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Así pues, iniciamos en serio la ronda social. Asistimos a una cena tras otra; parecía que todas las anfitrionas dieran la misma fiesta. Tomábamos una bebida exactamente a las ocho en punto en el salón, donde a Faith y a mí y a todas las demás damas casaderas del barco —me negaba a usar la expresión «barco de la pesca»— nos presentaban a los solteros. Entonces tenía lugar una conversación educada, que me resultaba muy aburrida, durante la cual hacía esfuerzos para no perder la cabeza. Me desesperaba contar la misma historia de mi pasado noche tras noche, sonreír educadamente con las mismas conversaciones, y fingir interés ante las historias de los hombres.

Cuando creía que me iba a echar a gritar si me veía obligada a aguantar un instante más, con el vaso pegado al guante, el porteador nos llamaba al comedor. Ocupábamos la estancia siguiendo un estricto orden de prioridad, dependiendo de la posición del marido dentro de la administración. La jerarquía desempeñaba un papel muy importante, al igual que en el caso de los criados.

En muchas de las cenas más lujosas había un criado detrás de cada silla; cada sitio tenía su juego de cubiertos y una copa de champán —con una tapa de plata para evitar que los insectos cayeran dentro— y un lavafrutas con una flor de dulce aroma que flotaba en su interior. La colocación de los invitados estaba pensada con sumo cuidado: el caballero de rango superior se sentaba a la derecha de la anfitriona, y la dama de rango superior, a la derecha del anfitrión. Los Waterton ostentaban una posición bastante elevada dentro de la escala social, mientras que Meg —que a menudo nos acompañaba— ocupaba un lugar inferior. Pero las peor situadas éramos Faith y yo: no teníamos a ningún hombre que nos permitiera aumentar de categoría. Comíamos distintas variaciones de la misma comida inglesa: sopa, seguida de pescado, asado y verduras demasiado cocidas, y luego pudin y exquisiteces de sobremesa. Esa primera semana me dio la impresión de que, al igual que los cubiertos y los menús, todas las personas se parecían entre ellas: los caballeros iban ataviados con camisas de pechera blanca y fracs, y las mujeres con plumas, guantes largos y vestidos de similar estilo, confeccionados, suponía, por los mismos durzi, poseedores de una cantidad limitada de patrones.

Debo reconocer que alguna que otra vez me acordaba del atestado y bullicioso mesón donde tantas empanadas grasientas había comido con las demás chicas de Paradise Street. Allí la conversación fluía con facilidad, las carcajadas eran auténticas, y la camaradería sincera. Allí había experimentado una libertad que ninguno de los presentes en aquellas habitaciones conocía.

Cuando terminaba la comida, se servía oporto y vino de Madeira para los caballeros, mientras que las mujeres se reunían en el salón y tomaban licor o ratafia, aguardando a que los hombres se unieran a ellas. A veces alguien tocaba el piano, que siempre sonaba desafinado. Finalmente la dama de rango superior se levantaba e indicaba de ese modo que podíamos irnos. Según parecía, nadie se atrevía a marcharse hasta que ella no se manifestaba silenciosamente.

Además de asistir a las cenas, acudíamos a tomar té, a las informales partidas vespertinas de cartas y a los salones de baile de otras casas situadas en las opulentas zonas de Garden Reach, Chowringhee y Alipur.

Me resultaba difícil soportar aquella cháchara interminable. La voz que había comenzado a usar en el Liceo —el tono refinado con la misma inflexión que adoptaban Shaker y Faith— brotaba ahora sin necesidad de concentrarme mucho. Lo que me agotaba era la energía necesaria para fingir interés y parecer recatada pero alegre. Todo me parecía mal en aquellos salones: siempre estaba actuando, como una actriz sobre un escenario. Salvo que la obra no terminaba hasta que no me retiraba a mi habitación en casa de los Waterton, y ni siquiera entonces me quedaba sola. Siempre había criados delante: el durzi y el barrendero, el pulidor y el muchacho con el matamoscas, la ayah y el punkah-wallah.

