5

Me quedé sentada en la alfombra frente al fuego, que formaba remolinos de vivos tonos rubí. Sabía que los marineros a menudo portaban enfermedades. Traté de pensar si había oído hablar de la bienvenida francesa o de la otra palabra que sonaba como el siseo de una serpiente. De repente me quedé amodorrada, y los párpados me empezaron a pesar tanto que tuve que hacer esfuerzos para mantener los ojos abiertos. Al final me rendí y me quedé tumbada de lado, con la espalda contra el fuego y la cabeza cómodamente apoyada en mi brazo doblado. El dolor de la mejilla había desaparecido; ya no me hacía daño, solo notaba una agradable sensación de sopor, como si estuviera flotando. El hombre parecía estar dormido y respiraba de forma profunda y ruidosa. Su lengua también estaba descansando; tenía un grueso hilillo de saliva seca en el labio inferior. En la habitación de fuera, Clancy se había puesto a cantar de nuevo y Pompeyo a tocar el tambor, pero el sonido se fundió en un murmullo continuo que era incapaz de reconocer pero que me resultaba inexplicablemente agradable.

Dejé que mis ojos se cerrasen, mientras la canción, el ritmo de la respiración del hombre y el calor reconfortante de las llamas me adormecían. Y a continuación tuve unos sueños extraños y, por algún motivo, siniestros y agitados. Pronto la oscuridad se desvaneció; cuando salió el sol, brillaba con una rara luz que me hacía daño en los ojos. En el sueño tenía los ojos cerrados y aun así podía ver perfectamente. Estaba en el muelle de Salthouse, caminando en dirección al agua. Las gaviotas volaban por encima de mí emitiendo gritos quejumbrosos mientras batían las alas bajo la luz del sol. Viraban y bajaban en picado, viraban y bajaban en picado, y al final volaban tan bajo que sentía el calor de sus alas contra los párpados y las mejillas. Una se lanzó directamente a mi cabeza: su pico puntiagudo me dio en la oreja. Yo tenía miedo: quería escapar del chasquido mecánico de su pico. Eché a correr, pero la gaviota me persiguió hasta el final del embarcadero; sus gritos sonaban ahora más fuerte, mientras trataba de picotearme con aquel horrible apéndice córneo. Cuando llegó el momento en que no pude correr más, miré el agua turbia. El pico se acercaba. No tenía alternativa. Salté y al caer al agua vi justo debajo de la superficie la cara de mi madre, blanca, inmóvil e incapaz de ver, con el cabello flotando alrededor de la cabeza como algas marinas.

Abrí los ojos jadeando.

El hombre estaba arrodillado encima de mí sosteniendo en la mano unas grandes tijeras que lanzaban destellos plateados y tenían los mangos dorados. En sus hojas había mechones de mi pelo. Los ojos del hombre centelleaban, y emitía un ruido desagradable al respirar. De su garganta brotaban gorjeos de emoción, y movía la lengua todavía más frenéticamente que antes.

—¡Ah! —exclamó con aire de satisfacción, estudiando mi cara mientras yo parpadeaba, tratando de aclarar la vista y comprender lo que veía.

Hice un esfuerzo por incorporarme, pero él me empujó.

—Quieta, muchacha, quieta. Todavía no he acabado —dijo, moviendo su lengua escurridiza—. Pensaba que estabas muerta, pero será más agradable hacerlo con alguien caliente y dócil. —Se echó a reír regocijado, como si se hubiera llevado una sorpresa.

Conseguí ponerme en pie golpeándolo con el brazo y empujándolo, pues era poco menos que la sombra de un hombre. La habitación estaba radiantemente iluminada por las luces de gas de las paredes, y las lámparas que había en las mesas habían sido encendidas al máximo. Me llevé la mano a la cabeza y tanteé lentamente mis suaves y cortos mechones, lo único que quedaba de mi cabellera cortada.

