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El martes de la semana siguiente me hallaba sentada en el salón de Meg, escuchando el «plaf, plaf, plaf» del arrugado punkab encima de mi cabeza. «No debería haber venido.» Pero ese día en nuestra casa había un ambiente todavía más sofocante de lo habitual. Somers se había ido de caza e iba a estar fuera dos semanas, y David pasaba la mayor parte del tiempo en la terraza con Malti. Ese día había estado jugando con su pequeña colección de tambores y tamtanes, y cada golpe fuerte que daba con el palo en la piel de cabra tensa resonaba de forma dolorosa dentro de mi cráneo. Incluso el tictac del reloj de la repisa de la chimenea resultaba extrañamente sonoro, y sentí el irresistible impulso de escapar de lo que me parecía una oscura cárcel.

Había enviado a nuestro chuprassi con una nota a casa de Meg, y ella me había respondido de inmediato que estaría encantada de recibirme. En ese momento apareció en el salón avanzando a paso lento, y su sonrisa hizo que sus pómulos huesudos resultasen todavía más prominentes. Era la sonrisa que recordaba haber visto en casa de los Waterton, y me alegré. Tal vez me había equivocado con mi primer juicio sobre ella. Ese día parecía distinta, más despierta y receptiva.

—¡Linny! Cuánto me alegro de que hayas decidido venir —dijo, con los ojos brillantes.

—¿Seguro que no estás ocupada? —pregunté—. Ya sé que debería haberte mandado la tarjeta ayer, pero...

Meg agitó la mano.

—¿Ocupada? ¿Con qué iba a estar ocupada? Ven, siéntate a mi lado.

—Meg, tengo muchas cosas que preguntarte. Sobre tus viajes con el señor Liston. Debes de haber visto tantas cosas...

Pero una vez más agitó la mano como si lo que había dicho careciera de importancia.

—Una no se puede pasar la vida corriendo de aquí para allá. Seguro que ya has descubierto los esfuerzos que cuesta seguir adelante en este sitio.

—Pero ¿no ibas a escribir un libro sobre los lugares sagrados indios? ¿O a hacer dibujos sobre las costumbres locales? Parecías tan entusiasmada...

Meg se quedó pensativa, pero solo por un momento.

—Ya casi lo había olvidado. ¿Cómo es que todavía te acuerdas de esas ideas ridículas? —Se encogió de hombros—. Entonces era joven e impresionable.

—Solo han pasado seis años.

—Seis años en la India, para una mujer, son como doce en Inglaterra. Seguro que tú también has cambiado, Linny. ¿Eres la misma persona que cuando llegaste?

Negué con la cabeza.

—Pues ahí lo tienes —dijo, casi en tono triunfante, como si se alegrara de ello.

Acercó una mesita de bambú al sofá y luego puso el narguile encima. Colocó la cajita de madera de mango al lado, cogió una lamparita de aceite que había en una esquina de la mesa y la encendió.

—Ya estamos listas —dijo. Llamó a un muchacho situado junto a la puerta dando una palmada—. Dile al cocinero que prepare té y tráelo dentro de poco —ordenó. El muchacho hizo una reverencia y se escabulló—. Esto da una sed terrible —dijo.

»Mírame, y luego probarás tú —continuó—. Algunas personas se sienten al principio como si estuvieran en un mar lleno de olas, pero pronto se pasa. No le des importancia —sonrió— y relájate.

Se sacó una larga horquilla de su pelo rubio oscuro cuidadosamente recogido, y a continuación cogió una de las diminutas bolas de opio negro con la punta. Acercó la horquilla a la lámpara por un instante, y cuando el opio se hubo reblandecido lo metió en la pequeña abertura. Se llevó la boquilla a los labios y al aspirar profundamente se oyó un sonoro silbido y luego se hizo el silencio mientras contenía la respiración. De repente expulsó una larga columna de humo por los orificios nasales. El humo se arremolinaba lentamente alrededor de mi cabeza, y aspiré su olor enigmático, dulce y con un ligero matiz a podrido.

Meg apoyó la cabeza contra el cojín del reluciente sofá, con la boquilla todavía en la mano. Se quedó mirando algo situado mucho más allá de mi vista.

Esperé todo lo que pude.

—Meg... —susurré.

Sus ojos parpadearon una vez y luego giraron en sus cuencas. Alrededor de los puntos negros del centro solo se veía un borde de color verde.

—¿Puedo probar ya, Meg?

En silencio, y con evidente esfuerzo, me preparó el narguile. Coloqué la boquilla entre mis labios y aspiré el aire caliente a través de la bola de opio. El humo entró con suavidad en mis pulmones. Me sentí mareada de inmediato, pero no era una sensación desagradable.

