30
¿Cómo me imaginaba que sería el deseo? Yo pensaba que era una cosita que despertaba momentáneamente y se instalaba en la parte del cuerpo que necesitaba ser usada; una vez satisfecha, regresaba mecánicamente a su guarida. No sabía que tenía vida propia, que invadía todo el ser de una persona, que contagiaba incluso el cerebro. Que era imposible evitarlo. Había tardado casi veinte años en descubrirlo, aunque durante siete de esos años —los comprendidos entre los once y los diecisiete— había sido usada como objeto de deseo. No, había sido usada como objeto de lujuria, y fue en aquel preciso momento, en que el deseo brotó en mí, cuando aprendí la diferencia entre ambas cosas.
¿Y por qué había hecho falta que aquel hombre aparentemente indiferente, aquel hombre que no tenía ninguna relación conmigo ni con ninguna parte de mi vida, me hiciera comprender, me hiciera entender por fin lo que llevaba a los hombres y las mujeres, a los hombres y los hombres, a las mujeres y las mujeres, a estar juntos? Tal vez aquel fuera el elemento inexplicable del deseo que dejaba a sus víctimas indefensas.
Daoud se alejó del cercado donde yo estaba. Nunca me había tocado, salvo para rodear mi cintura con sus manos al subirme y bajarme de Rasool. Sabía que me había frotado la herida del hombro —delicadamente— con barro después de sacarme la bala, pero entonces yo estaba inconsciente. Probablemente él había maldecido su decisión momentánea de apartarme del prado, sobre todo cuando su conciencia lo movió a llevarme con él, lo que acabó retrasando su viaje a Cachemira. Sus ojos habían reflejado una ligera sorpresa ante mi aspecto al verme vestida con la ropa de bakriwar. Yo era consciente de lo que debía parecerle: pequeña y débil, insignificante comparada con las mujeres fuertes y capaces que en esos momentos me rodeaban. Pero había algo en la forma de mover las puntas del látigo entre sus dedos y en el brillo de las costillas de su esternón... Notaba que algo se movía dentro de mí, en lo más profundo de mi ser, debajo, en el vientre, que me hacía sentirme endeble y dócil.
Me quedé en el cercado, asombrada ante aquellos sentimientos, mientras el aire se volvía más fresco y la boca se me hacía agua con el intenso olor de la carne guisada. No recordaba la última vez que había tenido tanta hambre. Sabía lo que era el tormento de tener el estómago vacío, pero aquello era distinto. Deseaba comer con una ansiedad que resultaba nueva y agradable, un anhelo que se correspondía con el resto de mis turbulentas emociones.
Volví a la tienda de Mahayna. Ella estaba sentada junto al fuego, acercando un pequeño cuenco a la boca de Habib.
—Bhosla está dormido —dijo—. Llevaba muchos días sin comer y descansar como es debido. Algunas cabras enfermaron al comer de un arbusto venenoso, y él y los demás hombres han trabajado día y noche para salvarlas.
—¿Se ha enfadado porque estoy en vuestra tienda? —Me daba la impresión de que intentaba justificar el comportamiento de su marido.
—No —dijo Mahayna, negando con la cabeza con tanto ímpetu que los largos pendientes le golpearon las mejillas—. Aquí eres bien recibida. —Pronunció aquellas palabras con seguridad, aunque sin mirarme, y se puso a toquetear la cabecita del bebé—. Come —dijo luego, y saqué de la cazuela unas tiras fibrosas de carne con los dedos y las mordí, notando cómo el jugo y la grasa me corrían por la barbilla. Comí y comí, como si fuera insaciable.
—He visto cómo Daoud domaba al caballo —dije cuando terminé. Me limpié las manos con la hierba y deslicé un dedo por la superficie grabada de la pulsera de plata que Mahayna me había dado esa mañana. Me acordé del sudor que cubría el torso liso de Daoud y de cuánto había deseado alargar la mano y posar mis dedos en él.
Mahayna emitió con la garganta un leve sonido... de diversión. Le lancé una mirada.
