21
Pasó un día y luego otro. Me quedé en mi habitación y le dije a Faith que me encontraba indispuesta. A la señora Waterton le pareció que debíamos llamar al médico, pero yo insistí en que con el tiempo se me pasaría el malestar, insinuando que simplemente se trataba de mis molestias mensuales.
Sin embargo, no podía parar quieta y me dedicaba a deambular por la habitación recogiendo y dejando objetos, incapaz de dormir, comer o incluso leer.
Al tercer día estaba tan inquieta, tratando de adivinar lo que haría el señor Ingram con la información de la que disponía, que no aguanté más encerrada. Me senté a cenar con Faith y los Waterton, procurando concentrarme y actuar con normalidad. Notaba cómo sonreía con la boca, y cómo la comida, terriblemente seca, me bajaba con dificultad por la garganta, y oía cómo mi voz parloteaba sobre tonterías sin importancia. Esa noche iba a celebrarse una fiesta en el club: el señor Snow había invitado a Faith como acompañante, y los Waterton también iban a estar presentes. Los convencí a todos para que fueran, pero les dije que yo todavía no me encontraba lo bastante recuperada para asistir a una fiesta. Me aterraba la idea de toparme con el señor Ingram, aunque tal vez debería hacerle frente y descubrir lo que iba a hacer. Sin duda aquello sería mejor que lo que tanto me estaba haciendo sufrir: lo desconocido.
El palanquín de los Waterton apenas había partido cuando el chuprassi apareció en el salón en cuyo escritorio me hallaba sentada, con una pluma en la mano y una hoja de papel blanco delante. Había pensado escribirle a Shaker, con la esperanza de que el acto de relatar asuntos triviales me calmara. Mientras se ajustaba su característico fajín rojo, el chuprassi anunció la llegada del señor Ingram.
Se me cayó la pluma encima del papel, y la hoja quedó perdida de tinta. ¿Había estado vigilando la casa hasta asegurarse de que me quedaba sola? Qué indecoroso por su parte, pensé, presentarse de improviso cuando yo no tenía acompañante. Al instante emití un leve sonido de amargura, riéndome de mi hipocresía. Me estaba comportando como las mujeres a las que secretamente despreciaba. Y era demasiado tarde para preocuparse por las inconveniencias con aquel hombre.
El chuprassi lo acompañó hasta el salón y el khitmutgar lo siguió. Después que el chuprassi hizo una reverencia y salió de la habitación, el khitmutgar se dirigió al aparador y sirvió un poco de ron oscuro en un pesado vaso de cristal. Se lo llevó al señor Ingram en una bandeja con incrustaciones y se inclinó ante mí.
—No. No quiero nada —dije, y volvió a inclinarse y a continuación ocupó su sitio junto al aparador.
—Linny —dijo el señor Ingram, sonriendo mientras daba un sorbo. Parecía una sonrisa sin malicia, pero sabía que no podía fiarme—. Ya no tiene sentido que me moleste en decir «señorita Smallpiece», ¿verdad? Sin duda, ahora que sé lo que realmente eres, ya no es necesario hacer teatro.
Me acerqué a él y respondí a su sonrisa falsa con otra todavía más falsa.
—Lo único que quiero es quedarme aquí y, naturalmente, no podré hacerlo si revela lo que sabe de mí. No tiene sentido que intente privarme de eso, señor Ingram. —Pronuncié su nombre con la misma firmeza que él había empleado al pronunciar el mío—. Si usted no desvela mi secreto, yo no desvelaré el suyo. —Al menos en esos momentos tenía el pequeño consuelo de pensar que yo también podía menoscabar su reputación. Sus siguientes palabras frustraron dicho consuelo.
—¿Estás amenazándome? ¿Crees que alguien se tragará tus chismes? ¿Piensas que alguien aceptará lo que tú, una recién llegada que acaba de salir del barco, puedas contar sobre mí, una persona consolidada y respetada en toda Calcuta? Cualquier cosa que digas se interpretará como las palabras de una mujer resentida y despechada. Resulta bastante patético que creas que puedes intimidarme.
—¿Ha empezado ya su campaña de difamación? ¿Debo suponer que seré expulsada de casa de los Waterton esta misma noche?
