29

Me incorporé apoyándome en el codo y miré a través de los restos del fuego que ardía lentamente. El hombre llamado Daoud dormía al rayar el día; sus pestañas morenas rozaban sus mejillas. Una barba incipiente le oscurecía el rostro.

Me tumbé y contemplé el cielo con sus tonos veteados de color de rosa. Aspiré una ráfaga del perfume de las flores que llegó hasta mí. Al oír un susurro suave en las hojas de un chenar que sobresalía, vi cómo se acicalaban un par de oropéndolas, retocándose las plumas con sus diminutos picos, ahuecando el pecho y admirándose la una a la otra con los ojos brillantes. De repente echaron a volar batiendo las alas frenéticamente, y al instante descubrí el motivo de su huida: un gran pájaro carpintero con la cabeza carmesí se había posado en una rama del mismo árbol y me miraba fijamente con una arrogancia posesiva. A continuación se puso a golpear la dura rama con su pico alargado y puntiagudo. En cuanto sonó el golpeteo, Daoud se puso en pie con el cuchillo en la mano y miró a su alrededor girando la cabeza bruscamente en actitud de alarma.

Me incorporé haciendo una mueca de dolor al tomar impulso y señalé la rama con la mano. Al ver la cabeza reluciente del pájaro, él se encogió de hombros, como si se sintiera molesto, y guardó el cuchillo en la parte superior de los pantalones. Se giró y miró el agua quieta. Acto seguido, se despojó del chaleco con un rápido movimiento y se quitó la camisa por la cabeza mientras se dirigía a la orilla del lago. Me fijé, sorprendida, en que la piel de su cuerpo que no había recibido el sol era más pálida de lo que me había imaginado. Se mojó la cara, el pelo, el torso y los brazos, y a continuación se levantó y se sacudió, lanzando gotitas de agua en todas direcciones. Sacó el cuchillo y se lo pasó por las mejillas. Luego caminó por la orilla y desapareció detrás de unas rocas. Yo me encaminé hacia el biombo formado por hojas donde me había bañado el día anterior y me toqué las ampollas con cuidado. Se habían secado durante la noche. Me puse las bragas, me lavé la cara y me pasé los dedos por el pelo.

Comimos las sobras del pescado y unos puñados de fresas junto a los restos tiznados de la lumbre. Daoud los tapó con tierra, silbó y Rasool se le acercó. Me hizo un gesto en dirección a la faja, que yo había dejado al lado de las alforjas. La cogí, la doblé formando una gruesa almohadilla y me la metí en las bragas, esta vez sin dudar.

A continuación me subió encima de Rasool y durante las siguientes horas avanzamos con rapidez por las estribaciones y el valle. Mientras cabalgábamos, reparé en la presión que ejercían mis pechos contra la espalda de Daoud y en el tacto de sus caderas bajo mis manos. Tan solo era eso, pero resultaba una sensación extraña.

Daoud paró para dejar que Rasool bebiera en un pequeño estanque, y contemplé el valle que se extendía ante nosotros. Era un paraíso exuberante, lleno de flores primaverales por todas partes: las pequeñas gencianas azules y las violetas moradas pugnaban por conseguir espacio entre las anémonas multicolores de mayor tamaño.

—¿Estamos en Cachemira? —pregunté, y Daoud asintió con la cabeza.

—La estás viendo en su máximo esplendor —dijo, con un dejo de orgullo—. Más al norte el invierno puede llegar a ser muy cruel. Los cachemiros esperan la llegada de la primavera como el halcón a la liebre. El inicio del buen tiempo pasa rápido, pero es un espectáculo que reconforta el espíritu más abatido. Cada año me gusta estar en Cachemira cuando empieza. —Señaló con el dedo una colina baja bordeada de árboles—. Más allá de aquellos árboles hay un pequeño poblado cachemiro. Allí tengo a mis caballos, y a algunos de mis hombres. En ese sitio es donde voy a dejarte.

Se volvió hacia delante, pero antes de hacer que Rasool se apartara del agua me lanzó una mirada.

—¿Cómo te llamas?

—Linny —dije, y añadí—: Soy Linny Gow. —Lo dije sin pensar, aunque un momento después me di cuenta de que había usado mi antiguo nombre. Allí era Linny Gow. No era Linny Smallpiece, ni Linny Ingram. Allí no había necesidad de fingir. Por primera vez en muchísimo tiempo era yo realmente.