—Me parece que acabarás yendo con él —dijo.
Yo negué con la cabeza, notando cómo los pendientes se balanceaban contra mis mejillas como le había ocurrido a Mahayna. Mi rostro se encendió.
—¿Por qué dices eso? Él es el jefe de una tribu, y yo una ferenghi. Tiene dos mujeres, y yo un marido.
Mahayna se encogió de hombros.
—Tu marido no te ha dado ningún hijo. Te pega. Y eso es motivo suficiente para que busques consuelo en otra parte.
Lo dijo como lo decía todo, en términos muy sencillos. Buscar consuelo. La idea de que el acto sexual pudiera ofrecer algún consuelo me resultaba extraña. En mi opinión, para los hombres suponía un alivio. Y para las mujeres, hijos. Pero ¿consuelo? Contemplé a lo lejos el brillo plateado del sol, que se apresuraba a esconderse detrás de las montañas. Mahayna y yo permanecimos en silencio mientras se hacía de noche, y, una vez que le dio el pecho a Habib y el pequeño se quedó dormido, la seguí al interior de la tienda y me arrebujé con mi colcha en aquel espacio atestado. Mahayna colocó a Habib en un montón de pieles que había en un rincón y se tumbó entre mí y Bhosla.
Pensé que me habían despertado los perros del campamento, aunque aquellos no eran sus característicos ladridos tenues, sino unos gruñidos roncos y rítmicos. Me di la vuelta y me tapé los oídos con la colcha, cuando de repente un susurro ahogado hizo que me pusiera tensa y me despertara del todo. Abrí los ojos y distinguí la curva de la tela de la tienda. Volví a oír el susurro, esta vez airado, procedente de detrás de mí. Era Mahayna. Entonces los sonidos guturales comenzaron de nuevo, y me di cuenta de que no eran los perros, sino Bhosla con Mahayna. Escuché cómo sus gruñidos se volvían cada vez más ruidosos y urgentes y luego culminaban en un gemido siseante. Momentos después se oyó un golpetazo sordo.
Me quedé tumbada rígidamente, notando el dolor del hombro; estaba apoyada sobre el lado de la herida. Se me había pasado el sueño. Esperé hasta que oí la respiración suave y constante de Mahayna y los ronquidos de Bhosla, y entonces retiré la colcha y salí sin hacer ruido por la abertura de la tienda.
Millones de estrellas brillaban intensamente en el cielo despejado de la noche. La luz de la luna gibosa perfilaba los límites del silencioso campamento; una brisa que arrastraba el intenso olor a césped de las montañas agitaba las hojas del alto abedul y los elegantes álamos. Quité la tapadera del jarro grande de barro que había junto a la tienda, me salpiqué las mejillas encendidas y bebí un largo sorbo.
Me puse a caminar por el campamento; no era la única persona despierta. En una tienda había un niño lloriqueando, y en otra empezaron a sonar voces de hombres. Oí un llanto apagado en una tercera. Un pequeño perro blanco apareció de entre las sombras y se abalanzó sin hacer ruido sobre mí, con el pelo erizado, pero tras husmear mis pies se marchó trotando, con la cola levantada y rígida y aires de importancia. Hubo algo en la aceptación del perro que me inspiró un elevado sentido de pertenencia que nunca había experimentado en Liverpool, ni en Calcuta, ni siquiera en Simia.
Por fin llegué al cercado del caballo. Era el único lugar que me atraía. Apoyé la frente contra la valla de madera áspera y dura, recordando cómo Daoud había juntado la suya con la del semental dorado. El semental y tres caballos más pequeños alzaron la cabeza, atentos en un rincón. Quería pronunciar su nombre.
—Daoud. —Fue poco más que un susurro, pero oí un murmullo a mis espaldas y me giré.
Él estaba sentado encima de una gruesa colcha, con la espada apoyada contra un cedro del Himalaya de corteza rojiza. Había un chapan tirado junto a él. ¿Me habría oído pronunciar su nombre?