Al comienzo de mi estancia en la India me sentía como si estuviera a la espera de poder ver el país. No se me permitía ir a ninguna parte sin la señora Waterton ni Faith, aunque Meg podía pasar el tiempo con otras mujeres casadas. Las únicas excursiones que realizábamos, aparte de las visitas a las otras casas, todas ellas similares a la de los Waterton, eran al maidan, en el centro de Calcuta. Naturalmente, durante todo el trayecto las cortinas del palanquín permanecían corridas. La primera vez que fuimos allí miré furtivamente al exterior y vi los callejones malolientes y las callejuelas tortuosas que avanzaban en todas direcciones desde la calle principal; el sinuoso bajo mundo de Calcuta. La señora Waterton me reprendió por mi indiscreción, y a partir de entonces me mantuve sentada como Faith, con las manos enguantadas en el regazo, hasta que llegamos al maidan. El enorme paseo llano rodeado de abundante follaje lucía sus bosquecillos de pequeños naranjos y sus agradables caminos de gravilla, y estaba bordeado por una hilera de árboles en flor. Allí no se admitía a los indios, exceptuando a las ayah que llevaban niños y a los encargados de barrer los caminos o recoger las hojas caídas o las flores de debajo de los árboles. Nos sentamos en unos bancos que habían sido pintados hacía poco y charlamos como harían las damas de la alta sociedad en Inglaterra. La señora Waterton nos comentó a Faith y a mí que debíamos disfrutar de aquel tiempo, ya que a partir de finales de enero no duraría mucho. Durante la breve estación fría no se experimentaba el intenso calor ni la humedad debilitante que, según me dijo, provocaba incómodos sarpullidos y la aparición de hordas de insectos voladores o terrestres que picaban a la gente.

—Llegará muy pronto —advirtió la señora Waterton, frunciendo los labios—. Muy pronto. Y entonces sabrán de verdad cómo es la India.

Ojalá pudiera saberlo.

15 de diciembre de 1830

Querido Shaker:

Estar en la India es una experiencia educativa. Soy una tabla rasa, lista para ser grabada con todo lo que este país pueda dejarme escrito. Al margen de lo que me depare el futuro, un instinto profundo me dice que voy a quedar marcada por esta tierra.

Me asombra la actitud y el papel que desempeñan los ingleses, aunque no llevo aquí el tiempo suficiente para haberme formado una opinión fundamentada. Pero, teniendo en cuenta lo que he experimentado durante este primer mes, me incomoda verme obligada a adoptar una posición de una importancia irreal. Pese a haber sido tratada de forma admirable por todas las personas de tez morena que he conocido, los ingleses albergan una hostilidad latente hacia los indios. Hacia ellos, Shaker, y eso que están viviendo en su tierra. La Compañía de las Indias Orientales —a la que coloquialmente se refieren aquí como la Compañía John— es como un maestro severo que obliga a la gente de la India a avanzar en direcciones que ellos no quieren seguir. Poco después de haberse instalado aquí, hombres y mujeres inglesas normales y corrientes se revisten con el manto imperial como si tuvieran derecho a ello; no, como si fuera su deber.

No me imagino cómo debe ser soportar esa carga.

Aunque Calcuta es, como dicen, la «ciudad de los palacios», yo diría que se trata de una ciudad de contrastes. Cerca de donde Faith y yo vivimos con el señor y la señora Waterton, en Garden Reach, existe un mundo de edificios blancos y cuadrados de diseño clásico, todos ellos construidos gracias a la Compañía John. Pero cerca de las elegantes tiendas y las bonitas residencias hay hileras de chozas hechas con barro y paja, y cuerpos humanos tostándose a la orilla del río. Por encima de la fragancia a jazmín flota el hedor de las alcantarillas abiertas y los cadáveres en descomposición.