Él lo repitió:

—Linny Gow. —Pronunciado por su lengua sonaba rebosante de musicalidad.

Situado en una arboleda que había junto a un pequeño arroyo, el campamento estaba compuesto por una mezcla de tiendas negras y cercados para animales construidos con piedras y vallas de madera. Una de las zonas cercadas más grandes contenía varios caballos majestuosos, y en los prados pequeños se hallaban las yeguas con sus potros. En el terreno más pequeño, rodeado de un tosco muro de piedra, había una cabra sarnosa, hinchada y coja que balaba de forma ruidosa y triste mientras Rasool chapoteaba por el riachuelo.

Habíamos llegado. Habíamos tardado cuatro días en alcanzar aquel campamento; en solo cuatro días habíamos viajado a un mundo muy diferente del que había dejado atrás en Simia. Se me aceleró la respiración. ¿Qué me aguardaría? ¿Me trataría la gente de allí con hostilidad? ¿Me protegería Daoud?

En cuanto el caballo subió a la baja orilla, hombres, mujeres y niños se congregaron, hablando entre ellos y señalando con el dedo. Los hombres vestían como Daoud: con pantalones oscuros, camisas blancas y chalecos bordados; algunos llevaban turbantes blancos. Todos eran de constitución fuerte. Algunos lucían unos bigotes finos y bien recortados. Las mujeres poseían una tez más clara; su piel era de un suave tono caramelo y sus ojos marrón claro, aunque tenían un pelo muy moreno que les caía por la espalda recogido en una prieta trenza. Vestían unas túnicas largas y holgadas de algodón de color azul claro, verde, ciruela o carmesí, y debajo de aquellas prendas que les llegaban hasta las pantorrillas llevaban anchos pantalones negros recogidos en los tobillos. Sus zapatos estaban hechos de una tela suave y bordada, con la puntera vuelta hacia arriba. La mayoría de ellas tenían unos gorritos azul marino con velo. A algunas el velo les colgaba por detrás; a otras les tapaba la cara. Todas iban adornadas con una gran cantidad de joyas de plata: pulseras, brazaletes para el tobillo, pendientes y los aros que llevaban las mujeres casadas musulmanas en la nariz.

Cuando Daoud desmontó, me tendió las manos y me bajó del caballo, todos se quedaron en silencio. Un niño que estaba en los brazos de su madre repitió algo gorjeando con voz aguda y aflautada hasta que lo hicieron callar con una palabra brusca. Yo no sabía adónde mirar. Nadie me sonreía ni se acercaba. Todos miraban fijamente. Bajé la vista, consciente de lo extraña que debía de parecerles, con miedo a devolverles la mirada pero a la vez negándome a mostrarles lo inquieta que me sentía.

Daoud habló y levanté la vista de nuevo. Un muchacho de unos doce o trece años vestido con unos pantalones de montar de muselina, una camisa, un chaleco bordado y un gorro se acercó corriendo, y Daoud le entregó las riendas de Rasool. El joven syce se llevó con orgullo al enorme caballo, y una vez que hubo desaparecido, un anciano se aproximó a Daoud. Los dos se saludaron dándose un estrecho abrazo. Entonces el hombre le preguntó algo en tono inquisitivo, y todos los ojos de la gente se posaron en mí y luego volvieron hacia Daoud. Él habló largo y tendido, y todos los ojos se dirigieron otra vez hacia mí. Me moría de ganas de saber lo que les estaba diciendo; rezaba para que no los pusiera en contra de mí. Volvió a hablar, y vi que algunas de las mujeres asentían con la cabeza en una actitud que no parecía desfavorable, y mis temores disminuyeron.

Entonces Daoud me miró.

—Las mujeres cuidarán de ti —dijo en hindi—. Son las mujeres de los gujar, los pastores cachemiros. Mientras sus maridos llevan las cabras a pastar, ellas trabajan dando de comer a mis hombres. ¡Mahayna! —gritó.

Una joven que llevaba a un bebé en una bandolera a la altura de la cadera dio un paso adelante.

