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Me bautizaron Linnet Gow, pero me llamaban Linny Munt. Fue mi dulce y soñadora madre, Frances Gow, quien me puso aquel nombre de pila pensando en el pájaro capaz de emitir veinticuatro variaciones de una nota. Munt era el apellido del hombre que la acogió cuatro meses antes de que yo naciera.

Ram Munt, el hombre que me puso en venta por primera vez —y durante los dos años siguientes— no era mi verdadero padre, ni siquiera mi padrastro, ya que él y mi madre no se habían casado. Sin embargo, era el único padre que había conocido, aunque yo sabía que no me veía como a una hija suya. Simplemente era la hija de Frances, una carga, una boca que alimentar.

Ram Munt sentía predilección por dos historias. La primera guardaba relación con los años que había pasado en el mar. Era poco más que un niño cuando llegó solo a Liverpool desde un pueblecito situado al norte. En plena busca de una vida mejor, fue reclutado por medio de la leva y montado a bordo de un barco que emprendió un viaje de ocho meses de duración. Allí tomó contacto con la vida marítima de la forma más cruel posible. Cuando el barco regresó a Liverpool y echó el ancla, él trató de escapar, pero fue reclutado otra vez antes de que hubiera podido abandonar el puerto y se vio forzado a hacerse de nuevo a la mar, pero esta vez era mayor y más fuerte y no estaba dispuesto a dejarse intimidar. Cuando su segundo viaje tocó a su fin ya llevaba el mar en las venas, y trabajó a bordo de barcos hasta que resultó herido con demasiada frecuencia por los barriles que rodaban, los crueles anzuelos y los accidentes inesperados en los muelles resbaladizos, y aparecieron hombres más jóvenes, fuertes y ágiles que él dispuestos a encargarse de su trabajo. Tiempo después de haber sido contratado como hilandero en la cordelería que había cerca de Williamson Square, sus dedos gruesos y dañados todavía podían trabajar las fibras de cáñamo con destreza y llevarlas hasta el fondo de la habitación para enrollarlas en la bobina, proceso que repetía durante todo el día. Seguía empleando el lenguaje grosero de los barcos y lucía en la espalda las cicatrices de una gran cantidad de latigazos; sus manos olían a la brea de pino con la que mojaba las cuerdas para hacerlas más fuertes.

La otra historia giraba en torno a su decisión de acoger a mi madre, y la contaba más a menudo que los relatos de sus viajes en barco, normalmente los sábados a altas horas de la noche después de haber pasado toda la velada en el Flyhouse o en Ma Fenny’s.

Nos sacaba a mi madre y a mí de la cama —ella prefería compartir un catre conmigo, aunque Ram seguía pidiéndole que le hiciera compañía varias veces a la semana— y nos hacía sentar a la mesa y escuchar mientras él relataba la heroica historia que narraba cómo había encontrado a mi madre una noche lluviosa de primavera. Dándose un golpe en el pecho digno de un matón, nos contaba cómo la había descubierto, empapada hasta los huesos y vagando bajo la lluvia sin ningún sitio donde caerse muerta.

Madre mantenía la cabeza gacha mientras él narraba la historia. Todos los días acababa agotada después de trabajar catorce horas con el bastidor en la sala de los catecismos del taller de encuadernación, rodeada de pilas de libros de texto a la espera de que les pusieran la cubierta: la Historia de Inglaterra de Goldsmith, las Preguntas de Mangnall, la Ortografía de Carpenter y, por supuesto, los altísimos montones de catecismos de Pinnock.

—Nunca he sido de los que dan la espalda a una mujer en apuros —seguía Ram—. Así que la recogí. La recogí y le ofrecí comida y una lumbre para que entrara en calor. Solo con eso ella ya podría haberse dado por satisfecha, pero no tardé en convencerla de que mi techo y mi cama eran mucho mejores que lo que la esperaba en la calle.

A veces modificaba los detalles: en una versión la detenía cuando ella se disponía a saltar desde la orilla miasmática del Mersey para arrojarse al agua fría y grisácea. En otra, luchaba contra una banda de estibadores que estaban intentando forzarla en medio de las sombras del viejo muelle, donde antiguamente se reparaban los barcos destinados al comercio de esclavos.