—¿Estás rezando por tu amiga? —preguntó. Al principio me sentí embargada de un gran alivio y luego me sonrojé de vergüenza. Había albergado unos pensamientos viles y de una lamentable frivolidad.
Me quedé junto a la valla. No le veía la cara; solo las botas y las piernas estiradas delante de él.
—Y añoras a tu marido —declaró. No era una pregunta.
Estaba cansada de mentir y de guardar secretos.
—Echo de menos a mi amiga, y lloro su pérdida. Su muerte es como... como si tuviera una piedra aquí. —Me llevé la mano al pecho. «Pero me da igual si no vuelvo a ver a mi marido», quería decir, notando una euforia cada vez más intensa al poder expresar en voz alta mis pensamientos—. Pero no añoro a mi marido.
Nunca había añorado a otra persona, exceptuando a mi madre. Conocía aquel sentimiento porque lo identificaba con ella. Pero ¿alguna vez había deseado estar cerca de un hombre, oler su fragancia? No. Me acerqué al borde de la colcha tratando de ver la cara de Daoud.
De repente se levantó, y di un paso atrás.
—Deberías volver a la tienda de Mahayna —dijo.
Quería quedarme con él. Era lo que deseaba cuando me encaminé hacia el cercado.
Me crucé de brazos. Estaba temblando, aunque no tenía frío.
—¿Por qué estás aquí y no en una tienda? —pregunté.
—Prefiero dormir al raso. Y me gusta estar cerca de los caballos —dijo. Dio un paso adelante, cogió el chapan y me lo ofreció.
Cogí la capa y me la eché en los hombros. Era cálida, estaba tejida con una tupida variedad de colores, y tenía un olor intenso a humo de leña.
—Será mejor que te vayas —dijo, pero se acercó aún más.
Alcé la vista hacia él.
—Vete, Linny Gow —dijo, y al oír mi nombre en sus labios las sensaciones que tanto me estaban confundiendo me invadieron con tal fuerza que me giré y eché a correr entre las tiendas desperdigadas, haciendo aullar a los perros.
Al día siguiente estuve trabajando con Mahayna. Di gracias por que Bhosla estuviera allí, pues Mahayna no hablaba conmigo cuando él se hallaba presente. Me resistía a hablar por miedo a decir cosas que no terminaba de entender y a acabar revelando mi anhelo.
Finalmente Bhosla se marchó, vestido con ropa limpia y cargando con un saco que contenía más ropa y un paquete enorme con comida. A los pocos minutos Mahayna ya estaba canturreando y hablando sin parar. Yo le respondía, pero no podía dejar de pensar en el poder que Daoud ejercía sobre mí.
Todos los hombres que había conocido querían algo de mí: los incontables clientes; Ram, que buscaba las monedas fáciles que ganaba sin tener que trabajar; Shaker, que aspiraba al amor con tal necesidad que resultaba asfixiante; Somers, que deseaba su herencia y una tapadera que le permitiera seguir llevando su estilo de vida, y tal vez alguien a quien intimidar. Todos me habían utilizado. Y al hacerlo me habían convertido en un objeto.
Daoud no quería nada; no parecía necesitar nada. Estaba colmado. Él no esperaba nada de mí ni me pedía nada, y con él no tenía la necesidad de mentir sobre ningún aspecto de mi vida, como había tenido que hacer desde que Shaker me había llevado a su casa de Whitefield Lane. Me sentía muy cansada de la farsa que había tenido que mantener con todas las personas que había conocido desde entonces, primero en Liverpool y luego en la falsa imagen de Inglaterra creada en la India.
Allí, en Cachemira, podía ser yo misma. A nadie le importaba lo que me habían hecho ni lo que yo había hecho, y a Daoud menos que a nadie. Sentía que había empezado a abrirme, a liberarme, que las bisagras oxidadas estaban cediendo con un sonido similar al de las alas de los pájaros cuando levantan el vuelo.
Estaba abierta. Mi mente, mi corazón, mi cuerpo. Sabía lo que iba a hacer. Todas las decisiones que había tomado en el pasado se habían basado en la seguridad, la supervivencia, el disimulo o la aceptación. Todas ellas habían sido difíciles y habían estado preñadas de posibles consecuencias. Pero aquella decisión resultaba fácil y no entrañaba la más mínima duda.