Parecía disfrutar haciéndome sufrir. Negó con la cabeza sonriendo.
—¿O usará esa información para satisfacerse a su antojo? —grité—. ¿Cree que va a utilizarme, como insinúa que hizo una vez... aunque yo no lo recuerde? Debió de hacer una faena muy mediocre.
Vi cómo apretaba la mandíbula.
—No me interesaba ese comercio vulgar entonces, y sigue sin interesarme. Mis preferencias, como ya sabes, se inclinan hacia el sexo fuerte. Aunque nunca habría recurrido a tus servicios, reconozco esa marca, y sé que guarda relación con los momentos que pasé con la peor chusma de Liverpool.
Seguía resultándome extraño que el recuerdo más intenso que tenía de él fuera un susurro que podía ser producto del miedo que sentía.
—¿Has recibido muchas ofertas de compañía masculina, Linny? ¿Has encontrado algún buen partido? ¿Se ha fijado seriamente en ti algún hombre?
No tenía mucho sentido tratar de engañar a Somers Ingram. Yo era consciente de que espantaba a los jóvenes de Calcuta. O, si no los espantaba, los hacía sentir tan incómodos que no se me acercaban. Sabía lo que buscaban: una mujer reservada y, tal vez, tímida y complaciente; ¿acaso había otra clase de féminas en aquellos círculos? Pero aquel papel —el de una mujer de tímida dulzura— me resultaba difícil de interpretar: por mucho que pareciera interesada en sus historias, bajando las pestañas de modo que arrojasen las sombras favorecedoras que había visto en las mejillas de otras mujeres, sabía que era incapaz de ello. No tenía fe en lo que estaba haciendo. Así pues, negué con la cabeza.
—¿Y cómo pretendes quedarte en la India, Linny, si no te han hecho ninguna propuesta de matrimonio?
—Como ya le dije, yo... quizá... Con alguna clase de trabajo.
—Linny, deja de soñar. —El olor a ron flotó en dirección a mí.
Sabía que tenía razón. Creo que desde que había llegado allí había sabido que si quería quedarme tendría que encontrar marido, pero me había negado a admitirlo. Nuestra estancia en casa de los Waterton, sin estar comprometidas, podía durar como máximo seis o siete meses, y estábamos en el cuarto mes. Sabía que tendría que engañar a un hombre, y cuando llegase ese momento me daría igual de quién se tratase. Al hacer frente a la idea de marcharme de la India o volver a Liverpool, supe que haría lo que fuera necesario. Me casaría con alguien... con cualquiera. Pensé en Shaker y en que le había dicho que no me casaría en la India. Pero si era necesario elegir entre quedarme como una mujer casada o marcharme... Allí, con criados que se ocupasen de todos los quehaceres domésticos, no tendría más exigencias que recibir invitados. Podría aprender a hacerlo, entablar aquellas tediosas e interminables conversaciones en la mesa de la cena y dar órdenes a los criados, organizar fiestas y planificar las comidas. Y en cuanto al resto de las cosas, decididamente no me costaría nada abrir las piernas bajo la mosquitera a un marido anónimo. Aquellas cosas no significaban nada para mí: era el pequeño precio que había que pagar para quedarse allí, en la India, donde mi corazón se había liberado por primera vez en mi vida. Si tenía que ser una prisionera, mejor serlo en la India, donde con el tiempo podría obtener cierta libertad, disfrutar de las salidas en el palanquín tapado con cortinas, del maidan y del Calcuta Club.
Me acordé de Meg Liston, partiendo hacia tierras inexploradas con su marido. Escribiendo un libro. Libre para explorar. A lo mejor yo también podía hacerlo.
—¿Estás escuchándome, Linny? He dicho que tengo un plan.
Parpadeé.
—¿Un plan?
El señor Ingram se sentó en el sofá y señaló con la cabeza el sillón situado enfrente.
—Prefiero estar de pie.
