cordura, debía volver en seguida al hotel.

El cuarto árbol. El quinto. El sexto. Nada.

Entonces advirtió que había cometido un error. «Estúpido, estúpido. Idiota, idiota.» Había observado la corteza de los árboles a la altura de los ojos de un adulto. Su talla era de un metro ochenta y cinco. En cambio, él era un muchacho cuando grabó las iniciales. Esto significaba que tal vez las iniciales fueron grabadas en la corteza entre veinte y treinta centímetros más abajo, suponiendo que aún fuesen visibles.

Seguía lloviendo de modo implacable. Tenía que acercarse a cada árbol para llegar a ver la corteza. Y entonces las vio: las iniciales. Eran muy débiles, tan débiles que había estado a punto de pasarlas por alto. Eran unas leves impresiones en la corteza. Y, tal como había calculado, estaban unos veinticinco centímetros más abajo que su presente visual. Con todo, supo al instante que eran las que había grabado casi medio siglo atrás. Se quedó allí, contemplándolas estúpidamente bajo la lluvia. Era un árbol viejo. Y debía ya de serlo cuando él grabó las iniciales. Y tenía que haberlas cortado muy profundamente. De otro modo, la nueva corteza habría crecido por completo encima de ellas.

Alargó la mano y resiguió con el índice el trazo de las iniciales. Había dos grupos.

J.C. —E.K.

Por ser un chico, debía de haber grabado sus iniciales en primer lugar. Steve quiere a Sally. Tom quiere a Elaine. Tony quiere a Rosa.

Por lo tanto, sus iniciales habían sido J.C.

X igual a J.C.