31

Media hora más tarde llegaba dando traspiés a las afueras de la ciudad. En las calles y los jardines reinaba el silencio y, a juzgar por la altura del sol, supuse que muchas familias estarían almorzando. Al recorrer el paseo prácticamente desierto, unas mujeres que se encontraban fuera de las tiendas interrumpieron sus conversaciones y se quedaron mirándome. Pese a reconocerlas, y a saber que ellas me conocían a mí, era evidente que mi aparición repentina después de todo aquel tiempo las había dejado mudas de la impresión. Una de ellas dijo: «¿Señora Ingram?», llevándose una mano al cuello, y dio unos pasos en mi dirección, pero yo no respondí y se quedó donde estaba. Me llevé una ligera sorpresa al descubrir que durante aquellas semanas había olvidado lo pálidas que eran y lo constreñidas que iban con sus armaduras de ropa. Y sus reacciones al verme —las expresiones de incredulidad, las murmuraciones entre ellas— supusieron el primer desgarrón; antes de que quisiera darme cuenta, se habría ensanchado hasta convertirse en un gran agujero por el que se colaría la realidad y en el que podría ver que estaba mucho más viva de lo que había estado jamás. En sus rostros vi el mío, y el sobresalto que me llevé me retrotrajo no solo a mi estancia en Simia, sino también a mi vida como la señora Ingram, con todo lo que representaba.

Traté de discurrir lo que iba a decir cuando llegase a casa, pero parecía incapaz de pensar de forma lógica. ¿Seguiría allí la señora Partridge? Al meterme en una calle lateral que conducía a villa Constancia, noté que una mano se posaba en mi hombro.

—Señora...

Era un soldado vestido con un uniforme rojo inmaculado.

—¿Necesita ayuda, señora? La he visto caminando por el paseo, y parecía... He pensado que a lo mejor tenía problemas.

Miré mi sucia ropa cachemira y mis sandalias de puntera vuelta; tenía el pelo enmarañado y me llegaba hasta la cintura.

—Yo... No, lo cierto es que no. Solo estoy... —Apunté hacia la casita.

El soldado dijo despacio:

—¿Debo suponer que es usted la otra dama que...? —Se detuvo, y asentí con la cabeza—. En ese caso la acompañaré a su casa. Me imagino que mucha gente se alegrará de saber que está a salvo. —Intentó coger las alforjas y el chapan, pero yo los tenía agarrados con fuerza contra mí.

Entramos en la silenciosa casa. Pensé que a lo mejor estaba vacía, pero de repente Malti salió del dormitorio de la señora Partridge sosteniendo una palangana de porcelana con flores. Al verme se quedó inmóvil por un segundo, y luego gritó y soltó el recipiente. La palangana se estrelló, y Malti se cubrió la cara con su pañuelo y salió corriendo y chillando de la habitación por la puerta trasera.

—Supongo que ha creído que es usted un fantasma, señora —dijo el soldado—. Son tan supersticiosos... —Se volvió al oír un gemido, y cuando miré hacia atrás vi a Neel en la entrada de mi dormitorio.

—Neel —dije, y me agaché y extendí un brazo mientras con el otro abrazaba las alforjas y el chapan.

El perro se acercó corriendo por el suelo resbaladizo, contoneándose, loco de alegría. Ya casi había llegado hasta mi mano estirada cuando se paró deslizándose, gimió y retrocedió.

—¿Qué pasa, Neel? —pregunté. El animal se dirigió hacia mí otra vez, agazapándose, con su regordeta cola curvada hacia las patas traseras. Cuando estaba lo bastante cerca para que pudiera tocarlo, enseñó los dientes y soltó un ladrido breve y nervioso—. ¿No me conoces, Neel? —dije.

El soldado carraspeó.

—Perdone, señora, pero debe de ser el olor de su ropa y de las cosas que lleva encima. Estos perros detectan la sangre nómada; se los cría para eso. Si se los deja, son capaces de descuartizar a un gitano.

Miré las alforjas y el chapan.

