1
Salió del chalet y se adentró en la noche.
Iba completamente desnudo.
La luna se mostraba a poca altura sobre la montaña que dominaba el extremo norte del lago. Casi luna llena. Desmochada, parecía brincar entre las nubes en movimiento. El hombre, tambaleante, con paso inseguro, le dedicó una sonrisa burlona. Su imagen se hizo doble a sus ojos. Había ahora dos lunas en vez de una. Se concentró con gran esfuerzo y consiguió enfocarlas juntas de nuevo.
El lago se extendía ante él como oro empañado. Una brisa desapacible, agudizada por un súbito descenso de temperatura insólito para principios de otoño, hacía temblar la superficie del agua. El vientecillo dejaba oír un leve y triste lamento al escurrirse, susurrante, entre los pinos, robles, arces y abetos. Olía a bálsamo, a humo de leña, a hojas muertas. Era un mensaje prematuro del invierno. El hombre tembló un poco al sentir la primera y sutil cuchillada del viento, pero, unos instantes después, casi dejó de notarlo. Le causaba más bien un efecto estimulante.
Rió a carcajadas, con exuberancia, mientras pensaba: «¡Eh, eh, miradme, contemplad al Gran Jefe Dos Lunas blandiendo en el aire su clava de guerra! ¡Heme aquí, en la floresta primitiva, junto a las relucientes aguas del Gitche Gumee!»
Empezó a bajar hacia el embarcadero por la corta pendiente. Había un sendero de grava bordeado de piedras enjabelgadas, pero, por ir descalzo, lo evitó. El césped estaba cubierto de agujas de abeto balsámico. Sintió debajo de ellas una fría alfombra.
Llegó al desembarcadero y dio por él unos breves y silenciosos pasos. Jamás en su vida había experimentado aquella sensación tan maravillosa. Ahuecando las manos sobre su boca, lanzó un salvaje grito de guerra que resonó de un extremo a otro del lago. No había nadie que se hubiera quedado a la intemperie y que pudiera oírle. Todos los chalets estaban cerrados y oscuros. Todo el mundo se hallaba en sus casas.
«No hay nadie más que yo por estos contornos. El Gran Jefe Dos Lunas.
»El último mohicano.»
Rió de nuevo a carcajadas.
Una locura. Sabía que estaba bebido. Con todo, su percepción era más aguda que nunca. Lo veía todo con gran claridad, como si formara parte de un cuadro familiar.
La sombra que pasaba por detrás de la cortina de la ventana iluminada del chalet, allí detrás, entre la oscuridad de los árboles. El hogar al aire libre, una forma grotesca a la luz de la luna, con su parrilla oxidada, ennegrecida por la grasa quemada de cien asados. La mesa plegable, llena de manchas de excrementos de pájaro, ahora casi cubierta de hojas muertas. Todos los detalles aparecían clarísimos. Un taparrabo colgando, apelmazado, en la horqueta de un árbol. La ballenera a seco y descansando sobre la quilla, terminada su temporada de actividad. Un encerado cubría parcialmente su blanco casco. La canoa, al otro lado del embarcadero. Un viejo zapato de lona encallado bajo medio metro de agua. Su punta había sido detenida por un entrelazamiento de ramas sumergidas, ya saturadas de humedad. Oscilaba como un pez muerto que, dirigiendo hacia arriba su mirada, le reprochara su proceder. El destello de una lata de cerveza, algo más lejos, brillando a través del agua como la mirada siniestra de un ojo invisible. Al otro lado del lago, junto a la lejana orilla, vio un rojo letrero de neón que asomaba por encima de un pinar. Aún estaba encendido.
La muestra luminosa deletreaba una palabra: Puritano.
«¡Vaya! —pensó—. ¡Pues aquí voy yo!»
No se zambulló. El agua, cerca del embarcadero, era demasiado poco profunda. Si tenía que palmarla, no sería desnucándose. Se sentó en el borde del embarcadero y se dejó deslizar dentro del agua. Estaba muy fría. Se quedó sin resuello al recibir el helado choque en la entrepierna. Sintió encogerse sus genitales.
Luego empezó a nadar con largas y ágiles brazadas, en línea recta, hacia el centro del lago. Hacia el letrero de neón de la lejana orilla.
Tras el primer choque, el frío no lo molestaba. Su cuerpo desnudo parecía impenetrable, aislado. Se sentía fuerte y poderoso. Tuvo la sensación de que era capaz de continuar eternamente adelante de aquella manera.
Siguió nadando sin cesar. No tenía idea de cuánto tiempo llevaba haciéndolo. Sin embargo, su ritmo empezó a vacilar. Sólo un poco, de modo imperceptible. Sólo podía deberse a su imaginación, naturalmente.