—En su momento incluso la dejé usar mi apellido para que no tuviera que cargar con la vergüenza de tener una hija bastarda —continuaba, mirándome a la cara—. De aquí es de donde vienes —acostumbraba añadir en ese punto, lanzándome una mirada colérica como si yo quisiera llevarle la contraria—, no lo olvides. Por muchos cuentos que tu madre te meta en la cabeza, naciste y te criaste en Back Phoebe Anne Street. Llevas el olor del Mersey metido en la nariz y tienes la marca del pez. Nadie confundiría el origen de alguien que lleva la marca del pez. Eres hija de un marinero, cualquier idiota puede verlo.

Se refería a la marca de nacimiento que tenía en la piel de la parte inferior del antebrazo, justo por encima de la muñeca: una pequeña mancha de color vino que resaltaba ligeramente, con una forma alargada y ovalada y dos pequeñas protuberancias en un extremo. Efectivamente, tenía la forma de un pez con su cola, pero yo no creía que tuviera nada que ver con la sangre que corría por mis venas.

Mientras el hombre al que entonces llamaba papá relataba aquella vieja y tediosa historia, yo permanecía impasible, al igual que mi madre, pero únicamente porque ella mantenía su mano fría y delgada sobre mi brazo, acariciando distraídamente mi marca de nacimiento con la uña rota y bordeada de tinta de su pulgar. A mí me costaba mucho más que a ella permanecer en silencio, y no creo que se debiera a mi edad. Por pequeña que fuera entonces, ya era capaz de advertir que a ella no le quedaba la más mínima pizca de orgullo para enfrentarse a él o a cualquier otra persona; aceptaba a Ram Munt y sus rudas maneras de un modo que yo no alcanzaba a entender. La vergüenza que ella me despertaba y el odio que sentía por él siempre me habían encendido.

Mientras que yo me esforzaba por reprimir la rabia que aceleraba el ritmo de mi respiración, la cara de mi madre no mostraba la menor emoción al escuchar la cantinela de Ram. ¿Había sido siempre una persona tan resignada, tan derrotada? De vez en cuando trataba de inspirarme lástima por él diciéndome lo mucho que había sufrido de niño al verse obligado a viajar a bordo de aquellos barcos.

—Le pegaban todos los días, y los hombres lo utilizaban para aliviarse cuando les venía en gana —me decía—. Eso lo endureció. Intenta imaginarte cómo debía de ser de niño —me dijo una vez.

Pero me resultaba imposible. Nada podía hacerme olvidar el odio que me despertaba por la forma en que trataba a mi madre.

Una vez que él se iba a la cama dando traspiés, después de su diatriba semanal, yo rodeaba a mi madre con los brazos.

—No le hagas caso —le susurraba—. Cuéntame otra vez la historia de Rodney Street.

Yo sabía que aquel había sido su momento de esplendor; era la única anécdota de su repertorio. Entonces su boca esbozaba una débil sonrisa y me contaba una vez más aquel relato que tanto me gustaba: la historia del trabajo que había desempeñado como doncella al llegar a Liverpool de Edimburgo, y su relación con un joven distinguido que había pasado un lluvioso mes de diciembre en la imponente casa de estilo georgiano de Rodney Street. Madre decía que estaba segura de que él poseía sangre noble: tenía unas facciones tan refinadas, una espalda tan erguida y unas manos tan suaves... Y solo con recordar sus maneras y su forma de hablar se le saltaban las lágrimas. Su nombre, decía, era lo único que no sabía, y aunque yo lo hubiera sabido tampoco me habría servido de mucho. Cuando la visita del joven concluyó y tuvo que marcharse de Liverpool, le prometió que volvería a buscarla en la fiesta de la Candelaria o, como muy tarde, el día de la Anunciación, a finales de marzo. Tenía pensado visitar Estados Unidos en mayo e iba a llevarse a mi madre con él. A Estados Unidos, decía ella.

Al llegar a ese punto la cara de mi madre resplandecía levemente y se quedaba callada recordando. Pero la historia no tenía un final feliz. El joven distinguido no regresó a Rodney Street, y con el tiempo se descubrió lo que Frances Gow había estado haciendo. Fue despedida bruscamente, de forma deshonrosa, y se vio privada de las referencias que hubieran podido garantizarle otro empleo; tres semanas después de aquello, Ram Munt le ofreció cobijo.