—Cuando queme esa ropa y se dé un baño, volverá a comportarse de forma normal. —El soldado apartó la vista de Neel, que seguía gruñendo, al oír unas fuertes voces procedentes de la puerta trasera.

Me levanté cuando la señora Partridge entró en la estancia como un huracán, seguida de Malti y de los demás criados, que se quedaron atrás y me escudriñaron con nerviosismo. La señora Partridge me examinó de la cabeza a los pies.

—¿Dónde has estado? —inquirió. No expresó la menor alegría ni alivio; simplemente una pregunta prosaica.

—He estado... en las montañas... No lo sé. La verdad, señora Partridge, es que no lo sé. —De repente me sentía tan agotada que me resultaba doloroso hablar.

—No parece que hayas sufrido ningún daño —dijo por fin, con voz indecisa, como si no supiera si experimentar alivio o consternación.

Yo me sentía como si estuviesen apretándome el cuello con una cuerda. El silencio se prolongó, y vi cómo sus ojos marrones apagados se llenaban de lágrimas y comenzaba a temblarle la mandíbula, aunque sabía que yo no le despertaba la menor compasión. Pensé en el momento en que los soldados debieron llevar el cuerpo destrozado de Faith a la casa. Un torrente de palabras brotó de mi boca.

—Nos fuimos de picnic, señora Partridge. De picnic. Yo no sabía que ella iba a...

—Basta —dijo la señora Partridge, manteniendo esta vez bajo control todo rastro de aflicción. Su voz tenue resultaba mucho más terrible que todas las voces que había dado en el pasado—. No quiero oír nada de lo que tengas que decir. Todos sabemos que Faith no se habría marchado si tú no la hubieses incitado. Pobre chica —añadió—. Y ahora está muerta, muerta y enterrada.

Pero el pesar de la señora Partridge era falso. Faith siempre le había importado poco, y se había escandalizado tanto como Somers cuando decidió acompañarnos. Yo sabía que cada vez que mencionaba el color de la piel delante de Faith lo hacía con malicia para ofenderla.

Se acercó un pañuelo a la nariz.

—Al parecer no se pudo hacer nada por ella. —Apartó el pañuelo y me miró fijamente—. Después de recuperar el cuerpo, los soldados, junto con todos los hombres de Simia, pasaron la siguiente semana buscándote, Linny, pero al final se rindieron. Nadie esperaba volver a verte viva. —Recorrió mi cuerpo con los ojos lanzándome una mirada dura—. Bueno, aquí estás, y a pesar de todo no tienes tan mal aspecto. Quitando ese atuendo pagano.

—¿Y Charles? —pregunté—. ¿Se lo han comunicado?

—Por supuesto, envié un mensaje inmediatamente a las oficinas de la Compañía en Delhi, dirigido al señor Snow y al señor Ingram. La Compañía se lo habrá notificado. Le comuniqué al señor Snow la trágica muerte de la señora Snow, e informé al señor Ingram de tu desaparición. No tenía sentido que vinieran aquí. No había nada que hacer. —Examinó mi ropa—. No quiero oír dónde has estado todo este tiempo. No me hables de ello. —Se encaminó hacia su habitación.

La odiaba.

—No estuvo allí el día que Faith murió —dije tranquilamente—. No sabe lo que pasó. Nadie lo sabe, excepto yo.

La señora Partridge retrocedió.

—¿Crees que no me daba cuenta del estado en el que estaba? ¿De lo infeliz que era? Necesitaba que cuidaran de ella, amigas de verdad que no la llevasen a rastras al monte, que no pensasen en sus propias necesidades más que en las de ella. Lo que necesitaba de ti, Linny, era una amistad tranquila, caminatas por el paseo, tés en Peliti’s, un estímulo que la animase a dibujar y bordar. Y no un paseo en poni por las montañas. Y ahora está muerta, lanzada por el precipicio por ese salvaje. Oh, ha sido todo tan espantoso.

—¿Es eso lo que le han dicho?

Ella hizo caso omiso de mi pregunta.

