27
No pude dormir. Pensé en Olivia, una mujer débil en busca de amores, y en su soldado, un hombre tan ruin que prefería huir de la mujer con la que acababa de acostarse antes que arriesgarse a que lo pillaran. Pensé en Trupti, enviada de vuelta a Delhi de forma deshonrosa, cuyos días como ayah —o a cargo de cualquier trabajo para los ingleses— habían tocado a su fin. Pensé en la mirada de Malti mientras me contaba lo que le había ocurrido a su hermana, en el modo en que había arqueado las cejas con la esperanza de que yo pudiera intervenir. Pero sobre todo pensé en el pathan y en su orgullosa resistencia contra los soldados. Pensé en la posibilidad de que muriera allí, en aquella ciudad creada para nuestro placer, y en la imposibilidad de que su familia llegara a saber lo que había sido de él.
Mientras permanecía allí tumbada, con la mente invadida por los pensamientos, oí un golpe suave en la puerta.
—¿Sí? —susurré, por si Malti estaba dormida, pero había estado dando vueltas en su catre y dudaba que hubiera conciliado el sueño. La puerta se abrió y Faith apareció vestida con su camisón a la luz de la luna abrazándose el cuerpo.
—Linny, ¿te he despertado?
—No. No podía dormir. ¿Te encuentras mal?
—No, pero... pero necesito hablar contigo. —Se acercó al borde de la cama, y advertí el brillo de las lágrimas en su rostro.
—Estás fría. Ven, métete debajo de las mantas. —Puse a Neel en el suelo. El animal se dirigió al catre de Malti sin hacer ruido y se acurrucó allí.
—No puedo —dijo Faith, y entonces comprendí que solo había compartido cama con Charles.
—No pasa nada, hay mucho espacio. —Tenía un aspecto diminuto y frágil, con la maraña de cabello pelirrojo sobre su camisón blanco de batista.
Se sentó de espaldas a mí.
—Me quedaré aquí sentada. No quiero mirarte cuando te diga esto.
Permanecí a la espera.
—Es sobre lo que ha dicho la señora Partridge esta noche —declaró.
—Ha sido muy grosera, Faith. Lo siento mucho. Es una mujer desconsiderada.
—Tengo miedo, Linny.
—¿De qué? —Vi cómo le temblaban los hombros a través del fino camisón.
—Estoy embarazada, Linny —dijo.
Me acerqué a ella. Un gran alivio invadió mi ser. De modo que aquel era el motivo de su apatía, su falta de interés, su preocupante distracción.
—Pero eso es maravilloso. Charles te quiere y...
—Hemos decidido no tener hijos. Hemos acordado que sería injusto para ellos. Dicen que la siguiente generación nace siempre con la piel negra, Linny. Y yo todavía tengo esperanzas de reunirme con mi familia. Estaba convencida de que si llevara a Charles a casa, aunque solo fuera una vez, y lo conocieran como es debido (ya que mi padre se negó a tener el menor contacto con él en Calcuta), verían las mismas cosas que yo he visto en él y se ablandarían. Pero si tuviera un niño, un niño moreno, Linny... —Faith negó lentamente con la cabeza—. No. Charles incluso me llevó a ver a una mujer india, Nani Meera... Creo que es su tía o una pariente lejana. Le explicó la situación, y me dio... unas cosas. Para usarlas... antes y después... e impedir la gestación. Es comadrona.
Asentí con la cabeza, aunque ella no podía verme.
—Pero no funcionaron —susurró, innecesariamente.
—Aun así, seguro que Charles está encantado. Y quizá el niño... —No sabía qué decir.
—No hay ningún «quizá», Linny. Charles no lo sabe. Yo esperaba perderlo en el viaje hacia aquí y que él no tuviera que enterarse nunca. —Se llevó las manos a la cara—. He intentado no pensar en ello, he intentado fingir que no está pasando. Pero esta noche, cuando la señora Partridge ha hablado sobre el horror de tener un baba negro... —Rompió a llorar—. Ya nada tiene sentido, Linny. Mi vida en casa era absurda, y aquí no es mucho mejor.
