11
Después de tomar una taza de caldo en la habitación que había al otro lado del pasillo, donde, como había dicho Shaker, se estaba más caliente con el vivo fuego que ardía en la estancia, le conté mi plan de irme a Estados Unidos. Le expliqué que Ram Munt me había hecho prostituirme y que había estado ahorrando cada penique que había podido con el objetivo de dejar aquella vida empleando el único medio del que disponía. Le conté lo harta que estaba de todo. Y que había pensado criar a mi niña en Estados Unidos y llevar una vida respetable.
No sé por qué le confesé todo aquello, salvo porque consideraba que era mi obligación explicarle quién era, tal vez para darle las gracias de la única forma que podía, aparte de ofreciendo mi cuerpo: siendo sincera con él. Y, a medida que hablaba y observaba su cara, me di cuenta de que su opinión me importaba. Nunca antes me había sentido así.
Su madre estuvo delante todo el tiempo sentada en su mecedora de mimbre, de cara a la ventana alargada, haciendo ganchillo. No me había saludado cuando entré en la habitación acompañada de él, con su mano apoyada ligeramente sobre mi espalda. Shaker retiró una silla para que me sentara a la mesita de pino situada frente al fuego. Actuaba como si ella no estuviera allí, y con el tiempo yo también llegué a pasar por alto su presencia.
Examiné las ventanas, empañadas por el calor y enmarcadas con unas cortinas almidonadas. Sobre la amplia repisa de la chimenea lucía un reloj redondo con un marco de estilo hindú, rodeado de una colección de perros de porcelana. Una alfombra gruesa con flecos cubría el suelo, que desprendía calor bajo mis pies. Junto a un biombo de color pardo había un aparador que contenía un surtido de objetos de cristal, conchas, bandejas lacadas y llamativas cajas de galletas. La habitación rezumaba decencia y prosperidad.
Había un cuadro colgado encima del aparador: una reproducción de un templo de extraño aspecto pintada con tonos azules, verdes y blancos. Incluso a mis ojos, era evidente que estaba mal realizado, pero aun así los colores resultaban agradables.
—¿Qué es eso del cuadro? —pregunté, cuando concluí mi historia.
Shaker desplazó la vista de mí al cuadro y volvió a mirarme, como si se hubiera quedado perplejo ante mi pregunta. O tal vez sorprendido. Pronunció un extraño nombre, algo que sonaba como «Tajdeagra», y cambió de tema.
—Entonces, ¿tendrá que volver a ahorrar? —preguntó. Movía su taza de caldo, que seguía intacta y se le había enfriado ya, hacia delante y atrás sobre el tablero bien pulido de la mesa, tan solo una fracción de centímetro cada vez. No podía parar quieto. Sospecho que no se lo bebió porque sus manos temblorosas habrían derramado el líquido por un lado de la taza.
Suspiré.
—Ahora mismo no puedo pensar en eso. Aunque, por supuesto, tendré que hacerlo. ¿Qué otra alternativa me queda? Lo he perdido todo, menos el colgante de mi madre. ¿Qué más opciones tengo? —dije, y deslicé la punta del dedo por el borde de la taza.
Entonces habló la madre de Shaker, e hizo que los dos diéramos un brinco.
—¿Qué opciones? —Dejó la labor de ganchillo sobre su regazo y me miró—. ¿Conoces el milagro del Señor? —Hablaba demasiado alto: ¿se debía a una sordera parcial o a la ira que sentía?
—Solía ir a la iglesia con mi madre cuando estaba viva, y seguí haciéndolo durante un tiempo después de que ella murió. —Procuré emplear un tono de voz respetuoso por Shaker, pero detestaba a aquella mujer, con sus ojos recelosos y su expresión piadosa.
—¿Y, qué pensaría tu madre, que en paz descanse, de tus hábitos pecaminosos?
—Pero bueno, madre —dijo Shaker, lanzándome una mirada, y volvió a ruborizarse.
Sin embargo, su madre hizo oídos sordos a su advertencia.
—¿Crees que los aprobaría? ¿Crees que el Señor, en su gloria, aprobaría tus hábitos pecaminosos?
Bebí el último trago de caldo y dejé con cuidado la taza sobre la mesa.
—Solo soy una chica trabajadora que se las arregla como puede para vivir, señora Smallpiece —dije, dejando que en mi voz se deslizara una nota imperiosa.
Las cejas grises y pobladas de la mujer se arquearon en su frente.