—Como quieras. Esto es lo que he estado pensando durante estos últimos días. —Sus ojos vagaron por la habitación y luego volvieron al líquido oscuro que había en el fondo de su vaso. Se pasó la mano por su pelo moreno y ahuecado, con sus uñas perfectamente cuidadas—. En pocas palabras, necesito una mujer. No puedo esperar más. Tenía pensado escoger a alguna del último barco. De hecho, durante un tiempo había pensado elegir a esa cotorra con voz de pito con la que viniste: la señorita Vespry. Tiene pinta de ser alguien fácil de aguantar, lo bastante guapa para no revolverme el estómago cada mañana a la hora de desayunar, aunque parece caprichosa y posiblemente propensa a la inestabilidad. También me atrevería a decir que tiene un miedo mortal a que la toque un hombre, lo cual en un principio me podría ayudar, pues, claro está, ella no tendría expectativas de ningún tipo. —Siguió pasándose los dedos por el pelo, contemplando el vaso fijamente, y luego volvió a mirarme—. En fin, olvídalo. El caso es que el otro día se me ocurrió que no solo es el momento perfecto, sino que tú y yo formamos una pareja ideal, Linny.
—¿Una pareja? ¿Usted y yo? Nosotros no somos tal cosa. Por favor, no me compare con usted. Me ofende.
Soltó una carcajada sonora y espontánea.
—Tiene gracia que tú, una furcia de Liverpool, te ofendas porque te incluyan en mi círculo.
Se echó a reír otra vez e hizo un gesto al khitmutgar. El hombre alto se acercó de inmediato, con la bandeja de plata preparada. Su barba alheñada tembló mientras aguardaba a que el señor Ingram posara el vaso. Lo llevó al aparador, lo llenó de nuevo y se lo devolvió. Y a continuación desapareció en un rincón de la habitación.
El señor Ingram bebió un sorbo con delicadeza.
—Pero formamos una pareja, querida, por el simple hecho de que ambos tenemos un secreto que esconder y podemos utilizar el del otro para satisfacer nuestras necesidades. Y, además, está el beneficio añadido de que ninguno de los dos está unido a nadie de este mundo.
Miré al khitmutgar en su oscuro rincón: sus ojos no se alzaban del suelo en ningún momento.
—¿Por qué tiene tanta prisa por casarse?
El señor Ingram volvió a beber.
—Estoy esperando a recibir mi herencia completa. Mi padre hizo fortuna gracias a su instinto y a sus acertadas inversiones en la industria de la construcción, aunque más adelante derrochó gran parte de esa fortuna con sus... actividades indignas de un caballero. —Se detuvo y sacudió la cabeza con un movimiento de enojo e impaciencia—. Yo soy su único heredero. Y, pese a la importante merma que ha sufrido, sigue siendo una suma atractiva. No me permitirá vivir ociosamente el resto de mi vida, pero es suficiente para ofrecerme algunas opciones. El testamento de mi padre especifica que la reciba a los veinticinco años, si cumplo todas las condiciones. Una de esas condiciones es que esté casado. Dentro de tan solo tres meses cumpliré los veinticinco.
Apuró el vaso.
—Lo que estoy diciendo, Linny, es que tú y yo estamos en una situación comprometida, ¿no te parece? Y la solución más sencilla para los dos es que nos casemos. Así podrás quedarte en la India. A mí también me gusta este país, a pesar de su confusión, su suciedad y su idolatría. No sé lo que a ti te atrae de él, pero yo puedo vivir aquí como más me gusta: con todas las necesidades cubiertas por una enorme cantidad de criados que hacen lo que se me antoja. Por no hablar de la abundancia de jóvenes ansiosos y saludables que se abalanzan ante la oportunidad de convertirse en amantes de lo que ellos llaman un pukka sahib.
»La India es un sitio maravilloso para alguien como yo. Si hubiera alcanzado la mayoría de edad hace medio siglo, habría sido un vendedor despreocupado o un mercenario, pero ya ha pasado la época de los negocios honrados. Ahora tenemos la responsabilidad de controlar a los indios. No. No solo de controlarlos, sino también de intentar ayudarlos. La India es un país anquilosado. —Hizo una pausa—. Mi trabajo como auditor jefe de la Compañía John me permite gozar de un respeto que nunca podría obtener en Londres. Y, si me caso contigo, me haré lo bastante rico para hacer más o menos lo que quiera y dar la imagen que me corresponde. Un joven apasionado con una mujer que cuide de él, que se una al grupo de personas inglesas que viven en la India. Está empezando a resultarme embarazoso seguir soltero; este último barco de la ruta de la pesca es el quinto que llega a puerto desde que estoy aquí. Es posible que la gente se esté preguntando por qué no me ha atraído ninguna de esas encantadoras damas, pese a los bienintencionados intentos por hacer de casamenteras de todas esas señoras tan preocupadas que quieren asegurar mi felicidad doméstica.
