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15 de febrero de 1831
Querido Shaker:
Me cuesta mucho escribir esta carta, pues nunca esperé que llegase el día en que tuviera que enviártela. Sé que cuando la leas acabarás de recibir las primeras cartas que te mandé, en las que te hablo sobre mi nueva vida aquí. Escribí esas cartas con el corazón exultante, con la ligereza de quien deja atrás su antigua vida y comienza una nueva. Esta la escribo con un ánimo distinto y llena de pesadumbre. La única forma de decírtelo es esta: voy a casarme dentro de dos semanas. Naturalmente, cuando leas esto ya llevaré meses casada.
Se trata de un acontecimiento inesperado y, como debes saber, imprevisible. Las palabras que te dije el verano pasado antes de marcharme eran ciertas. Por favor, borra de tu imaginación las citas románticas, la pasión e incluso la amistad. Este matrimonio no entraña ninguna emoción por parte del hombre con el que voy a casarme ni tampoco por la mía. Es un matrimonio de conveniencia. No puedo decir nada más, aunque sé que estarás pensando: «¿Un matrimonio de conveniencia? ¿No se lo propuse yo antes y le sugerí que funcionaría?». Pero, Shaker, hay muchas más cosas de por medio. Hay cosas que no podré explicar nunca, una cadena de acontecimientos de mi pasado estrechamente relacionados que han precipitado esta unión; una cadena cuyos eslabones se hallan oxidados y fijos para siempre. Y, por culpa de esa época oscura, voy a convertirme en la señora de Somers Ingram. Es un caballero de Londres que trabaja para la Compañía de las Indias Orientales.
No puedo escribir más. Como se ve claramente por el aspecto de esta carta, mi pulso no es nada firme. Te ruego que me perdones y que dictes una carta de respuesta. Espero con enorme impaciencia cada remesa de cartas que llega de Inglaterra. Si te resulta imposible ponerte en contacto conmigo, lo entenderé. Pero, Shaker, te suplico una vez más que no me apartes de tu vida, pues en muchos sentidos ahora te necesito más que nunca.
Con todo mi cariño,
Linny
Escribir a Shaker fue lo más difícil de tener que casarme con Somers, como entonces lo llamaba; incluso más difícil que intentar explicarle mi decisión a Faith. Después de haber dado mi consentimiento y de que discutiéramos cuándo tendría lugar el acontecimiento —lo antes posible: Somers no quería demorarse ni llevar a cabo falsos rituales de noviazgo—, volví a casa de los Waterton. Me encontré a Faith, pálida y apática, en la terraza. Detrás de ella había un criado que agitaba un abanico de plumas de pavo real. Cuando atravesé las puertas se puso derecha y se quedó boquiabierta.
—No te has ido... ¿Has cambiado de opinión? —preguntó, poniéndose en pie de un salto.
Asentí con la cabeza.
—Sabía que serías incapaz de abandonarme, Linny. Lo sabía. —Me dio un abrazo.
—Tengo que contarte mis planes, Faith —dije—. Siéntate, por favor.
Se sentó en el sofá de rota.
—¿Planes?
Me senté a su lado y tomé sus manos entre las mías.
—Voy a casarme, Faith.
Sus dedos se contrajeron y noté que me clavaba las uñas en el dorso de las manos.
—¿Vas a casarte? Pero... pero ¿con quién? No hay nadie...
—Lo sé. Ha ocurrido de golpe. Es Somers Ingram.
Faith frunció el ceño.
—¿Somers Ingram? ¿El señor Ingram?
—Sí.
—Pero si nunca ha venido de visita. Apenas te he visto hablando o bailando con él un par de veces. Yo... no sé qué pensar, Linny, ni qué decir.
Se hizo el silencio, únicamente interrumpido por el susurro del abanico.
—La boda será dentro de dos semanas, el día veintiocho de febrero. Somers, el señor Ingram, dice que hay que celebrarla antes de que se acerque la estación cálida.
Al oír aquello, Faith apartó las manos de las mías de un tirón y se levantó.