Poco a poco, la euforia que sentía al principio comenzó a decrecer. Notó la disminución del efecto de la bebida. Se sentía más y más sereno, y frío. Se debía a la baja temperatura del agua y al ejercicio, por supuesto. Habría debido tomar otro trago antes de salir, uno especial para el camino.
No estaba preocupado. De hecho, no lo estaba. Era muy buen nadador. Estaba seguro de que podría conseguirlo. Había cruzado aquel lago a nado muchas veces. Y sin demasiado esfuerzo.
Pero nunca con el agua tan fría.
Sus brazos parecían volverse cada vez más pesados. Empezó a dolerle la espalda. Su cuerpo estaba perdiendo su alcohólico y húmedo abrigo. Sentía como el frío entumecedor se filtraba hacia sus huesos. Ahora se encontraba casi en el centro del lago. Se volvió hacia arriba e hizo el muerto unos momentos. Dirigió la mirada hacia la fea cicatriz que tenía en el costado izquierdo, un poco más arriba de la cadera. Y a sus genitales, encogidos por el frío. Pequeños mechones liberados de la negra maraña de pelo de su entrepierna ondeaban suavemente, movidos por el leve vaivén del agua.
Se sentía cansado, muy cansado. Procuró no ser presa del pánico.
En algún lugar, saltó un pez. Oyó el grito de un somorgujo, procedente del punto en que se veía la montaña, allá a lo lejos. Desde donde se encontraba ahora, se ofrecía a su vista una panorámica de toda la línea de la ribera. El follaje tenía un aspecto casi llameante. Colores otoñales. Rojos, bermejos, amarillos. Podía ver un claro de piedra lisa en la montaña, una mancha pelada en medio de la espesura de los árboles. De pronto, la mancha desapareció al quedar la luna oculta por una nube. Ahora, toda la línea de la orilla se había sumergido en la oscuridad. Excepto la única y distante luz de la ventana del chalet de donde él había salido.
Se puso a nadar de nuevo. Dedujo que se hallaba en el centro del lago. Podía seguir adelante, o podía dar media vuelta y volver a nadar hasta el punto de partida. Podía escoger: la distancia era la misma. Decidió seguir adelante.
«Estúpido bastardo...»
Lo había olvidado. Estaba desnudo como una rana. Se imaginó a sí mismo saliendo del agua por el otro lado del lago. Preguntando a la gente si podía usar su teléfono. Probablemente llamarían a la policía.
Vaya borrachera que había pillado, allí abajo...
Se volvió y empezó a nadar en dirección opuesta para regresar. Observó que la luna se había ocultado por completo. El frío se estaba apoderando de él de un modo que no le gustaba nada. Le pareció que hacía una eternidad que estaba nadando. Le pareció que la distancia entre él y la orilla había aumentado en vez de disminuir. La luz de la ventana del chalet no se había acercado. Más bien se había alejado. Había transcurrido más tiempo del necesario para cubrir aquel trecho.
Sacaba los brazos del agua sólo con gran esfuerzo. Ya no eran de carne sino de piedra. Sus piernas se hundían más y más. Empezó a resollar, cada inspiración le costaba un torturante esfuerzo.
Se percató de que jamás lo conseguiría.
Se percató de que había hecho cuanto había podido, de que nunca volvería a hacer nada más, de que aquello era el fin de su vida en plena juventud y de que era una cochina manera de morir. Aquella lejana luz se hizo borrosa; el poco aire que absorbía entraba como fuego en sus pulmones... y oyó sus propios gritos. Ya no sentía frío. Su cuerpo estaba entumecido; era un cuerpo impersonal, una máquina que se movía por el agua sin que se supiera cómo, tal vez por instinto, obedeciendo a puros reflejos, ya sin ninguna fuerza de voluntad. «Abandona —pensó ahora—. Abandona, chico, la cosa no tiene remedio; párate, y a descansar... y déjate ir... a dormir, a dormir...»
Y fue entonces cuando lo oyó. El ruido de un motor fuera borda, a lo lejos. Se oía cada vez más fuerte y parecía que se dirigía hacia él.
—¡Aquí, aquí! —gritó.
Gritaba, chillaba, imploraba, temeroso de que, quienquiera que fuese, no diera con él en la oscuridad.
Entonces la vio, conduciendo el bote hacia él. Ella paró el motor, y la canoa se acercó con suavidad, silenciosa. «¡Dios mío! —lloró—. ¡Dulce Marcia, hermosa Marcia, te quiero, nena!»
Apareció una tajada de luna por detrás de la nube. Dio al lago un brillo sobrenatural. La mujer parecía un fantasma cubierto con un abrigo de pieles. Su cara tenía una blancura cenicienta y la rigidez de la cera. Inexpresiva. Fríamente hermosa.
Él recuperó un tanto las fuerzas. El calor renacía en su cuerpo, volvía a sentirse fuerte. Esperaría, haciendo lo posible por mantenerse a flote, a que ella lo alcanzara.
