24
Me preocupaba Faith. Ella y Charles se habían visto obligados a vivir en una zona bastante destartalada reservada para los funcionarios subordinados por la que yo pasaba con frecuencia. Su casa se encontraba situada en el extremo más alejado de Chitpore Road, en una hilera de bungalows bajos construidos pobremente, cuyos muros lucían grandes grietas en las que brotaban las malas hierbas.
Cuando visité a Faith por primera vez, la estación cálida empezaba ya a resultar insoportable. Su bungalow era pequeño pero pulcro, y estaba lleno de vestigios de la vida de Charles en la India, a diferencia de las casas de Garden Reach, Alipur y Chowringhee que yo frecuentaba. Su sencillez y sobriedad resultaban agradables, con su mobiliario de rota y sus mesitas de latón, sus paredes blancas totalmente lisas a excepción de algunos tapices, y la olorosa estera de junco que había en el suelo. Pese a su descenso en el escalafón social, Faith parecía feliz durante el período de euforia de su matrimonio con Charles y disfrutaba jugando a papás y mamás. La casa no tenía terraza, y la parte trasera daba a un patio. Como no podía recibir corrientes de aire, resultaba sofocante.
Faith tenía la cantidad mínima de criados: una muchacha delgada de unos doce años que ejercía de ayah, su hermano pequeño que se encargaba de la limpieza general, y un hombre mayor que se movía de un lado para otro sin hacer nada. Compartía un cocinero, un dhobi y un durzi con los ocupantes de otros tres bungalows.
Conforme iba pasando el tiempo y el calor debilitante invadía Calcuta, las respuestas de Faith a las notas en las que le pedía que viniera a visitarme a casa durante el día, o bien le preguntaba si podía ir a visitarla yo, empezaron a contener disculpas y excusas, y a citar diversos motivos que iban del calor al malestar que sentía o a algún problema con un criado. Al no verla durante tres semanas, decidí visitarla a pesar del bochorno vespertino.
La ayah me recibió en la puerta y me acompañó hasta el pequeño salón. Se fue a llamar a Faith, y mientras la esperaba en la habitación, aturdida por la falta de aire, no pude evitar fijarme en las termitas que se movían en la estera del suelo y en el olor rancio a ropa sucia. La cenefa del punkah lucía una capa de polvo. A través de una puerta abierta se veían los platos y tazas sin lavar que había en la mesita redonda de teca del comedor. Finalmente apareció Faith. Estaba pálida, tenía la ropa arrugada y el pelo se le soltaba de las horquillas.
—Hola, Linny —dijo—. Estaba tumbada, sin moverme, para ver si así me refrescaba un poco. Por favor, perdona el estado de la casa. Últimamente no hemos recibido ninguna visita. Hace demasiado calor.
—Claro. ¿Quién puede hacer algo con este bochorno? —dije.
Nos sentamos, y le dijo a la ayah que nos trajera té. Además del té, la muchacha trajo un plato con bizcochos. La joven olía al ghee que usaba para untarse el pelo. Faith no miró el plato, pero me fijé en que los bizcochos tenían un aspecto harinoso.
Intentamos charlar un rato, pero Faith parecía confundida y se dedicó a dar instrucciones a la ayah para el cocinero que luego rectificó dos veces. Ordenó al muchacho encargado de la limpieza que se ocupara de unas tareas nimias e irrelevantes mientras las moscas revoloteaban encima de los platos sucios. Cuando, al cabo de media hora, anuncié que iba a marcharme, empezó a pasearse por la habitación, mirando por las ventanas.
—¿Seguro que estás bien, Faith? —pregunté. Advertí que no llevaba corsé ni enaguas, y que el vestido de color crudo le caía flojamente, manchado de sudor en las axilas y la espalda. Con aquel calor, yo me cambiaba como mínimo cuatro veces al día: Malti me preparaba baños de agua fresca, y siempre tenía ropa limpia esperándome.
Me miró distraídamente.
—Sí, creía que Charles llegaría a casa antes de lo habitual. Esperaba que llegase. No me gusta estar aquí sola.
—No estás sola. Tienes a los criados y a las demás mujeres del patio. ¿No les haces visitas?
Apartó la vista de la ventana.
—Quería decir que... espero que llegue antes de que te marches. —Se acercó a mí—. Son los criados. Siempre me están observando, y me da la impresión de que no les gusto.
—Tal vez deberías salir más —dije—. Sé que es difícil con este calor, pero no puedes quedarte encerrada sola todos los días.
