21

Fue en avión hasta Bradley Field, alquiló un coche y en él se dirigió a Riverside.

Presentía que la clave de la identidad de X estaba en el Sueño de la Casa. Su mejor oportunidad de descubrir quién había sido residía en encontrar la casa. Si conseguía localizar la casa, podría saber el nombre de la persona que había vivido en ella. Sí.

La recordaba con la mayor claridad, con todos sus detalles. Sabía que la reconocería inmediatamente cuando la viese. Era una casa para dos familias, la parte superior de tablas de madera marrón, la inferior estucada de blanco, con un gran soportal de tres arcos. Era la tercera casa a partir de la esquina.

Comenzaría a buscarla el día siguiente. Decidió acostarse inmediatamente después de cenar para poder salir temprano por la mañana. Había cientos de calles en Riverside, y podrían pasar semanas —incluso meses— antes de dar con ella. Pero tenía que encontrarla: era su única oportunidad.

A la mañana siguiente, compró en una librería un plano en el que se detallaban todas las calles de la ciudad. Entonces, la dividió en barrios con un lápiz rojo. Su idea era la de cubrir un barrio por día subiendo en el coche por una calle y bajando por otra hasta haber recorrido toda la zona.

De repente, tuvo un pensamiento descorazonador. ¿Y si la hubiesen derribado tiempo atrás? Ya habían derribado casi media ciudad... Tal vez no habían dejado nada de la casa. Tal vez habían puesto en su lugar una maldita gasolinera o una casa de apartamentos...

Algunas circunstancias le eran favorables. En el Sueño de la Ventana, había podido ver el gran letrero luminoso de la terraza del Banco Puritano antes de que el chubasco de nieve lo oscureciera. No había ningún río de por medio. Ello indicaba que la casa estaba situada en algún lugar de la propia Riverside; no al otro lado del río, en la zona oeste de la ciudad. A juzgar por la distancia y el ángulo desde los que había visto el letrero, estaba completamente seguro de que la casa no se hallaba en la parte central o comercial de la ciudad, sino en uno de los muchos barrios residenciales. Y, por último, tenía la impresión, sacada del Sueño de la Casa, de que ésta estaba situada en una calle secundaria; no en una avenida principal con semáforos y grandes almacenes.

No contaba con mucho, pero era algo para comenzar.

Empezó a recorrer las calles. Tenía que conducir con lentitud, por el temor de pasar la casa por alto. Sí aún existía. Una calle arriba y otra abajo.

Al cabo de unos días, aquello se convirtió en una pesadilla. Le dolían los ojos, no sólo de observar ambos lados de la calle, sino de vigilar al mismo tiempo el tránsito delante de él. Hizo kilómetros y kilómetros en coche. Y tachaba una a una las zonas que iba cubriendo. El North End. El barrio de Eastwood.Hungry Hill. Las alturas de Riverside. El barrio de la plaza Pilgrim. Winchester. El parque Manor. El South End.

En algunas calles, dominaban los grandes bloques de viviendas, y conducía velozmente al pasar por ellas. Otras eran visiblemente nuevas. Otras, aún, eran batiburrillos, mezclas de viejo y nuevo. Vio muchas casas para dos familias, pero ninguna que se pareciera ni remotamente a la de su sueño.

El barrio del Belmont Boulevard. Las inmediaciones de la Oak Avenue. La zona de la Central Avenue.

Al tercer día, se dio cuenta de la inutilidad de lo que estaba haciendo. Su convencimiento de que la casa ya no existía era cada vez mayor. Pero él, inflexible, persistía. Se recordaba a sí mismo que aquélla era su última oportunidad. No le quedaba otra opción, ni podía ya comprobar ninguno de los otros sueños.

Al sexto día, detuvo el coche en una calle del barrio del Arsenal. Se quedó allí largo tiempo, con la cabeza apoyada en el volante. Había llegado al límite de sus fuerzas, se encontraba sumido en la más negra de las depresiones. Se dijo que quizás era mejor que no encontrara aquella condenada casa. Al fin y al cabo, había estado perdiendo el tiempo en algo que no acababa de comprender. Y aun suponiendo que diera con la casa y descubriera a través de ella su identidad, nadie le garantizaba que ésta le gustara. Podía ser horrorosa. Era posible que si llegaba a destapar esta caja de Pandora, su reacción fuese la de ponerse a gritar.