—¿Y bien? ¿Cómo conseguiste convencerlo para que no te matase? —Se sorbió la nariz y a continuación movió la cabeza con gesto de disgusto, como si no soportase imaginárselo—. Cuanto antes nos marchemos, mejor. —Se dispuso a atravesar la puerta de su habitación.

—¿Marcharnos?

—Tengo previsto marcharme mañana. Primero a Delhi —dijo, por encima del hombro—, donde el coronel Partridge está trabajando actualmente. Me quedaré con él hasta que termine su trabajo, y volveremos juntos a Calcuta. Es demasiado estresante estar aquí. Con todo lo que ha pasado, la temporada se ha echado a perder. Primero, la señora Hathaway, luego tú y la querida señora Snow... Así que vendrás conmigo e irás directamente a Calcuta desde Delhi. Me imagino que no querrás quedarte aquí sola. Y tampoco creo que lo desee tu marido. —¿Había pronunciado «marido» con énfasis? Tal vez la palabra me sonaba extraña porque no podía pensar en Somers; hacía mucho tiempo que no pensaba en él—. Por no hablar del recibimiento que sin duda vas a tener aquí. No creo que nadie quiera ahora incluirte en sus planes. En mi opinión, la gente te verá como toda una... Bueno, no se me ocurre ninguna expresión educada para referirme a lo que los demás pueden pensar de ti. ¿Cómo puedes culpar a la gente por escandalizarse ante tu presencia cuando considera que tú eres la culpable de la muerte de Faith y se pregunta dónde has estado todo este tiempo, haciendo quién sabe qué? —Cerró la puerta de su habitación con firmeza.

Miré a los sirvientes apretujados. El soldado se había ido.

—Malti —dije, al ver sus ojos saltones—, no tengas miedo. Soy yo, la misma de antes. —Aunque, claro está, no lo era.

Pero Malti siguió mirándome fijamente, tapándose la boca con los suaves pliegues de su sari color mostaza. Finalmente lo retiró de su cara.

—Pero ¿dónde ha estado, mem Linny? ¿Y su ropa...?

—Por favor, prepárame un baño, Malti —dije—. Estoy muy cansada y quiero acostarme después de dármelo.

Me dirigí a mi habitación. En el pequeño escritorio situado en un rincón había un libro, un fino volumen de poesía de Shelley. Se trataba de uno de los libros favoritos de Faith. Debía de haberlo puesto allí antes de que nos fuéramos. Lo cogí, deslicé mi mano por su suave cubierta y toqué con el dedo las páginas con su hermoso borde dorado. Tenía una cinta marcadora; abrí el libro por la página señalada. El poema marcado se titulaba «Cuando la lámpara se rompe». En la parte superior de la página, Faith había escrito con su letra pequeña de patas de araña: «Para Linny, mi querida amiga, cuya fuerza admiro desde hace mucho tiempo. Mantén siempre tu lámpara encendida. Tu humilde compañera, para siempre, Faith».

Cerré los ojos con fuerza, los abrí y traté de leer el poema.

Cuando la lámpara se rompe

la luz yace muerta en el polvo.

Cuando la nube se esparce

la gloria del arco iris se derrama...

Fui incapaz de leer más. Me caí de rodillas, abrazando el libro contra mi pecho y balanceándome hacia delante y atrás hasta que Malti llamó a la puerta para decirme que el baño estaba listo. Cuando me levanté me di cuenta de que había estado llorando.

Ahora las lágrimas parecían brotar con facilidad.

Esa tarde fui al cementerio de la iglesia acompañada de Neel. Después de vestirme con mi ropa y esconder el chapan y las alforjas en el fondo de un baúl, el cachorro se había arrojado a mis brazos y me había lamido la cara entre gemidos. Llevaba puestos los pendientes de plata y la pulsera que me había dado Mahayna, aunque Malti me había quitado la ropa que llevaba.