—Vaya, eres muy espabilada. Veo que eres capaz de arreglártelas muy bien tú sola. Y yo te compadecía. —Se estaba enfureciendo—. Según parece, has estado haciendo magia negra a mis espaldas... a espaldas de todos nosotros. Todo el mundo sabe que el señor Ingram ha sido inaccesible hasta ahora... y ciertamente es un hombre guapo y encantador. Y con su puesto de superior en la Compañía... En fin, Linny, te convertirás en una dama importante. Incluso estarás por encima de la señora Waterton.
Tragué saliva. No había pensado en mi posición dentro de la alta sociedad de Calcuta como esposa de Somers.
—Por lo visto varias chicas han intentado casarse con él, pero él no se ha interesado por ninguna —continuó Faith—. Naturalmente, circula el rumor habitual de que tiene una amante negra y también... el otro.
—¿El otro? —¿Acaso el secreto que Somers Ingram creía tener tan bien escondido era de dominio público? Pero la frase que Faith pronunció a continuación me confirmó que no se trataba de eso.
—El rumor de que le gustan las mujeres pícaras, de que está buscando algo más. A lo mejor tú escondes más de lo que aparentas, Linny. ¿Qué le ha atraído tanto de ti al señor Ingram que no tengamos las demás? ¿Y por qué has creído que tenías que escondérmelo todo? ¿Por qué has sido tan egoísta?
—No ha sido así, Faith.
—¿No? Ni siquiera me has confesado que te interesaba el señor Ingram. Y yo, mientras, poniéndome en ridículo hace tan solo unas semanas, creyendo que si el señor Snow era demasiado tímido para dar el paso, siempre me quedaba el señor Ingram, que sin duda parecía atraído por mí. Has debido de estar riéndote de mí. —Se recogió la falda y pasó majestuosamente por delante, para luego detenerse en las puertas de la terraza—. Pues no esperes que asista a tu boda, Linny Smallpiece, porque ya no te considero mi amiga. Debería haber hecho caso a mi instinto y a toda la gente de Liverpool que me dijo que a lo mejor no eras una compañera adecuada. ¿Sabías eso, Linny? ¿Sabías que más de una persona me advirtió que no intimara demasiado contigo? Y hoy, cuando me dijiste que te marchabas de la India y me dejabas, pensé que habían demostrado tener razón. ¡Y ahora esto! ¡Casarte antes de que yo reciba una proposición! Tú, la chica a la que rescaté de aquella aburrida biblioteca y de su todavía más aburrida existencia en Everton, y a la que traje aquí en un acto de bondad con el dinero de mi padre. Me dejaste perfectamente claro que no estabas interesada en el matrimonio, y ahora te atreves a ser la primera del barco en prometerte... ¡y con una fecha de boda tan absurdamente precipitada! Es como si todo lo que me hubieras dicho fuera mentira. Es demasiado para mí, Linny. Demasiado.
Se marchó de la terraza con paso majestuoso, dejándome con el muchacho y su abanico de plumas de pavo real, cuyo lánguido ritmo no se vio alterado en ningún momento.
Pobre señora Waterton. Todavía no se había recuperado de la sorpresa de mi partida cuando me dirigí a su habitación, donde se hallaba recostada en un sofá con un paño húmedo en la frente, y le conté lo que le había dicho a Faith.
Como era de esperar, se quedó estupefacta. Se puso a repetir: «¿El señor Ingram? ¡El señor Ingram, vaya! ¡Vaya, el señor Ingram!», dejando claro que le parecía imposible que un caballero como él se hubiera fijado en alguien como yo.
—Pero ¿por qué tan rápido? ¿Por qué hay que celebrar la boda inmediatamente? —preguntó cuando le dije la fecha—. Una boda requiere muchos preparativos. Para disfrutar al máximo hay que dedicarle meses. Es imposible celebrarla a finales de febrero.
—Lo siento, señora Waterton, pero el señor Ingram ha insistido en que así sea.
—Linny, ¿no puedes convencerlo para alargar el noviazgo y casaros en otoño, a comienzos de la estación fría?
Negué con la cabeza.
—Lo siento, señora Waterton.
La mujer guardó silencio por un momento, y advertí cómo un velo de desconfianza caía sobre su rostro. Acto seguido respiró hondo, se levantó y abrió los brazos.
—Bueno, no importa lo que yo piense. Enhorabuena, querida. Estoy segura de que seréis muy felices. —Me abrazó con rigidez.