Decidió entonces volver al hotel y tomar el primer avión para Los Ángeles. «Adiós, J.C., fueras quien fueses.» Estaba harto. Hall Bentley sufriría una decepción, por supuesto. Sí, era una verdadera lástima, pero nada más. En cuanto a él mismo, sólo tendría que lamentar el hecho de no poder colmar su curiosidad durante el resto de su vida. Ahora se sentía aliviado. No tendría que representar el horrendo papel que Bentley le había descrito. Que los trajera otro, esos mensajes al mundo... Se le ocurrió entonces que, en realidad, en lo más profundo de su inconsciente, había querido fracasar desde el principio.

Ahora se sentía mejor. Puso el coche en marcha.

El hotel estaba situado en el lado de la ciudad opuesto a aquel donde él se hallaba. Examinó el plano y encontró un camino más corto para volver. En vez de ir por la Highland Avenue, con su tráfico y sus semáforos, podría atajar por la calle Albemarle hasta entrar en una gran arteria llamada Bridge Avenue. Ésta lo conduciría directamente al centro de la ciudad y a su hotel.

Al llegar donde se juntaban la Bridge Avenue y la calle Albemarle, se encontró en un barrio negro. Un denso ghetto de gente de color. Cuando sólo había dejado atrás unas cuantas manzanas de casas, Bridge Avenue abajo, paró de repente el coche. Empezó a sentir en su piel la punzada de mil agujas. Sabía que había estado antes allí. Reconoció el edificio de ladrillos rojos de la escuela, calle abajo. La gran gasolinera de la esquina. Y, frente a la gasolinera, una pequeña zona comercial que le pareció familiar. Muy familiar. Ahora, había allí un supermercado y una pizzería, así como un bar llamado Hi—de—Ho. Sin embargo, le pareció recordar, como a través de la gasa de un velo, una tienda de golosinas, el taller de un zapatero remendón y también una panadería.

El letrero que indicaba el nombre de la calle decía: Almont Street.

«Éste era mi antiguo barrio. Yo vivía aquí. Ésta era mi calle.»

No tenía la menor duda de ello. Simplemente, lo sabía. No se le había ocurrido recorrer esta zona. Le había pasado por alto el hecho de que los barrios blancos cambiaban radicalmente al correr de los años, hasta el punto de convertirse a veces en barrios totalmente negros. Y sabía que las casas viejas de los barrios bajos eran a menudo las últimas en ser derribadas. Se iban deteriorando hasta que sus inquilinos no tenían más remedio que marcharse y abandonarlas.

Como en sueños, oyó los broncos golpes de claxon de los coches parados detrás de él. Voces airadas le lanzaban gritos. Entonces se dio cuenta de que había detenido el coche en medio de la calle. Lo hizo arrancar, lo condujo hasta la próxima travesía, giró para deshacer el camino y, como una paloma que regresara al palomar, se adentró en la calle Almont.

Y entonces la vio. La tercera casa a partir de la esquina, a mano izquierda.

Número 28. Calle Almont. Había envejecido de modo considerable. El estuco blanco estaba resquebrajado y lleno de manchas. Alguien había pintado de blanco las carcomidas tablas, pero la pintura se estaba descascarando y dejaba ver el color marrón que cubría. Los marcos de las ventanas, alabeados, mostraban los prolongados efectos de la intemperie. El cuidado césped que recordaba era ahora una maraña de hierbajos. Todo estaba allí deteriorado, abandonado.

Detuvo el coche junto al bordillo, exactamente delante de la casa, y, sin moverse de su asiento, se puso a observarla. Apenas advirtió la presencia de tres negros que estaban sentados en el escalón superior del carcomido soportal. Lo miraban de hito en hito, con caras hostiles. Finalmente, uno de ellos se levantó, bajó lentamente a la rota acera y se dirigió hacia él. Era un negro corpulento, de aspecto tosco, con grandes y velludos brazos. Metió la cabeza en la ventanilla abierta del coche.

—¿Qué quieres, hombre?

—Nada.

—¿Por qué te has parado aquí, pues?

—Sólo para mirar.

—¿Para mirar qué?

—¿Es ésta su casa?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo hace que vive en ella?

—Hombre, ¿quién eres? ¿Qué mierdas estás haciendo aquí? ¿Eres de la bofia o algo así?

—No. —El negro le lanzaba miradas de indignación. Tuvo el presentimiento de que el hombre estaba a punto de abrir la portezuela y sacarlo de un tirón. Los otros dos hombres se acercaron calmosamente. Le clavaron su fría mirada. Otros negros, transeúntes, se detuvieron para mirar lo que pasaba. Advirtió también su hostilidad—

—Yo sólo quiero saber...

