37

La malaria que se apoderaba periódicamente de Somers había regresado de forma contundente, y aquel fue el peor episodio de la serie de paroxismos recurrentes. Tenía terribles dolores de cabeza que iban acompañados de náuseas y vómitos, seguidos de unos escalofríos que resultaban más violentos que nunca. La fiebre causaba estragos en él y le dejaba la piel caliente y seca, y en ocasiones sufría delirios. Y luego empezaban los sudores: su cuerpo acababa empapado y su temperatura bajaba. Debilitado, se sumía en un sueño profundo que duraba horas. El doctor Haverlock lo visitaba cada día para comprobar su estado. Yo tenía prohibido salir de casa; aunque era posible que Somers no se enterara de dónde estaba, los criados a los que había pagado generosamente me vigilaban a todas horas. Incluso cuando pasaba ante la puerta de entrada el chuprassi se colocaba delante con los brazos cruzados, y cuando paseaba por el jardín el khansana me seguía de cerca, se detenía cuando yo me detenía y caminaba cuando yo lo hacía.

La cuarta noche de su enfermedad Somers mandó llamarme. Se encontraba solo en la habitación, recostado en unas almohadas. Había perdido el color febril, y su piel tenía un aspecto pegajoso bajo el fulgor de las lámparas encendidas en el dormitorio. El olor a enfermedad persistía en el ambiente, y las miasmas hediondas resultaban casi insoportables, pero yo sabía que ya había pasado lo peor, y me lanzó una mirada de disgusto. Me daba la impresión de que estaba destinado a superar cada ataque con una fuerza y una malicia renovadas.

—En cuanto esté curado haré los preparativos para que te marches de aquí —dijo.

—¿Marcharme?

Agitó una mano débilmente.

—Te has vuelto una carga demasiado pesada. El último incidente, cuando estuviste a punto de salir corriendo por las calles de Calcuta comportándote como una loca, me hizo tomar la decisión. ¿De verdad crees que a alguien le sorprendería, o le importaría, que desaparecieras? ¿Quién iba a darse cuenta, Linny, aparte de los criados?

Intenté tragar saliva. Sabía que mi futuro dependía de los próximos minutos.

—Entonces, ¿nos mandarás a Inglaterra?

Me miró sin comprender. Al ver que no respondía, pensé que se debía a la enfermedad. Entonces habló, y su voz sonó clara y firme.

—¿Te das cuenta de que estás utilizando el hindi, Linny? ¿Eres consciente de que ya no hablas en inglés?

—Lo siento —dije, y repetí la pregunta.

—¿«Nos mandarás»? ¿A quién te refieres?

Hablé despacio y con cautela.

—A David y a mí, por supuesto. Como dijiste no hace mucho, dentro de poco tendrá que empezar sus estudios. Yo podría vivir con él donde tú decidas: en Londres, por ejemplo. David podría asistir a tu antiguo colegio.

Emitió una tos seca y a continuación intentó sonreír.

—¿Crees que te confiaría la educación de mi hijo? Consumes opio compulsivamente, Linny. Tu decoro lo demuestra con toda claridad. Has cambiado tanto en todos los sentidos que das asco.

El suelo se tambaleó. Estiré una mano para agarrarme al poste de la cama y evitar así caerme, y luego me senté en una silla que había junto a la cama.

—Estaría dispuesta a dejarlo, Somers. Puedo dejarlo si quiero.

—Todo el mundo sabe que no eres más que un desecho. Me da la impresión de que mucha gente cree que ya estás totalmente loca. Ni siquiera preguntan por ti ni parecen sentir la más mínima curiosidad por saber el motivo de que ya no me acompañes a las citas. Tengo pensado buscarte un sitio agradable para que... descanses. Un sitio (tal vez un lugar aislado en las llanuras indias) donde cuiden bien de ti. O a lo mejor debería plantearme otra opción, si es que quieres volver a casa.

Asentí con la cabeza enérgicamente, aturdida todavía.

—Sí, Somers. Es lo que quiero. Volver a casa. —Si podía regresar a Inglaterra, encontraría una forma de estar cerca de David. Shaker me ayudaría.

—Bueno, reconozco que es el mejor plan. En Londres hay varios sitios donde podrían tenerte encerrada durante... bueno, durante un período indefinido.