Shaker, no creerías las cosas que llegan a verse aquí. He descubierto que los Waterton tienen a un criado que se pasa todo el día en la orilla del río situada detrás de su casa. Se dedica a empujar cadáveres —algunos de los cuales todavía albergan buitres en plena actividad— para devolverlos al río antes de que se amontonen en la orilla. Cuando me topé con él y su espantoso trabajo, el hombre se mostró asustado. El fuerte olor a carne putrefacta flotaba en el aire. Me indicó que debía taparme los ojos y marcharme de allí, como si de algún modo él fuera el responsable de lo que yo había visto y fuera a ser castigado. Pobre hombre.

Las personas indias reciben escasa atención médica. El otro día le pregunté a la señora Waterton por qué hay tantas personas visiblemente enfermas o lisiadas. La mujer se rió de mí, insinuando que era una boba. Aquello me ofendió, aunque tuve cuidado de ocultarle mi enfado ya que, al fin y al cabo, es mi anfitriona. Luego me dijo que aquellos «salvajes» arman una algarabía a la que atribuyen propiedades curativas, pero que, según me aseguró, no es más que ruido y tonterías. Estoy convencida de que sus métodos no se limitan a lo que conoce la señora Waterton, pero sabía que no debía sugerírselo. Le pregunté si los indios eran atendidos por los médicos y cirujanos que trabajaban para la Compañía de las Indias Orientales. Al oír mis palabras, negó con la cabeza y dijo:

—Pero ¡bueno!

Tengo que ir con cuidado.

Además de Faith y yo, en esta casa se hospeda una interesante mujer. Se llama Meg Liston. Noto que estoy aprendiendo mucho de ella.

Ahora ya dispones de mi dirección, por si decides escribirme.

Espero y rezo para que estés bien.

Linny

Fue Meg la que me hizo albergar esperanza sobre mi futuro en la India: ella tenía opiniones sobre todo tipo de cosas y se hacía muchas preguntas. Me dijo que estaba escribiendo un libro sobre los lugares sagrados indios, y que estaba recopilando dibujos hechos por ella de las costumbres locales; tenía pensado terminarlos mientras viajaba a los pueblos de la zona de Lucknow. Solía discutir abiertamente con el señor Waterton.

—Sin rivales europeos en la India, todo es muy fácil, señor Waterton —le comentó una noche, poco antes del día que su marido debía acudir a recogerla—. Y desde la derrota (tal vez debería decir la aplastante derrota) de los maratha en la guerra anglo-maratha, hace poco más de veinte años, tampoco tienen rivales indios. La Compañía controla zonas cada vez más grandes de la India, y aun así ustedes se niegan a aprender a comunicarse con sus gentes de manera eficaz.

El señor Winterton guiñó el ojo izquierdo coléricamente.

—Tenemos el ferviente deseo de enseñar a los salvajes lo que el Todopoderoso nos ha legado. Sin nosotros solo habría anarquía. El buen indio es el indio obediente, con una dependencia absoluta respecto a nosotros. Tenemos que confiar en que nuestros valores establezcan el orden.

—¿Nuestros valores? ¡Ja! —declaró Meg. Oculté mi sonrisa tapándome con la servilleta—. ¿Y qué hemos conseguido hasta ahora?

—Meg, ¿quiere más compota de frutas? —preguntó la señora Waterton, mirando a su marido con una sonrisa lánguida e inamovible—. El cocinero se ha esforzado mucho para que le saliera bien. He estado trabajando con él las últimas...

—¿Que qué hemos conseguido? —repitió el señor Waterton—. ¿Conseguido? Vamos, señora Liston, mire a su alrededor. ¿Acaso no cree en la jerarquía de la sociedad? ¿No cree que los hombres y mujeres británicos estamos situados en lo más alto, y que por lo tanto somos capaces de dominarlos y sacarlos de su ignorancia?

—¿Por qué hemos de pensar que solo nosotros estamos en lo más alto? —pregunté.

Todas las cabezas se volvieron hacia mí, y me inquieté por un instante.

—Bien dicho, Linny —afirmó Meg—. ¿Lo ve? Ella está de acuerdo conmigo. Somos la nueva generación. Linny, yo... y Faith —añadió, tras vacilar por un segundo— somos mujeres seguras de nosotras mismas y estamos listas para aceptar el desafío de formar parte de un todo más grande.