—Tú no quieres saber nada, blancajo. Y a mí no me da la gana de decirte nada. Éste no es sitio para los paliduchos. ¡Mira que atreverse a rondar por aquí haciendo preguntas! No me digas que no eres un poli. Mira, hombre, yo huelo a los caguetas como tú a una milla de distancia. Y ahora date el piro en seguida si no quieres que te casque...

Alguien golpeaba la ventanilla trasera. Oyó el chocar de una piedra lanzada contra el coche. La muchedumbre empezó a apiñarse a su alrededor. Era un extraño en los dominios de ellos, y un blanco, por añadidura. Puso el coche en marcha y se alejó de allí. Ahora sabía que estaba cerca de lo que buscaba.

Encontró la agencia de la propiedad inmobiliaria dos manzanas de casas más adelante, en la Bíidge Avenue.

La atendía una sola mujer. Tenía unos sesenta años, era gorda y jadeante.

—¿El número 28 de la calle Almont? Sí, conozco la casa. Con los años, la hemos comprado y vendido una o dos veces. Hemos hecho lo mismo con casi todas las casas de las calles Almont, Bryant, y Baldwin. Se da el caso de que operamos en este barrio desde hace... bueno, más de cuarenta años. —Se encogió de hombros—. Sí, el vecindario ha cambiado mucho, desde luego. Usted mismo puede verlo. Ahora ya no hacemos gran cosa en esa zona...

—Tal vez podría darme usted algunos detalles sobre esa casa...

Ella lo miró con aire de incredulidad.

—¿Le interesa comprarla?

—No. Se trata de otra cosa. ¿Podría usted saber quién vivió en ella en los años treinta, o en los cuarenta no muy avanzada la década?

—Ahora mismo, no. Hace mucho tiempo de eso.

—Lo sé.

—Llevamos, desde mucho tiempo atrás, un registro de ventas que incluye gran número de casas de ese barrio. Propietarios, hipotecas y cosas por el estilo. Si hicimos alguna operación con el 28 de la calle Almont, y creo que sí, tendría que constar en él. —Lo miró con suspicacia. —¿Es usted del FBI? ¿Investigador privado o algo por el estilo?

—No. Sólo se trata de una cuestión personal. Desearía saber quién vivió allí por aquellos tiempos. Si lo buscase usted, se lo agradecería mucho.

La mujer vaciló un momento. Luego:

—Puede que tarde uno o dos minutos en encontrarlo.

Ella salió para entrar en una habitación de la parte posterior de las oficinas. Él oyó como se abría el cajón de un archivador. Se sentó y esperó. El despacho donde se encontraba estaba falto de ventilación, y hacía mucho calor en él. Sentía como el sudor le empapaba la camisa debajo de su americana. Se quedó mirando con fijeza, a través de la ventana, el tráfico de la Bridge Avenue. Le pareció que hacía una eternidad que esperaba sentado en aquel rojo sillón de cuero artificial. En realidad, sólo hacía dos minutos.

Por fin, la mujer volvió con una carpeta. Se sentó ante su escritorio, revolvió el legajo y sacó un papel. Al parecer era corta de vista, pues tuvo que acercar el papel a sus ojos.

—Veamos. De 1952 a 1955. Entonces vivía allí una familia italiana. Rovelli. Esto fue antes de que la zona se convirtiera en barrio negro, desde luego. Y, antes de ellos, una familia llamada O'Malley. De 1948 a 1952. Eso es. Compramos la casa para los O'Malley. Ahora lo recuerdo. Nos la vendió un hombre llamado Chapin. —Ralph R. Chapin, según dice aquí. Vendedor. Propietario registrado. Ocupó la casa durante mucho tiempo. Todos los años treinta y algunos de los cuarenta. Es el período por el que usted se interesa, supongo.

—¿Sabría tal vez algo más sobre la familia Chapin?

Ella lo miró con fijeza.

—¿Por ejemplo?

—No lo sé. Quiénes eran los otros miembros de la familia...

—Lo siento. No tengo la menor idea... —Entonces, de súbito, hizo castañetear los dedos. Sus ojos se ensancharon—. Espere un momento. Un momento. Ahora que lo recuerdo. Había un hijo...

—¿Recuerda su nombre?

—Jeff. Ése era su nombre, Jeff Chapin. Eso de Jeff como diminutivo de Jeffrey, supongo.

—Jeffrey Chapin.

—Sí. Hay una sola razón que me lo haría recordar un millón de años. Es la de que el nombre de ese joven, que procedía de ese barrio, salió en los periódicos. Pero, si es el que usted anda buscando, mejor será que lo olvide.

—¿Sí?

—Murió hace mucho tiempo. Se ahogó mientras nadaba en el lago Nipmuck.