Le di las gracias. Sabía lo difícil que aquello resultaba para ella, aunque estaba haciendo un esfuerzo por mostrarse contenta.
Se apartó de mí con una expresión serena en el rostro. Siempre fiel a su condición, yo sabía que no me haría ningún comentario sobre lo extraño de la situación, aunque también era consciente de que al cabo de unas horas toda la alta sociedad de Calcuta hablaría del tema.
—Ni siquiera tenemos tiempo para preparar unas invitaciones como es debido. —Suspiró—. Bueno, lo primero que tenemos que hacer es encargar el vestido. —Abrió la puerta del salón y gritó—: ¿Koi-hai? ¿Hay alguien ahí? —Y mandó a un criado que fuera corriendo a buscar al durzi.
Ante la descomunal tarea de confeccionar un vestido de novia, el durzi, que se puso a balancear adelante y atrás de la inquietud, llamó a un pequeño contingente de compañeros suyos, y entre todos consiguieron tener el traje listo tras una semana de trabajo constante. La señora Waterton lo supervisó, después de haberme aconsejado qué era lo más apropiado. Parecía que estuviera comunicándome que yo no era una persona de fiar y que, como era su invitada —y además una invitada de lo más molesta—, tendría que cumplir sus órdenes. Por supuesto, yo me sentía más aliviada de lo que ella podía figurarse al dejar que se ocupara de la preparación del vestido y la boda. En lugar de castigarme, como ella debía de imaginar que estaba haciendo, estaba permitiéndome seguir adelante con mi farsa, pues yo no tenía conocimiento de lo que implicaba una boda. Nunca había asistido a una. Lo más cerca que había estado de unos novios había sido al pasar por delante de una iglesia de Liverpool cuando ellos bajaban por las escaleras.
El vestido estaba elaborado con la más delicada seda de color marfil y tenía unas mangas ahuecadas. Puesto que todo traje a la última moda debía ser escotado, la señora Waterton estuvo a punto de desmayarse la primera vez que me lo probé y vio la cicatriz de mi pecho. Siempre había ocultado aquella zona desfigurada de mi cuerpo con cuellos y encajes, bufandas y pañoletas, y ni siquiera Faith la había visto. Las únicas personas en la India que sabían de su existencia eran mi ayah y el durzi.
—Oh, querida, no sabía... No sé exactamente cómo vamos a...
La señora Waterton se ruborizó. Mientras yo permanecía de pie en medio de su espaciosa habitación, con tres durzi arrodillados a mi alrededor, ella se arrellanó en un sillón y empezó a abanicarse rápidamente. Advertí en su expresión un atisbo de lástima y confié en que aquello atenuara la ira que albergaba hacia mí.
Consultó largamente con el durzi e idearon un lazo para el escote. Mostrándose claramente compasiva, se dedicó a ponderar la forma y el color crema de mis hombros, y me dijo que la pequeña señal visible de mi «problema» se podía disimular con polvos.
Luego admiró el ceñido cinturón y el triángulo invertido de la falda que realzaba la curva de mi cintura, mientras que el armazón de mimbre que llevaba sujeto con tiras alrededor de las caderas sostenía el vestido en lo que, según dijo, constituía un espléndido ejemplo de la moda de Londres.
¿Qué podría decirse de aquella ceremonia carente de amor? Habíamos conseguido prescindir de las amonestaciones, y no hizo falta presentar ningún documento legal de nacimiento. Pareció bastar con la palabra del señor y la señora Waterton sobre mi personalidad, y la señora Waterton, como era habitual en ella, se ocupó de los detalles. La sencilla misa se celebró en la iglesia de St John. Cuando el pastor pronunció mi nombre durante la ceremonia, señorita Linnet Smallpiece, me di cuenta de que Somers movía los ojos en dirección a mí. Ni siquiera sabía mi nombre de pila. Aquel día pensé muchas veces en mi madre, y me sentí avergonzada por la falsedad de todo aquello.
La reunión que tuvo lugar a continuación, celebrada en el salón de baile del palacio del gobernador, fue del gusto más exquisito y a ella asistieron los conocidos más allegados de los Waterton, los amigos de Somers, y las chicas del barco. La señora Waterton estuvo rodeada en todo momento por el grupo de señoras que se habían precipitado, con bastante seriedad, a ayudarla a preparar aquel acontecimiento escandalosamente repentino. Más de una de aquellas damas, que posiblemente albergaba la esperanza de casar a su hija o a alguna de las invitadas con Somers Ingram, me trató con frialdad, y algunas emplearon unos modales que rayaban en lo grosero.