Faith emitió un sonido que podía interpretarse como una muestra de conformidad o de rechazo. Me entraron ganas de zarandearla. ¿Por qué no hablaba? Ella tenía tantas opiniones... Demasiadas, algunas veces. Pero era como si hubiera dejado una parte de sí misma en Liverpool. Quizá consideraba que como la antigua Faith no había logrado obtener ninguna proposición de matrimonio, ahora debía encajar en el papel convencional que se atribuía a la mujer. Puede que así le fueran mejor las cosas. Yo tenía intención de preguntárselo.

—Querida —dijo la señora Waterton, ya sin su sonrisa—, creo que deberíamos ir a la terraza, donde se está más fresco, y tomar allí el café. Por favor, vamos a la terraza.

Se puso de pie y nos vimos obligadas a levantarnos y seguirla. El señor Waterton se dispensó para ir a fumar a la sala de billar, y la conversación (dirigida decididamente por la señora Waterton) pasó a versar sobre el tiempo y su efecto sobre las flores.

—Las preciosas flox y las capuchinas se estropearán en cuanto empiece a hacer calor —exclamó.

Me fijé en que el pecho de Meg subía y bajaba demasiado rápido mientras permanecía sentada rígidamente en el borde de su asiento, rehusando intervenir, y sin que ni siquiera pareciera prestar atención a los intentos de la señora Waterton por entablar una conversación. Finalmente se levantó, se disculpó y se dirigió al jardín. Observé cómo el mali la seguía con una silla ligera por si deseaba sentarse. Ella le indicó impacientemente con un gesto de la mano que se fuera. El hombre posó la silla en el suelo y se colocó en cuclillas junto a ella. No le quitaba de encima los ojos a Meg, como si estuviera esperando a que cambiara de opinión y precisara sus servicios.

Una vez que ella se encontró fuera del alcance del oído, la señora Waterton movió la cabeza con gesto de disgusto.

—Me pregunto cómo la tratará su marido. ¡Está tan ansiosa por demostrar sus conocimientos! Es un rasgo poco apropiado. Nada apropiado.

Lancé una mirada a Faith, que toqueteaba distraídamente la rama lacia de un junco en el brazo de su asiento. Ataviada con un vestido rosa claro de batista y unas zapatillas rosa de satén a juego, lucía un aspecto hermoso y lánguido.

Ese fin de semana llegó el marido de Meg. Era un joven bien parecido con un parche negro en el ojo izquierdo que contribuía a su deslumbrante atractivo. Él y Meg se marcharon tras hablar largamente de sus aventuras futuras. Mientras nos decíamos adiós con la mano, me di cuenta de que iba a echarla de menos. La envidiaba. Debía de haber otras mujeres inglesas en la India que no seguían el ejemplo de las demás; pero, por lo que podía ver, eran muy escasas y se hallaban muy dispersas.

Llevábamos un mes en el país y todavía no había experimentado ningún aspecto de la India de verdad. Estaba llevando una vida inglesa, tomando comida inglesa, viendo cómo se dirigían a mí voces que hablaban en inglés, contemplando solo cosas que estaban cuidadosamente controladas. Sabía que aquella tierra me podía gustar y había empezado a desesperarme: ¿cuándo y en qué circunstancias podría aventurarme a penetrar en Calcuta, o tal vez en el país? En Calcuta me hallaba más recluida de lo que había estado en Liverpool o en Everton. La inquietante sensación de cautiverio aumentaba día a día.

Poco antes de que Meg se marchara le pregunté si le había costado esperar a su marido, pasar una temporada tan tranquila y pasiva en casa de los Waterton antes de poder comenzar su vida. Su «vida real», como tanto tiempo atrás me había dicho Sally la China en Liverpool. Yo pensaba que aquello también era lo que Meg había estado esperando.

—He aprendido a tener paciencia viviendo en la India —me dijo—. Una de las cosas que me han ayudado durante este tiempo es un proverbio pashto: «La paciencia es amarga, pero su fruto es dulce».

Ahora yo lo repetía muchas veces al día.