La tumba de Faith estaba cubierta por unas flores tiesas y marchitas. Planté en ella un pequeño codeso que había arrancado del jardín de la casita. Cada año daría las flores favoritas de Faith, las flores amarillas de lánguidas ramas que cubrirían el árbol de nubes doradas.

Pensé en las otras tumbas que había dejado atrás: la de mi madre, en el húmedo y atestado cementerio de la iglesia parroquial de Nuestra Señora y San Nicolás, y la de mi bebé. Me quedé junto al montículo y el arbolito mientras la tarde avanzaba, con la brisa perfumada, el cielo de tono plateado y los pájaros que se posaban. En aquel hermoso momento sentí que las personas que quería estaban destinadas a desaparecer de mi vida. Y, una vez más, me eché a llorar.

La señora Partridge y yo no nos hablamos durante el viaje a Delhi. Supongo que ella pensaba que estaba castigándome con su silencio; yo agradecí que me dejara tranquila con mis pensamientos, que oscilaban entre la tristeza y un ardor que nunca me abandonaba. Pensaba en Daoud constantemente, y también en Charles, a quien debía ver nada más llegar a Calcuta.

Una vez que los baúles de la señora Partridge fueron descargados en las ghat de Delhi, le di las gracias por su compañía y le pedí disculpas otra vez por todas las molestias que había causado. Ella asintió con la cabeza imperiosamente, y pensé que iba a guardar silencio, pero fue incapaz de marcharse sin hacer un último comentario.

—Espero que cuando el coronel y yo volvamos a Calcuta haya cesado la polémica en torno a tus actividades. Si hay algo que no soporto es el escándalo.

En ese momento me correspondía quedarme callada, pero me resultó difícil. Aparté la vista de forma que ella no pudiera interpretar la mirada que lucían mis ojos debido a su hipocresía.

Y entonces desapareció gritando a los porteadores mientras subía trabajosamente por la escalera resbaladiza, y se mezcló con el gentío. Mandé a Malti que fuera a buscar a su hermana y que volviera lo antes posible. Cuando se marchó me metí en el cobertizo del budgerow y aguardé bajo la débil luz, sola, meciéndome con el movimiento de la barcaza y escuchando las risas y las conversaciones de las personas que descendían por las ghat a bañarse.

Malti volvió con Trupti y la hija mayor de esta, Lalita, que aparentaba unos doce o trece años, y el budgerow zarpó de nuevo. La travesía por el Ganges fue muy larga y tediosa. El agua tenía el mismo color del café con leche, y el aire era bochornoso, como si el cielo fuera un cuenco de cobre invertido que me atrapara con su calor húmedo y abrasador. La fruta que había a bordo estaba demasiado madura y las moscas zumbaban a su alrededor, y la comida picante que preparaban con curry los hombres de la barcaza resultaba muy fuerte. Malti, Trupti y Lalita hablaban tan bajo que no las oía. Me trataban de forma solícita, como si fuera una inválida que estuviera recuperándose de una grave enfermedad.

No me interesaba en lo más mínimo caminar por las orillas, como había hecho en el viaje de ida, desde el cual parecían haber pasado años. No leía, sino que me quedaba sentada en una silla del budgerow, como Faith, contemplando el campo al pasar.

Parecía que no fuésemos a llegar nunca a Calcuta.

Pero al fin, casi cuatro semanas después de partir de Simia, volví a mi antigua vida y regresé a la casa de Chowringhee.

Cuando llegué a casa Somers todavía estaba en el trabajo, y me tranquilizó contar con tiempo para ordenar mis pensamientos antes de enfrentarme a él. Cuando volvió a casa me encontraba en la terraza, con Neel en el regazo. Se colocó delante de mí, impecable con un traje gris perla con corbata y un deslumbrante pañuelo de seda blanco que asomaba en el bolsillo del pecho. Se había dejado crecer las patillas. Había olvidado lo guapo que era.

—Parece que estás bien —dijo, con rostro adusto. Siguió hablando sin esperar a que yo respondiera—. Un poco más delgada, quizá, y con un tono de piel bronceado que no te favorece nada, pero no pareces muy desmejorada a pesar de tu aventura. —Casi escupió las últimas palabras.