—¿Encerrada? —Tardé unos treinta segundos en comprender a qué se refería—. ¿En un... un manicomio?

—¿Un manicomio, querida? ¿Es necesario utilizar un término tan desagradable? —Logró sonreír—. Allí cuidarán de ti mientras descansas durante un largo tiempo. Es bien sabido que la India provoca ese efecto en algunas personas. No serías la primera memsahib que resulta ser incapaz de soportar la presión. Todo el mundo lo entendería, y nadie pondría en duda mis motivos. De hecho —prosiguió, como si en ese instante estuviera satisfecho consigo mismo—, ¿a quién, además de a David y quizá a Malti, le importaría lo que fuese de ti? Y David es un niño; lo olvidará rápidamente. Malti será despedida. De todos modos, ella no sirve de mucho.

Volví a sentirme mareada. Necesitaba la pipa. Me estremecí y empezaron a caerme gotas de sudor por la cara desde el nacimiento del pelo hasta el cuello; parecía que unos insectos minúsculos corretearan bajo mi piel. Sin pararme a pensarlo, cogí el pañuelo vaporoso que llevaba metido en el corpiño del vestido y me sequé las mejillas y el cuello.

Se hizo el silencio y luego se oyó un extraño grito estrangulado procedente de la cama. Somers se había incorporado y señalaba con dedo tembloroso mi pecho, como había hecho días antes cuando me rompió el vestido.

Miré la cicatriz.

—Una vez más, tu reacción me sorprende —susurré—. ¿No estarás interesado en una vieja herida? No pensaba que mi cuerpo pudiera atraerte después de todo este tiempo.

Somers se desplomó hacia atrás abriendo y cerrando la boca mientras respiraba con dificultad.

—Ya lo sé —dijo con voz ronca—. Ahora ya lo sé. Cuando la vi por primera vez —declaró, con los ojos clavados en la cicatriz—, había algo... algo. No sabía qué. Pero... sí, creo...

Yo apenas escuchaba los ásperos sonidos que él emitía. Estaba pensando en que nunca volvería a ver a mi hijo, en que David crecería y descubriría que su madre había pasado el resto de sus días acurrucada entre un montón de paja hedionda en una oscura celda de piedra de algún manicomio. En cómo Somers falsearía los recuerdos de la infancia que David pudiera conservar de mí y, lo peor de todo, en cómo trataría de impartirle sus retorcidos valores.

La necesidad feroz de proteger a David de aquel futuro me dio una fuerza que no sentía desde hacía mucho tiempo. Tiré el pañuelo al suelo y me bajé el corpiño mientras me inclinaba hacia la cama, para que Somers pudiera ver aquel rastro de destrucción.

—Me lo hizo uno de mis antiguos clientes en Liverpool —dije—. Menudo recuerdo, ¿verdad? Y aun así sobreviví. Sobreviví al cuchillo de un loco y sobreviviré a lo que tú me hagas, Somers. No te saldrás con la tuya.

Le entró una arcada y se llevó el puño a la boca.

—Seguro que la visión de mi carne destrozada te provoca placer, y no malestar —dije—. Después de todo, mi dolor es lo único que te ha hecho disfrutar en nuestro infeliz matrimonio.

—Ya lo sé —volvió a decir, hablando a través del puño, con la misma nota de inquietud en la voz—. Ahora ya sé de qué me sonaba ese pez.

Me quedé parada y solté la parte delantera del vestido, tratando de entender a qué se refería. ¿El pez? Y entonces me acordé de cierto episodio en la residencia de soltero de Somers: él me había identificado como una puta a partir de mi marca de nacimiento.

Bajó la mano, con el puño todavía cerrado.

—Prácticamente había conseguido olvidar mi última estancia en aquel sitio inmundo a orillas del Mersey. —Hablaba despacio, como si estuviera pensando en voz alta. Se recostó de nuevo con dificultad—. Tienes razón. Sobreviviste. Nunca sabré cómo. A estas alturas no debería quedar de ti nada más que huesos, y las cuencas de tus ojos deberían servir de refugio a los cangrejos.

Me llevé el puño a la boca como Somers había hecho segundos antes. Durante el silencio que siguió a su declaración me asaltó una idea espantosa. Al oír sus palabras cobré conciencia de algo demasiado horrible, demasiado increíble. Me estremecí de forma incontrolable en la sofocante habitación, apretando los dientes tan fuerte que empezó a dolerme la mandíbula.