Faith no parecía necesitar ningún proverbio. Daba la impresión de que se sentía satisfecha realizando las visitas formales al maidan, ayudando a la señora Waterton a planificar las comidas, respondiendo a las invitaciones que recibíamos, o estando en el jardín. O, naturalmente, asistiendo al interminable circo de acontecimientos sociales. Faith tenía razón: allí había más de tres hombres por cada mujer.

Cada vez pensaba más en el comportamiento de Faith. Al principio creía que simplemente estaba agotada del largo viaje y que recuperaría el ánimo al cabo de un tiempo. Pero en lugar de ello, a medida que pasaban las semanas, empezó a verse claramente que había decidido acatar en Calcuta las firmes riendas de la respetabilidad de las que se había esforzado por soltarse en Liverpool. Cuando yo ponía en duda la conformidad que mostraba con el estilo de vida frívolo y superficial de Garden Reach, ella se ponía irascible conmigo.

—A la India no se viene sin un objetivo, Linny —me comunicó un día—. La temporada social es importante. —Se echó hacia atrás un mechón de pelo que se le había soltado—. No pienso sufrir la humillación de volver a casa con las manos vacías.

Ella hacía todo lo que podía. A veces oía su risa radiante desde el otro lado de la habitación, pero yo era la única que detectaba en ella un matiz de desesperación. Solía estar rodeada de hombres. Al volver de cada una de las fiestas a las que asistíamos, entraba en mi habitación y se sentaba en mi cama para hablarme del joven con el que había estado y de lo que le había dicho. Su favorito era un caballero moreno y tímido llamado señor Snow —Charles, según me confesó—, que hablaba poco pero parecía fascinado por la conversación de Faith y el color brillante de su pelo.

A mí me aburrían aquellos grupos de jóvenes de actitud evaluadora, y no tenía interés por ninguno de ellos. Lo intentaba, pero les encontraba defectos con facilidad. Algunos parecían reservados y mojigatos, pero la mayoría eran vanidosos. Mientras se contoneaban llenos de engreimiento, me recordaban a los pavos reales de los prados, con sus colas totalmente desplegadas.

Me preguntaba si se debía a que, al contrario que las demás jóvenes que había allí, yo conocía a los hombres demasiado bien.

Fue en una fiesta celebrada la semana antes de Navidad donde conocí a Somers Ingram.

Era alto y poseía un atractivo bastante convencional, con el pelo tupido y ondulado y un bigote bien recortado. Tenía los ojos de un color marrón intenso y las facciones regulares: una nariz aguileña, una boca de labios gruesos y una barbilla pronunciada. Su tez estaba bronceada por el sol. Cuando nos presentaron, se inclinó sobre mi mano, la sostuvo un instante más de lo necesario y me dedicó una lenta sonrisa. Conocía bien a aquel tipo de hombres, pero quizá había algo más, cuidadosamente reprimido, bajo su radiante sonrisa y su expresión candorosa. Le devolví la sonrisa y le comuniqué en un susurro el placer que me causaba conocerlo.

—¿Así que usted llegó en el barco de noviembre?

—Sí. ¿Cuánto lleva en la India?

—Cinco años.

—Debe de haber vivido experiencias memorables.

Era un juego. Las mismas preguntas, las mismas respuestas. ¿Lo aburriría a él tanto como a mí?

—Así es. ¿Y qué impresión tiene usted de la India?

Cada joven con el que había hablado me había hecho aquella pregunta. Me había aprendido de memoria un breve discurso que le había oído a Faith y a otras mujeres, y que trataba sobre lo asombroso y extraño que resultaba todo y las exóticas diferencias entre la India e Inglaterra. Todo era mentira, puesto que no había tenido ocasión de formarme la menor impresión de la India. Hasta entonces todas las impresiones que me había llevado habían sido propias de Inglaterra: la continua presión de la conducta formal, el esnobismo que se revelaba en la jerarquía de los hombres dentro de la administración, el afán por tomar solo comida inglesa, el desdén mostrado a los criados. La India seguía siendo un misterio tentador.

Esa noche me encontraba cansada y de un mal humor general. Suspiré.