—¿Aventura?

Se apoyó contra la balaustrada de piedra, cruzando despreocupadamente una pierna por encima de la otra a la altura del tobillo y juntando las manos por delante, mientras me observaba.

—Quiero que me cuentes lo que pasó con pelos y señales —dijo.

Me costaba respirar bien. A mi mente acudían imágenes de Daoud, de sus manos sobre mí, de su peso sorprendentemente ligero encima de mi cuerpo.

—Pero ¿no te contó por escrito la señora Partridge...?

—Me contó que te habían visto visitando una celda donde tenían preso a un pathan que esperaba a ser colgado por la violación de una joven. Eso fue el día antes de que convencieras a la señora Snow para marcharos de Simia e ir a un sitio olvidado de Dios.

—La visita a la celda no tuvo importancia. Me llevé a Faith de picnic, y los soldados nos pillaron en medio cuando perseguían al preso que se había escapado. —No me atrevía a pronunciar la palabra «pathan» por miedo a que me temblara la voz—. Y Faith... ella... su poni... —Me detuve. Durante el interminable viaje de Simia a Calcuta me había prometido que no contaría que había visto a Faith arrojarse por los aires por voluntad propia. Era mejor que Charles (y el resto de la gente) creyera que había sido víctima de un terrible accidente—. Faith se cayó por el precipicio. Y yo... El hombre al que perseguían me atrapó.

—¿Por qué?

Acaricié la cabeza de Neel.

—Supongo que pensaba usarme como rescate. No lo sé. No le entendía. —Y de ese modo continuaron las mentiras.

—¿Y dónde estuviste durante casi un mes?

Empujé a Neel al suelo y me levanté.

—¿Por qué estás interrogándome de esta forma? Tan fríamente, como si yo hubiera decidido —decidido— que esto pasara. ¿Crees que quería que me dispararan...? ¿Acaso sabías que recibí un disparo en el hombro? ¿O piensas que quería que me llevaran a un campamento de gitanos, lejos, en las montañas?

Somers estaba poniéndomelo más difícil con su silencio. Notaba cómo sus ojos penetraban en mi cerebro y nos veía a Daoud y a mí en la colcha bajo el cedro.

—¿Qué hiciste durante todo ese tiempo en el campamento?

—Me quedé con una chica en su tienda, ayudándola a preparar la comida, lavar la ropa y cuidar de su hijo. Al cabo de un tiempo un muchacho gitano me llevó de vuelta a Simia. —Mi voz sonaba extrañamente grave.

—¿Y el pathan que te capturó? ¿Y los demás hombres?

—¿Qué pasa con ellos?

—Debían de andar excitados teniéndote entre ellos. Con tu pelo claro y tu piel blanca y suave. —Se acercó a mí—. ¿Te gustó eso, Linny? ¿Te pasaban de uno a otro cada noche? —Me puso una mano en la nuca y cerró los dedos en torno a mi pelo—. Cuéntame. ¿Estaban tan bien dotados como sus caballos? ¿Les gustaba hacerlo a lo bruto? —Sus dedos tiraron de mi pelo hasta hacerme inclinar la cabeza hacia arriba, obligándome a mirarlo a los ojos. Hablaba con voz ronca, y el aliento le olía a tabaco y a whisky. Se apretó contra mí, y noté cómo se excitaba.

Me retorcí hasta apartarme de él.

—Basta, Somers. Nadie me hizo daño. Nadie me tocó.

—¿Estás segura, Linny? La que es puta una vez no deja de serlo nunca. Seguro que tuviste que hacer algo para convencerlos de que te dejaran vivir.

—No —grité, y él levantó la mano abierta—. No —dije entonces, bajando la voz y agachando la cabeza—. No pasó nada, Somers. Nada —susurré.

