CAPÍTULO 4

Leia estaba preparando el equipaje cuando C-3PO abrió la puerta e hizo pasar a Elegos A’Kla. El caamasiano llevaba sobre los hombros una túnica dorada con un sutil bordado de hilo púrpura que imitaba la coloración de su rostro y sus hombros. Elegos sonrió brevemente y rechazó el ofrecimiento de C-3PO de coger su túnica.

Ella suspiró.

—Creí que a estas horas estaría preparada, pero no he terminado de hacer el equipaje. No sé cuándo volveré y me gustaría llevarme unas cuantas cosas.

—Tómate el tiempo que quieras —Elegos se encogió de hombros—. Si no hubiera sido por mis obligaciones con el Senado, nos habríamos marchado hace una semana.

Leia le hizo pasar al salón de la suite de dos plantas. El caamasiano se sentó en uno de los sillones de piel de nerf orientados hacia el gran ventanal que daba al paisaje urbano de Coruscant. Un pasillo orientado al sur conducía al estudio de ella, que en el pasado fue la habitación de los niños, y a una estancia pequeña que perteneció a Jaina y que, desde su ingreso en la academia, se había convertido en cuarto de invitados. La habitación principal estaba en el piso de arriba, al que se accedía por una escalera de caracol construida contra la pared del fondo. La cocina estaba instalada al norte del salón, con un pequeño comedor entre ambas estancias.

Leia introdujo un pequeño holocubo en una bolsa y empezó a cerrar los broches.

—¿El Senado no quiso dejarte partir de inmediato? —dijo la mujer.

—Para empezar, dudo que quisieran dejarme partir, pero no tenían elección. Me asignaron tareas del comité y me dieron trabajo pendiente. Mi hija lo está terminando por mí. Releqy será mi contacto con el Senado en mi ausencia. Por eso no he podido contactar contigo más a menudo.

—Pero tu hija sí que lo ha hecho, así que sabía lo de tu retraso —Leia se enderezó y miró las tres maletas rojas que había saturado de ropa y otras cosas que no podía dejar. Me fui de Alderaan con menos que esto. Y aquí estoy, un cuarto de siglo después, y vuelvo a ser una refugiada… Aunque esta vez de mi conciencia más que de algún acto externo—. Debería haber estado lista antes, pero se me amontonan las cosas.

Antes de que pudiera explicarse vio que los agujeros de la nariz de Elegos se estremecían y que la mirada del caamasiano se elevaba por encima de ella. Leia se dio la vuelta y vio a su marido, Han, de pie en la puerta y con las manos apoyadas en el dintel. La visión le provocó un estremecimiento porque la expresión ojerosa y la postura de Han le recordaban demasiado a su aspecto cuando fue congelado en carbonita. Leia quiso creer que las sombras bajo sus ojos eran un juego de luces, pero no podía engañarse a sí misma.

Oyó a Elegos levantándose del asiento.

—Capitán Solo.

Han alzó la cabeza lentamente y entrecerró los ojos al oír aquella voz.

—¿Un caamasiano? Elegos, ¿no? ¿Un senador?

—Sí.

Han avanzó torpemente y estuvo a punto de caerse por las escaleras. Se agarró a la barandilla, bajó un par de escalones más y se deslizó por el pasamanos. Se enderezó de nuevo, saltó hasta el suelo y pasó por delante de Leia. Con un gruñido, se dejó caer en una de las sillas frente a Elegos. A la luz del ventanal, el arco iris de manchas de la túnica antaño blanca de Han era evidente, así como la mugre acumulada en los puños, el cuello y los codos. Tenía las botas destrozadas, los pantalones arrugados y el pelo completamente sucio. Se pasó la mano por la barba incipiente, y al hacerlo mostró las uñas negras.

—Tengo una pregunta, Elegos.

—Si está en mi mano responder, lo haré.

Han asintió como si la cabeza se le balanceara sobre la columna en lugar de estar conectada por músculos.

—Tengo entendido que los caamasianos tenéis recuerdos, fuertes recuerdos.

Leia extendió una mano hacia Elegos.

—Discúlpame, Elegos. Yo supe eso por Luke y pensé que mi marido… El caamasiano negó con la cabeza.

—No me cabe duda de que todos debéis conocer nuestros memniis. Los acontecimientos especiales de nuestras vidas generan recuerdos que somos capaces de intercambiar entre nosotros y con algunos Jedi. Pero tienen que ser recuerdos fuertes y poderosos para convertirse en memniis.

—Sí, los más fuertes suelen ser los que prevalecen —Han se quedó mirando fijamente algún punto entre la pared y el ventanal. Permaneció callado un momento y luego clavó una dura mirada en Elegos—. Lo que quiero saber es lo siguiente. ¿Cómo os libráis de ellos? ¿Cómo os los sacáis de la cabeza?

El tono torturado de la voz de Han fue como una vibrocuchilla traspasando el corazón de Leia.

—Oh, Han…

Él alzó una mano para detenerla. Su gesto se endureció.

—¿Cómo lo hacéis, Elegos?

El caamasiano alzó la barbilla.

—No podemos librarnos de ellos, capitán Solo. Al compartirlos compartimos la carga que conllevan, pero nunca podemos librarnos por completo de ellos.

Han soltó un gruñido y se echó hacia delante en la silla, tapándose los ojos con las manos.

—Yo me los arrancaría si supiera que eso me iba a impedir ver…, ya sabe. Lo haría, en serio. No puedo dejar de verlo…, de verlo…, de verlo morir…

El tono de su voz se convirtió en un murmullo bajo, duro, crudo y rasgado como ferrocemento roto.