El khitmutgar se acercó de nuevo a él alzando la bandeja, pero el señor Ingram lo rechazó moviendo la mano rápidamente con impaciencia.
—Tendrás que reconocer que serías la más beneficiada con el trato, Linny. Tú te quedarías en la India, mientras que lo único que yo conseguiría es una carga. Pero una carga que me permitiría disponer de todo ese dinero y libertad para satisfacer mis necesidades como me plazca. Y, por supuesto, no habría hijos de por medio. No tengo ningún interés en tocarte. Naturalmente, la gente dará por supuesto que eres estéril. Las demás mujeres sentirán una gran lástima por ti.
—¿Y si me niego? Al fin y al cabo, puede que encuentre a alguien que esté interesado en casarse conmigo. —Me estaba agarrando a un clavo ardiendo. Él lo sabía; yo también.
El señor Ingram dejó su vaso vacío en la mesa pulida situada junto al sofá. Escogió un puro del humidor que había allí y lo olió.
—Si dices que no, mi querida Linny, volverás a casa en el próximo barco. Y, como aquí no hay nada que guste más que los cotilleos, toda la gente importante de Calcuta y de más allá se enterará de quién es Linny Smallpiece. Poco a poco se extenderá insidiosamente un chisme cuyo origen nadie recordará, y todo el mundo sabrá que no eres lo que aparentas. Que eres una puta del barrio más infame. ¡Imagínate lo nerviosa que se pondrá la señorita Vespry! Los Waterton se morirán de vergüenza. Y los hombres asentirán con la cabeza entre ellos, pues ya se lo habían olido al husmearte de cerca. Pronto se sabrá que incluso le habías hecho proposiciones a uno o dos hombres del club. —Se puso la boquilla del puro en la boca—. Y las mujeres se mostrarán horrorizadas, pero incluso ellas reconocerán que siempre hubo algo en Linny Smallpiece que no cuadraba y que se habían dado cuenta desde el principio. —Movió la cabeza con gesto de disgusto—. Y, claro está, la noticia llegará a Liverpool. Puede que sea duro para tu familia: un primo y una tía, ¿verdad? ¿O eso también es mentira? En cualquier caso, ya no serás bien recibida en el lugar del que procedes.
»Has engañado muy bien a la gente, ¿verdad, Linny? —No esperaba una respuesta—. Has llegado muy lejos. No me imagino el camino que has debido seguir para alcanzar este nivel. Ni lo que has debido hacer para poder estar aquí. —Suspiró—. Es admirable. Casi me agradas por eso.
Me acerqué a las amplias ventanas y contemplé la oscuridad que se cernía al otro lado. De repente aquel país resultaba amenazador, siniestro y vigilante.
—Incluso en el caso de que aceptara su proposición, ¿cómo conseguiríamos mantener oculta nuestra verdadera relación? No podríamos fingir que nos sentimos atraídos el uno por el otro.
—Es sencillo, la verdad. Los dos somos expertos en vivir una mentira. Viviremos como marido y mujer bajo el mismo techo, pero pasaremos juntos el menor tiempo posible. Ni siquiera tendremos que compartir la cena, a menos que tengamos invitados. Mi trabajo —sonrió y le hizo una señal al khitmutgar chasqueando los dedos— me mantiene ocupado. A menudo paso semanas fuera. Y me gusta ir a la selva a cazar. No tendremos que vernos durante mucho tiempo. Cuando nos veamos obligados a aparecer juntos en público, o en presencia de invitados en nuestra casa, tu vida parecerá la de una esposa decente. No te faltará de nada.
»Solo te pido dos cosas —continuó—. En primer lugar, no dirás una palabra de lo que yo haga ni con quién lo haga. Desde luego, eso ha quedado claro. Y en segundo, si vuelves a las andadas, aunque solo sea una vez, y me deshonras comportándote como una puta, saldrás de mi casa en menos de lo que tardo en fumarme este puro. Y te largarás con lo puesto. No estoy dispuesto a que me pongas los cuernos.