—Ojalá pudiera hablar con propiedad con los indios —dije—. Usted debe de hablar bien hindi, después de todo el tiempo que lleva aquí, señor Ingram.

—Solo lo necesario. Órdenes y reprimendas, principalmente.

Hubo un instante de silencio. El señor Ingram aguardaba mi respuesta. ¿Debía hacer lo correcto y expresar mi conformidad con él? No. Lo miré directamente a los ojos y creí advertir en ellos algo con enjundia. Me pareció que no era un individuo al que conviniera tratar con poca seriedad. Si le hablaba con franqueza, puede que él reaccionara mostrando interés.

—Pues a mí me gustaría saber decir algo más que eso. Estoy estudiando la lengua en profundidad, pero es difícil. Intento practicar con los criados en casa de los Waterton, pero se niegan a responderme. No sé si pronuncio las palabras incorrectamente o si les da miedo contestar.

—Probablemente no ocurra ninguna de las dos cosas. —El señor Ingram entornó ligeramente los ojos—. No se sienten cómodos al ver que usted se pone a su nivel. Los confunde. No sé por qué se toma la molestia. Solo necesita saber algunas nociones, lo suficiente para que se pongan en movimiento. La verdad es que son como niños. Es mejor tratarlos con mano dura. Y coherencia. Su mundo es tan tumultuoso, tan indisciplinado, que para ellos es un consuelo que les digan lo que tienen que hacer y que sepan lo que les espera si no obedecen.

No respondí. De modo que era como el resto, con su arrogancia. Traté de pensar en la réplica que le podría haber dedicado Meg, pero no lo conseguí. Me había decepcionado: por un instante había creído distinguir algo en el señor Ingram que lo hacía distinto.

Mi irritación aumentó mientras permanecíamos en medio de la multitud de personas vestidas con seda y lana fina, rodeados de risas y conversaciones por todas partes. No tenía más ganas de hablar con él, y al señor Ingram debía de ocurrirle lo mismo, pues sus ojos vagaban por la sala. Pero a ninguno de los dos se nos presentó una forma educada de escapar.

—¿Tiene familia en Inglaterra, señor Ingram?

—No tengo a nadie. Mi madre murió cuando era niño. Viví en Londres hasta hace cinco años, pero después de la muerte de mi padre decidí aventurarme a venir aquí. ¿Es usted de Londres, señorita Smallpiece? —De repente me miró con intensidad a los ojos.

—De Liverpool.

—Nunca he tenido ocasión de visitar su ciudad. ¿Su familia está allí?

—Mis padres tampoco viven ya —dije—. Estuve viviendo con mi tía y mi primo. —Era más fácil dar respuestas sencillas.

—Supongo que viven en Mount Pleasant.

—Viven en el norte, en Everton. Pero me había dicho que no había estado en Liverpool, señor Ingram.

Su expresión no varió, pero parpadeó y a continuación se tocó el bigote con un nudillo. Una fracción de segundo antes de que respondiera, supe que iba a mentir. Un buen mentiroso suele reconocer a otro.

—Bueno, uno oye hablar de sitios, aunque no haya estado en ellos.

—Supongo que sí —dije.

Se aclaró la garganta, alzó la barbilla por encima de mi hombro, y al momento siguiente un anciano apareció a mi lado. El señor Ingram nos presentó cortésmente y se despidió.

Más tarde, cuando estaba preparándome para marcharme con el grupo con el que había acudido, vi al señor Ingram en plena conversación con otro joven, sosteniendo un vaso en la mano y escuchando atentamente. Cuando lo estaba mirando, él alzó la vista y nuestros ojos coincidieron. Durante un segundo que se hizo demasiado largo, nos sostuvimos la mirada el uno al otro. Ninguno de los dos sonrió.

El atractivo señor Ingram me pareció enigmático pero desconcertante: me hacía sentir como si tuviera que estar preparada para huir en cualquier momento. No lograba entender esa mezcla de atracción y repulsión, y esa sensación regresaría para perseguirme en un doble círculo.

Pero estoy adelantándome a los acontecimientos.