—No tenía ninguna otra opción, Linny, ninguna en absoluto —era como siempre terminaba—. Intenté encontrarlo... a tu padre. Volví a la casa de Rodney Street muchas veces y me quedaba escondida entre las sombras al otro lado de la calle por si aparecía. Al fin y al cabo, si hubiera vuelto no habría tenido forma de dar conmigo. Después que tú naciste, conseguí hablar con las chicas de la cocina, pero me juraron que no lo habían vuelto a ver. ¿Qué otra cosa podía hacer, Linny? Él nunca llegó a saber que tú existías. Si lo hubiera sabido, se habría casado conmigo, lo sé —decía mi madre—, porque me quería de verdad. No parecía que me quedara otra opción, así que hice lo que tenía que hacer. —En ese punto miraba en dirección al lugar donde papá se hallaba acostado, tumbado en la cama boca abajo, emitiendo unos ronquidos que sonaban en un murmullo constante y apagado.

Cada pocos minutos cogía la caja de madera que escondía en el fondo del tocador. Contenía un espejito redondo con el dorso dorado, el libro de Wordsworth en el que figuraba «El pardillo» —el poema que había dado origen a mi nombre— y un colgante de oro con forma de corazón. En su superficie, dibujado con unos aljófares diminutos, había un pájaro; mi madre me dijo que creía que se trataba de un pardillo. Tenía en el pico una rama hecha con unas piedrecillas minúsculas que madre me dijo que eran esmeraldas. Ram Munt decía que eran cristales.

—Tu padre me dio estas cosas. El espejo, porque le gustaba mucho mirar mi cara. El libro, porque le gustaba oír mi voz cuando leía en voz alta. Y el colgante, me dijo, era el corazón que me entregaba —afirmaba, frotando con los dedos la superficie levemente brillante de la joya—. Algún día será tuyo, Linny. Para que recuerdes que no llevas el Mersey en las venas, aunque no te puedas quitar su olor de la nariz.

Yo siempre asentía con la cabeza y sonreía. Escuché aquella historia una y otra vez hasta el día que mi madre murió, rápidamente y de forma silenciosa, víctima de una fiebre veloz que consumió la vida de su ya enjuto cuerpo. Yo ya tenía más de diez años y llevaba trabajando con ella en el taller de encuadernación desde que había cumplido los seis. Había empezado recogiendo los enormes montones de hojas salidas de la imprenta y llevándolos al lugar donde los plegadores se hallaban sentados tras unas amplias mesas. Una vez que habían nivelado los pliegos de cada hoja con un pequeño cuchillo con el mango de marfil, las hojas eran compaginadas y llevadas a las cosedoras. Mi madre trabajaba con el bastidor, juntando los grupos de hojas con una curiosa aguja. Podía coser doscientos o trescientos libros al día. Justo antes de que muriera, yo había sido ascendida a plegadora y tenía mi propio cuchillo con mango de marfil. Si todo salía según lo previsto, sería cosedora cuando tuviera catorce años.

Durante el primer año después de su muerte, visité cada domingo su sencilla tumba situada en la zona baja del cementerio de lo que se conocía como la iglesia de los marineros, pues el Mersey corría justo al lado, al final de Chapel Street. Naturalmente, se trataba de la iglesia parroquial de Nuestra Señora y San Nicolás. Solía quedarme allí un rato, escondida en medio de las lápidas húmedas adornadas con ortigas y las cruces humildes, recorriendo con los dedos las letras de su nombre —Frances Gow—, grabado con golpes poco profundos en la sobria cruz de madera. Siempre me acordaba de que papá se había negado a pagar para que tocasen las campanas en su entierro, de modo que únicamente tuvo un triste funeral al que asistieron algunas cosedoras del taller y unos cuantos vecinos, a los que después él no ofreció ni siquiera una taza de té.

Mi madre merecía algo más que eso, y cada domingo, al recordar que ni siquiera la había tratado como es debido cuando murió, volvía a sentir odio por él.

En una de aquellas visitas, una tarde oscura y lluviosa, contemplé un gran pájaro negro que me observaba a pocos centímetros de distancia, clavando su cruel pico en la hierba escasa. Vi cómo su ojo de color anaranjado permanecía sin pestañear y me estremecí. Cuando alzó el vuelo haciendo restallar sus alas como si fueran unas sábanas mojadas agitándose, decidí que encontraría a mi padre. Sin duda, no era más que el sueño de una niña, pero a menudo los sueños se convierten en realidad y resultan necesarios para mantener la esperanza. Partí hacia el norte en dirección a una parte de la ciudad donde no había estado nunca, hasta Mount Pleasant, y, tras preguntar en numerosas ocasiones, al final di con Rodney Street.