Sin embargo, pese al ambiente que empañaba aquel día, se trataba de una celebración muy agradable a juzgar por las apariencias. El salón resplandecía con los espejos y los candelabros de cristal, y había espléndidos sofás de damasco azul entre las hileras de columnas blancas y relucientes de chunam. Una laboriosa tarta blanca reposaba sobre un soporte, rodeada de todo un surtido de regalos: jarrones, utensilios de plata para servir la comida, relojes y toda clase de artículos de decoración para ayudar a equipar debidamente a una joven pareja. ¿No le pareció a nadie extraño que la novia y el novio apenas hablaran después de la misa? Mientras unos impecables criados pasaban con bandejas de sándwiches, un grupo de amigos se llevó a mi nuevo marido a la sala donde se fumaba. Yo estaba rodeada de las demás chicas, que no dejaban de decirme lo bonito que era mi vestido, de admirar la deslumbrante colección de regalos, y de manifestar su asombro ante la suerte que había tenido. Hablaban en voz alta y en un tono alegre y amigable que apenas lograba ocultar sus verdaderas emociones, las cuales, tal y como yo sabía, abarcaban desde la incredulidad que les causaba que yo, la rara señorita Smallpiece, me hubiera casado con el soltero más deseado de Calcuta, a la amarga envidia por no haber tenido todavía la oportunidad de comenzar a planear sus propias bodas.
A pesar de su promesa, Faith también asistió, pero yo intuía que lo hacía únicamente para evitar cualquier rumor que pudiera suscitar su ausencia. A lo largo de las dos semanas anteriores me había tratado con un cauteloso distanciamiento en casa de los Waterton, quedándose en su habitación mientras la señora Waterton me mimaba, y diciendo que estaba descansando o que le dolía la cabeza cuando llamaba a su puerta. Durante la larga tarde de la boda, su rostro se mantuvo tirante con una sonrisa que no desapareció en ningún momento.
Me sentía como si estuviera flotando por encima del lugar, sonriendo y aceptando cumplidos y asintiendo con la cabeza. Finalmente los amigotes de Somers lo trajeron junto a mí. Su comportamiento revelaba que durante las inmediatamente anteriores horas había ingerido abundantes cantidades de oporto y coñac. Me rodeó los hombros con el brazo haciendo una demostración impropia, incluso en nuestra boda, y me dio un beso bastante húmedo.
—Señor Ingram —gorjeé, pues los demás estaban observando—, por favor, creo que ya va siendo hora de que nos vayamos. —Entonces ahuequé la mano coquetamente para taparme la boca y hablarle al oído, como si le estuviera susurrando algo personal y cariñoso—. No te explayes, Somers. Tengo una reputación que mantener.
Al oír aquello se echó a reír y los invitados se unieron a él, sin saber a ciencia cierta lo que habían presenciado, pero suponiendo que se trataba de un instante conmovedor entre dos personas enamoradas.
Busqué a Faith mientras Somers y yo nos despedíamos, pero había desaparecido. Tenía la esperanza de que como mínimo se ablandara lo bastante para desearme lo mejor antes de empezar mi nueva vida de mujer casada, pero no estaba por ninguna parte.
Antes de marcharnos, la señora Waterton me dio un abrazo.
—Sé fuerte, Linny. Reza esta noche al Señor por tu salvación, y ten presente que yo también rezaré para que tu suplicio sea llevadero.
Me aparté y miré sus ojos rebosantes de lágrimas. ¿Lloraba de auténtica preocupación, o se trataba del cansancio... y el alivio que sentía al haber dejado de ser responsable de mí?
—Gracias, señora Waterton —dije—, por todo esto y por sus oraciones. Estoy segura de que las voy a necesitar. —Y acto seguido, habida cuenta que le debía tanto, dije lo que ella quería oír—: Usted ha sido para mí como una madre, y nunca olvidaré su bondad.