—Pero ¿qué ha hecho? —grité, y mi voz sonó apagada, como si estuviera hablando contra una almohada—. ¿Por qué me ha cortado el pelo? —Tardé mucho en pronunciar ambas frases.

Miré los largos mechones que relucían sobre la alfombra de vivos colores. Arrodillado todavía, el hombre cogió uno, se lo pasó por la cara y rozó con él la superficie pegajosa de su lengua. Se echó a reír de nuevo y señaló con el dedo detrás de mí, y entonces reconocí el chillido estridente de la gaviota.

Me giré siguiendo la dirección de su dedo, incapaz de moverme con gran rapidez, pese a que mi instinto me dictaba que echase a correr para escapar. Vi un alto baúl de pie, abierto verticalmente. Un lado estaba lleno de estantes, y en el otro había unos grandes tarros.

—Ve a mirar, cielo. Ve a mirar —dijo el hombre.

Como movida por unos hilos invisibles, me dirigí hacia los tarros, sin entender por qué debía seguir las órdenes de aquel loco. La imagen del rostro de mi madre flotando bajo el agua parecía más real que lo que estaba ocurriendo en aquella habitación.

Miré las hileras de tarros, pero no logré comprender lo que veía. Solo distinguí unas sombras que flotaban. Cada tarro tenía una etiqueta escrita con una temblorosa letra de patas de araña. «Emma, Newcastle», ponía en una. «Loulou, Calais.» «Mollie, Manchester.» Seguí leyendo las etiquetas. «Yvette, Toulouse.» «Bette, Glasgow.»

—¿Has estado alguna vez en Francia, mi pequeña Linny? —preguntó el hombre por segunda vez aquella noche.

Me volví mientras él lograba ponerse de pie. Se acercó a mí, cojeando pesadamente, con un hombro torcido hacia delante. Los ojos me empezaron a girar en las cuencas; el hombre tenía las manos a la espalda.

—Es un sitio hermoso y terrible. Yo pasé mucho tiempo allí. Mucho tiempo, con todas las chicas bonitas del país. Me refiero a las putas, querida. Todas aquellas preciosas putas, con sus coños maduros, como el tuyo —dijo—. No deberían permitiros contagiar vuestras asquerosas enfermedades. Seguro que has oído hablar del pastor de Fracastoro... ¿Conoces el poema, preciosa? «Syphilis sive morbus gallicus

Desde donde se encontraba ahora me podía tocar.

—«Una vez un pastor (no desconfíes de la fama antigua) —citó— poseyó estas colinas, y Sífilo era su nombre.»

Yo estaba hipnotizada por sus ojos. No había en ellos color, solo unos globos negros y redondos, duros como el carbón.

—Y por eso, claro está, hay que pararos los pies. A ti y a las que son como tú, porque nada puede poner fin a la agonía que me habéis causado. Ni las sales de mercurio, ni el bromuro, ni el doral. Todo alivio es temporal. Así que, como puedes ver, estoy haciendo una colección con todas a las que he impedido contagiar esta asquerosidad. Tengo ya muchos colores. Y hacía mucho que buscaba una pieza que añadir a mi colección. Debía tener el color perfecto —dijo—. Y ya la he encontrado. Linny, de Liverpool.

Miré otra vez los tarros y me fijé en el que tenía más cerca. Y, cuando comprendí lo que estaba viendo, solté un gemido entrecortado y traté de apartarme. Pero era como si me hubiera reunido con mi madre, solo que mi pelo ya no podía flotar como el suyo. Moví los brazos de forma aletargada trazando arcos, intentando nadar a través del aire denso, lejos de los tarros, con su horrible contenido de pelo cortado.

Moreno reluciente, castaño cálido, rojo fuerte, naranja brillante, rubio oscuro. Todos flotando.