Había un buen trecho desde Back Phoebe Anne Street, pero después de aquella vez me habitué a ir hasta allí los domingos cuando el tiempo era favorable, y me dedicaba a recorrer arriba y abajo la calle más prestigiosa de Liverpool, contemplando las casas de estilo georgiano con sus balcones de excelente hierro forjado. Veía a chicas que debían de ser de mi edad, pero que tenían un aspecto muy distinto del mío. Al volver a Vauxhall Road parecía una chica como cualquier otra, con mi vestido de trabajo demasiado corto, lleno de remiendos y de manchas, mis botas con rozaduras y mi chal andrajoso. Sin embargo, allí las chicas llevaban bonitos vestidos y capas de terciopelo. Lucían medias limpias y sin zurcidos; sus zapatos brillaban y solían tener hebillas plateadas. Llevaban el pelo recogido con cintas de satén, poseían una piel sin rastro de marcas, y me miraban con sus ojos claros como si no existiera. Yo no era nadie, una pobre chica de la zona de los muelles. Nadie me dirigía la palabra, excepto una mujer fornida que un día me empujó al pasar a mi lado por la calle mientras yo contemplaba una de aquellas magníficas casas.

—Apártate, muchacha —dijo malhumoradamente—. Esta es una calle respetable. Aquí no queremos a las de tu calaña.

Yo no le hice caso. Me daba igual lo que ella o cualquier otra persona de Mount Pleasant pensara de mí. Me dedicaba a estudiar detenidamente a cada hombre que veía, tanto si el individuo iba caminando por la calle como si montaba a caballo, tanto si resultaba visible a través de las ventanas de una elegante berlina como si ocupaba el asiento de un faetón con altas ruedas, buscando la cara que veía en mi imaginación, una cara que tenía unos ojos con motas doradas y una forma similar a la de los míos y el mismo pelo rubio que yo poseía.

Sabía el aspecto que tendría porque para mí había pasado a ser tan real como la historia de mi madre.

Y, al final de cada una de aquellas tardes infructuosas de domingo, regresaba a la parte baja de la ciudad. A medida que las casas disminuían de tamaño, se juntaban cada vez más y se convertían en viviendas miserables y mugrientas, yo experimentaba la estrechez de mi propia vida. Era una sensación real y vívida, como el dolor que notaba en los tobillos, que tenía en carne viva de las rozaduras causadas por las botas de la casa de empeños.

Sin duda mi madre había sido doncella: ¿acaso no sabía leer y escribir, y su voz no era dulce y su forma de hablar refinada, salvo por su leve acento escocés? Y sabía cómo hacer las cosas correctamente: insistía en que me sentara derecha a la hora de nuestras sencillas comidas, con un trapo limpio extendido en el regazo, y me enseñó a coger el cuchillo y el tenedor, a cortar la comida en trozos pequeños, a masticar lentamente y a tratar temas agradables en la mesa. Me ayudó a aprender a leer e incluso gastó algunos peniques de los sobres de su paga en comprarme catecismos deteriorados del taller de encuadernación. Podía conseguir uno de los pequeños libros de texto que costaban seis peniques por medio penique si había salido defectuoso, con las páginas del revés o la cubierta estropeada. Aquel era nuestro secreto. Papá no le habría permitido gastar dinero en algo tan superfluo como un libro. Yo los tenía escondidos debajo de mi catre, y muchas noches, cuando mi madre estaba dormida y él se hallaba fuera, leía hasta que también conciliaba el sueño.

Mis preferidos eran las docenas de volúmenes de la serie Amigo de los jóvenes. Contenían preguntas y respuestas sobre temas que abarcaban desde la historia a los negocios, la geografía y la poesía. Naturalmente, no podía permitirme ser exigente: en cierta ocasión el único libro nuevo que tuve para estudiar durante dos semanas enteras fue el Manual de mecánica: una sencilla introducción al mundo de las máquinas.

Mi madre también me enseñó a mirar a las personas a la cara cuando hablaba con ellas, y siempre corregía mi lenguaje: si hablaba como habla la gente en la calle o en las fábricas, nunca conseguiría ascender por encima de ellos. «Y tienes que salir de aquí, Linny. Hay más mundo que esto, mucho más que la calle y el trabajo. No soporto la idea de que no llegues a conocer nada más.»