—Y por lo visto, te sientes orgullosa. Vives en un submundo de prostitución y crimen, desobedeciendo nuestros conceptos de respetabilidad y pureza. No vas a engañarme haciéndote pasar por una dama. Sé perfectamente lo que eres. He conocido a otras como tú. ¿Crees que no he...?
—No, madre —la interrumpió Shaker—. Basta. No le hará bien a nadie. Sabes lo que pasa cuando te disgustas...
—El orgullo no tiene nada que ver... como debe de saber, a juzgar por lo bien informada que está sobre mi vida —intervine, mirando a la anciana. Ya no me importaba lo que pensara Shaker. No estaba dispuesta a dejarme intimidar por aquella bruja—. Empecé a trabajar en un taller de encuadernación con mi madre cuando tenía seis años. A ella le daban suficientes peniques a la semana por mi trabajo para poder comprar un poco más de beicon, algún pan que parecía hecho con yeso, y un paquete de hojas de té que tenía algunas usadas y otras frescas. Estoy segura de que conoce esa triste historia, ¿verdad, señora Smallpiece? —Eché un vistazo a la acogedora habitación—. Aunque, en realidad, no tiene ni idea. Usted está en su cómoda casa y sabe que cada día de su vida estará bien cuidada y no le faltará nada. Si yo hubiera seguido trabajando en el taller, ahora ganaría lo suficiente para poder alquilar un rincón de una habitación en una pensión. Pagaría la mitad de mi sueldo al canalla del casero que estafaba a todo el mundo que vivía bajo su techo, y me mantendría a base de la misma ración de beicon, pan blanquecino y té aguado. Puede que algún día me casara y me mudara a otro rincón o a otra habitación. Tendría niños y, a pesar de ello, iría a trabajar a la fábrica, y mi vida seguiría así hasta que un parto o el trabajo interminable acabasen matándome.
Mientras hablaba oía cómo mi voz iba variando bruscamente, como arena bajo las olas. Oía cómo mi voz adoptaba los rudos tonos del norte propios de Back Phoebe Anne Street. Oía la inflexión del suave acento escocés de mi madre, y también los tonos guturales que había intentado perfeccionar en el comedor iluminado con candelabros del hotel que había cerca de Lord Street. Cuando me sentía afligida, me resultaba imposible ceñirme a una sola voz.
—Así que escogí el único camino que creía que me podría apartar de ese futuro. Debería haber sabido que no era más que un sueño. Debería haber escuchado a la persona que me dijo que solo era una chica que llevaba el olor del Mersey metido en la nariz, y que no podría aspirar a nada mejor —concluí, con una desagradable voz aguda. Me levanté, tratando de no conceder importancia a los calambres que sentía y a la hemorragia que acababa de sufrir—. Lo siento, Shaker —dije, haciendo como si la anciana no existiera—. No debería haberle hablado a tu madre tan groseramente. Ya es hora de que me vaya a donde ella cree que está mi sitio.
Pero la señora Smallpiece también se había levantado, y se acercó a mí, con un hombro más elevado que el otro y la cara inclinada hacia el lado del más bajo. En sus ojos apagados y hundidos vi un pálido fuego.
—Yo podría ofrecerte la salvación. Quizá el mal todavía no se haya apoderado totalmente de alguien tan joven como tú.
—¿La salvación? —pregunté—. ¿La salvación? —Una leve carcajada burlona escapó de mis labios. Miré a Shaker, pero estaba observando su taza.
—Si recibes a Jesús en tu corazón y le ofreces tu alma, puede que tengas una oportunidad de renunciar a tus malos hábitos. —La señora Smallpiece intentó levantar el hombro y desplazó la barbilla hacia delante—. Yo también albergué pensamientos lujuriosos una vez y cometí actos lascivos de la carne, pero el Señor consideró apropiado iluminarme y me vi apartada de las garras del mal. Sí, fui apartada de esas garras, aunque ya se habían clavado muy dentro de mí. —Al llegar a ese punto movió la cabeza en dirección a Shaker—. Y el castigo por mis pecados fue él, que nació siendo poco menos que un tullido. Un hijo con el cuerpo inútil, incapaz de ofrecerme una nuera que cuide de mí, incapaz de darme nietos. —Volvió sus ojos extrañamente encendidos hacia Shaker—. Inútil —repitió, y su voz se elevó hasta el radiante techo con un eco sonoro y hueco.
Me negué a mirar a Shaker y mantuve los ojos fijos en la anciana.