El hombre me puso una mano en el hombro y me giré con la presión, y entonces algo centelleó encima de mí y pensé que era la gaviota, pero vi las tijeras en el aire, plateadas y doradas, que se movían hacia mí. Instintivamente levanté el brazo, aunque no lo suficientemente rápido para detener las cuchillas, sino tan solo para desviarlas. En lugar de clavarse en el blanco deseado, mi cuello, se deslizaron hacia abajo y me hicieron un tajo en la piel suave del pecho izquierdo trazando una línea larga y torcida y cortando mi vestido verde como si fuera mantequilla. Vi cómo la sangre salía a borbotones del corte, pero no sentía el más mínimo dolor o impresión.

Ahora estaba hundida en el agua. No se oía ningún sonido, a excepción de la sangre que me palpitaba en los oídos. Entonces mi brazo empezó a subir y bajar con unos movimientos lentos y gráciles similares a una danza, y el anciano se cayó, con las tijeras clavadas en uno de sus horribles ojos y la boca convertida en un círculo tembloroso y húmedo.

Lo miré, tumbado a mis pies, y las piernas me flaquearon. Sabía que me estaba hundiendo en el Mersey, donde mi madre me esperaba.

Las voces sonaron más fuerte. Reconocí el tono de histeria del muchacho que llevaba el vestido de flores. Clancy.

—No lo sé. ¿Cómo íbamos a saber que no la mataría primero, como hace siempre? Oh, Pompeyo, me siento terriblemente mareado. Por favor, déjame apoyarme en ti.

—Dios santo, menudo desastre. ¿Por qué diablos no le puso suficiente cloroformo para matarla antes de empezar? Está muerta, ¿verdad? —preguntó otra voz. Un hombre mayor que el muchacho, cuya voz denotaba seguridad.

—Creo que sí, joven amo. —La voz de Pompeyo. Me acordé de la bebida que me había dado. Me la había ofrecido él, y no el anciano.

—Bueno, nunca sabremos lo que ocurrió, ¿verdad? —dijo la voz del joven amo, bajo cuya superficie se percibía una nota de ira—. Sabía que no debíamos dejarlo seguir con su sórdido juego. Sabía que no debíamos traerle otra chica. Y ahora mirad esto. Debería haber hecho caso a mi intuición.

Seguía sin sentir nada, aunque empecé a tomar conciencia de algo nuevo: una oleada sorda y palpitante, un leve crescendo de dolor en la parte superior de mi cuerpo. Noté el olor fresco a sangre. Sentí que mi cabeza se elevaba y se movía. Me estaban tirando de las muñecas; una corriente de aire fresco me acarició cuando se me bajaron las mangas.

—Mira la marca —chilló Clancy—. Es como un pez.

Entonces me soltaron y caí otra vez sin fuerzas al suelo.

—¿Quién la trajo? ¿Un chulo? ¿Va a venir alguien a buscarla esta noche? —Era la misma voz refinada, con un toque de superioridad. Una voz a la que nadie llevaría la contraria. Qué extraño resultaba poder oír y entender lo que pasaba, pero sentirme incapaz de levantar un párpado.

—Creo que le pagaron por toda la noche —dijo Pompeyo.

—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó Clancy—. ¿Qué vamos a hacer con todo esto? La sangre. Hay mucha sangre. —Las lágrimas apagaron su voz.

—Cállate, Clancy. Tírala al río, Pompeyo —dijo el hombre—. Ahora.

Se hizo el silencio, roto únicamente por los sollozos apagados de Clancy.

—Lávalo lo mejor que puedas —ordenó la voz que hablaba con tono de superioridad—. Nos iremos a Londres en cuanto nos sea humanamente posible, y mientras todavía esté oscuro. Si mañana alguien viene a buscar a la chica, no quedará rastro de ella ni de ninguno de nosotros. De todos modos, a nadie le importará que haya una puta menos, excepto a su chulo.