Papá se reía de ella y le preguntaba a qué se refería cuando hablaba de ascender por encima de la gente. ¿Para qué creía que me estaba preparando? ¿Acaso pensaba que me convertiría en una doncella, como afirmaba haber sido ella?

—Se quedará contigo en el taller, donde tiene un trabajo respetable, y luego buscará a alguien que se case con ella y la saque de mi mesa. Que otro se preocupe de mantenerla.

Pero mi madre nunca dejó de hacer planes. Era como si no estuviera dispuesta a permitir que me olvidara de que ella no venía de aquel sitio y estuviera convencida de que tenía que marcharme de allí como fuera. Los sueños de la vida mejor que anhelaba para mí parecían proporcionarle los únicos momentos de felicidad de los que disfrutaba.

—Podría ser una institutriz, si le dieran la oportunidad. Sabe leer muy bien. Sería una institutriz perfecta —dijo una vez, mientras cenábamos—. Si tuviera buena ropa, podría conseguir que la mandaran con la gente adecuada por medio de la iglesia. No hace falta mencionar que viene de Vauxhall Road. Tiene una voz más fina que la mía. Cualquiera podría decir que viene de Escocia. No es necesario que sus antecedentes... —Su voz fue disminuyendo. Tenía un brillo apagado en la frente y más de una vez durante aquella comida que no había tocado, consistente en patatas hervidas con beicon desmenuzado, se había llevado la mano hasta allí, y de repente apartó los dedos y los miró como si estuviera sorprendida—. Si le dieran una oportunidad —repitió, mientras sus mejillas se teñían de un rubor insólito en ella—, mi chica me haría sentir muy orgullosa. —Sus ojos centelleaban de forma temeraria e, interpretando aquel brillo como una señal de osadía por su parte, me envalentoné y hablé como nunca lo había hecho delante de Ram Munt.

—Ya sé lo que me gustaría hacer —dije, y mi madre se volvió hacia mí, con una sonrisa tensa en los labios, aguardando, estoy segura, a que me mostrase de acuerdo con ella, aunque las dos sabíamos que una chica de la parte baja de Liverpool nunca conseguiría pasar por institutriz—. Me gustaría decorar los libros en la imprenta.

La extraña sonrisa se desvaneció.

—¿Qué quieres decir?

—Me gustaría ser acabador, como hace el señor Broughton en el taller de acabado.

Su rostro se ensombreció.

—¿Cuándo has subido tú al tercer piso?

—El capataz a veces me manda arriba a llevarle mensajes al señor Broughton. Tiene un montón de cosas bonitas allí. —Sonreí al hacer memoria—. He visto cómo le ponía el dorado a un libro y luego lo estampaba con unas herramientas calientes. Tenían un montón de formas distintas: círculos, espirales, diamantes, y todas las letras. El señor Broughton puede hacer cualquier diseño que se le ocurra con esos moldes calientes y esas letras. ¡Piénsalo! Poder crear algo tan maravilloso... —Me detuve al ver la decepción reflejada en la cara de mi madre y oír la risita de Ram.

—Pero ese no es trabajo para una dama —dijo mi madre—. Una mujer nunca podría hacerlo. Ya sabes que solo pueden hacerlo los chicos que entran como aprendices de los acabadores. Y, además, solo los hombres son lo suficientemente mañosos para trabajar en el taller de acabado. ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?

No podía confesar que el señor Broughton me había dejado experimentar más de una vez en aquellas ocasiones aisladas. Le había dado una capa al papel vitela y había pintado iniciales, e incluso había estampado en oro un trozo estropeado de piel de becerro. Él parecía disfrutar con nuestras actividades clandestinas —enseñándome rápidamente esto y aquello, sin dejar de lanzar miradas por encima del hombro— tanto como yo.

La risita de papá se convirtió en una carcajada, y estuvo divirtiéndose durante un minuto entero antes de decirme, mientras se enjugaba los ojos, que hiciera lo que mejor sabía hacer —echarle más patatas en el plato— y que no volviera a mencionarle unas ideas tan absurdas como las de trabajar de institutriz o acabadora.

Esa misma noche, más tarde, la fiebre que había estado jugando con mi madre durante las últimas veinticuatro horas se apoderó de ella con fuerza.

Y, menos de un año después de morir ella, papá llevó a casa al señor Jacobs.