Al cabo de un período de tiempo indeterminado, me oí decir, como si hablara desde lejos:

—Sí, ya lo veo.

El tiempo se vació y desembocó en un oscuro crepúsculo, vaciándose, y luego se dobló hacia dentro en un delicado dibujo, vaciándose y doblándose, una y otra vez, de forma interminable. Yo era uno de los trozos de cristal de colores atrapados entre las dos placas planas y los espejos del instrumento que solía llevarme al ojo de niña en Liverpool, en la tienda de objetos usados.

No era más que una parte diminuta de un dibujo más grande que se movía y cambiaba continuamente. Creí sentir el latido de mi vida en las venas, y acepté aquella falsa señal.

Adquirí el hábito de pasar una hora o dos con Meg y el narguile un día sí y otro no. Después de dar las primeras bocanadas, nos quedábamos en silencio, y yo gozaba del letargo plácido e irreal que se propagaba por todo mi ser. Aprendí a marcar las pautas de mis visiones, y me dejaba llevar volando y flotando hasta el hermoso valle de Cachemira. Así era al principio. Podía determinar la forma de mis sueños.

En ocasiones iba montada a horcajadas en un caballo delante de Daoud, con la tranquilizadora calidez de su ancho torso contra mi espalda; otras veces notaba sus brazos a mi alrededor, y su cuerpo duro contra el mío. Pero aquellas sensaciones no despertaban en mí una pasión física. Era simplemente un ensueño eterno que se volvía cada vez más armonioso e intenso. Parecía que Daoud me dijera cosas, expresiones fluidas y poéticas, aunque nunca hablaba. Me sentía totalmente feliz con aquel contacto, mientras mi mente flotaba en un mar cálido. Al final el sueño se desvanecía y volvía al sofá del salón de Meg, transportada por una corriente favorable de euforia.

Estaba agradecida a Meg. Durante aquellos primeros días de coqueteo con el opio creía que me había salvado la vida.

Al volver a casa en el oscuro palanquín con las cortinas corridas, sentía que mi sangre había sido sustituida por un fluido ligero más liviano que el aire, y sabía que si abría las cortinas echaría a volar de forma ingrávida por el aire manso y bochornoso de Calcuta.

Y lo mejor de todo era que el rostro de Daoud no desaparecía durante varias horas tras las visitas a casa de Meg: en mi mente parecía real y dotado de vida, como un retrato en el compartimiento secreto de un broche.

Al cabo de dos o tres semanas me di cuenta de que era injusto y descortés por mi parte visitar a Meg solo para fumar con su narguile, aunque a ella no parecía importarle. Sabía que ella fumaba todas las tardes, tanto si yo la acompañaba como si no.

—Meg —le pregunté un día, antes de que cogiésemos el narguile—, ¿podría comprar opio para mí?

—Desde luego. Hay muchas compañías inglesas que lo cultivan en los campos del norte de la India. En Patna se produce la mejor variedad. El señor Liston hizo un viaje de negocios allí y me dijo que hay una fábrica enorme, con salas donde se seca el jugo del opio y luego se le da forma de bola: cada una de ellas es del tamaño de una habitación pequeña. ¿Te lo imaginas? También hay un almacén con estanterías que llegan hasta el techo que tiene cinco veces la altura de un hombre, donde se pueden guardar toneladas de opio. La mayoría se procesa para convertirlo en una pasta que se vende en enormes cantidades a China. Es la forma que tiene la Compañía de nivelar el déficit. —Sirvió el té que siempre tenía esperando—. ¿Tu marido no te ha hablado nunca del problema con los chinos?

Negué con la cabeza. Somers y yo no hablábamos de nada. De hecho, no hablábamos en absoluto, a menos que estuviéramos en la misma habitación con David.

—Para satisfacer el entusiasmo que despierta en nuestra madre patria la seda y el té chinos, Inglaterra tiene que pagar con lingotes de plata. Ahora queremos recuperar nuestra plata, y aunque los chinos se niegan a aceptar nuestros tejidos a cambio, sí que están interesados en el opio. Arthur dice que cada año van a parar a Cantón varias toneladas. Todo de forma legal. Al fin y al cabo, los efectos del opio no son más fuertes que los que produce una copa de vino o, en el caso de los hombres, el puro que se fuman después de cenar.

—¿Se vende aquí, en Calcuta, o lo trajiste de Lucknow?

Meg se me encogió de hombros mientras me examinaba.

—Es tan fácil de comprar como el té, Linny. Le diré a mi box-wallah que te lleve un poco y podrás acordar con él la cantidad que quieres y cuándo prefieres que te lo entregue. Pero lo cierto es que es bastante caro. No puede pagarse con vales, hay que hacerlo con rupias. ¿Puedes utilizar tu propio dinero?

Sonreí de forma tensa.

—Tengo rupias.