Al día siguiente, por la tarde, le devolví a Daoud su chapan y le llevé comida al cercado del caballo. Al brindarle el guisado de conejo de la cazuela de Mahayna y una petaca con agua del arroyo, me sentí más poderosa: le estaba ofreciendo algo. Él cogió el cuenco y se sentó en el madero superior de la valla para comer. Yo me quedé a contemplar los caballos. Cuando terminó bebió agua de la petaca echando atrás la cabeza para apurarla. Observé su garganta al tragar. Me sentía distendida, como si en mi cerebro sonase un canto alto y radiante.
Tras devolverme el cuenco y la petaca, bajó de la valla de un salto y me miró a la cara.
—¿Te sientes cómoda aquí? —preguntó.
Asentí con la cabeza. Quería que pronunciase mi nombre.
—No te comportas como me imaginaba que haría una mujer ferenghi.
Respiré hondo.
—No soy como las demás memsahib. Yo solo finjo. No soy una de ellas.
Apoyó un codo en la valla.
—¿Y por qué lo haces?
—No he crecido como ellas. Tengo un pasado vergonzoso que he mantenido escondido.
No había dejado de mirarme en ningún momento. Un caballo relinchó; los niños gritaban.
—He visto tristeza en tus ojos —dijo—. Me preguntaba a qué se debe. ¿Es esa la carga de tu pasado? —Sus ojos eran casi negros.
—Sí. Lo detesto. Me avergüenzo de mi pasado. —Era tan fácil decir aquellas palabras ante él...
—Tal vez debas apagar las viejas luces. Se necesita mucha energía para hacer que sigan alumbrando. Deja que se enciendan otras nuevas. Lo que importa hoy no es lo que has hecho, sino lo que vas a hacer. Esa es la nueva luz.
Los dos miramos a los caballos. De repente me sentí cohibida, y percibí una emoción —¿parecida?— en él. Aquello hizo que cobrase valor para decir lo que quería decir.
—¿Vas a dormir al raso esta noche?
Se volvió hacia mí, y advertí que tragaba saliva. Entonces asintió con la cabeza.
—Vendré a verte —le dije, y volvió a asentir. El corazón me golpeaba tan fuerte bajo las costillas que me despertó un extraño y maravilloso dolor.
Esa noche entendí muchas más cosas de las que jamás había entendido. Descubrí que lo que yo no había conocido hasta entonces existía. La primera vez que estuvimos juntos, instantes después de tumbarme junto a él en la colcha, fue algo rápido, casi desesperado, y nos limitamos a desembarazarnos de la ropa. Y luego, mientras reposábamos y el ritmo de nuestra respiración disminuía, él estiró la mano y me acarició la cara con una delicadeza de la que no sabía que fueran capaces sus manos endurecidas y llenas de cicatrices, y su roce me hizo estremecerme con una mezcla de alegría y pesar tan inmensa que rompí a llorar. Yo, que nunca lloraba, me deshice en lágrimas ante el roce de una mano en mi cara. Él miró mis lágrimas y acercó mi cara a su pecho, ahuecando su mano en mi nuca mientras me rodeaba con el otro brazo. Y entonces pensé en Mahayna, que me había hablado del consuelo.
Cuando las lágrimas cesaron me incorporé bajo la luz de la luna y me quité el kamis por la cabeza. Él miró mi cicatriz sin emitir el menor sonido. Luego alzó la vista hasta topar con mis ojos y alargó la mano. Me tapó la cicatriz y lo que quedaba del pecho izquierdo; noté el calor de su piel contra la mía. Y entonces me tumbó otra vez sobre la colcha y se colocó encima de mí. Esta vez nos amamos de forma lenta y tranquila, y dentro de mí brotó una paz que acabó anulando todo sonido. Ya no oía los movimientos de las ramas de los árboles, el arroyo que corría con fuerza más allá del cercado, los gruñidos y ladridos de los perros, ni los gritos en plena noche de los bebés hambrientos. Había un silencio absoluto, roto únicamente por la respiración de Daoud, y aquel sonido sería el que recordaría más tarde y siempre.