—Marcia —dijo—, fue sin querer... Yo no quería decirte lo que te dije allí abajo.
Su cara conservaba su rigidez.
«He de subir al bote», pensó él.
—Lo lamento de veras, lo lamento.
—Ya lo sé. Son tantas las veces que lo has lamentado...
—Estaba borracho. No sabía lo que decía. Me odio a mí mismo por lo que hice allí abajo, te lo aseguro.
Estaba realmente arrepentido. Le pareció que la cara de Marcia se suavizaba un poco. Era el momento de dar en el blanco.
—Te quiero, Marcia. Siempre te he querido —aseguró. Sabía que había llegado a su corazón.
—Muy bien. No volveremos a hablar de ello. Jamás volveremos a hablar de ello.
Cogió un remo e hizo maniobrar el bote de modo que se orientara de popa hacia él, para que pudiera agarrarse a la embarcación sin volcarla. Desde el agua, la contempló y pensó cuan hermosa era. Su rostro se mantenía inexpresivo. Bajo aquella luz, no acababa de parecer real. Ahora era más bien una máscara de delicados tonos dorados. Los ojos azules, azules, increíblemente azules. La pequeña nariz recta en el perfecto óvalo de su cara. El cabello negro, en desorden, con una de sus onduladas guedejas cayéndole sobre la cara y el cuello como el ala de un pájaro. Su rostro tenía un ligero matiz oriental. El artesano que había pintado aquella máscara se había excedido un poco con la boca, lo mismo que con los ojos. Era una boca de un rojo maduro, de un rojo de fresa reventada, con los labios blandos, llenos y jugosos. A esta luz, parecía casi obscena, una cuchillada sensual en el cartón piedra.
Luego él se puso boca arriba y se dejó flotar mientras ella se acercaba.
El bote llegó a su lado. Estaba a punto de volverse para alcanzar la popa, cuando, inesperadamente, ella se puso de pie. Ahora la máscara se animó. De súbito, su cara adquirió una extraña expresión. Era una expresión perversa, retorcida. La roja cuchillada se partió para revelar unos nítidos dientes. Cogiendo el remo con las dos manos, lo levantó por encima de su propia cabeza. Entonces, el abrigo, que sólo se sostenía sobre sus hombros, se abrió y cayó a sus pies. No llevaba nada debajo. Él vio las rojas señales de contusiones alrededor de su cuello y en el comienzo de la espalda; el largo y flexible cuerpo; los firmes y redondos senos bien separados entre sí, con los pezones erguidos por el frío; su delgada cintura; su liso y tenso vientre; sus largos musIos de suavidad lechosa; su montecillo de finos y ensortijados pelos; y en ese momento, en ese congelado momento, advirtió incluso la pequeña marca nacimiento en la parte baja de su abdomen, un poco más arriba del mechón de pelos del pubis, la extraña marca azul de nacimiento que tenía la forma de un diminuto diamante.
Marcia bajó el remo con todas sus fuerzas. Él recibió el certero golpe en su descubierta entrepierna.
Gritó de dolor. Se doblegó sobre su estómago gritando todavía. Pudo aún dar una mirada hacia arriba, hacia ella. La mujer levantó de nuevo el remo. Resolló al pegar con él hacia abajo. Esta vez dio a su víctima en plena cabeza. El golpe pareció penetrar en su cráneo. Lo golpeó una vez, y otra, y otra...
Confusamente, oyó su propia voz que gritaba: «¡No, Marcia, no!»
Tuvo la impresión de que aquellos gritos venían de muy lejos. Le pareció que el cráneo iba a estallarle. Ahora, al volver a mirarla, apenas si la vio. Desesperadamente, alargó el brazo para alcanzar el bote. Consiguió cogerse a él por un lado, lo justo para sostenerse. Ella volvió a levantar el remo y descargó el golpe sobre los dedos agarrotados en el borde de la canoa. Él se soltó. Vio su cara un breve y último instante. Vio, entre tinieblas, sus ojos clavados en él, llenos de furia salvaje, sus nítidos dientes, todo el ardor del odio que la poseía.
Su rostro se desvaneció.
De súbito, lo envolvió la oscuridad y un intenso frío. Le zumbaban los oídos. Daba vueltas y más vueltas hacia abajo. Lo mismo que un acróbata dando volteretas por el aire en una película a cámara lenta. A cada vuelta, sus brazos parecían dar un amplio abrazo en el vacío, mientras sus piernas permanecían extendidas y separadas, siempre hacia abajo, hacia abajo. No intentó moverse. No podía moverse. Era un extraño y lento descenso, como en sueños.
Fue la cabeza la que chocó primero con el fondo. Su cara se hundió en el frío lodo, entre los hierbajos, casi hasta el cuello. Su cuerpo se arqueó hacia arriba un momento y cayó después inerte para descansar en el cieno.
Luego estallaron sus pulmones.