»Cuando lleguemos a Londres diremos que mi padre ha muerto mientras estaba de visita en Liverpool, y le daremos allí un entierro en condiciones. Nadie tiene por qué enterarse de nada de esto. Solo los que estamos en esta habitación sabemos lo que ha pasado. Y ninguno de nosotros va a hablar. ¿Verdad que no, Clancy?

—Oh, Dios mío, por supuesto que no. Pero... pero no voy a poder quitarme de la cabeza lo que he visto esta noche, ya lo creo que no. —La voz de Clancy se elevó hasta convertirse en un chillido entrecortado—. No puedo mirar, no, ya no puedo mirar más.

—Serénate, Clancy. —La voz del joven amo estaba empañada por la irritación.

—Esas horribles tijeras, su cara... Oh, Dios mío, yo... voy a vomitar.

Noté unos pasos que corrían pesadamente por el suelo. Hubo un silencio, más largo que el primero.

Y entonces la voz llena de seguridad volvió a hablar.

—Confío en que te encargarás de hacer lo que sea necesario, Pompeyo —dijo serenamente—. No quiero que quede nada, y mucho menos esos malditos pelos y el condenado baúl. Ni nadie que pueda contar lo que ha pasado esta noche. Nadie. Lo has entendido, ¿verdad, Pompeyo?

—Sí, joven amo.

Ya no escuché más voces, pero el suelo vibró de nuevo con unos pasos pesados y a continuación se oyó el ruido de la puerta.

Entonces moví el brazo izquierdo, y el gesto me provocó un inesperado y terrible dolor, como si las tijeras acabaran de penetrar en la piel, el tendón y el músculo. «Que alguien me ayude», intenté susurrar. Pero mis labios no se movían, y además no había nadie que pudiera oírme: mi madre muerta, un hombre llamado Ram a quien solo le importaban las monedas que podía conseguir... El olor acre a pelo quemado inundaba el aire.

—¿Pompeyo? —Por fin recuperé la voz y susurré en medio del denso hedor que me envolvía, pero no obtuve respuesta, y de repente apareció el turbio Mersey, dulcemente, y me dejé llevar por él.

—¿Qué ha sido eso?

Algo me había hecho recobrar el conocimiento. ¿Había sido aquel grito, que parecía atenuado por la distancia o por un obstáculo? ¿O una sacudida repentina?

No podía ver nada, aunque tampoco sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. Seguía aturdida, y me di cuenta de que me estaba meciendo, suavemente, como en una cuna.

La voz sonó de nuevo, esta vez más cerca.

—Gib, ¿oyes eso? ¡Gib!

Se oyó un gruñido, como si alguien hubiera sido despertado bruscamente. A continuación sonó un gemido.

—No he oído nada. Dame algo de beber, Willy.

Tenía frío. Estaba empapada. Sabía que me encontraba de lado. Se oyó un sonido familiar. Hice un esfuerzo por reconocerlo. Unos remos, el ligero chapoteo de la madera al golpear el agua.

—¿Hemos estado fuera toda la noche? ¿Ya casi es de día, Willy?

—No. Las campanas han dado las tres.

Las voces se acercaban, y el sonido de los remos se oía más fuerte. Era consciente de que cada vez estaba más calada. El agua se me metía poco a poco en el oído.

—He escuchado el ruido de un carruaje, Gib, y luego algo ha caído al agua, allá. Era algo pesado.

Se oyó el eco de un eructo.

—Mi mujer me va a matar. Llévame a la orilla, Willy. Más vale que me vaya a casa. Si consigo entrar sin despertarla, a lo mejor no...

Noté un golpe en la parte superior de la cabeza.

—Santo Dios, tenías razón, viejo loco. ¿Qué es eso? ¿Qué es eso, Willy?

El agua me cubrió el otro lado de la cara. La notaba en la boca, metiéndose entre mis labios. Podía sentir su sabor asqueroso y frío. Intenté tragarla o escupirla, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas. Ni la boca ni la garganta me respondían.