Dio unas profundas caladas al puro mientras el khitmutgar sostenía una cerilla en la punta. Observé su rostro atractivo con el fulgor, y a la luz de aquel súbito resplandor me pregunté si sería capaz de aceptar aquel atrevido desafío. Al momento siguiente me estremecí, imaginándome el infierno en que él convertiría mi vida y cómo me vería condenada para siempre a danzar al compás que él marcase.
—Linny, ¿lo has entendido?
—Oh, sí. Sí, señor Ingram, lo he entendido.
—¿Y estás de acuerdo con el plan?
Al ver que no respondía, se colocó detrás de mí.
—Hay un barco, el Bengal Merchant, que parte hacia Inglaterra dentro de tres días. Si no respondes con cautela, podrías acabar a bordo.
Le dije al señor Ingram que necesitaba tiempo para meditar mi decisión. Al tercer día, preparé mi equipaje a primera hora de la mañana y luego mandé a mi ayah a que despertara a la señora Waterton y le dijera que me marchaba. Fui a la habitación de Faith y la desperté. Sentada en el borde de su cama, le anuncié mi decisión.
Su rostro reflejó primero incredulidad, seguida de confusión, y luego decepción y tristeza.
—¿Te marchas de Calcuta? ¿Ahora? Pero... pero ¿por qué, Linny? No lo entiendo. Yo creía que te habías comprometido a ser mi acompañante hasta... hasta que volviera a casa o, con un poco de suerte, tuviera un motivo por el que quedarme. Solo estamos en febrero. La temporada no termina oficialmente hasta principios de abril, e incluso después todavía dura un tiempo. —Seguía inmóvil en la cama, mirando en ese instante el suelo—. Yo pensaba que te gustaba estar aquí. Me dijiste que te gustaba, Linny, que eras muy feliz, y ahora te vas. ¿De verdad quieres volver a Everton? ¿Echas de menos a tu primo y tu tía? ¿Tienes morriña?
Antes de que tuviera ocasión de responder, Faith continuó:
—Nadie, absolutamente nadie, emprende el pesado viaje de vuelta a casa al cabo de tan poco tiempo. Es algo inaudito. Y... y... —buscó desesperadamente motivos para convencerme de que me quedara—... y mi padre se llevará un disgusto. Está de camino aquí, a bordo de un barco que llegará dentro de unos meses. Si me permitió venir antes que él fue porque le hablé muy bien de ti. Y si ahora llega y no te encuentra aquí... informará al señor Smallpiece, tu guardián, de que has roto tu parte del acuerdo, y tendrás que cargar con la vergüenza de tu primo. Así que no puedes irte, Linny. No puedes. —Salió de la cama con dificultad y me cogió de los brazos de tal forma que me vi obligada a mirarla a los ojos—. Por favor, di que vas a quedarte.
Contemplé su hermoso rostro. Había cambiado desde que partimos del puerto de Liverpool. Yo no había perdido la esperanza de que ella se adaptara al extraño entorno de la India, pero parecía que, de algún modo, hasta se hubiera desvinculado del ambiente inglés que nos asfixiaba en Calcuta. Se había vuelto complaciente, menos franca, quizá incluso temerosa, mientras que yo había encontrado mi lugar en el mundo. Faith se hallaba fuera de su elemento, y yo estaba en el mío. O lo había estado.
—No puedo explicarte por qué tengo que irme. —Rezaba para que una vez me hubiera ido, sin anunciárselo previamente al señor Ingram, él no dijera nada. Por otra parte, era posible que él decidiera divulgar rumores sobre mí por rencor.
—Pero la temporada no termina hasta dentro de seis semanas. Dos meses o más, como ya te he dicho. Todavía queda tiempo —afirmó Faith.
—¿Para qué?
—Para que alguien muestre interés.
—¿No te ves bastante a menudo con el señor Snow?
—Me refiero a ti, Linny. Todavía queda tiempo para que alguien pida tu mano. No debes perder la esperanza.
—No se trata de eso —dije—. Vine aquí para acompañarte. No tenía intención de casarme. Ya te lo dije antes de que viniéramos. Simplemente creía que podría... quedarme...