La hice tumbarse a mi lado, y aunque se negó a colocarse de cara a mí, me dejó rodearla con los brazos. Sus huesos parecían los de un pájaro, y el pelo le olía a jazmín. No había dormido abrazada a alguien desde la muerte de mi madre, aunque, naturalmente, me había apretujado con las demás chicas en el colchón de Jack Street. Pero qué diferente resultaba compartir cama allí con Faith, comparada con las demás chicas, con sus olores a polvos baratos, sudor y semen, en una habitación maloliente con moho de la humedad, cenizas frías y ropa mugrienta.
—¿Absurda? ¿Cómo puedes decir eso? Tienes a Charles, y ahora...
—No lo digas, Linny. No soporto pensar en ello. Ya no soporto pensar en nada.
Guardé silencio. Aspiré la fragancia del cabello de Faith, reconfortada por su calor y su proximidad, y noté que me iba quedando dormida.
Me desperté antes que Faith y la señora Partridge. Había estado tramando planes y mentiras tumbada en la cama, a la luz de las primeras horas de la mañana. Primero llamé a Malti y le dije que cuando su hermana volviera a Calcuta vendría a nuestra casa y trabajaría allí; yo me ocuparía de ello dijera lo que dijese el sahib Ingram. Malti me besó las manos y luego los pies, para gran turbación mía.
—Ve a buscarla y dile que iremos a verla al pasar por Delhi —dije. No quería que Malti viera adónde iba. En cuanto se hubo marchado, me vestí y recorrí a toda prisa la silenciosa ciudad hasta la casucha sin ventanas de las afueras.
Al acercarme vi a un soldado apoyado con aire desgarbado contra el muro, pero nada más verme se puso firme junto a la puerta abierta de aspecto sorprendentemente pesado. A través de la abertura vi un suelo de tierra húmedo y un montón de paja. También vi un pie calzado con una bota negra.
—¿Señora? ¿Pue... puedo ayudarla? —dijo el soldado tartamudeando—. Esto es una celda provisional, no es sitio para una dama. —Había un plato de hojalata medio vacío en el suelo, junto a él. Me pregunté si estarían dando de comer al preso.
—Quiero estar aquí —declaré.
Luego le dije mi nombre, le comuniqué que me había estado remordiendo la conciencia toda la noche y que, aunque no era asunto mío, como cristiana me sentía en la obligación de decir la verdad. No me costó contar aquellas mentiras: mi vida entera era una mentira. Únicamente tenía problemas cuando me veía obligada a ser sincera. A continuación procedí a contarle al soldado que yo estaba en el mercado cuando la señora Hathaway había sido deshonrada y que había visto allí al pathan. Luego lo había visto montar en su caballo e irse en dirección opuesta a los jardines para picnics—. ¿Dónde lo encontraron? —pregunté.
El soldado no respondió, lo cual me infundió valor.
—Estaba en el otro extremo de Simia, ¿verdad? Porque, como le he dicho, cuando yo lo vi no estaba en Annandale, ni mucho menos. Se dirigía hacia las montañas del oeste.
Una sombra cruzó entonces el rostro del soldado.
—¿A qué viene esto, señora... Ingot, ha dicho? ¿A qué viene tanta preocupación por lo que le pase a este cabr...? Discúlpeme, señora, este asqueroso árabe.
—Ingram —dije, poniéndome todo lo derecha que podía—. Señora de Somers Ingram, de Calcuta. Mi marido trabaja para la Compañía. Aunque siento una gran pena por la pobre señora Hathaway, no me negará que en esta zona hay varios caballos negros. ¿Dijo ella concretamente que había sido un pathan?
El soldado parecía encontrarse todavía más incómodo.
—Señora Ingram —dijo—, yo solo estoy de permiso en Simia. Me han pedido que monte guardia aquí, aunque no en calidad de militar.
Era muy joven y tenía vello encima del labio superior. Lo más probable es que fuera tan solo un año o dos más pequeño que yo, pero me había vestido expresamente con un traje de seda azul marino, un sombrero azul oscuro cuyas cintas estaban rematadas con plumas blancas de garceta, y unos guantes de piel de cabritilla azul marino. Mantenía la barbilla alzada y le hablaba con los párpados bajados.
—¿Y quién es su superior? ¿Con quién puedo hablar sobre este tema?