La saliva le burbujeaba en el labio inferior y parpadeaba rápidamente, como si el fuego que había visto en sus ojos amenazara con quemarla.
—Acepté mi castigo, me quedé con él cuando otras lo habrían dejado morir. Y gracias a eso fui salvada. El Señor, en su infinita bondad, lo ve y lo sabe todo. Aleluya, dijo el Señor, aleluya, oh, Señor, sálvanos.
Sus palabras sonaban cada vez más alto y más rápido, tropezando súbitamente las unas con las otras hasta que de su boca brotó únicamente una confusión de gruñidos y sílabas; el galimatías me provocó un escalofrío que me recorrió la columna. Al instante puso los ojos en blanco en dirección al cielo y se le doblaron las rodillas. Se cayó al suelo y su cuerpo empezó a sacudirse entre temblores, golpeando rítmicamente los tablones del suelo con los talones.
Cuando el olor acre a orina invadió la habitación, me mordí tan fuerte el labio inferior que me hice un corte en la piel.
Shaker se arrodilló junto a su madre, le colocó la mano debajo de la cabeza y la giró hacia un lado mientras ella sacaba la lengua, y a continuación le metió a la fuerza a la anciana entre las encías un trozo liso de madera que había cogido de su bolsillo. Al final los temblores disminuyeron y cesaron. Shaker bajó la cabeza, le sacó el trozo de madera y cogió un pañuelo de su bolsillo para limpiarle la cara. Levantándola con un experto movimiento como si no pesara nada, la colocó en una cama estrecha que había junto a una pared, y le metió un gran trozo de franela debajo de la falda mojada.
Abrió la ventana para despejar la habitación del olor a orina y sudor.
—Lo siento —dijo, sin mirarme a los ojos—. Hacía tiempo que no tenía ningún ataque. Solo le pasa cuando se pone muy nerviosa. Empezó a sufrirlos después de la apoplejía, hace unos años. Yo le recomiendo que no se excite —añadió. Había algo en su cara, una callada desesperación, que me despertó lástima por él—. Cuando se despierte se habrá tranquilizado. Es como si estos cataclismos esporádicos le permitieran mantenerse en su estado normal durante mucho tiempo después —continuó, como si quisiera confirmarse a sí mismo que en realidad aquello era normal, que su vida con aquella mujer necesitada y dominante estaba bien, que en cierto sentido le daba las gracias por no haberlo abandonado, aunque saltaba a la vista que era él el que cuidaba de ella.
Miré a su madre, con el hilillo de baba reluciente que le caía por la puntiaguda barbilla, cogí la silla que tenía detrás y me desplomé en ella.
Shaker se sentó frente a mí; el cuerpo inmóvil de su madre permanecía estirado a unos metros de nosotros.
—Como ya le dije, puede quedarse a descansar aquí todo el tiempo que desee. Luego la ayudaré a volver a casa. —Me estaba mirando—. ¿Cuántos años...? ¿Le importa que se lo pregunte? ¿Cuántos años tiene?
—Diecisiete.
Advertí la expresión fugaz de sorpresa que cruzó su rostro antes de que él pudiera reprimirla.
—¿Diecisiete?
—Siempre he parecido más pequeña... —empecé, y luego comprendí que había interpretado de forma equivocada su reacción de sorpresa—. ¿Cuántos años creía que tengo? —A pesar del poco tiempo que hacía que lo conocía, sabía que a Shaker le resultaba difícil esconder sus pensamientos.
—Me imaginaba que tenía una edad más próxima a la mía: veintitrés.
Me dirigí hacia el espejo con marco dorado que se hallaba colgado en la pared junto a la ventana, y me miré a la luz radiante del día. Durante años solo me había visto con el destello compasivo y parpadeante de una vela, o bajo la rosada luz de gas de efecto atenuante, siempre cubierta con una gruesa capa de polvos y carmín. Y en ese momento pude comprobar que realmente me había convertido en una criatura de la noche.
Mi piel, que desde hacía mucho tiempo no recibía la luz del sol, poseía la palidez y la textura de una seta arrancada hacía dos días. La cicatriz con forma de luna que tenía a un lado de la boca, recuerdo del fuerte golpe que me había propinado una mano con un anillo, tenía un tono escarlata. Mi pelo, que yo siempre había creído dorado, se había vuelto seco y había perdido de algún modo la intensidad de su color, y ahora era pajizo. Mis párpados lucían un tono morado oscuro, al igual que las bolsas de aspecto cárdeno que tenía debajo de los ojos, acentuado por los restos de polvos. Y en cuanto a mis ojos... Las motas doradas que antes centelleaban en el iris marrón, iluminándolo, se habían desvanecido. El color dorado había desaparecido de mi pelo y mis ojos.