—¿Acaso no le di instrucciones a mi criado de que arrojara tu cuerpo al Mersey? —Somers había recuperado parte de su compostura; hablaba en voz baja pero firme mientras me miraba fijamente—. ¿Y no me juró Pompeyo que lo había hecho? Me aseguró que no quedaba nadie que pudiera contar lo que había pasado esa noche en Rodney Street.

Y de repente la oí: la misma voz fría y racional que había ordenado mi muerte cuando era una muchacha de trece años, privada de la visión e indefensa sobre una gruesa alfombra frente a un baúl con tarros de cristal llenos de cabellos flotantes. Los cabellos de chicas muertas. El viejo con las tijeras clavadas en el ojo junto a mí. El hedor a putrefacción que emanaba de él y el del pelo quemado. Me entró una arcada y la boca se me llenó de saliva acre.

Aquello no era lo que yo esperaba. Rodney Street. La vieja pesadilla cobró vida, se alzó de nuevo, imponente y todavía más aterradora a la luz de las lámparas brillantes de aquella habitación. Sentí que todo me daba vueltas, que echaba a volar, y la vieja imagen acudió de nuevo con una intensidad desbordante: mi cuerpo, con el cuello roto, arrojado en el foso con cal viva destinado a los asesinos. Me incliné hacia delante, sacudida por las arcadas, y agaché la cabeza a la altura de las rodillas.

Joven maestro, lo había llamado Pompeyo.

—Tuve que despedir a Pompeyo poco después del incidente de Liverpool. Demasiados errores. Pero supongo que no se lo puede culpar a él de todos. Yo también te vi esa noche y creí que estabas muerta. Tenías un corte abierto en el pecho izquierdo. Juraría que incluso te vi el corazón y no latía, pero, claro está, eso no pudo ocurrir.

Me limpié la boca con el dorso de la mano, alcé la cabeza y lo miré.

Él se relamió los labios y sonrió, como si estuviera evocando un buen recuerdo. Y aquella sonrisa me dejó todavía más helada que sus palabras.

—Si no recuerdo mal, eras poco más que una niña, con el pelo cortado. Totalmente distinta de la mujer serena que conocí en Calcuta... salvo por ese pez del brazo. No me extraña que no recordara dónde te había visto. Borré esa noche de mi mente tan rápido como pude.

Mantuve la boca abierta, aspirando el aire sofocante, tratando de llevarlo hasta los pulmones, viendo las ilustraciones de los libros de medicina de Shaker de hacía tantos años y los dibujos de Albinus de los dos sacos situados tras el esternón. Sabía que ahora mis pulmones no estaban hinchados ni llenos, sino desinflados y vacíos, arrugados. No conseguían inflarse ni llenarse de aquel aire húmedo. Tenía la boca abierta como un pez fuera del agua. Sabía que me estaba ahogando. La imagen de aquella cara desfigurada, el horror de la lengua temblorosa, los ojos insensibles, aparecieron en mi mente como iluminados por hileras de velas.

Somers era el hijo del hombre que había matado.

—Es demasiado tarde —dije, tras encontrar por fin la fuerza para hablar—. Nunca podrías demostrarlo. Es demasiado tarde para hacer que me procesen por asesinato. —«Debo evitar que David comparta su futuro con Somers y que descubra mi pasado.»

Un sonido similar a una carcajada brotó de su garganta; un ruido espantoso que sonó como un chisporroteo.

—¿Procesada? ¿Por asesinato? Lo dudo. Al fin y al cabo, no hubo constancia de que fuera un asesinato. Simplemente la muerte de un hombre contagiado de sífilis que se había vuelto loco. Parecía que no iba a morirse nunca. Yo creía que seguiría vivo durante años. De hecho, tú hiciste el trabajo que yo hubiera deseado tener el valor de hacer muchísimo antes. Incluso antes de ponerse tan enfermo ya era un hombre cruel y despiadado. Me marché de Inglaterra poco después que lo mataste, Linny. Quería dejarlo todo atrás, olvidar.

El silencio se intensificó en la habitación. Yo realizaba inspiraciones breves y poco profundas, como si estuviera aprendiendo a respirar.