Sabía lo que él quería. Estaba preparándose para pegarme; ya se sentía provocado y excitado. O tal vez deseaba que yo estuviera a la altura de las expectativas que tenía puestas en mi persona, para poder encontrar una forma de librarse de mí. No le costaría convencer a unas cuantas personas de lo que imaginaba que yo había hecho en el campamento, con todos los hombres que se le ocurrieran, y cumplir así su amenaza de hacerme caer en desgracia y echarme. Sabía que nadie se compadecería de mí si Somers lograba convencerlos de que era una mujer perdida. Sin duda los chismes sobre mí ya habían empezado a circular: había visto a unas mujeres blancas en el puerto al desembarcar. Suponía que la historia de la muerte de Faith y de mi desaparición ya era de dominio público en toda la comunidad. Seguro que sería tema de conversación en las cenas durante al menos un mes. Y si encima Somers echaba leña al fuego... Sí, Somers tenía sus medios y sus amigos. Y yo... yo no tenía a nadie, ahora que Faith se había ido. Me preparé para recibir el demoledor bofetón.

Pero no llegó. Él debía de haber intuido mi derrota y notado mi apatía, y sabía que aceptaría su crueldad sin resistirme. Y aquello no entrañaba ningún placer. Su mano volvió a su costado.

—Queda demostrado —dijo, pues todavía no había acabado conmigo— que no se puede confiar en ti. Tendré que vigilarte todo el tiempo. Te marchas de Simia y por tu culpa muere una mujer inglesa. Y aquí te dedicas a confraternizar con los indios. ¿Crees que no sé que desde que estamos casados sales por ahí a escondidas? Tengo gente que me lo cuenta todo, Linny, gente que te ha visto en los sitios más repugnantes.

Miré a Neel.

—De ahora en adelante solo harás actividades supervisadas, las actividades que yo apruebe. Necesitas que te impongan una disciplina y te marquen unos límites. Te he dejado llegar demasiado lejos, y eso va a acabarse. Tal y como están las cosas, muchas mujeres te evitarán después de lo que ha pasado. —Y acto seguido se marchó.

Regresé a mi dormitorio, abrí el baúl y desenrollé uno de mis vestidos de algodón con estampado de flores. Dentro de la falda doblada estaba el chapan. Lo saqué y lo acerqué un instante a mi cara. El olor me inspiró consuelo, pero también una pena tan abrumadora que tuve que volver corriendo a la terraza, dando traspiés como si sufriera uno de los ataques de fiebre malaria que atormentaban a Somers. Me incliné sobre la ancha balaustrada de piedra y me entraron arcadas. Luego me caí de rodillas y di rienda suelta a las emociones que había reprimido desde la última mañana que pasé en la tienda de Mahayna.

Me quedé en el suelo durante un rato, sollozando, acurrucada con el chapan. Me embargaba un gran dolor por todo lo que había perdido. Y, a pesar de todos los años en que no había llorado, desde que había estado con Daoud no podía parar.

Una semana después de llegar a casa me desperté aturdida de la siesta. Me había quedado dormida en el sofá de mimbre de la terraza, en medio de un agobiante viento cálido. Todo el mundo en Calcuta esperaba que lloviese mirando el cielo esperanzadamente. Me movía con lentitud y tenía la piel pegajosa. Me acordé del frescor de Simia y luego de Cachemira.

Fui incapaz de soportar los pensamientos que acudieron a mí, de modo que me levanté y caminé por el jardín, aunque la persiana formada por los árboles de nim no conseguía evitar que entrasen los potentes rayos de sol. Bajo los árboles había arriates de nicotiana y verdolaga, plantas lo bastante resistentes para florecer con aquel tiempo. Eché un vistazo al almacén de los criados, un edificio sencillo que quedaba prácticamente oculto por la exuberante vegetación de los setos de jazmines que había ordenado al mali dejar en estado silvestre.

Me preguntaba qué tal le iría a la hermana de Malti. Le había asignado el trabajo de planchar nuestra ropa. Su hija Lalita era la responsable de la ropa de la casa: las sábanas y las fundas de las almohadas, los manteles y las servilletas.