Una vez más, mi razonamiento resultaba poco sólido. Salí de la habitación de Faith. Ella me siguió llorando, con la bata puesta, hasta el palanquín que aguardaba por mí. La señora Waterton llegó después tras vestirse a toda prisa: saltaba a la vista que no llevaba corsé. Se retorció las manos; su rostro era una máscara arrugada de consternación. Vi cómo el señor Waterton asomaba la cabeza por la puerta con aire obstinado y luego la metía dentro.
—Esto dice poco en nuestro favor, querida. Es como si no te hubiéramos hecho feliz —dijo ella—. El señor Vespry nos confió la custodia de ti y de Faith. Y ahora te marchas sin compañera de viaje. En este momento no sé de ninguna mujer casada que vaya en el Bengal Merchant. Esto no se hace: estas cosas hay que planearlas.
—He mandado al chuprassi que me reserve un pasaje, y utilizaré el billete de vuelta que me compró el señor Vespry. Le aseguro que puedo cuidar de mí misma —le dije, y le di las gracias por su hospitalidad. Los porteadores del palanquín cargaron mi equipaje y partí. Me di la vuelta para mirar a las dos mujeres que se hallaban fuera de la hermosa casa, emitiendo un resplandor blanquecino con el sol de la mañana. La señora Waterton agitaba un pañuelo, pero Faith se tapaba la cara con las manos y lloraba sacudiendo los hombros.
Dejé las cortinas abiertas mientras recorríamos Calcuta. Era la primera y la última vez que podría atravesar la ciudad sola y empaparme de la India con todos los sentidos. Al igual que en el muelle el día de nuestra llegada, todo tenía el intenso colorido que tanto me asombraba. La luz era amarilla. Me acordé de la luz azulada de Inglaterra que hacía que todo pareciera gastado; una luz tenue y soporífera que creaba una vida inmóvil y resignada. Allí, bajo aquel resplandor, notaba que los párpados me quemaban; resultaba imposible cerrarlos.
Pasamos por delante de la última casa de Garden Reach y a continuación apareció una calle más pequeña. Las casas allí todavía eran de estilo europeo, pero más pequeñas y humildes. Los techos eran de paja, y los muros estaban manchados de moho. Aquellas eran las viviendas de los empleados subordinados de la administración, los hombres eurasiáticos nacidos allí y mancillados con sangre india, por muy lejana que fuera su conexión. Aquella ascendencia garantizaba la imposibilidad de medrar dentro de la Compañía por encima de la categoría de los subordinados. Los niños mestizos corrían de aquí para allá; nietos y bisnietos de parejas formadas por mujeres nativas y hombres de la Compañía, antes de que se permitiera la llegada de mujeres inglesas a aquel país salvaje y peligroso. Algunos tenían un aspecto llamativamente europeo; otros eran más morenos y poseían más rasgos nativos.
Finalmente llegamos al puerto, rebosante de vida y ruido, como lo estaba cuando llegamos por primera vez. Me acordé de la mañana que Faith y yo partimos de Liverpool y de la niebla gris que se arremolinaba a nuestro alrededor, humedeciéndonos la ropa y la cara, y helándonos de frío en medio del silencio del lugar. Me imaginé llegando allí otra vez, con la misma niebla, saliendo penosamente en busca de un carruaje y emprendiendo el recorrido hacia Whitefield Lane, más allá de Paradise Street, Bold Street y el Liceo. Me imaginé la expresión del rostro de Shaker y la luz que desprenderían sus ojos al verme. Y a continuación me imaginé a mí misma, años más tarde, viviendo todavía en Everton; una anciana macilenta con una chaqueta negra y un sombrero verdoso. Imaginé mi cara, mi vista debilitada y mi caligrafía cada vez menos firme mientras me inclinaba encima de las tarjetas del registro del Liceo, escondida detrás de las estanterías.