—Nadie se alegró más que yo de verlo enterrado —continuó Somers, y me di cuenta de que los dos habíamos repasado mentalmente los detalles de aquella noche— donde los gusanos pudieran acabar con lo que quedaba de su asqueroso cuerpo. Y, por lo que respecta a su alma, no creo que tuviera. Desde que yo tenía doce años...

—No quiero oír más —susurré, pero él no me hizo caso.

—... me llevaba de ronda con él. Al principio me hacía mirar mientras él montaba a las putas. Tenía predilección por las mujeres de clase baja. Como tú, Linny. Al cabo de un tiempo, llegué a disfrutar viendo las humillaciones a las que las sometía.

Yo no hacía más que mover la cabeza con gesto de disgusto, deseando que parara. Pero parecía que él se complaciera con mi tormento mientras relataba los repugnantes detalles de la historia. Me tapé los oídos con las manos, cerré los ojos y agaché la cabeza.

—Con el tiempo intentó obligarme a que participase en sus correrías. —Hablaba en voz alta y clara: era imposible no oír sus palabras—. Mi padre me tenía a sus órdenes como si fuera un mono amaestrado al que acariciara en alguna ocasión, al que diera algo de comer de vez en cuando, pero al que le resultara imposible tener atado. Y ni siquiera después de muerto estaba dispuesto a permitir que yo llevara la vida que deseaba. Sabía que desde pequeño las mujeres me interesaban poco. De hecho, fue él quien me proporcionó por primera vez a los chicos que tanto deseaba. Pero estipuló en su testamento que para recibir mi herencia legítima debía estar casado. Era como si así él fuera el último en reír desde la tumba.

»Así que, según parece, has tenido un impacto notable en mi vida, Linny. Primero mataste a mi padre y luego me permitiste recibir la herencia. En realidad me has ofrecido la libertad. Dos veces. —Después de pronunciar esa palabra se detuvo y guardó silencio.

Aparté las manos y abrí los ojos. Los mosquitos me zumbaban en los oídos y alrededor del pelo sudoroso. Somers estaba mirándome de forma casi desenfadada, con la cabeza inclinada y los ojos brillantes, como si se sorprendiera de su buena suerte.

Me hinqué de rodillas a un lado de la cama.

—Entonces devuélveme el favor, Somers. Libérame a cambio. Déjame llevarme a David y desaparecer. —Le cogí las manos. Estaban heladas—. No volverás a saber de nosotros. No te pediré nada.

Él negó con la cabeza suavemente, como si yo fuera una niña traviesa a la que hubieran pillado robando caramelos.

—No lo entiendes, ¿verdad, Linny? Sin embargo, siempre has sido una chica muy lista. —Apartó las manos de las mías—. No puedo confiar en ti y permitir que te marches, ni tampoco dejarte con nuestro hijo. No queda otra alternativa que encerrarte debidamente, legalmente, de forma que en el futuro nadie pregunte por ti. —Sus ojos tenían ahora un aspecto imperturbable, como los de una serpiente—. Me encargaré de que el doctor Haverlock prepare los papeles lo antes posible. Desde luego no necesitará que lo convenza. Basta con mirarte para saber con seguridad que necesitas que te atiendan. Y en cuanto a David... lo criaré como considere adecuado. No tardaré mucho en hacer de él la persona que debería ser. —Intentó soltar otra de sus horribles carcajadas, pero le provocó un ataque de tos, y un escalofrío le recorrió el cuerpo.

Mientras lo miraba, con su cuerpo tembloroso y su bigote salpicado de gotas turbias de saliva, me imaginé que su rostro se posaba en el espectro lascivo de su difunto padre. Me froté los ojos tratando de despejar aquella visión, pero no logré que me abandonara. Parecía que, por medio del más terrible giro del destino, la mano pérfida que me había llevado a Rodney Street me hubiera conducido a aquella habitación. Me levanté y me aparté de la cabecera de la cama tambaleándome. Miré horrorizada al hombre que era mi marido. Consciente del poder que él ejercía. Consciente de que su odio avieso, sus costumbres lujuriosas y su carácter vil seguirían aumentando cada año que pasara.

Aquel era el hombre que iba a destruirme e iba a criar a mi hijo.

Tenía que evitar que llevara a cabo lo que se disponía a hacerme. Tenía que proteger a David.