Detrás de mí vi la cara de Shaker, que estaba observándome. Poseía el mismo aspecto demacrado y abatido que yo.
Me aparté del espejo.
—¿Qué me ha pasado? —susurré. No se lo preguntaba a Shaker, sino a mí misma. No reconocía a la mujer de ojos hundidos que aparecía en el espejo. Se parecía a la ruina humana a la que tiempo atrás llamaba «madre». ¿Dónde estaba Linny, la pequeña Linny Gow, la niña con los ojos claros y el pelo del color de una pera madura de verano?
—Ha sufrido una conmoción —dijo Shaker tranquilamente—. Espero que cuando se sienta mejor...
—No —dije, sentándome de nuevo—. No. No es eso.
Permanecimos sentados en silencio, escuchando el leve tictac del reloj. El cielo estaba oscureciéndose, y la brisa que entraba por la ventana abierta me levantaba mechones de pelo alrededor de la cara.
—No sé lo que digo —concluí sin entusiasmo.
La señora Smallpiece soltó un murmullo grave y a continuación giró la cabeza de un lado al otro. Shaker la ayudó a ponerse de pie y la hizo sentarse en su silla. La barbilla de la anciana se desplomó sobre su pecho, pero Shaker cogió su Biblia de un estante y se la puso en las manos, cerradas flojamente.
—¿Cree usted en las señales, señorita Gow? —preguntó.
Era alto. Tenía que alzar la barbilla para mirarlo.
—¿Señales? —Pensé en la niña. Ella había sido mi señal. Pero ¿cómo se interpreta una señal cuando no significa lo que uno pensaba? ¿Era aquello de por sí otra señal?
Aunque en la habitación todavía reinaba el silencio, los sonidos procedentes del exterior empezaban a oírse cada vez más fuerte: el ladrido insistente de un perro, los mugidos lejanos de las vacas, el repiqueteo cercano de las campanas de la iglesia. La brisa se transformó en viento e hizo que la cortina se tensase como un arco, y me recordó la vela de una embarcación.
—Sí que creo en las señales —dije.
Shaker cerró la ventana con un golpe seco. Entonces, apoyándose contra el alféizar, con la luz a la espalda, me miró.
—Yo también, señorita Gow —dijo.
—Linny. Por favor, llámeme Linny.
Una vez más, el rubor ascendió lentamente desde su cuello.
—Creo que tú eres mi señal, Linny Gow.
Resultaba extraño y, sin embargo, de algún modo, no me lo pareció. Simplemente me quedé allí, en la casa de Whitefield Lane, sin haberlo discutido ni planeado. Shaker desapareció después de nuestra conversación durante quizá una hora, o puede que dos. Yo había perdido la noción del tiempo. Me sentía indiferente, sentada tras la mesa pulida, como si mi mente estuviera en alguna parte por encima de mi cuerpo, flotando en un estado vago y confuso. Tras su arrebato de fervor religioso y el ataque convulsivo, la señora Smallpiece parecía agotada, casi tan aturdida como yo, como si le faltara algo que la hubiera dejado vacía. Finalmente se dirigió al biombo del rincón y se situó detrás de él, para luego aparecer con un vestido nuevo. Acto seguido, volvió a su silla y se dedicó a hojear una y otra vez las páginas de su Biblia, pero sin leerlas. Las dos nos quedamos allí sentadas: esperando, aunque no sabía qué.
Se oyeron unos pasos en la escalera, concretamente de dos tipos: unos pesados y los otros más ligeros, casi como un correteo. Una mujer fornida entró armando un gran estrépito con un cubo de la basura. Se detuvo al verme, y una chica tuerta con un ojo blanquecino se topó con ella. La señora Smallpiece la reprendió por llegar tarde. La mujer dejó el cubo vacío.
—¿Cómo iba a saber yo que tenía compañía? —preguntó—. ¿Eso quiere decir que tendré que poner una ración más para cenar? Puede que la carne de ternera no alcance. ¿Le digo a Merrie que prepare la mesa para tres?
Al no obtener respuesta, se dio la vuelta y salió de la habitación con paso airado, meneando sus amplias posaderas. La chica echó a correr detrás de ella. Al instante oí unos golpetazos en la escalera, como si la mujer estuviera limpiando el polvo o puliendo algo haciendo más ruido del necesario.
