PRÓLOGO
De pie, en el puente de su fragata Nebulon-B, el pirata Urias Xhaxin tenía las manos en la espalda, cogiéndose con la derecha la mano izquierda cibernética. Su vista estaba fija al frente, en el túnel de luz en el que se adentraba con su nave, el Autarca. Dado el diseño de la fragata, con el puente situado en la parte frontal, se sintió como si volara solo, abriéndose paso en lo profundo del Borde Exterior, un sitio donde nadie en su sano juicio se atrevería a perderse.
Miró hacia atrás, a la twi’leko que manejaba los controles de navegación.
—¿Cuánto queda para la inversión, Khwir?
Los largos lekkus de la twi’leko se agitaron.
—Cinco minutos.
Xhaxin activó el intercomunicador que colgaba del cuello de su uniforme.
—A toda la tripulación, aquí Xhaxin. Escuadrones Azul y Rojo, preparaos para el lanzamiento. Saldréis a las zonas externas e inhabilitaréis las naves más pequeñas. Artilleros, nosotros iremos a por los escoltas. Si sois rápidos, ésta podría ser nuestra última incursión. Entrar y salir, limpio y fácil. Sé que lo vais a hacer bien. Corto y cierro.
Una mujer de cabello oscuro se situó junto a Xhaxin.
—¿De veras cree que con esta operación ganaremos lo suficiente como para retirarnos?
—Depende de la calidad de retiro que esté buscando, doctora Karl —el hombre de pelo y barba blanca que había hablado se giró para sonreír a la mujer—. Sus habilidades le reportarán beneficios en cualquier parte de la Nueva República, y lo que le corresponde de este botín debería bastar para comprar una o dos identidades nuevas.
Anet Karl frunció el ceño.
—Desde que el Remanente Imperial y la Nueva República firmaron la paz hace seis años, nos hemos visto obligados a perseguir objetivos cada vez más pequeños —dijo la mujer—. La Nueva República nunca prohibió nuestras actividades y las ignoró a propósito; pero los imperiales seguían constituyendo una amenaza. Los botines eran buenos cuando las naves imperiales sin reconstruir venían hacia aquí de camino al Remanente, pero ese movimiento es cada vez menor. ¿Cree de veras que esta incursión será diferente?
Xhaxin apretó los labios un instante y bajó la voz.
—Es una pregunta muy razonable. La respuesta es sí, lo intuyo en mi interior. Este asalto va a ser distinto a todo lo que hemos visto en estos cinco años.
Anet sonrió con malicia. Sus ojos marrones brillaban.
—¿No estará jugando a los Jedi conmigo, verdad? ¿La Fuerza le ha hablado sobre esta incursión?
—No, yo soy mucho más práctico que los Jedi, y más peligroso también —abrió los brazos—. Somos novecientos en esta tripulación. Nueve veces más que la cantidad de Jedi que hay ahora en toda la galaxia. Y mientras ellos tienen la Fuerza para ayudarse, yo tengo dos poderosos aliados: la codicia y la arrogancia.
—Un buen plan, sin duda.
—Permítame corregirla: un plan brillante —rió Xhaxin—. Permití a un par de naves volar sin problemas porque iban juntas, y después ordené a alguien que se ofreciera a organizar caravanas para atravesar el espacio profundo hacia el Remanente. Recibimos varias peticiones de plaza en la caravana. De hecho, pagaron bien por el privilegio de viajar seguros.
—¿Pero no se les devolvió el dinero, verdad? —Sonrió la doctora—. Los créditos que depositaron eran sólo una entrada.
—Eso es. Se han reunido en el planeta Garqi y han salido de allí. El último llegará en diez minutos al punto de encuentro. Acorralaremos a los que ya estén allí, acabaremos con el último y nos iremos —se atusó el bigote con su mano de carne y hueso—. Ha sido una incursión excelente. Este último asalto será recordado. Me hubiera gustado dejar otro tipo de huella en la historia, pero esto bastará. Y más si todos vosotros obtenéis la recompensa que merecéis por vuestro trabajo.
Anet Karl contempló a los humanos y al resto de criaturas que se afanaban en los controles del puente.
—El Imperio fue fatal para nosotros, capitán. Hemos de agradecerle que nos haya mantenido con vida para que pudiéramos cobrarnos lo que nos pertenecía. Nosotros también seguiríamos…
—Lo sé, pero la Nueva República ha firmado la paz con el Remanente —suspiró Xhaxin—. Uno no puede subestimar el atractivo de la paz. Y creo que, después de todo, nosotros también la merecemos.
—Diez segundos para la inversión, capitán.
—Gracias, Khwir —Xhaxin señaló la pantalla de visualización—. Contemple su destino, doctora.
El túnel de luz se dividió en incontables estrellas de diferentes tonos. La nave apareció literalmente en medio de la nada. Un punto en el espacio que había sido seleccionado únicamente porque las fuerzas gravitatorias lo hacían idóneo para recorrer la distancia que separaba Garqi de Bastion, en el Remanente Imperial. Este lugar debería estar desierto.
Pero no estaba desierto. Vieron los ardientes restos de un carguero destrozado que giraba descontrolado, cápsulas salvavidas y yates espaciales por todas partes. Además, un gran objeto flotaba en el espacio. Al principio, y por su apariencia —la superficie irregular y el ritmo torpe—, Xhaxin pensó que era un gran asteroide. Otros más pequeños parecían orbitar alrededor de él, pero de pronto se lanzaban al ataque de los yates.
¡Y ahora vienen a por nosotros! Xhaxin se alejó de la pantalla de visualización.