Sabía que la sincronización debía ser perfecta. Esa noche no dormí, pero a pesar de ello me levanté temprano y me bañé. No estaba cansada. Me fumé una pipa, pero únicamente para evitar que mi cuerpo sufriera dolorosos espasmos. Hice que Malti prestara especial atención a mi peinado, y elegí cuidadosamente el vestido. Me senté ante el tocador y me examiné. Ahora entendía cómo se sentía Faith durante sus últimos días de vida en Simia. Una persona siente un tremendo alivio, como si le hubieran quitado un yugo pesado de los hombros, cuando sabe con una certeza absoluta lo que debe hacer. Cuando sabe que no puede ocurrir de otra forma.

Malti me miró de forma extraña.

Mem Linny, no lo entiendo.

—¿Qué es lo que no entiendes? —Me volví para situarme de cara a ella.

—Anoche parecía tan angustiada cuando salió de la habitación del sahib Ingram... Y, sin embargo, ahora la encuentro más tranquila de lo que ha estado en muchísimo tiempo. ¿Qué es lo que veo en su cara, mem? Parece felicidad. Pero eso no es posible, con la tristeza que hay en esta casa.

Le dediqué una sonrisa.

—No es felicidad, Malti. Todavía no. Pero hay un futuro por delante. Tenemos que encender nuevas lámparas de cara al futuro.

Malti movió la cabeza con gesto incrédulo, confundida. Durante el resto del día estuve en la terraza y jugué con David, sumida en mis pensamientos y haciendo planes. En un momento determinado miré en dirección a la ventana de la habitación de Somers y vi que el doctor Haverlock me observaba. Cuando topé con su mirada, se giró de repente.

Me dirigí al dormitorio de Somers. El doctor Haverlock se hallaba sentado tras el escritorio, escribiendo. ¿Estaba redactando el informe para mi internamiento? Al verme se detuvo y miró a Somers, que yacía tumbado en la cama.

—¿Quieres algo, Linny? —preguntó Somers, con un tono de engañosa preocupación—. ¿O te has olvidado alguna cosa?

—Pensé que a lo mejor querías agua fresca.

Somers señaló un jarro lleno que había junto a la cama.

—Pero, Linny, si has sido tú quien me ha traído esto justo antes de que llegara el doctor Haverlock.

—No, no he sido yo. Debe de haberlo traído uno de los criados. —No había estado en la habitación de Somers ese día.

Somers negó con la cabeza, sonriendo ligeramente. A continuación miró al doctor Haverlock arqueando las cejas. «¿Lo ve?»

El doctor examinó mis manos. Me di cuenta de que estaba entrelazando y desenlazando los dedos. Dejé de hacerlo, pero él ya había vuelto a sus papeles y había comenzado a escribir. Salí de la habitación, pero me quedé en el pasillo. Oí cómo el doctor Haverlock le decía a Somers que ya estaba hecho; Somers le aseguró que recibiría lo que le había prometido cuando todo estuviera arreglado.

Él ejecutaba sus planes. Era el momento de poner los míos en práctica.

Resultó fácil conseguir datura ese mismo día por medio de un box-wallah. Se trataba del arbusto conocido en Inglaterra como estramonio. Era una de las plantas autóctonas de la India, que crecía en estado silvestre tanto en suelos muy poblados como en eriales. Me acordaba de las advertencias que me había hecho Nani Meera sobre su uso. En la cantidad adecuada resultaba útil para reducir los ataques de tos causados por la tos ferina, así como las dolencias de la vejiga. Y, aunque las grandes corolas blancas de las flores poseían propiedades sedantes, las hojas molidas eran todavía más fuertes. La sobredosis causaba un envenenamiento mortal.

Pese a haber recobrado fuerzas, Somers todavía estaba débil, y había momentos en que padecía una fatiga y una debilidad extremas. Solía tomar té fresco muy endulzado, y lo pedía numerosas veces al día. Yo asumí la tarea de ir a recogerlo de manos del cocinero y llevárselo cuando él lo solicitaba, como haría cualquier esposa preocupada. A juzgar por el modo en que me miró las primeras veces que aparecí junto a la cabecera de su cama con la bandeja, me di cuenta de que pensaba que ya intentaba demostrar que no estaba loca, y dejé que pensara aquello sobre mí.

Empecé con cantidades mínimas. Tenía que ser cuidadosa: debía parecer que había sucumbido a su antigua enemiga.