Al cabo de un buen rato, Peter se oyó decir:

—¿Recuerda en qué año sucedió eso?

—No. Ni aproximadamente. Pero, como le he dicho, todo salió en los periódicos.

El Riverside Daily News se alojaba en un moderno edificio todo cristal y acero inoxidable. Se hallaba sólo a cinco manzanas del hotel de Peter.

En el letrero del vestíbulo, leyó: Archivo y Biblioteca. Tercer piso.

El archivo era una gran sala sin ventanas. Estanterías y más estanterías llenas de volúmenes encuadernados del News, rotulados con indicación del volumen, mes y año. El bibliotecario era un hombre de edad, delgado y de aspecto anémico. Estaba sentado ante una vieja y vapuleada mesa de escritorio cuyos bordes mostraban las señales dejadas por las quemaduras de mil colillas. La mesa estaba cubierta de periódicos y recortes. Tanto el hombre como la mesa hacían juego con el lugar.

—¿Qué nombre ha dicho que era?

—Jeff Chapin. Probablemente, Jeffrey.

—¿Y la fecha?

—No la sé.

—¿El año?

—Eso tampoco lo sé. Murió en los primeros años cuarenta. Ahogado en el lago Nipmuck. Sé que el News publicó entonces el correspondiente reportaje.

—¿Dice en los años cuarenta?

—Sí, en los años cuarenta. —Hizo una pausa—. ¿Cree que podrá encontrarlo?

—Verá, señor, no me da usted muchas facilidades para empezar. Tal vez podamos, o tal vez no. Depende de que fuera una persona conocida en la ciudad. Quiero decir una persona importante, ¿sabe? Depende del ámbito en que se movía y del alcance de sus actividades. Si el muerto no era nadie, yo diría que tiene usted pocas probabilidades de dar con él. Podría usted examinar diez años de diarios, claro, pero no creo que eso le gustase mucho. En cambio, si el nombre del muerto sonaba públicamente por el motivo que fuera, es posible que lo encontremos en nuestro registro.

—¿Registro?

—Sí, registro de fallecimientos. Llevamos una lista, por años, de las personas fallecidas. Número y fecha del periódico. Por si alguno de nuestros periodistas lo necesita para indagaciones o para buscar datos antiguos. Si puede esperarse un poco, se lo miraré.

—Se lo agradeceré.

El bibliotecario se volvió hacia un estante situado exactamente detrás del escritorio. Se alineaban en él una serie de desgastados cuadernos de referencias. Cogió uno marcado: «1940—1950». Los años estaban indicados en el borde de las páginas en forma de índice en escalerilla. Abrió el cuaderno. Peter pudo ver los nombres de los difuntos dispuestos en orden alfabético.

—Jeffrey Chapin. Jeffrey Chapin...

El dedo del bibliotecario recorrió rápidamente la página de arriba abajo. Nada en 1940. Volvió la hoja. Nada en 1941. Ni en 1942, 1943, 1944, 1945..,

1946.

—Ya lo tengo —dijo de pronto el bibliotecario—. Está usted de suerte.

—¿Sí?

El bibliotecario señaló la anotación.

—¿Ve? Jeffrey Chapín. Número del 27 de septiembre de 1946. Primera página.

—¿Cómo puedo ver ese número?

—Sígame.

Condujo a Peter por entre varias filas de estanterías llenas de altos volúmenes encuadernados en tela. Por fin, se detuvo.

—Aquí lo tenemos. Septiembre de 1946.

Bajó el volumen. Era pesado. Jadeó al llevarlo a una desvencijada mesa, a cuyo alrededor había unas cuantas sillas. Dejó caer pesadamente el volumen sobre ella.

—Encontrará esa defunción aquí. Vuélvalo a poner en su sitio cuando haya terminado. ¿De acuerdo?

Peter asintió con un movimiento de cabeza. El bibliotecario se marchó arrastrando los pies. La estancia estaba oscura. Encendió la lámpara que había sobre la mesa.

Se sentó y se quedó mirando el gran volumen encuadernado en tela repleto de periódicos. Pasó algún tiempo sin que se atreviera a abrirlo. Le daba miedo hacerlo. Por fin, con los dedos temblorosos, abrió la cubierta y hojeó hasta encontrarse ante el número del 27 de septiembre del año 1946. Primera plana.

El papel estaba amarillento por el tiempo, la impresión había palidecido un poco. Entonces, vio el reportaje. Iba acompañado de una fotografía bastante clara.

EL CADÁVER DE JEFFREY

ES RECUPERADO DEL LAGO NIPMUCK

Según informó su esposa, murió

ahogado accidentalmente la noche del 25

de septiembre.