—A mí no me invitan a los mismos sitios que a ti, Linny.
—Pero yo suelo salir con Malti a hacer otras cosas. En el Calcuta Club hay una pequeña biblioteca.
—A Charles no le permiten ser miembro.
—Pero yo te podría llevar como invitada.
—Todo es muy agotador —dijo Faith, y cuando me marché, veinte minutos más tarde, se hallaba distraída, preocupada por el desorden de la mesa e inquieta por si la cena de Charles no era de su agrado.
Si bien había aspectos de mi vida en Calcuta que me irritaban, había muchos otros que me agradaban. Pasaba muchas horas maravillosas en la biblioteca. El señor Penderel, el anciano que la supervisaba, llegó a conocerme; creo que se alegraba de ver que alguien atravesaba las puertas, pues nunca había nadie cuando yo llegaba, cada cuatro o cinco días, para llevarme otros dos libros. Al cabo de unos meses empezó a reservarme los libros recién llegados por barco. La primera vez que me vio inspeccionando la encuadernación de un libro especialmente bonito frunció el ceño.
—Le aseguro, señora Ingram, que no hay ácaros en la encuadernación. Reviso cada libro a conciencia antes de ponerlo en las estanterías, y los vuelvo a revisar cuando alguien los devuelve después de habérselos llevado. Cuido mucho la conservación de los libros con este clima.
—Oh, no estaba buscando ácaros, señor Penderel. Estaba mirando el libro detenidamente. Tiene una curiosa costura aquí —se la mostré— que no había visto nunca.
—Vaya —dijo el señor Penderel, al tiempo que se le iluminaban los ojos—, ¿le interesan los libros como objeto?
—Sí —le dije—. Llevo estudiando cómo se hacen los libros desde... bueno, desde que era muy pequeña. Siempre me ha gustado.
El señor Penderel se apresuró a sacar varios ejemplares, y nos pasamos una buena media hora hablando sobre el acabado y el estampado. Aquella conversación me estimuló más que cualquiera de las que había mantenido desde hacía mucho tiempo.
Las visitas a la biblioteca, las citas con Faith y las frecuentes escapadas de Somers por motivos de placer me hicieron creer —durante aquellos primeros meses de matrimonio— que me hallaba más cerca que nunca de vivir con una serena satisfacción.
18 de julio de 1831
Querido Shaker:
Con el final de junio llegó el vendaval abrasador: el viento del oeste. Este viento arrastra un polvo fino y arcilloso del que es imposible escapar; es tan insidioso como su olor, que entra en las casas por las grietas y fisuras. Se me mete en los ojos, las orejas, los orificios de la nariz y entre los dientes. Parece como si mis sentidos también se viesen embotados por él. Incluso los criados se muestran inquietos.
Cuando el viento se vuelve más intenso, su fuerza es tal que arranca del suelo los edificios más endebles y dobla prácticamente por la mitad los árboles. Se dice que provoca la locura a los ingleses, y tal vez sea cierto: un delirio temporal, ya que el cerebro arde incesantemente de un modo que intuyo debe de ser similar al de la fiebre cerebral. Una vez que cesa todo el mundo se queda quieto, escuchando, pues esa tranquilidad parece contener una amenaza.
Cuando los vientos remiten llegan los primeros monzones, que aparecen sin avisar. Es como si el cielo se hubiera abierto y arrojase sobre la ciudad cubos de agua caliente. Por las calles corren ríos de lodo que hacen que resulte prácticamente imposible caminar, llevando las pesadas faldas a rastras, y las varias capas de enaguas y miriñaques que me veo obligada a ponerme cada vez que salgo de casa. Los chaparrones diarios duran unas horas y luego cesan con la misma brusquedad con que habían comenzado. Cuesta respirar con este aire caliente y húmedo, y a veces me siento como si estuviera tratando de tomar aire a través de un trozo de gasa empapada. Tras un breve respiro durante el cual luce un cielo sorprendentemente azul y aparece un sol resplandeciente, se acumulan nuevas nubes, el color azul se torna en un gris amenazador, y al momento regresan los monzones con renovada fuerza.
Un moho verde, brillante y reluciente como una esmeralda crece durante la noche y cubre todos los objetos hechos con papel, tela o cuero, incluso dentro de casa. He descubierto para qué sirve la misteriosa pila de cajas revestidas de hojalata que encontré en un rincón de una habitación vacía, y ahora guardo mi ropa en ellas. Cuando no esperamos visitas, los criados cubren todos los muebles con sábanas. Me paso la mayoría del tiempo en la terraza que hay junto a mi dormitorio.