—Se está hundiendo, Gib. Rápido, ayúdame a subirlo. Es una especie de caja. Ayúdame a sacarla. Apoya el codo en ella.

—Pesa mucho. Toma, ata esta cuerda al asa. La arrastraremos hasta la orilla.

El agua se arremolinó por un momento sobre mi cara y de repente noté que me levantaban. Tenía la boca llena de agua. Cuando se produjo la siguiente sacudida, noté algo pesado contra mi espalda, una presión; algo me estaba empujando.

Estaba dentro de una caja: ¿era un ataúd? «¿Estoy muerta?» El agua amenazaba con ahogarme; un consuelo, pues eso significaba que debía de seguir viva. Pero ¿dónde me encontraba y qué hacía en el río con algo pesado que me empujaba en la espalda? Oí el sonido de la quilla de una barca que rascaba contra las piedras duras de la orilla. Entonces la caja fue sacada del río. Notaba las vibraciones debajo de mí, pero seguía sin poder moverme ni emitir ningún sonido.

—Es un baúl. Uno de esos grandes que se llevan de viaje. Abrámoslo, Willy. Puede que haya algo valioso dentro.

—Eso intento.

—¿Tiene cerradura?

—No, pero los cierres están muy duros. Es una buena señal. Puede que no haya entrado demasiada agua. Ya está, he abierto el último y... ¡Dios misericordioso!

Noté una corriente de aire helado y se hizo el silencio. Entonces supe que tenía los ojos cerrados; no podía ver nada.

—Son dos chicas —dijo la voz más suave, la que correspondía al tal Willy.

—Ya lo veo. Fíjate en cómo están tumbadas. Como cucharas. ¿Y qué hay en esos tarros? Están vacíos. Ni siquiera tienen tapas.

—No lo sé. Dios mío, Gib. ¿Qué vamos a hacer?

—Están muertas, eso seguro, ¿no crees, Willy?

—Deben de estarlo. Tumbadas así, tan quietas. —Oí el susurro de unas ropas al moverse, y la voz más suave sonó casi delante de mi cara—. Aunque no han muerto ahogadas. Solo tenían media cabeza debajo del agua. —Olí el hedor a cerveza de su aliento.

—Tienes razón. La de delante parece de la edad de tu hija pequeña, Willy. —Noté un tirón en el hombro—. Apuñalada. Justo en el corazón, por lo que puedo ver.

—¿Y la otra también?

Se oyó otro murmullo y hubo más movimiento; esta vez el peso que tenía detrás cambió de posición.

—No. Esta tiene un corte en la garganta. A lo mejor llevan algo de valor encima.

—Lo dudo. Nadie se molestaría en matarlas y tirarlas al río sin antes coger los objetos de valor.

—Eh, Willy, podríamos vendérselas a los matasanos del hospital.

La segunda voz habló más fuerte.

—No pienso robar ningún cadáver.

—Baja la voz, Willy. No nos las vamos a llevar del cementerio. Han venido flotando hasta nosotros, es justo.

—No, me niego. No voy a mancharme las manos de sangre vendiéndoles a estas chicas para que hagan con ellas su trabajo sucio. Abrir a los muertos para aprender cosas es un asunto feo. Y además no tenemos con qué envolverlas ni nada para llevarlas. No, no pienso hacerlo, Gib —repitió.

Oí un leve sonido rasposo que debía de corresponder a una mano al rascar una barba incipiente.

—Puede que tengas razón. Si nos pillaran con dos chicas muertas... —Un suspiro. A continuación oí cómo la barca rozaba contra las piedras impulsada por el río y llegaba a la orilla—. Pero podríamos sacar algo con sus vestidos, Willy. —La voz se elevó con un tono esperanzado.

—Tienen mucha sangre. Y parece que el verde tiene un corte delante.