Me quedé junto a mi equipaje amontonado, con el billete en la mano. Un sadhu prácticamente desnudo apareció de la nada dando vueltas y gritando mientras se abría paso entre una multitud de mujeres indiferentes vestidas con saris de color fucsia, turquesa y naranja. El cuerpo del hombre emitía un brillo negro azulado bajo la capa de ceniza de madera que llevaba untada, y el pelo tupido y áspero le caía como cuerdas enroscadas, con la raya teñida de color bermejo. Reconocí las tres líneas horizontales que llevaba pintadas en la frente con una espesa sustancia blanca, las cuales indicaban que era un seguidor de Shiva, el dios de la muerte. Al saltar, cada vez más cerca, los montones de collares que tenía en el pecho se movían y hacían ruido. Vino directo hacia mí, como si hubiera estado buscándome, y miré sus ojos inyectados en sangre. Me gritó algo a la cara y me salpicó de saliva; el aliento le apestaba a betel y su hedor hacía pensar que padecía úlcera gástrica. No entendí las palabras que pronunció, pero conocía su significado. Era una advertencia, una premonición. Un hombre con un uniforme militar y un salacot lo apartó bruscamente de mí y me preguntó si estaba bien. Yo asentí con la cabeza, pero fui incapaz de pronunciar palabra.
Había entendido el presagio del sadhu.
Regresé en un palanquín. Cuando el chuprassi me abrió la puerta se quedó mirándome y, acto seguido, miró detrás de mí con una expresión de horror ante mi falta de decoro al llamar a la puerta de un caballero sin llevar acompañante.
—Deseo hablar con el señor Ingram —dije—. ¿Está todavía en casa?
El hombre asintió con la cabeza, pero permaneció inmóvil, bloqueando la puerta.
—Vamos, vete —dije, haciéndolo pasar al vestíbulo de un empujón—. Tengo que verlo. Por favor, ve a llamarlo.
Al ver que el hombre seguía sin moverse, empecé a recorrer la casa en dirección a la habitación donde el señor Ingram y yo habíamos hablado por última vez. Cuando llegué al pasillo, un pequeño grupo de criados me seguía en tropel, inquietos ante mi atrevimiento.
Me detuve ante la puerta con contraventanas, con la mano levantada. Pero una corriente de aire la hizo vibrar antes de que pudiera llamar, y se produjo un movimiento en el interior. Tal vez mi sombra se había proyectado dentro de la habitación y había revelado mi presencia.
—¿Hazi? ¿Eres tú? ¿Tienes mi cuello limpio?
Abrí la puerta de un tirón.
—Soy yo, señor Ingram —dije, y entré en la habitación y cerré la puerta dejando fuera a los preocupados sirvientes.
Somers Ingram se levantó de detrás de su escritorio. Solo llevaba puesto el pantalón y una camisa desabrochada sin cuello, con los puños desabotonados. El pelo, sin su habitual pomada, se le rizaba alrededor de las orejas y el cuello. A pesar de lo que había ocurrido entre nosotros, todavía me impresionaba su aspecto.
Notaba la puerta cerrada detrás de mi espalda.
Él avanzó en dirección a mí con una expresión inescrutable.
—¿A qué debo tan temprana visita? —preguntó.
—He tomado una decisión.
Se acercó a mí. Percibí el olor a jabón y almidón de su camisa.
—¿Y bien? —Entonces advertí que, a pesar de sus intentos por ocultarlo, su pecho liso subía y bajaba de un modo superficial que contradecía su estudiada indiferencia.
—Acepto sus condiciones.
—Para convertirte en mi esposa —confirmó él, con menos seguridad de la que mostraba habitualmente.
Al ver que yo asentía con la cabeza, acercó el nudillo de su dedo índice a su bigote tal y como yo esperaba que hiciera. Al contemplar la reacción involuntaria de su cuerpo (su respiración, su voz, el gesto de tocarse el bigote), sentí una leve sensación de orgullo, de logro, pues sabía que por mucho que él tratara de fingir que mi decisión le importaba bien poco, mi respuesta final era la que él había estado esperando.
—Has tomado la decisión correcta, Linny. Tú y yo somos iguales. Los dos escondemos algo, y debemos mantener el nivel de aceptación que hemos conseguido aquí. Ahora todo nos resultará mucho más fácil. Entre nosotros no hace falta fingir. Nos comprendemos el uno al otro. ¿Tú no lo ves así? —preguntó.
No respondí. Aunque puede que una parte de él me resultara detestable, como a él le ocurría conmigo, era innegable que, pese a todas sus fanfarronadas, yo ejercía cierto poder sobre él.