Las moscas pululan a docenas por las ventanas abiertas, y con el aire húmedo parece que surja una gran variedad de bichos que vuelan, se arrastran y zumban. Anoche, a la hora de cenar, distinguí las lepismas, las termitas, los pinacates, las orugas y los ciempiés que se abrían paso en la mesa. Evidentemente, resulta difícil comer. En cuanto la comida queda al descubierto empieza a oírse un revoloteo, en lugar del sonido que hace el numeroso grupo de muchachos con sus matamoscas. Detrás de mí se coloca un criado con una cuchara, con la que aparta los escarabajos más grandes y los bichos que aterrizan en mis hombros y mi pelo. Somers se ha habituado a tomar la mayoría de las comidas en el salón de caballeros del edificio de la Compañía, sumamente limpio y casi precintado.
Sería incapaz de confesarle esto a nadie más que a ti, Shaker, pero muchos de los insectos me resultan fascinantes. Algunas polillas son gráciles y delicadas, con unas alas que parecen tejidas de oro. Capturé un formidable ciempiés con rayas verdes y amarillas de unos veinte centímetros de longitud y lo tuve metido en un tarro de cristal durante más de una semana. Cada mañana le echaba hojas y observaba con un temor reverencial cómo masticaba su comida. Incluso las moscas, Shaker... ¡Las moscas! No son como las moscas azules de Inglaterra. Muchas de ellas tienen el cuerpo de un intenso color borgoña o de un verde lleno de viveza.
He aprendido a envolver la cama con unos voluminosos pliegues de muselina fina, y cada noche, antes de meterme, retiro las sábanas y realizo una inspección detenida para asegurarme de que no me toparé con un escorpión dormido. Luego examino el grueso dosel de lino que hay encima de la cama para comprobar que se encuentra firmemente sujeto en su sitio. Una noche tuve un despertar de lo menos agradable cuando un escarabajo pelotero del tamaño de una nuez me cayó en la cara desde el techo, y esa fue la primera y la última vez que descuidé mi inspección nocturna. También he descubierto, bastante consternada, que una esponja de baño constituye un refugio ideal para un escorpión.
Cada mañana me tomo mi dosis de quinina —una cucharada terriblemente grande—, sin poder reprimir los escalofríos que me provoca su sabor amargo. Me han advertido que la malaria golpea con mucha frecuencia durante la estación de las lluvias. Somers fue víctima de la enfermedad durante el primer año que pasó aquí (hace ya más de cinco años), y es propenso a sufrir ataques.
Cuando está enfermo prefiere mantenerse aislado, y es atendido por los criados. Pero le he oído quejarse y susurrar que una mano enorme le está retorciendo los huesos con violencia, y que escucha el ritmo incesante de un timbal dentro de su cabeza que le hace creer que va a volverse loco. Aunque me ha hablado poco de sus padres, en sus delirios llama a gritos a su madre como si fuera un niño. Y un momento después maldice a su cruel padre, cuyo recuerdo lo persigue.
Durante su último ataque temblaba con tal violencia que se le partió un diente. ¡Pobre hombre!
Y concluyo con ese apunte, pero no sin la promesa de volverte a escribir, querido Shaker.
Atentamente,
Linny
Evité escribir más de un par de líneas sobre Somers, pues ¿qué podía decir de él? Al principio no creía que fuera un hombre malo; simplemente alguien ensimismado. Seguíamos tratándonos como vecinos indiferentes aunque educados que compartían la misma casa. De vez en cuando él me hablaba con crueldad y me soltaba una retahíla de insultos, pero únicamente cuando había bebido más de lo habitual, o en caso de haberse llevado una decepción tras una cita. Al día siguiente me pedía disculpas con un pequeño regalo: una chuchería o una joya, algo impersonal que pudiera comprar por encargo uno de sus culis en los almacenes Taylor. En esas ocasiones me daba cuenta de que Somers comprendía que su comportamiento había sido impropio, y pese a que una sonrisa auténtica o una palabra afectuosa habrían significado más para mí que un obsequio inútil, parecía que aquella fuera la única forma que tenía de decirme que lo sentía.
En los ratos libres lo sorprendía examinándome, pero siempre apartaba la vista rápidamente y me daba negativas cuando le preguntaba si había algo que deseara contarme. Notaba la profunda infelicidad que albergaba en su interior y que él ocultaba con su encanto y fanfarronería. Una vez traté de preguntarle por su infancia en Londres, por su madre y su padre, pero se negó a hablar de su pasado.