—Pero la sangre es reciente. Se quitaría fácilmente. Y mi mujer es muy mañosa con el hilo y la aguja. Podríamos venderlos en el mercado. El de flores parece caro. Podríamos conseguir un chelín o dos. Y con el baúl... seguro que también sacábamos algo. Adelante, Willy, empieza con el verde. Yo sacaré este. Y tira los tarros.

Noté unas bruscas sacudidas detrás de mí y el sonido del cristal al romperse.

—Soy cristiano, Gib, y padre. No me siento bien desnudando a estas chicas y tirándolas otra vez al río. No me parece nada correcto.

—No pienses ahora en tus hijas, Willy. Apuesto a que este vestido solo... —Se oyó un tenue silbido—. Al fin y al cabo, este no es una chica. Mira.

Silencio.

—Santo Dios, tienes razón. ¿Qué hará disfrazado así?

Me levantaron otra vez.

—¿Quién sabe? ¿Y qué importa? Pero esta de aquí sí que es chica. Lo puedo distinguir, aunque tenga el pelo todo cortado.

—Es tan pequeña...

—Deja de pensar en ello, Willy. Están muertos y no necesitan la ropa, sean chicos o chicas, pequeños o mayores. Un vestido es un vestido.

«No estoy muerta. ¿Es que no lo veis? No estoy muerta.»

Los movimientos que tenían lugar detrás de mí continuaron.

—Deja de mirarlo como si hubieras visto un fantasma —dijo la voz más brusca, y noté una corriente de aire frío cuando apartaron el cuerpo que tenía detrás. Ahora sabía que se trataba de Clancy—. Mírale el cuello. Un corte de oreja a oreja, como una gran sonrisa.

Se oyó un gran chapoteo y a continuación un golpe sordo cuando el cuerpo de Clancy fue arrojado de nuevo al río.

—Toma, sacude bien el vestido y luego llévalo a la orilla para quitarle la sangre.

Me agarraron del brazo, y dos tarros que debían de haber quedado atrapados entre los pliegues de mi falda sonaron ruidosamente.

—¿Por qué te quedas ahí parado, Willy? Haz lo que te he dicho. Si no tienes bastantes agallas, ya me ocuparé yo luego. Pero entonces me lo quedaré yo. —Me levantaron, pero al segundo me volvieron a soltar—. No parece que esté como el otro —dijo el hombre llamado Gib—. No está tan fría. Willy, no estoy seguro de que esté muerta.

Recibí una patada en la cintura propinada con la punta de una bota y, ante aquel brusco y repentino movimiento, emití un grito ahogado al tiempo que el agua hedionda del Mersey salía goteando por mi boca.

—Maldita sea, está viva —dijo Gib—. Pero, por la pinta que tiene, no durará mucho. No echará en falta el vestido. —Empezó a sacármelo por el hombro.

—Gib, no —dijo Willy.

—¿Qué?

—Ya me has oído, Gib. Déjala.

Noté cómo unas manos me agarraban por debajo de los brazos y me sacaban del baúl. Los tarros que todavía tenía en el vestido se estrellaron contra las piedras limosas. Algo cálido y suave me presionó contra el pecho.

—Puede que el agua fría reduzca la hemorragia —dijo la voz más suave—. A lo mejor el agua que ha estado a punto de matarla la acaba salvando. ¿Quién te ha hecho esto?

De repente me entró una arcada y, al hacer un esfuerzo por vomitar, expulsé más saliva acuosa. Aquello pareció despejarme la garganta.

—Pompeyo —murmuré. «Debe de haber sido Pompeyo, obedeciendo la orden de tirarme al Mersey. Pensaba que ya estaba muerta, así que no vio la necesidad de cortarme el pescuezo como le había hecho a Clancy.»

—Está llamando a su padre —dijo Willy—. Quiere ver a su papá.

Y entonces me arrastraron bruscamente por encima de las piedras y el dolor del pecho regresó, al igual que aquella bendita oscuridad.