Al cabo de dos días había empeorado considerablemente. Su cara se había puesto seca y colorada. Tenía dificultad para tragar y adquirió la tendencia a murmurar y a moverse de forma inquieta sin un objetivo concreto. Al tercer día se sumió en un sueño tan profundo que resultó imposible despertarlo durante muchas horas; yo sabía que podía acabar en coma. Cuando por fin se movió y abrió sus ojos pegajosos, tenía las pupilas dilatadas y fijas. Yo lo convencía para que bebiera unos tragos de té cada vez que recuperaba la conciencia, gritándole a los criados que debía tomar líquido.

Mientras retorcía las manos delante del doctor Haverlock, pronuncié una plegaria silenciosa dando gracias por los escasos conocimientos médicos del anciano.

—Parecía que estaba recuperándose —dije—. ¿Qué ha provocado este cambio?

El doctor Haverlock movió la cabeza con gesto de disgusto.

—Nunca se sabe cómo va a actuar una enfermedad extraña sobre el paciente. —Lo miré a la cara con los ojos muy abiertos—. Me temo que su situación se ha agravado mucho. Mi diagnóstico, señora Ingram, es que tiene malaria cerebral.

Me llevé la mano a los labios, consternada.

—¿Malaria cerebral?

—Las pérdidas repentinas de conciencia, así como la confusión mental, son síntomas claros. Si empezase a mostrar señales de ictericia, o tal vez convulsiones...

—Pero... pero se recuperará, ¿verdad?

—Ahora, querida, no debe fatigarse en exceso. Se encuentra usted en un estado bastante delicado.

—Doctor Haverlock —dije, manteniéndome firme—, no me encuentro en estado delicado ni de ninguna otra clase. ¿Está diciéndome que es posible que el señor Ingram no se recupere de este ataque? Dígame la verdad, doctor Haverlock.

El anciano tomó mis manos entre las suyas con una expresión insincera de compasión en el rostro.

Cuando el doctor Haverlock regresó al día siguiente, hizo un chequeo superficial a Somers y luego me llevó al estudio.

—Por favor, prepárese, querida —dijo.

Permanecí a la espera.

—La muerte de su marido es inminente. Dudo que sobreviva a esta noche.

Me dejé caer sobre un sillón. Agaché la cabeza y me tapé la cara con las manos.

—Por favor, ordene a los criados que se vayan —dije, a través de los dedos—, pero quédese conmigo.

Una vez que estuvimos solos, alcé la vista.

—Quería hablar con usted a solas, doctor Haverlock —dije, interrumpiendo mi exhibición de dolor.

—Vamos, señora Ingram. No debe preocuparse. Muy pronto estará en casa, donde habrá gente que sabrá cómo cuidar de usted y la ayudará a superar los difíciles momentos a los que se enfrenta. Y no debe preocuparse por el niño. El señor Ingram dejó instrucciones precisas para que...

Me levanté, fui directa a él y me detuve tan cerca de su cara que el hombre dio un paso atrás.

—¿De verdad cree que estoy loca, doctor Haverlock?

Sus ojos se movieron.

—Su marido sabía lo que era mejor para usted. Hay muchas formas de atender a los desgraciados como usted, que...

Lo interrumpí.

—Y también hay muchas formas, supongo, de conseguir que un hombre como usted se... ¿Cómo podría decirlo? Se convenza de la verdad.

El doctor Haverlock alzó la barbilla de golpe, lo cual me infundió valor. ¡Era tan transparente!

—Sé que debe de estar muy cansado de trabajar. Ha dedicado su vida a ayudar a la gente, doctor Haverlock. —Las palabras brotaron en un tono cálido, escurridizo, claro—. Usted merece pasar los años que le quedan viviendo con lujo, ya sea aquí o en Inglaterra. Yo estaría dispuesta a doblar la suma que mi marido y usted han acordado para que redacte la... recomendación con respecto a mi futuro y al de mi hijo... si me entregara esa carta. Y no se volvería a hablar más del tema.

Volvió a levantar la barbilla de repente, y gracias a ese sutil gesto supe que lo tenía a mi merced. Me cogió del brazo y me hizo sentar a su lado en el sofá. Echó un vistazo a su alrededor, aun cuando la habitación estaba vacía.

—Puede que me haya precipitado en mi juicio sobre su estado —dijo—. Su pobre marido me lo pidió por su bien y por el de su hijo.