Después, cuando mi cuerpo y mi mente se vieron invadidos por una sensación de pesada languidez, Daoud echó el chapan encima de los dos y me quedé medio dormida con su cuerpo caliente contra el mío.
Todavía estaba oscuro cuando noté que me apartaba el pelo de la cara, y me incorporé. Él me tendió el kamis.
—Tal vez sea mejor que vuelvas a la tienda de Mahayna. —Lo dijo en voz baja, pero yo sabía que no era una sugerencia.
Me arrodillé y volví a atarme el cordón de los pantalones.
—Mañana tengo que trabajar con los caballos durante el día. Y por la noche —se estaba envolviendo la cintura con la faja— dormiré otra vez aquí.
Asentí con la cabeza y emprendí el camino de vuelta hacia la tienda de Mahayna, y me detuve una vez para mirar las estrellas.
Durante los siguientes diez días cada nervio de mi cuerpo pareció tensarse hasta el límite. Por el día llevaba comida a Daoud, y él salía del cercado del caballo, se dirigía al arroyo a lavarse y volvía a comer. En ocasiones no hablábamos, pero otras charlábamos sobre nuestras vidas. Le relaté mi infancia —sin omitir nada— y él hizo lo propio con la suya. No hablaba de sus mujeres ni de sus hijos; yo no hablaba de Somers. No mencionábamos su regreso a Peshawar ni mi vuelta a Simia. De noche acudía junto a él y me quedaba allí unas horas, y siempre volvía a la tienda de Mahayna antes del amanecer.
La undécima noche él y sus hombres se reunieron alrededor de un fuego y dos timbales de piel de cabra. Algunos niños silbaban una melodía, y dos hombres bailaban alrededor de las llamas. Las mujeres permanecían atrás, en las sombras, observando. A Habib le había entrado fiebre y Mahayna se había quedado con él en la tienda, pero yo me hallaba con las demás mujeres.
Cuando los hombres dejaron los timbales se turnaron para hablar. Yo no entendía sus palabras, pero por el ritmo comprendí que se trataba de poesía. Daoud también habló en pashto y de repente pasó al hindi.
—Cuando no puedo ver tu cara, como la luna en una noche oscura, derramo estrellas de lágrimas, pero mi noche sigue siendo oscura con esas relucientes estrellas —dijo, mirando las llamas. Y a continuación volvió a hablar en pashto, y al instante el hombre que tenía detrás pasó a recitar.
Fue tal la emoción que me despertaron aquellas palabras, pronunciadas en una lengua que solo él y yo entendíamos, que me olvidé de todo lo demás, mientras las palabras resonaban en mi cabeza. No puedo recordar nada de la velada que no sean aquellas palabras y la forma de los labios de Daoud al decirlas.
Cuando llegué al cercado, una hora después de que el campamento hubo vuelto a la normalidad, soplaba una brisa dulce. Daoud estaba con su caballo.
—Hace una noche para montar a caballo —dijo, y como había hecho durante los días del viaje a Cachemira, me puso las manos en la cintura y me subió en la suave manta colocada en el lomo de Rasool. Acto seguido se montó detrás de mí, y Rasool se alejó del campamento.
—¿Te acuerdas de la primera vez que montamos juntos? —pregunté.
—Sí.
Azuzó al caballo para que siguiera adelante, y Rasool galopó libremente por un terreno que parecía conocer, adentrándose en unas extensas colinas, pisando con fuerza con sus cascos seguros del camino. Luego Daoud refrenó al animal y Rasool avanzó al paso, mientras nos balanceábamos sobre su lomo; yo iba apoyada contra Daoud, que me rodeaba con sus brazos y sostenía las riendas flojamente con las manos. Notaba su respiración en mi pelo. Después de lo que me pareció una hora de trayecto, tal vez más, regresamos al campamento. Sin haber pronunciado palabra todavía, Daoud desmontó y yo me apeé del caballo desligándome.