Parecía que no quisiera tratar ningún aspecto de su vida, no solo del pasado sino también del presente. Y, de igual modo, tampoco quería saber nada sobre mis ocupaciones. Cuando le preguntaba por su trabajo, me decía que sería de escaso interés para mí. Cuando intentaba hablarle de los libros que estaba leyendo y de las conversaciones que mantenía con el señor Penderel en la biblioteca del club, se mostraba aburrido. Las raras veces que coincidíamos por la noche hablábamos de la casa y de los criados, de los planes para las próximas invitaciones y de los eventos sociales en los que se había requerido nuestra presencia. Nunca hablábamos sobre asuntos que concernían a la cabeza o el corazón.
Fue después que remitieron los monzones, cuando ya nos encontrábamos en la maravillosamente templada estación fría, cuando comenzó la espiral descendente de nuestro matrimonio. Para entonces llevaba en la India casi un año.
Somers había aprovechado el buen tiempo para acompañar a otros hombres que se iban de caza, y había estado fuera casi tres semanas. Volvió a casa con la piel quemada en una amplia variedad de tonos y terriblemente cansado, mostrándose huraño ante la falta de trofeos, y maldiciendo la incompetencia de sus culis a la hora de inspeccionar el terreno. Me contó que, pese a haber encontrado una abundante colección de presas de caza mayor —tigres, panteras, ciervos sambares y jabalíes—, los culis se habían asustado fácilmente tras la muerte de uno de ellos a causa del inesperado zarpazo de un tigre herido.
—Malditos cobardes —añadió—. Después de eso, cada vez que hacían una batida y oían el menor ruido se subían a los árboles. Dejaban escapar a los animales.
—Pero seguro que tenían motivos para estar...
—No hay excusas que valgan, Linny. Se les paga para que hagan su trabajo.
Estábamos en el salón, con su ambiente silencioso y solemne. Él se paseaba frente al sofá de damasco donde yo me hallaba sentada, con el libro que estaba leyendo antes de que él llegara. Nunca lo había visto de tan mal humor, y guardé silencio mientras despotricaba de su lamentable viaje. Finalmente llamó a gritos a los criados, y un gran número de ellos acudió corriendo. Pidió que le llevaran agua a la habitación para darse un baño y dio instrucciones para que le prepararan una copiosa cena inglesa que constara de muchos platos, entre ellos un cuarto de cordero, rosbif con salsa y pudín de Yorkshire. Cogió una botella de oporto del armario y desapareció durante el resto de la tarde.
A primera hora de la noche me invitó a cenar con él, y nos sirvieron la comida con la pompa habitual en unos platos de Sèvres y una pulida vajilla de plata. Somers tenía junto al plato una copa de Madeira aguado de la que iba bebiendo pequeños sorbos con cada bocado, y llamaba continuamente al khitmutgar para que se la llenase.
Mientras él cortaba la carne con bastante torpeza, masticando lentamente pero con deleite, yo bebí un sorbo de agua de la delicada copa de cristal y empecé a empujar mi tajada de bistec rosado alrededor del plato.
Al final Somers alzó la vista.
—¿No te gusta cómo está cocinada la carne? —No era capaz de articular bien las palabras; nunca lo había visto tan ebrio. Me pregunté si estaba empezando a sufrir otro ataque de malaria.
—He merendado tarde, y esta cena es muy pesada.
—Pues pide otra cosa. Rahul —le dijo a un muchacho que pasaba por la habitación con un montón de servilletas limpias—, llévate el plato de la señora Ingram.
El chico miró el plato. Abrió mucho los ojos y agachó la cabeza.
—Coge el plato, Rahul —ordenó Somers de nuevo.
Rahul retrocedió con la cabeza todavía inclinada.
—Somers, sabes que no puede hacerlo —dije—. Llama a otra persona para que...
Inmediatamente Somers empujó hacia atrás la silla emitiendo un sonoro chirrido y avanzó a sacudidas hacia el chico. Agarró su delgado brazo bruscamente. Las servilletas cayeron al suelo ondeando como palomas en libertad.
—Cuando te digo...
Corrí junto a Rahul y traté de quitarle la mano de Somers del brazo.
—Déjalo en paz.
—Tiene que obedecer cuando le doy una orden. —Tenía el cuello y la cara de un tono rojo apagado, y apretaba con fuerza el brazo—. A este no le gusta recibir órdenes. Lo he descubierto antes, ¿verdad que sí, Rahul?