—Tendría que hablar con el comandante Bonnycastle, señora. Pero no se encuentra aquí. Como ya le he explicado, no estamos aquí en calidad de militares, señora. Hasta ahora en Simia nunca había sido necesario.
Volví a mirar la puerta abierta. Se oyó el tintineo de una cadena, y la bota desapareció de la vista.
—¿De modo que el pathan se quedará aquí hasta que llegue un comandante?
El soldado parecía aún más incómodo, y parpadeaba rápidamente.
—Creo que no, señora.
—Entonces, ¿qué harán con él?
La nuez del joven se movió en su cuello flaco.
—Por favor, señora Ingram, no debe preocuparse por este asunto. Nosotros nos encargaremos de ese hombre, y ninguna mujer tendrá que volver a temer nada de él. Y ahora tengo que pedirle que se marche. Este no es sitio para una dama.
Y en ese momento, como para demostrar que él estaba en lo cierto, un agresivo cuervo negro pasó volando por encima del tejado de la casucha batiendo poderosamente las alas. Abrió el pico e inclinó la cabeza, mirando hacia el plato. Entonces soltó un graznido y se lanzó en picado para coger un hueso cubierto de carne, y a continuación se alejó volando por encima de la cabeza del caballo negro, al que le entró miedo y empezaron a temblarle los flancos.
Traté de convencerme de que había hecho todo lo que estaba en mi mano por el momento. No me agradaba pensar que los soldados fuesen a colgar al pathan, y el aire de incertidumbre con el que parpadeaba el joven no me había parecido alentador. Sin duda Olivia Hathaway no se retractaría de su versión ni admitiría que el caballo no era negro, sino pardo o gris, y que no había sido necesariamente un pathan. Dudaba que ella dijera algo más, y nadie le haría más preguntas.
Cuando llegué a casa Faith estaba sentada en el jardín. Tenía en la mano un pañuelo mojado, pero advertí en ella un brillo nuevo que me alegró, pese a encontrarla terriblemente pálida. La señora Partridge había mencionado su palidez unos días antes y le había preguntado si tomaba barro para blanquear el cutis.
Neel estaba tumbado en el césped a los pies de ella, junto a un montón de libros. Al verlos me animé todavía más.
—Tienes mejor aspecto, Faith —dije, con sinceridad—. No debes preocuparte por el bebé. Pase lo que pase, sabes que cuentas con Charles y con su amor.
—Sí —dijo ella, escrutando a Neel—. Ahora estoy convencida de que todo saldrá bien.
Le sonreí.
—Oh, Faith, me alegro de oírte decir eso. ¡He estado tan preocupada por ti!
Ella me miró a la cara.
—Quiero que te quedes con estos libros, Linny —dijo, tocándolos con la puntera de su zapatilla.
—¿A qué te refieres?
—Yo no voy a leerlos. A ti te encantan los libros. Quédatelos.
—No puedo, Faith. Claro que vas a leerlos. Ven a dar un paseo en poni conmigo. —Me puse de pie y le tendí la mano.
—No me apetece, Linny. Tengo cosas que hacer.
¿Qué cosas podían ser?
—Por favor, Faith. Nos llevaremos el almuerzo. Sé un sitio adonde podemos ir. Tengo un mapa.
—Hoy no.
—¿Mañana, entonces?
Se quedó en silencio, pero al final sonrió. Hacía mucho tiempo que no veía su sonrisa, pero aquella parecía forzada, más bien un rictus.
—¿Podemos ir lejos, Linny? ¿A las montañas?
—Tal vez.
—De acuerdo, entonces. Mañana.
—Te prometo, Faith, que lo pasaremos muy bien.
Esa noche decidí que cuando Faith y yo regresáramos de nuestro paseo volvería a la celda. Puede que entonces hubiera otro soldado de guardia, y en ese caso le suplicaría a él. Sentí una pequeña oleada de esperanza ante Faith y el ligero entusiasmo que había mostrado al proponerle ir de paseo a las montañas. Después de todo lo ocurrido, tal vez pudiera volver a ser feliz.