Tras meter a Rasool en el cercado, me cogió de la mano y me llevó hasta la colcha extendida bajo un árbol. Nos sentamos juntos, con la espalda apoyada en el árbol y su brazo contra el mío.
—¿Qué eran las palabras que dijiste delante del fuego? —le pregunté finalmente.
—Las escribió el poeta persa Jami —dijo—. Su tumba está en Herat.
Y a continuación nos tumbamos bajo el chapan. Aunque no estaba tocándome, podía notar el murmullo de su cuerpo muy cerca del mío. Desprendía calor y, junto con él, un olor a caballo, a cuero y a humo que había llegado a adorar. Al rato comprendí que no tenía intención de mover la mano para tocarme, de modo que apoyé la cabeza en su pecho y me dormí.
Cuando me desperté oí la respiración relajada de Daoud. Me incorporé y levanté el borde del chapan, pero Daoud me cogió el brazo.
—Pensaba que estabas dormido —susurré. A pesar de que su rostro se encontraba a escasos centímetros del mío, no se veía con claridad, y sus ojos se hallaban ensombrecidos—. Me voy a la tienda de Mahayna.
Al final habló.
—Quédate conmigo esta noche —dijo. Y entonces nos juntamos y, por primera vez en todas las noches que habíamos estado juntos, pronunció mi nombre mientras se movía conmigo, y su voz sonó como un lamento apagado contra mi cuello.
Abrí los ojos a tiempo para ver la fugaz belleza del amanecer del Himalaya al brillar sobre las copas de los árboles, que transformaba el ciclo en una mancha borrosa de color zafiro. Daoud no se hallaba en la colcha, aunque su chapan estaba bien remetido a mi alrededor. Lo aparté y me incorporé, y me pasé los dedos por el pelo mientras echaba un vistazo al cercado.
Los caballos habían desaparecido.
Miré en dirección al campamento. Había una mujer sentada en cuclillas ante un fuego removiendo el contenido de una cazuela. Un perro huesudo con la cola metida entre las patas en actitud de protección husmeaba con escaso interés el excremento de un caballo depositado cerca de una tienda. Un cuervo osado rondaba alrededor de una lumbre apagada picoteando los pedazos de la cena que habían caído al suelo.
El campamento parecía distinto. Más pequeño. Faltaban algunas tiendas. Me levanté de un brinco, cogí el chapan y eché a correr entre las tiendas que quedaban hacia la de Mahayna. Cuando llegué le estaba poniendo a Habib una camisa nueva.
—¿Dónde están? —dije jadeando—. Los pashtun... ¿dónde están?
—Su estancia aquí ya había concluido —dijo Mahayna—. Se han ido temprano de vuelta al norte.
—¡No! —grité, y lo hice tan fuerte que Habib me miró asustado—. Daoud no se marcharía sin decírmelo.
Mahayna posó su mano en la cabeza de Habib.
—¿No te lo dijo de algún modo, quizá de una forma que se te pasó por alto? Sin pronunciar las palabras. Los hombres suelen hacer las cosas así, ¿no te parece?
Miré sus ojos penetrantes y a continuación me dejé caer al suelo, me abracé las rodillas y escondí la cara entre ellas.
—Sí —dije entonces, recordando que Daoud me había pedido que me quedase con él, y luego su silencio, su ternura y el modo en que había murmurado mi nombre. Y, por supuesto, la poesía—. Sí, me lo dijo.
—Sabes que tenía que marcharse, y también sabes que tu sitio está con tu gente —dijo Mahayna—. Desde que llegaste he visto cómo te convertías en una persona diferente. Ahora tienes un grano de felicidad. Pero debes enterrarlo en lo más profundo de tu ser y dejar que repose. Puedes abrirlo y tocarlo, pero es mejor que dejes que siga siendo una semilla. No abras la vaina rompiéndola ni dejes que crezca hasta que acabe ahogando tus sentimientos por tu marido, porque ese camino solo lleva a la insatisfacción.