Inquieta, me dirigí hacia el almacén. Se trataba de una estructura de construcción sólida dividida en cuatro habitaciones, cuyas ventanas abiertas se hallaban cubiertas con unos tatty recién mojados. En el estante de cedro situado encima de la entrada había una estatuilla de marfil de Ganesh. Alargué la mano con la intención de tocar su superficie lisa, para que me diera suerte, y oí un débil gemido procedente del interior.

Miré por la puerta abierta y vi a Lalita acurrucada de lado en un charpoy con cuerdas, con la frente salpicada de gotas de sudor.

—¿Lalita? —dije, dirigiéndome a ella en hindi—. ¿Estás enferma?

La muchacha hizo un esfuerzo por incorporarse.

—No, memsahib —dijo. Se llevó las manos al vientre.

—¿Voy a buscar a tu madre?

—No, no. Mi madre me ha mandado aquí. —Tenía una expresión triste. No paraba de moverse, y parecía nerviosa o azorada—. Ahora mismo volveré al trabajo, memsahib. Se me pasará pronto.

Tenía el período.

—No, no, Lalita, quédate y descansa —le dije.

—Gracias por su comprensión, memsahib. Mi madre está haciendo mi trabajo mientras yo descanso. —Sus redondos ojos marrones se abrieron mucho—. Pero ¿no se lo irá a decir al sahib Ingram?

—Claro que no. Quédate hasta que te sientas lo bastante bien para trabajar.

Me encaminé de nuevo hacia la casa, pero cuando llevaba subida media cuesta, me detuve pensando en Lalita. Miré hacia atrás en dirección al almacén y luego a la casa. Me recogí la falda y fui corriendo hasta mi escritorio, y me puse a hurgar en el cajón superior. Saqué mi agenda de compromisos forrada con suave piel de cabra. Lo abrí por el mes correspondiente y luego me puse a hojear las páginas del mes pasado y las del anterior.

Se me cayó el libro de las manos al tiempo que me desplomaba sobre el sillón de cretona acolchado que había frente al escritorio. Las manos me temblaban cuando las posé sobre mi vientre plano como había hecho Lalita momentos antes.

Estaba embarazada de Daoud.

Las lluvias comenzaron esa noche. Me quedé en mi terraza, mirando cómo la fina malla de humedad y lluvia aparecía tan sutilmente que resultaba casi invisible e inaudible. Y sin embargo, cuando se hizo de noche, su intensidad aumentó hasta que su presencia se hizo notar con un tamborileo y abrió canales en la tierra endurecida. Salí fuera, conmocionada todavía. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a tener aquel niño? Me caí de rodillas sobre un charco que aumentaba cada vez más, y en cuya superficie la furia de la lluvia formaba ondas. Miré hacia el cielo, dejando que las gotas me azotaran los ojos, los labios y el cuello. Pensé en Faith, que había puesto fin a su vida y a la de su hijo. Pensé en Meg Liston, y en su forma de abrazar la vida. Pensé en quién había sido yo —no la señorita Linny Smallpiece, ni la señora de Somers Ingram, sino Linny Gow, en Paradise Street— y en mi firme decisión de forjarme mi propio destino.

Permanecí de rodillas durante un largo rato hasta que la lluvia que me fustigaba amainó, se volvió más fina, y al final quedó reducida al goteo constante que caía de las hojas. El aire era limpio y puro, y la luna se deslizaba entre las nubes del monzón. Brillaba en los pequeños charcos que se habían formado en los hoyos de tierra poco profundos, y parecía que hubiera piedras preciosas reluciendo a mi alrededor.

Malti fue a buscarme y se situó frente a mí sosteniendo una vela. La suave brisa hacía que la llama parpadeara.

Mem Linny... —dijo, casi en un susurro, me tendió la mano y me ayudó a levantarme.

Cogí su mano y alcé la barbilla. Encontraría el modo de tener aquel bebé. Mi despertar dependía de él. Durante las horas que habían pasado desde que me había enterado de su existencia, había descubierto que podía quererlo y que iba a hacerlo, y que de algún modo iba a ser mi salvación.