El cadáver de Jeffrey (Jeff) Chapín, de 32 años,

fue recuperado del lago Nipmuck a primeras horas de

esta mañana. La policía estuvo dragando el lago

durante dos días.

Según Marcia Chapin, esposa del difunto, su marido

se propuso cruzar el lago a nado por la noche.

Admitió que estaba ebrio y que trató de disuadirlo

sin conseguirlo. Después, intentó seguirlo en un bote

pero no lo encontró. Alarmada, llamó a la policía.

Según la señora Chapin, era un gran nadador y

había cruzado el lago a nado muchas veces. Es probable

que el señor Chapin fuese víctima de un calambre

en las heladas aguas. A última hora de esta misma

mañana, el médico forense emitió el veredicto de

«ahogamiento accidental».

El señor Chapin había residido toda su vida en

Riverside. Era hijo de R. C. Chapin y, hasta los

primeros años de su juventud, vivió en el barrio de la

Bridge Avenue, en el n.° 28 de la calle Almont. Estaba

orgulloso de su dieciseisavo de sangre india, por ser

descendiente de los pequotes. Ya desde sus tiempos del

bachillerato, era un atleta sobresaliente en el instituto,

especialmente en el tenis, y más tarde fue calificado

para varios torneos en Nueva Inglaterra y la costa

del este. Durante varios años, fue un profesional del

tenis perteneciente al Creen Hills Country Club. Sirvió

en la infantería de marina y fue licenciado con honores

en 1943. Más tarde, contrajo matrimonio con Marcia

Curtis, hija del señor y señora William E. Curtís,

de la calle Mulberry. El señor Curtis es el presidente

del Puritan Bank and Trust. Porteriormente, el señor

Chapin pasó a ocupar un cargo en el banco como

pagador, y en el momento de su muerte era subcajero.

El señor Chapin deja una niña de tres meses, su

hija Ann. La misa de cuerpo presente tendrá lugar el

martes por la mañana en la Primera Iglesia de

Jesucristo, el sepelio se efectuará en el cementerio

de Hillside.

Peter estudió la fotografía. Aquella cara le sonreía. Estaba descolorida y un poco borrosa, pero aun así parecía tener vida.

Era un rostro de buen mozo, viril, vigoroso. Ojos oscuros, corte de pelo corto, el short haircut tan popular en los años cuarenta. La nariz un poco aguileña. La insinuación de unos pómulos altos. Buena mandíbula. Llevaba un jersey de tenis. Pero era la media sonrisa que se dibujaba alrededor de sus labios más bien delgados lo que fascinaba a Peter. Tenía algo de burlona, de divertida. Era incluso un poco cruel. Parecía estar diciendo: «Antes, yo era tú. Ahora, tú eres yo.»

Estuvo estudiando un buen rato la cara del hombre que él había sido. Entonces, cogió de su cartera una lima de uñas y cortó cuidadosamente el artículo. Dobló el recorte y lo embutió en su cartera. Se sintió un poco avergonzado de este pequeño acto de vandalismo. Pero nadie lo echaría de menos, pensó.

Cerró el pesado volumen y lo colocó de nuevo en el estante. Caminó por los estrechos pasillos que dejaban entre sí las estanterías de libros hasta que se encontró cerca de la puerta. Cuando iba a salir, oyó la voz:

—Un momento, señor.

Se volvió. Confusamente, vio al bibliotecario sentado ante su escritorio. Peter no había advertido su presencia. El hombre parecía un poco incomodado. Claro..., esperaba que por lo menos le diese las gracias. El viejo señaló un registro sobre su mesa.

—Tendrá que firmar aquí.

—¿Firmar?

—Con su nombre. Todos los visitantes que usan el archivo tienen que firmar.

Peter retrocedió hacia el escritorio. El bibliotecario le alargó una pluma. Él firmó y luego se dirigió nuevamente hacia la salida.

—¡Oiga, joven! —Él se volvió. El viejo lo miraba con fijeza—. ¿Es una broma esto, o qué?

—¿Qué?

—Más valdrá que vuelva aquí y firme de nuevo.

Había firmado con el nombre de Jeffrey Chapín.

Lo tachó y escribió «Peter Proud» más arriba. Entonces, farfulló las gracias al bibliotecario y se fue.

Bajó en el ascensor, caminó a través del ajetreo del vestíbulo y salió a la calle. Subió al coche. Dio una ojeada al plano de la ciudad y se dirigió hacia Main Street.

Sabía exactamente a dónde tenía que ir.