Entonces se echó a llorar a lágrima viva, mientras me abrazaba, me acariciaba el pelo, y me decía en voz baja para que nadie más pudiera oír:
—Entonces permíteme que te hable como lo haría tu madre. Mantén la... ya sabes, la... —me tocó discretamente el lazo del escote—... tapada con el camisón. Puede que a tu marido le resulte angustioso verla tan pronto. Deja pasar un tiempo, y ve preparándolo para que así no le impresione tanto.
—Eso haré. —Como si a Somers Ingram le fuera a impresionar algo de mí. En cualquier caso, no iba a verla nunca—. Es un sabio consejo.
Y a continuación Somers y yo entramos en el opulento palanquín ceremonial con cortinas de seda, con su vara curvada bañada en plata, y nos dirigimos a Alipur, a la residencia de soltero de Somers —los demás jóvenes se habían mudado a otros sitios—, donde nos instalaríamos temporalmente hasta que él encontrase una casa para los dos.
Me sentía agotada después del día que había vivido y de la experiencia de fingir ser una joven esposa emocionada y recatada. Somers estaba muy borracho, aunque mantenía la dignidad. Cuando el chuprassi nos hizo pasar a la casa, se presentaron el khansana y una mujer menuda que obviamente estaban esperándonos. La mujer se arrodilló a mis pies y me hizo una zalema. Llevaba un sencillo sari blanco entreverado de azul.
—Tu ayah, Linny —dijo Somers, pronunciando atropelladamente las palabras.
La mujer se levantó y se quedó delante de mí, con la cabeza gacha.
—Me voy a la cama —dijo él—. Ella te acompañará a tu habitación. Creo que ya han traído tus baúles. —Habló sin fijar la vista en mí. Sus ojos parpadeaban con pesadez.
Asentí con la cabeza. Aunque sabía que él no albergaba el menor interés por mí en el plano físico, me sentía extrañamente vacía. Y en aquel momento habría preferido un encuentro insignificante a aquella desconcertante soledad.
—Buenas noches, entonces —dijo, y se fue con paso vacilante por el pasillo. Su khansana lo seguía de cerca con los brazos extendidos, como si se dispusiera a cogerlo en caso de que se cayera.
La ayah y yo nos quedamos en silencio hasta que me acordé de que estaba esperando instrucciones mías.
—¿Serías tan amable de llevarme a mi habitación?
La mujer se giró y recorrió el vestíbulo sin hacer ruido, con los pies descalzos, en la dirección opuesta a la que había seguido Somers. Abrió la puerta de un dormitorio iluminado tenuemente por unas velas y, sin pronunciar palabra, me ayudó a quitarme las galas de la boda y a ponerme el camisón, y luego me soltó el pelo. Fue a buscar agua perfumada para lavarme la cara, las manos y los pies. Retiró la sábana y cuando me metí en la cama me tapó con ella y soltó la mosquitera. Si consideraba extraño que una novia pasara la noche de bodas sola, su rostro no lo reflejaba en lo más mínimo.
—¿Hablas algo de inglés? —pregunté.
Me miró a los ojos por primera vez a través de la fina red. Observé cómo vacilaba.
—Sí, un poco —dijo. Tenía una voz grave y melodiosa. Se oyó el grito lejano de un chacal procedente del oscuro exterior, y a continuación el aullido de un perro—. ¿La memsahib quiere que me quede?
Parpadeé al oír mi nuevo título.
—Sí —le dije, girando la cabeza al notar un escozor en los ojos. Una vez más, como llevaba haciendo durante los dos últimos meses, me pregunté si había tomado la decisión correcta—. Sí, por favor, quédate —repetí, con la cara todavía apartada y voz firme.
Pero cuando ella apagó las velas con un soplo, la enorme soledad que sentía no hizo más que aumentar. La ayah se tumbó prácticamente sin hacer ruido en una estera que había en un rincón del dormitorio.
—¿Cómo te llamas? —dije.
—Malti.
—¿Qué significa?
Hubo un momento de silencio, y luego ella dijo en voz baja:
—Es una flor pequeña. Muy pequeña y muy bonita.
—Ah.
Silencio. Y entonces dije:
—Yo me llamo Linnet, aunque me llaman Linny. Un pájaro. También es pequeño.
—Qué bien, memsahib.
Y, tras decir aquello, permanecimos tumbadas en la oscuridad: una florecilla india y un pajarillo inglés.