De modo que se trataba de algo más que del plato. Sentí una gran pena por el muchacho, que no tenía más de catorce años. Le temblaba todo el cuerpo de miedo. Yo no soportaba pensar lo que podía haberle ocurrido horas antes, cuando me figuraba que Somers estaba descansando.
—Somers —dije en voz queda—, déjalo.
—¿Cómo te atreves a desafiarme delante de los criados?
—Es hindú. No puede tocar un plato con carne de vaca, lo sabes perfectamente —dije, manteniendo el tono bajo y tirando de la mano de Somers—. No lo cogería aunque le pegases hasta dejarlo sin sentido. Ve a buscar a Gohar, Rahul. Gohar se llevará el plato. Somers, suéltalo. —Pronuncié la última palabra con una intensidad que no había empleado desde que Somers y yo estábamos casados.
Un momento después Somers me sonrió; una mueca forzada. A continuación soltó el brazo de Rahul. El muchacho escapó, con los faldones de la camisa ondeando. A los pocos segundos apareció otro chico y se llevó en silencio el plato. Los otros criados que había en el salón —el punkah-wallah, el khitmutgar y los muchachos con los matamoscas— continuaron con sus tareas como si no hubiera pasado nada.
Nos sentamos. Somers se zampó su cena metódicamente comiendo un bocado tras otro. Cogí un higo del plato con fruta y nueces situado bajo la tenue luz de una vela en el centro de la mesa. Le di un mordisco, pero estaba demasiado maduro, y además notaba que me oprimía el cuello. Me fijé en el jugo sangriento de la carne que salpicó a Somers y le manchó el chaleco de seda color crema, y en el sudor que le goteaba por las patillas.
Permanecimos sentados en un silencio únicamente interrumpido por el aleteo de una polilla que revoloteaba encima del candelabro, hasta que Somers acabó su cena. A continuación se marchó de la mesa sin decir palabra.
Cuando me preparaba para meterme en la cama ya daba por zanjado el incidente. Pero justo cuando Malti acababa de ayudarme a ponerme el camisón, apareció Somers, apoyado contra la jamba de la puerta, y la despachó gritando una palabra. Ella se escabulló y tuvo que colocarse de lado en la puerta, con embarazo, para no rozarlo al pasar. Somers nunca se había presentado en mi habitación, ni yo había ido a la suya, desde que llevábamos casados.
—Somers —dije—, ¿por qué...? —Me detuve. Había sacado una fusta de detrás de la espalda.
—Si me vuelves a humillar delante de alguien, te acordarás de esta noche y te pondrás a rezar, porque esto solo va a ser un aviso.
—¿A qué te refieres? No me vas a azotar, Somers —dije, con confianza. Había como mínimo veinte criados al alcance del oído.
—¿Ah, no? —contestó él. Aguardó un instante y a continuación se acercó sonriendo como si estuviera leyéndome el pensamiento—. ¿Crees que los criados van a ayudarte? ¿Estás tan ciega como para creer que a alguien le importa lo que te ocurra? ¿Que alguno de estos canallas serviles me impedirá poner a raya a mi propia mujer?
Abrí la boca, pero antes de que pudiera decir nada me agarró por la parte delantera del camisón y me atrajo hacia él de un tirón. Le golpeé el pecho con los puños, pero no tenía tanta fuerza como él, a quien lo impulsaba una furia estimulada por el alcohol. Me lanzó a la cama y una lámpara apagada se estrelló contra el suelo, derramó el aceite de coco e inundó la habitación con su olor. Mi tocador se había volcado. Me dio la vuelta sin esfuerzo y me colocó la rodilla en la zona lumbar, sujetándome contra el colchón. A continuación, mientras me agarraba la muñeca con una mano, empleó la otra para azotarme con las correas de cuero de la fusta. Noté cómo la tela del camisón quedaba hecha jirones y la piel se desgarraba. Me azotó mientras yo le gritaba, maldiciéndole con el lenguaje más grosero que conocía: el lenguaje de mis viejas amigas, Helen y Annabelle, Dorie, Lambie y Skinny Mo. De repente se detuvo, y le lancé una mirada por encima del hombro. El sudor le chorreaba por el pecho palpitante y la cara crispada. Mientras miraba fijamente mi espalda despellejada y ensangrentada, me di cuenta con un escalofrío de que su mirada extraña y vidriosa era una mirada de una intimidad sensual. Entonces lanzó la fusta al suelo, se desabrochó los pantalones y me tiró de las caderas de forma que me viera obligada a arrodillarme. Forcejeé y logré soltarme de un tirón mientras él se quitaba la ropa con torpeza. A continuación me coloqué en cuclillas, de cara a él, mientras me tapaba con la colcha. Él bajó la vista, se miró, murmuró una maldición y se apartó. El colchón se hundió cuando él estuvo a punto de caerse de la cama.