Nos levantamos justo después del amanecer. Dejé a Neel con Malti y salí a la cocina. Dilip me esperaba sujetando un cesto de mimbre con correas de cuero. Un aroma cálido a trigo inundaba la choza. Debía de haberse levantado en plena noche para preparar chapatti recién hechas.
—Te dije que no hacía falta que prepararas nada especial, Dilip. Con un poco de queso y fruta habría bastado.
Él bajó la barbilla como si se sintiera ofendido y me tendió el cesto. Miré dentro y vi las chapatti, además de arroz con azafrán, un tarro con mermelada de melón y jengibre, y un recipiente con queso de cabra con setas.
Le di las gracias una sola vez, consciente de que se sentiría molesto si se lo repetía muchas veces. Luego fui a buscar a Faith y subimos por la calle de suelo compacto en dirección al paseo. Hacía una mañana preciosa, y el silencio solo se veía interrumpido por el canto agudo de una solitaria abubilla blanca y negra.
Puesto que era tan temprano, en los establos solo se encontraba el syce, que llevaba puesta una chaqueta de tweed raída encima de su largo dhoti blanco.
Estaba sentado en cuclillas debajo de un frondoso tamarindo, pero al vernos se levantó de un brinco y nos sacó dos ponis que tenían unas flores prendidas en las crines. Apretó las cinchas, y sujeté la cesta en un costado de Uta, una bonita potra de color marrón con manchas blancas. La montura de Faith era un potro gris llamado Rami.
Condujimos a los ponis de pelaje tupido hacia las afueras, y una vez en pleno camino, saqué un trozo de papel arrugado de mi manga.
—¿Qué es eso? —preguntó Faith. Parecía serena y calmada. La tensión de sus facciones se había relajado. Me asombraba el cambio que se había operado en ella.
—Es un mapa. Me lo dibujó un chico que conozco, Merkeet, que trabaja en el bazar. Suelo hablar con él cuando voy a comprar comida. Una vez me quedé admirada al ver el burkha de una mujer de la montaña, y me dijo que en Ludhiana hacen unos muy bonitos y que los venden allí. Me aseguró que Ludhiana no está lejos. Había pensado que podríamos ir allí de visita y luego comer el almuerzo y volver. —Estudié el papel—. Según parece, tenemos que seguir por esta cordillera hasta llegar a un arroyo.
Faith extendió con cuidado su falda amarilla por encima de sus rodillas sobre la silla de amazona de cuero.
—¿Estás segura?
—Sí... mira. Aquí está el Himalaya, y este es el camino que baja al río. No tiene pérdida.
Me sentía como cuando Faith y yo nos escapamos de la señora Waterton en el maidan y nos aventuramos en el bazar. Esta vez íbamos a estar lejos de la severa cara de la señora Partridge, con libertad para explorar a nuestras anchas. Para galopar sin preocuparnos por si el viento nos levantaba la falda o se nos enredaba el pelo. Con libertad para reírnos y cantar al viento.
Pero, tras lo que me parecieron casi dos horas, dudaba de las dotes de cartografía de Merkeet. Habíamos seguido la cordillera hasta llegar a un arroyo poco profundo, y luego habíamos dejado que los ponis avanzaran sin prisa por las aguas guijarrosas hasta que nos acercamos poco a poco a unos bosquecillos que había en la otra orilla. En lo alto, el sol calentaba cada vez más. Faith no había hablado desde que abandonamos Simia.
—Seguro que vemos Ludhiana al girar la próxima curva —le grité, negándome a reconocer que podía haber cometido un error al alejarme tanto de Simia.
Pero, tras el siguiente recodo, el arroyo descendía hasta una hondonada y, sin saber adónde ir, conduje a Uta a un claro angosto con la esperanza de que fuera un sendero. Tuvimos que apartar las gruesas ramas que iban arañándonos la cara a medida que los caballos avanzaban con paso lento. Y entonces, sin previo aviso, fuimos a dar a un campo cubierto de margaritas.
—Es precioso —grité, contemplando el extenso claro. Los árboles cercaban el campo por cada lado, pero en uno de los extremos el terreno bajaba en una pendiente tan pronunciada que me impedía ver hasta dónde llegaba. El otro extremo estaba bordeado por un montón de rocas enormes—. Paremos aquí a comer —le dije a Faith, que iba trotando sobre Rami detrás de mí—, y luego podemos seguir el arroyo otra vez. No creo que encontremos Ludhiana.