—¡Rápido, escudos a toda potencia! Que despeguen los cazas. ¡No sé cómo, pero algún idiota se las ha ingeniado para colocar un motor de hipervelocidad a un asteroide! ¡Pero no se va a quedar con nuestras naves! Artilleros, apuntad a la roca y hacedla pedazos.
—¡A sus órdenes, capitán!
Mientras daba órdenes y pensaba en cómo se podía poner en movimiento un pequeño planeta, Xhaxin se dio cuenta de que esa línea de razonamiento no explicaba que las rocas más pequeñas se movieran como cazas.
—Vigías, ¿qué ocurre?
Un duro observó las pantallas holográficas de datos. Su rostro alargado mostraba una expresión aún más malhumorada de lo habitual.
—Anomalías gravitatorias, señor, por todas partes.
—¿Rayos tractores? ¿Proyectores de gravedad?
—Es otra cosa, señor —el duro frunció el ceño a medida que una cortina de datos llenaba la pantalla con esferas multicolores superpuestas—. Rayos más concentrados y más potentes.
Las baterías de turboláser del Autarca se abrieron y emitieron largos haces rojos hacia el asteroide. Los disparos parecían estar bien orientados, pero se desviaron de repente. Cerraron el ángulo de ataque y se juntaron casi medio kilómetro antes de alcanzar el asteroide. Xhaxin esperaba que los rayos atravesaran ese nuevo punto focal y que dieran en la roca, pero se desvanecieron.
—¿Qué ocurre? Artilleros, vigías, ¿qué está pasando?
Su tirador, un iotrano llamado Mirip Pag, negó con la cabeza en un gesto de incredulidad.
—Teníamos las armas, capitán. Estábamos apuntando bien.
El duro, llamado Lun Deverin, señaló con un dedo tembloroso la pequeña esfera holográfica que había generado el ordenador.
—Una anomalía gravitatoria atrajo los disparos. Es como si utilizaran un agujero negro como escudo.
Xhaxin se volvió para mirar los datos y contempló la esfera en cuestión. El objeto se expandía y se dirigía hacia la fragata. Cuando se produjo el contacto, una sacudida agitó la nave. Las alarmas saltaron, anunciando que el escudo había caído.
—Pon rumbo 57 punto 12, a toda potencia. Atraviesa ese rayo, sea lo que sea.
—Se aproxima otro, capitán. Eliminará el escudo de popa…
Pen Grasha, el oficial de control de cazas del Autarca, gritó por encima del estruendo de las sirenas:
—Capitán, nuestros cazas se quedan sin escudos. Los disparos y los láseres no llegan al enemigo.
El duro agitó una mano y se agarró con fuerza a su panel de control.
—Preparados para el impacto. Nos han disparado.
¿Impacto? Xhaxin miró la pantalla de visualización y vio una bola dorada chisporroteante, quizá de plasma, que pasaba de largo. El objeto alcanzó a la fragata en plena maniobra, justo en el centro y a babor. El escudo absorbió el impacto, pero cayó a los pocos segundos, enviando una lluvia de chispas al puente y derribando a un tripulante. Un instante después, aquella cosa que había atravesado el escudo golpeaba el casco blindado del Autarca.
Menos mal que tenemos blindaje extra. Xhaxin había invertido gran cantidad de recursos en reforzar el escudo de su fragata. La nave había soportado los disparos de un destructor estelar imperial, y todos habían vivido para contarlo. Pero, antes, habían escapado para contarlo.
El impacto desactivó momentáneamente los generadores de gravedad artificial de la nave, por lo que Xhaxin salió disparado y chocó contra la doctora Karl. Al cabo de un segundo, la gravedad regresó y depositó a ambos en el puente sin demasiada brusquedad. Xhaxin se apoyó sobre una rodilla y ayudó a la doctora a sentarse mientras miraba al duro.
—¿Qué ha sido eso?
—No lo sé, capitán, pero sigue adentrándose en el casco —la criatura de piel azulada palideció—. Creo que en veinte segundos abrirá una brecha en el fuselaje de la cubierta siete.
—¡Evacuad el área y cerrad las compuertas!
—¡Más disparos!
¡No! ¡Esto no puede estar pasando! Xhaxin apretó las manos con fuerza, tanto la de carne como la de metal. Dejó a un lado la desesperación y el pánico que le atormentaban. Es hora de ser la clase de hombre que atrae a una tripulación tan leal.
—Pen, llama a los cazas. Que entren primero los que no tengan hipervelocidad. Khwir, calcula un salto que nos saque de aquí.
Los lekkus de la twi’leko palidecieron.
—Las anomalías gravitatorias cambian constantemente. Es imposible hacer los cálculos.
—¿Son suficientes para impedirnos saltar?
—No, pero…
Xhaxin gruñó y cayó al suelo cuando otro disparo del asteroide sacudió la fragata.
—Entonces saltaremos a ciegas. Envía las coordenadas a nuestros cazas, pero saltaremos a ciegas.
—Capitán, un salto a ciegas podría matarnos.
—Un salto a ciegas podría matarnos —Xhaxin señaló enérgicamente la pantalla de visualización—, pero eso nos matará. ¡Hazlo, Khwir, hazlo ya!
—A sus órdenes, capitán —la twi’leko comenzó a introducir las coordenadas en el ordenador de navegación—. Preparados para saltar en cinco segundos, capitán. Cuatro, tres…
Xhaxin miró por la pantalla de visualización y vio una bola dorada brillante que llenaba la imagen. No sabía quién le atacaba, ni qué hacía allí ni cómo funcionaban sus armas. Mientras pensaba en ello, la visión del espacio explotó. En ese momento, y de alguna manera, supo que la respuesta a esa pregunta quizá le proporcionaría algo de paz interior, pero no podía decirse lo mismo de la Nueva República.