—Perfecto, entonces. Espera al hombre el viernes por la mañana. Se llama Ponoo. Es el día que me visita a mí; le diré que después vaya a tu casa.

Ponoo era un hombrecillo bizco y cuellicorto al que le faltaban todos los dedos de la mano izquierda. Además de opio, llevaba pasta de anchoas enlatada, cintas francesas para el pelo y utensilios de cocina. Alguna que otra vez había recurrido a uno de esos vendedores ambulantes cuando no quería salir de casa porque hacía un calor abrasador o soplaba un monzón de efectos debilitantes.

Ponoo llegó el viernes justo después de las diez, y me tendió una pequeña lata y fijó un precio. Rápidamente coloqué en su mano sin dedos las rupias que había cogido de la caja fuerte que había en la habitación de Somers. Él no sabía que yo conocía la existencia de aquella caja fuerte, pero, naturalmente, yo estaba al corriente de ello, así como del lugar donde guardaba la llave. ¿De verdad creía que nunca me aventuraba en su habitación cuando él se encontraba fuera? La caja fuerte se hallaba detrás de un falso panel del escritorio; la había descubierto por puro aburrimiento una larga tarde lluviosa del primer año de nuestro matrimonio. Él nunca me daba dinero; yo dependía para todo de los vales firmados, como hacían las demás mujeres. Todos los vales eran remitidos directamente a él, de forma que supiera exactamente lo que había comprado.

Dentro de la caja fuerte guardaba documentos, papeles relacionados con los negocios y una caja de caudales cerrada con llave. No tardé mucho en descubrir la llave que abría la caja entre las páginas de un libro que tenía en su habitación. Llevaba robándole desde los primeros meses de nuestro matrimonio, y escondía el dinero donde nadie lo pudiera encontrar: en una caja de lata, para protegerlo de los insectos y la humedad. Cada vez que le quitaba algo sentía el mismo poder que experimentaba en mi juventud cuando me metía pequeños objetos debajo del sombrero o dentro de las botas aprovechando que el cliente se giraba resoplando para lavarse o abrocharse los botones. Evidentemente, Somers no llevaba un recuento de las cantidades que metía y sacaba. Después de la primera vez, me di cuenta de que no contaba el dinero; de lo contrario, no habría podido robarle nada más: nos habría culpado a los criados o a mí, y yo habría sido incapaz de permitir que ninguno de ellos fuera castigado por lo que yo había hecho. Somers me habría dado una paliza y se habría asegurado de que no volvía a ver la caja de caudales.

Cuando el box-wallah se marchó, le di a Malti más rupias y la mandé al bazar a comprar un narguile, haciendo caso omiso de su mirada de perplejidad. Volvió con un ejemplar pequeño pero magnífico, con el soporte y el vaso de plata reluciente repujada con intrincados dragones y una boquilla de jade verde exquisitamente labrado.

Me prometí que solo daría una bocanada de vez en cuando, cuando me sintiera especialmente baja de moral. Durante una semana me mantuve firme en mi resolución, pero luego empecé a fumar más y más. Ponoo se convirtió en una visita habitual los viernes.

Procuraba utilizar el narguile solo cuando David estaba dormido o había salido con Malti, y nunca cuando Somers se encontraba en casa. Pese a que Meg me había asegurado que las mágicas bolas negras gozaban de popularidad y aceptación, me sentía incómoda con el disfrute que obtenía gracias al humo blanco.

Al final acabé empleando una pipa. Era más fácil fumar con ella que con el narguile.

24 de junio de 1837

Queridos Shaker y Celina:

La línea de ferrocarril que hace el recorrido de Manchester a Liverpool parece algo estupendo, al igual que vuestra nueva casa en el campo de Cheshire. Debe de ser agradable estar lejos del ruido y del ajetreo de Liverpool, y poder disfrutar de aire fresco y tranquilidad.

Lamento no haber escrito mucho últimamente. El tiempo parece detenerse aquí. La pluma se desliza entre mis dedos con el calor. Los tatty mojados y el termoantídoto no sirven de nada contra el bochorno de este sol abrasador. El calor provoca un letargo que resulta imposible describir. Hace que incluso cueste pensar; un triste hecho pues, según parece, la única arma efectiva para combatir el calor es la mente.

El calor se propaga y lo cubre todo a su paso como el agua sobre las piedras.

Me siento como si fuera una de las hojas de nuestros árboles de nim, llena de polvo, descolorida, colgando de una fina brizna unida a un tronco que antes era firme. Y si me rindiera y me dejara caer al paseo que hay debajo, sería apartada de inmediato por la escoba de algún barrendero.

David está creciendo. Es un niño encantador.

Con cariño,

LINNY

P.D.: Me gustaría comentarte una cosa sobre el uso de la canela.