—De acuerdo —dijo Faith, mirando las rocas—. Tú prepara la comida. Yo voy a explorar un poco.
—A Uta le están gustando las margaritas —le grité mientras ella se alejaba, pero Faith no respondió y azuzó a Rami hacia el extremo rocoso del campo.
Saqué la comida mientras el poni olfateaba alegremente las flores y pacía la hierba. Faith regresó y se sentó a mi lado mientras yo comía. El viento soplaba en el campo.
—Por favor, Faith, intenta comer un poco. Tienes que hacerlo —le rogué.
Cogió una chapatti, pero me fijé en que se limitaba a desmigajarla en pequeños trozos, formando un montón con ellos en el suelo. El viento le levantaba la falda trazando un círculo dorado a su alrededor; el sombrero se le había desatado y se le había movido hacia atrás, y el pelo se le agitaba en todas direcciones. De vez en cuando miraba hacia las rocas.
—¿Qué hay detrás? —pregunté.
—Nada, solo una pendiente escarpada por encima del precipicio. Nada en absoluto.
Me tumbé encima de aquellas flores de dulce fragancia y contemplé el cielo azul, mientras escuchaba el rumor constante de los caballos al pacer. Noté un temblor debajo de mí, y me incorporé para preguntarle a Faith si ella también lo había notado. Un relincho agudo interrumpió el silencio. Era Uta. Echó a correr desbocada en dirección al otro extremo del campo. Rami trotaba con inquietud dando vueltas en un pequeño círculo.
—¡Uta! —grité, y me levanté de un salto. Faith había agarrado las riendas de Rami y se montó en la silla—. ¿Por qué están asustados? —pregunté.
Sin embargo, Faith salió disparada, trotando al principio, pero luego el poni empezó a galopar hacia las rocas. Perdió el sombrero; la corriente se lo llevó dando vueltas hacia arriba y desapareció.
Algo me hizo apartar los ojos de la desconcertante visión de Faith, que se dirigía galopando hacia las rocas. Un hombre montado a caballo subía por la pendiente situada al otro lado del valle. El suelo temblaba con las pisadas de los cascos. El hombre se ponía de pie en los estribos cada pocos segundos para mirar detrás de él. Sobresaltada, reconocí al pathan. Miré a Faith, cuya falda ondeaba al viento como la vela de un barco.
Yo estaba en medio. El pathan cabalgaba hacia mí, y Faith se alejaba cada vez más. Uta giró de repente: ¿lo hizo al percibir los sonoros estallidos que se oían detrás de mí? Faith no se detuvo. En lugar de ello, se levantó de la silla de montar en un remedo de lo que yo acababa de verle hacer al pathan. Pero no miró detrás de ella. Parecía que tuviera la vista clavada en una línea recta que conducía hacia las rocas. Y entonces azuzó a Rami con la fusta. El animal trató de desviarse a medida que se acercaban al afloramiento, pero ella lo obligó a seguir adelante. Yo no lo entendía. Y de repente soltó las riendas, y vi cómo caían mientras ella alzaba las manos en el aire. Rami intentó detenerse ante el precipicio, giró hacia un lado, y ella salió disparada por encima de su cabeza describiendo un grácil arco, como si la hubiera empujado una mano oculta. Pero nadie la había empujado: se había tirado de la silla de montar. Mi cerebro no alcanzaba a entender lo que acababa de presenciar: Faith se había despeñado por las rocas.
Su amplia falda ondeó y vi sus enaguas blancas y sus piernas pataleando. La imagen de ella volando por los aires parecía falsa, como si fuera un disco amarillo y blanco dando vueltas, y luego desapareció. Cerré los ojos horrorizada, y en ese instante noté un estallido de dolor en el hombro.
El pathan se abalanzó sobre mí y las piernas me flaquearon. Me sentí como una muñeca rota en aquel prado, oyendo el extraño chillido que resonaba en mi cabeza. Un momento después me di cuenta de que aquel grito largo y terrible había brotado de mi boca, pues acababa de ocurrir algo funesto y lo que sucediera a continuación solo podía ser peor.