Shaker regresó con un colchón enrollado y unas sábanas almidonadas, una almohada de aspecto nuevo y unas mantas, y preparó una cama junto a la pared situada enfrente de la cama de su madre. La señora Smallpiece se quedó mirando, pero no dijo nada.
Luego trajo la cajita de hojalata y cogió la pala del carbón colocada contra la chimenea. Me levanté, sujetando con fuerza el chal con el que me cubría, y bajamos juntos la escalera.
—Buenos días, Nan —dijo al pasar junto a la mujer fornida, que se hallaba de rodillas, deshollinando la chimenea del salón—. Buenos días a ti también, Merrie. —La mujer se quedó mirándome sin responder. La chica sostenía una figurilla en una mano y un trapo para quitar el polvo en la otra. Al igual que la mujer, dejó lo que estaba haciendo y nos observó con su ojo azul oscuro, mientras el blanquecino permanecía mirando hacia dentro.
Caminé junto a Shaker por una serie de calles. Había salido el sol y hacía un calor del que no disfrutábamos desde hacía varios días. Nos detuvimos en un callejón lleno de barro que conducía a una pequeña iglesia rodeada de tejos oscuros.
—Ahí hay un cementerio, pero tendríamos que pedir permiso. Son las normas de la Iglesia, por supuesto.
Asentí con la cabeza.
—Y, según esas normas, ¿qué le corresponde a una niña bastarda que no ha sido bautizada? —Yo misma respondí a mi pregunta—. Una tumba poco profunda en tierra no consagrada, entre mendigos que nadie ha reclamado. No, no quiero pensar que Frances va a estar en un sitio así.
—Hay otro sitio —dijo—. No sabía lo que querrías.
Se giró y me pegué a él como su sombra mientras recorríamos el pueblecito de Everton. Había oído hablar de aquel sitio. Más allá de las casas y las tiendas se hallaba el campo. Nunca había estado en el campo.
Después de caminar durante diez minutos aparecimos en un silencioso camino. Shaker se detuvo, apartó una valla y pasé por en medio. Nos encontrábamos en un bosquecillo. La tierra estaba empapada y cubierta de hojas caídas, y las ramitas se partían bajo nuestros pies a medida que nos movíamos. No se oía más sonido que el goteo de las ramas oscuras. La tierra desprendía un olor extraño después de la lluvia. Aspiré aquel aroma; los olores a los que estaba habituada eran los de los muelles oleosos, la comida podrida, los excrementos animales y humanos de las calles, y los penetrantes olores de los hombres: ya fuera el aroma acre a suciedad de una clase social o la fragancia a colonia y pomada de la otra. Frente a nosotros, un magnífico acebo mostraba sus incipientes bayas coloradas bajo el aire invernal, y la hierba alta y blanda comenzaba a perder su intenso color verde.
—Había pensado en este lugar —dijo Shaker.
—Sí —dije—. Es un buen sitio. Es el sitio perfecto para ella.
Shaker me ayudó a enterrar a Frances debajo del acebo empleando la pala del carbón, y luego nos apartamos ligeramente. Encontré una piedrecita con vetas de color de rosa y la acomodé en la tierra removida que había en lo alto del montoncito, y a continuación pronuncié una oración. Me arrodillé un rato; otro espacio de tiempo que parecía carecer de longitud o extensión. Era consciente de que Shaker se hallaba en alguna parte detrás de mí. Finalmente me colocó una mano bajo el codo para ayudarme a levantarme, diciendo:
—Me gusta venir aquí a pensar. No parece que a nadie le importe. Aquí no te molestará nadie.
Regresamos juntos en silencio, despacio, pues todavía me encontraba débil. Cuando entré en el comedor Nan y Merrie se marchaban, y sobre la mesa había un gran cuenco con un sabroso estofado. Los tres cenamos en aquel comedor estrecho pero cómodo. El papel de la pared, ligeramente descolorido y rematado horizontalmente por la moldura blanca del zócalo, lucía unos artificiosos macizos de rosas de té. Permanecimos sentados a la mesa con olor a cera de abejas y comimos en unos delicados platos. Aunque el dibujo resultaba irreconocible tras décadas de fregados, y tenían alguna mella en los bordes, la porcelana conservaba su inconfundible elegancia. Comimos sin hablar, cada uno sumido en sus pensamientos, como si lleváramos toda la vida haciéndolo.