—Ahí estaba él. Había salvado a mi hijo. Había salvado a Anakin. Lo alzó hacia mis brazos. Después, cuando volví a verlo, una ráfaga de viento le hizo caer y derribó un edificio encima de él, pero se levantó. Estaba sangrando y herido, pero se levantó de nuevo. Se puso en pie y elevó los brazos hacia mí. Elevó los brazos hacia mí para que pudiera salvarlo, tal y como él había salvado a Anakin.

La voz de Han se apagó. La nuez le subía y le bajaba.

—Yo le vi, ¿entiendes lo que es eso? Le vi allí cuando la luna colisionó con Sernpidal. El aire se quemó y él estaba allí, rugiendo y gritando. La luz lo carbonizó. Sólo era una silueta. Y después lo consumió. Vi sus huesos. También se quedaron negros, y después blancos, tan blancos que no podía mirar. Y después nada —Han se limpió la nariz con la mano—. Mi mejor amigo, mi único amigo verdadero, y le dejé morir. ¿Cómo voy a vivir con eso? ¿Cómo me lo saco de la cabeza? Dímelo.

Elegos habló suavemente, pero con una fuerza que resonaba en el leve murmullo.

—Lo que recuerda es en parte lo que vio y en parte lo que teme. Se ve a usted mismo como si le hubiera fallado y piensa que es así como le vio él en el último momento, pero eso no tiene por qué ser así. Los recuerdos nunca son tan claros.

—Tú no puedes saberlo, no estuviste allí.

—No, pero he estado en situaciones similares —el caamasiano se sentó en un puf, y su túnica se desparramó por el suelo a su alrededor—. La primera vez que empuñé una pistola láser disparé a tres hombres. Los vi tambalearse y caer. Los vi morir y supe que llevaría conmigo ese recuerdo para siempre, el recuerdo de haberlos asesinado. Después me lo explicaron: la pistola láser estaba adaptada únicamente para aturdirlos. Yo estaba en un error, y quizá tú también lo estés.

Han negó con la cabeza, desafiante.

—Chewie era mi amigo. Contaba conmigo y yo le fallé.

—No creo que él lo viera así.

Han hizo un amago de sonrisa.

—No lo conocías. ¿Tú qué vas a saber?

Elegos apoyó una mano en la rodilla del hombre.

—No lo conocí, pero he oído hablar de él durante décadas. Sólo eso que me acaba de contar, que salvó a su hijo, me indica lo mucho que le quería.

—No podía quererme. Chewie murió odiándome. Lo abandoné allí, lo dejé allí y murió. Sus últimos pensamientos estaban llenos de odio hacia mí.

—No, Han, no —Leia se puso de rodillas junto a Han y le agarró del brazo—. No puedes pensar eso.

—Yo estaba allí, Leia. Estuve muy cerca de salvarle y le fallé. Lo dejé allí y murió.

—Al margen de lo que usted piense, capitán Solo, Chewbacca no compartía esa opinión.

—¿Qué? ¿Cómo puedes saber lo que estaba pensando él?

—Igual que usted —el caamasiano parpadeó con sus ojos violetas—. Salvó a su hijo. Y, para él, Anakin le salvó a usted pilotando el Halcón Milenario hacia un lugar seguro. Así que Chewbacca le salvó una vez más a través de su hijo. Ahora no puede verlo, pero acabará dándose cuenta de que ésa es la verdad. Cuando reviva ese recuerdo, piénselo. Un héroe tan noble como Chewbacca no podía haber hecho otra cosa que alegrarse al darse cuenta de que usted se iba a salvar. Y si piensa algo peor le estará subestimando.

Han se levantó de un salto, tirando la silla hacia atrás.

—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a venir a mi casa y decirme que yo subestimo a mi amigo? ¿Qué derecho tienes?

Elegos se levantó lentamente y extendió las manos ante Han.

—Discúlpeme si le he ofendido, capitán Solo. Me he entrometido en su dolor. Ha sido un atrevimiento.

Se inclinó ante Leia.

—Mis disculpas a ti también. Ahora debo irme.

—No te molestes —Han avanzó a zancadas hasta la puerta—. Trespeó, busca en la comisaría de Coruscant las primeras entradas que encabecen la lista de informes de incidentes. Pásamelas por el intercomunicador.

Leia se levantó.

—Han, no te vayas. Falta poco para que me marche.

—Lo sé. A salvar otra vez la galaxia, ésa es mi Leia —no se giró para mirarla y se limitó a encogerse de hombros—. Espero que tengas más suerte que yo. No pude ni salvar a una sola persona.

La puerta de la habitación se cerró tras la espalda de Han Solo.

C-3PO, con la cabeza inclinada, miró a Leia.

—¿Señora? ¿Qué hago yo?

Leia cerró los ojos y suspiró.

—Consigue la lista y dásela. Llama a Wedge o algún otro miembro retirado del Pícaro. Hobbie o Janson, alguno estará desocupado y podrá vigilarlo. Y cuídalo bien cuando vuelva.

Sintió una mano en el hombro.

—Leia, puedo ir solo al Borde. Quédate a cuidar de tu marido. Yo informaré por ti.

Ella abrió los ojos y apoyó su mano en la de Elegos.

—No, Elegos, tengo que ir. A pesar de su profundo sufrimiento, Han está bien. Quiero quedarme, lo deseo con todo mí ser, pero he de partir. Hay otros que no pueden irse, así que su salvación depende de nosotros. Han puede cuidarse solo, y tendrá que hacerlo.