—No tengo energías para dejarte mi semilla dentro —dijo, y se puso de pie, se remetió la camisa, se abotonó los pantalones y se alisó el pelo—. Y, además, nunca me ensuciaría contigo. El culito prieto e hindú de Rahul está cien veces más limpio de lo que tú llegarás a estarlo nunca. Debería utilizar el extremo de la fusta, aunque tampoco me gustaría que se contaminara.
Se marchó, y comprendí que el trato que habíamos hecho implicaba algo más de lo que yo había previsto. Era su prisionera, como lo había sido de Ram Munt.
Al día siguiente Somers se disculpó de la forma habitual. Estaba sentada en la terraza de mi habitación cuando él apareció a última hora de la tarde. Me había costado moverme sin sentir dolor antes del mediodía. Sabía que las profundas heridas de los latigazos dejarían cicatrices. Malti había entrado a toda prisa en mi habitación después de que Somers se quedó dormido. Estuvo llorando y gimiendo en hindi mientras me lavaba y me vendaba las heridas. Sus manos poseían un efecto calmante, y me untó con un ungüento que olía a almendra. Una vez que me ayudó a ponerme cómoda, se sentó en el suelo, junto a la cama, y empezó a cantar suavemente para calmarme hasta que me sumí en un sueño agitado. Cuando me desperté a primera hora de la mañana en plena oscuridad, Malti seguía allí, con la cabeza apoyada contra un lado de la cama. Somers traía ahora un gran cesto de mimbre que dejó delante de mí.
—¿Qué es? —pregunté, sin ganas de mirarlo.
El cesto se agitó y se oyó el sonido nasal de una respiración. Un momento después, la tapadera se abrió de golpe y de su interior asomó un cachorro de perro que sacaba la lengua por un lado de la boca. Tomé su cabecita huesuda entre mis manos y miré fijamente sus ojos de color ámbar.
—Es un cruce de razas. No sé pronunciar la palabra india, pero significa una mezcla compleja de semental y perra cuidadosamente seleccionados. Por lo visto crecen muy bien en la India, con su naturaleza fuerte y su pelaje corto. No padecen la sarna, como nuestros perros. Son feroces pero leales. —Somers hablaba con una voz queda, matizada por algo que me resultaba imposible identificar. ¿Era vergüenza, o arrepentimiento?—. Se procrean con dificultad —continuó—, y para conseguir uno hay que esperar. He tenido suerte al encontrar este. Creo que tiene bastante de terrier, a juzgar por su cuerpo enjuto y fuerte. Hay un mestizo que los cría para los ingleses.
Saqué al perro del cesto y lo puse en mi regazo, estremeciéndome al moverme. Pese a ser un animal pequeño, tenía las patas largas y se movía torpemente, agitando las patas traseras con dificultad y arañándome en busca de un punto de apoyo en mi falda mientras apoyaba las patas delanteras en mi pecho y me lamía la cara.
—Tiene un nombre hindú, pero puedes llamarlo como quieras. Hace unas semanas que fue destetado y aprenderá a obedecer fácilmente, según me ha dicho el criador. —Se inclinó hacia delante y rascó las orejas del animal—. Son unos estupendos rastreadores.
El perro movía su colita con una furiosa intensidad. Miré a Somers. Tenía los ojos surcados de venas rosadas y la piel de la zona llena de bolsas. Advertí que había ganado peso desde que llevábamos casados y se le había hinchado la cara. Él también parecía realmente abatido, y no solo por el alcohol que había consumido. Sabía que se sentía avergonzado por lo que había hecho.
A pesar de ello, no le di las gracias por el cachorro. Nunca más se las volvería a dar. No me sentía agradecida por ninguna de las cosas que él pudiera ofrecerme, y tras el altercado sin importancia que habíamos tenido hacía una semana cuando rechacé una botella de colonia, había decidido que no aceptaría ninguno de sus obsequios.
Pero quería aquel perrito. Nunca antes había tenido nada propio.
Lo llamé Neel, que en hindi quiere decir azul: su pelo brillante era tan negro que poseía un lustre azulado.