Me quedé donde estaba, sin levantar la vista, y noté que Mahayna me rozaba al pasar por delante. Al cabo de un rato alcé la cabeza y acerqué el chapan a mi cara, aspirando su olor. Luego salí de la tienda a ayudar a Mahayna.
El syce, un muchacho menudo pero robusto con unos ojos serenos de color pardo, estaba sentado fuera. Al verme salir de la tienda se levantó de un salto, y Mahayna me dijo que se llamaba Nahim; él me acompañaría a Simia.
—Nahim lleva viajando por toda Cachemira y el norte de la India desde que era un crío. Nadie sabe quiénes son sus padres ni de dónde viene, pero recorre los distintos campamentos y ayuda con los caballos. Es conocido por su habilidad para orientarse. Daoud le ha dado una de las yeguas domadas a cambio de que te lleve sana y salva; una generosa recompensa, y más de lo que Nahim habría soñado jamás. Él está encantado.
El muchacho moreno, que llevaba los pies descalzos, hizo una amplia reverencia y se puso derecho, esperando a que le dijera lo que tenía que hacer. No sabía hablar hindi, de modo que planeamos el viaje por medio de Mahayna. Se fue corriendo y volvió al cabo de unos minutos, y me indicó que yo montaría su nuevo caballo mientras que él trotaría en un poni de largas patas, cargado con comida y colchas para dormir, todo ello sujeto con correas a los lados de la redondeada barriga del poni.
Me eché el chapan en los hombros, me subí a la suave silla de cuero de un salto y me acomodé en el asiento moldeado. Mis llagas se habían curado, aunque me habían quedado unas cicatrices de un vivo color rosa. Mahayna me tendió las alforjas bordadas de Daoud.
—Dentro están tu ropa y tus zapatos —dijo.
Sabía que había llegado el momento de irme, y que mi estancia en el campamento había sido poco más que un sueño. Sin embargo, por un brevísimo espacio de tiempo, había llegado a creer que allí había encontrado mi vida real, como me había dicho Sally la China en cierta ocasión. No, no era eso, pensé, sino que allí había sido realmente yo misma. Ahora iba a volver a ser la persona falsa de antaño en el enclave inglés, con Somers y el infierno que allí me esperase. Me quité los largos pendientes.
—Por favor, quédatelos.
—Pero tu pulsera... —empecé, pero Mahayna negó con la cabeza.
Me puse los pendientes, abrí las alforjas y saqué mis enaguas blancas de encaje, y se las ofrecí a ella.
—A lo mejor puedes hacer algo con ellas para tu próximo hijo.
Mahayna sonrió.
—Mi cabeza le pide a Alá otro hijo, pero mi corazón desea una hija, aunque eso desagrade a Bhosla. —Cogió las enaguas y las alisó contra su pecho—. Haré con ellas un vestido de gala.
El caballo piafó con impaciencia.
—Tienes que irte —dijo Mahayna—. Nahim tomará la ruta más corta y estarás en tu casa dentro de tres días, puede que cuatro. Es un buen muchacho, puedes confiar en él —añadió, y se volvió hacia Nahim, adoptó una expresión amenazante y le dio instrucciones con unas cuantas frases de áspero sonido—. Que Alá te acompañe —me dijo por último.
—Que Alá esté contigo —dije, y a continuación seguí a Nahim hacia el exterior del campamento y me giré una vez para decirle adiós con la mano a la chica, que ahora estaba rodeada de un corrillo de mujeres. Azucé ligeramente al caballo en el pescuezo con las riendas y alcancé al poni que trotaba delante.
Durante los tres días siguientes seguí al syce. Cuando desmontaba para comer, para dar de beber a los animales o para hacer sus necesidades, yo hacía otro tanto. Cuando inclinaba la cabeza hacia el cielo para contemplar un águila dorada que se lanzaba en picado por encima de nosotros trazando círculos, yo hacía lo mismo. En cierta ocasión, al ver que una repentina sonrisa cruzaba su rostro, seguí su mirada y divisé un par de marmotas pequeñas de color marrón rojizo, apoyadas en las patas traseras sobre la tierra de la boca de su madriguera. Nahim les gritó y ellas le contestaron reprendiéndolo con un silbido.