—Además, Somers se ha visto muy afectado por su constante lucha contra la malaria durante todos estos años —dije—, de modo que comprenderá que últimamente haya estado privado de lucidez. Doctor Haverlock —bajé la voz en un tono de complicidad—, entiendo perfectamente la situación apurada en que se encuentra. Insisto en que me diga la suma que le debo por toda la tensión que haya podido causarle este desagradable asunto. Vamos, ¿cuánto va a ser?

El hombre carraspeó bruscamente. Al viejo zorro le daba miedo fijar el precio por si resultaba más bajo que el que yo estaba dispuesta a pagarle.

Me dirigí al cajón del escritorio, saqué el paquete envuelto que había metido allí esa mañana y lo llevé al sofá. Lo coloqué entre él y yo y desaté la cuerda. El papel se desprendió y dejó a la vista un enorme montón de rupias, la cantidad que le había sisado a Somers a lo largo de los años y había mantenido tan bien escondida. Ahora daba la impresión de que fuera el rescate de un rey.

El médico se relamió sus labios finos y secos, al tiempo que la respiración se le aceleraba. Casi podía oír el codicioso tictac de su cerebro.

—Vaya, señora Ingram. No me gustaría parecer avaro, pero este trabajo me ha hecho perder mucho tiempo y, como bien ha dicho usted, me ha causado una considerable tensión. Últimamente he estado bastante bilioso. Sería descortés por mi parte mencionar la suma de la que hablamos el señor Ingram y yo, pero... —Una vez más, sus ojos acariciaron el dinero que tan cerca estaba de su muslo.

Le di una palmadita en la manga.

—Entiendo —dije, con un dejo de compasión en la voz—. ¿Lleva el documento consigo, doctor Haverlock, para que podamos hacer el intercambio?

—Bueno —dijo él despacio—, no estoy seguro de a qué se refiere.

—El informe de internamiento, doctor Haverlock. —Mi voz no perdió el tono dulce en ningún momento. Le acerqué el dinero un par de centímetros más.

Sin dejar de examinar los lakh de rupias, el doctor Haverlock se metió la mano en el bolsillo del pecho, y oí el crujido tranquilizador de un papel doblado.

Me lo entregó y, una vez que hube leído lo que tenía escrito, volví a atar el paquete y se lo pasé, y a continuación le tendí la mano derecha.

Él la sostuvo como si fuera a hacer una reverencia, pero yo me eché hacia atrás. Entonces comprendió mi intención y la estrechó con firmeza. Nos levantamos, cada uno con su premio, e intercambiamos una sonrisa.

Los dos éramos igual de buenos en aquel juego. Ambos habíamos conseguido lo que más queríamos.

Todo terminó al cabo de las siguientes horas. Y, durante los últimos instantes de dolor de Somers, permanecí arrodillada junto a su cama y acaricié su rostro hundido, mostrándome ante los criados y el doctor Haverlock como la esposa sumisa que consolaba a su marido agonizante. Mantenía una expresión serena, pero hablaba mentalmente con Somers. «Nunca sabrás cómo te he engañado y embaucado. Se acabó. Se acabó la pesadilla. He salvado mi vida y el alma de mi hijo.»

Pese a lo grave de su enfermedad, yo percibía que él era capaz de entender aquel hecho expresado sin palabras, que comprendía que a pesar de mi pasado yo era la más fuerte de los dos. Que él era incapaz de controlar mi futuro. Lo sabía por la forma en que sus ojos desenfocados se movían en sus cuencas y por el modo en que sus labios temblaban flácidamente, como si sintiera la necesidad de hablar. Acerqué mis dedos a su boca, le aparté el pelo hacia atrás y besé su frente fría y seca.

—Se acabó todo, Somers. Todo el odio y el dolor a los que me has sometido —susurré, en un tono tan quedo que el único sonido que oyeron las demás personas de la habitación fue un murmullo entrecortado, la última promesa de amor de una mujer a su marido—. Lo he conseguido —susurré, hablando todavía más bajo, casi suspirando, y observé cómo sus párpados se movían y supe que me había oído. Supe que lo había entendido.

Un leve estertor brotó de dentro de él y a continuación sus ojos se movieron hacia arriba, en dirección a las arrugas del punkah, y permanecieron allí sin parpadear.