El muchacho detuvo a su poni cuando el animal alzó las orejas hacia delante y yo refrené a mi sensible yegua gris. Señaló con el dedo una nube de polvo que había al otro lado de la pradera que estábamos atravesando. A medida que nos acercábamos vi una manada de ponis salvajes de largas crines, en su mayoría yeguas, y unos potros que hacían cabriolas junto a ellos.
Por la noche Nahim guisó unas tajadas duras de carne de cabra en un fuego humeante, y comí, aunque no tenía nada de apetito y apenas podía saborear lo que tragaba. Cuando nos tumbamos bajo las estrellas envueltos en colchas, cogí el chapan y me sumí en un profundo sopor sin sueños. Parecía como si no sintiera casi nada: todo se veía reducido a una insignificancia que no guardaba ninguna relación con las colinas, los bosques y los prados por los que viajaba mirando sin ver. Seguía viviendo en aquel otro mundo de carne y calor, expectación y libertad. El pánico y la soledad todavía no habían aflorado. Durante esos primeros días después de la partida de Daoud, no acababa de entender que había cambiado y que nunca volvería a ser la mujer que era antes de conocerlo. No acababa de entender que me había enriquecido, pero que acabaría sufriendo de un modo desconocido y terrible. Lo que había dejado atrás todavía permanecía vívido; me aferraba a ello como un niño a su madre. No acababa de entender que lo que me esperaba por delante resultaba irreal, lejano y tan borroso como las ondas de calor que se elevaban de las llanuras bajo el sol indio.
El segundo y el tercer día recorrimos a paso de andadura los bosques umbríos de cedros, ocultos por los árboles húmedos y espesos, aspirando el olor a miel de las florecillas amarillas que crecían en el musgo esponjoso. Avanzamos serpenteando en dirección ascendente durante horas, desplazándonos con dificultad por los senderos que Nahim parecía encontrar de forma instintiva. Algunos estaban secos y cubiertos de raíces retorcidas que sobresalían, y otros se hallaban resbaladizos debido al agua que se derramaba de los riachuelos poco hondos y sinuosos. Salíamos de la oscuridad de los bosques y pasábamos de repente a unos valles iluminados por el sol que formaban hondonadas.
A última hora de la mañana del cuarto día nos detuvimos al pie de una montaña rocosa cuyo único y angosto camino avanzaba entre frondosos espinos. Nahib se apeó de su poni y cogió las riendas de la yegua. Me indicó con un gesto que desmontara y, a continuación, dándole una palmada en la grupa, instó al poni a que ascendiera por el sendero que tenía delante y guiara al caballo. Yo caminaba detrás con dificultad, y a veces agarraba la áspera cola del caballo cuando un pie me resbalaba en la pronunciada pendiente.
Tras una ardua ascensión fuimos a dar a un montículo cubierto de hierba. Nahib desató las alforjas del caballo. Las abrió y sacó el vestido limpio de color malva. Lo sacudió y me lo ofreció. Miré la prenda, perpleja, y luego volví a mirar a Nahim. Me lo colocó en los brazos, se puso a rebuscar otra vez en las alforjas, sacó mis botas y las tiró a mis pies junto con la bolsa. A continuación señaló con el dedo montaña abajo.
Seguí su sucio dedo y vi el conocido chapitel de la iglesia y los techos de paja de Simia. Nahim ya se encaminaba con el caballo y el poni hacia los espinos por los que habíamos venido.
—¡Espera! —grité.
Él se detuvo al oír mi voz. Corrí hacia el caballo y saqué el chapan de vivos colores de la correa que lo sujetaba a la silla. A los pocos segundos Nahim ya había reemprendido la marcha y se hallaba entre los espinos, dejándome sola en la montaña.
Volví a guardar el vestido y las botas y, tras coger la bolsa y el chapan, descendí por la ladera de la montaña en dirección a Simia.