—Mahayna habla muchos dialectos indios —dijo. Se dirigió a ella en hindi—. Esta ferenghi se llama Linny. Habla hindi. Dale comida y ropa limpia, y comparte con ella tu tienda. —Y se marchó dando grandes zancadas, seguido de sus hombres.

La mujer de ojos rasgados asintió con la cabeza a Daoud, que ya estaba de espaldas a ella, se volvió hacia las otras mujeres y se puso a charlar con una voz aguda. Un grupo de unas veinte mujeres avanzó hacia mí en tropel, y apreté las manos a los costados mientras ellas alargaban las suyas, ásperas y enrojecidas, para tocar mi vestido, mi pelo y mi piel. Hablaban entre ellas en un murmullo, como si yo fuera un animal y estuvieran tasándome. Pensé que a lo mejor no habían visto nunca a una mujer blanca.

Finalmente la chica que se llamaba Mahayna logró calmarlas. El bebé que llevaba contra la cadera tenía aspecto de tener un año, con unos ojos enormes y un flequillo de pelo moreno rizado. La muchacha permaneció delante de mí tanto rato que el corazón se me aceleró y me empezó a latir con fuerza. ¿Estaba esperando algo? Estiré la mano y toqué la regordeta mano del bebé.

Había hecho lo correcto: una amplia sonrisa cruzó el rostro de Mahayna y dejó a la vista varios huecos en sus dientes.

—Un niño. Es mi primer hijo con vida.

Le devolví la sonrisa.

—Un niño. Eres afortunada. Alá te ha bendecido. —El niño se puso a jugar con mis dedos, e instintivamente me llevé su pequeño puño a los labios.

Mahayna seguía sonriendo y volvió a hablar con las mujeres. Todas asintieron con la cabeza y dejaron escapar largos suspiros con los que parecían decir: «Ajá», mostrando su conformidad con mi comentario. De repente aparecieron niños como por arte de magia: debajo de las túnicas, en bandoleras y soportes a la espalda. Llevaban unas diminutas camisas de muselina con bordados de flores y unos gorritos de tela decorados también con bonitos bordados. Las madres empezaron a tenderme a sus bebés y sus niños uno a uno.

—Tócalos, por favor —dijo Mahayna—. Se dice que la caricia de una ferenghi trae suerte.

Acaricié amablemente todas aquellas mejillas suaves y manos con hoyitos y sonreí a cada madre. Les pasé la mano por la cabeza y los hombros a los niños pequeños que brincaban a mis pies. Luego Mahayna me cogió de la mano y me llevó a una pequeña tienda. La tropa de mujeres y niños nos seguía de cerca. Mahayna me indicó con un gesto que me sentara, e hice lo que me pidió sobre la hierba que había junto a la tienda remendada. Todas las mujeres se acomodaron en el suelo.

Mahayna entraba y salía afanosamente de la tienda con aires de importancia y removía una cazuela negra abollada que colgaba encima de una lumbre. Empleando una taza de hojalata deformada, sirvió en un cuenco de barro un brebaje que identifiqué como dal y me lo ofreció con un ademán ostentoso. Me retiré el pelo y a continuación me llevé a la boca las lentejas trituradas y el arroz con la mano. Cuando la miré y le dije: «Está bueno, Mahayna. Buen dal», se puso a dar palmadas. Las mujeres sonrieron y se pusieron a hablar en voz baja hasta que terminé.

Cuando le entregué el cuenco vacío, Mahayna emitió un curioso silbido. Las mujeres guardaron silencio y se levantaron, cogieron a sus hijos y se marcharon a sus distintas tiendas. Mahayna dejó a su bebé en la hierba, junto a mí.

—Si se quedan sentadas mirándote, no harán su trabajo —dijo. Señaló con el dedo al pequeño, que me miraba seriamente—. Se llama Habib —apuntó, y lanzó una mirada a mi vientre—. ¿Cuántos hijos tienes?

—No tengo ninguno —contesté.

El rostro de Mahayna se tiñó de pesar.

—Pronto llegarán, si Alá quiere —dijo, con aire de seguridad, y su expresión se serenó mientras removía el dal humeante del caldero negro con un palo fino—. Las mujeres del jefe se quedan embarazadas fácilmente.

Al principio pensé que había entendido mal su hindi con acento marcado. Pero al ver que seguía removiendo la comida, negué con la cabeza.

—No soy la... No soy la mujer de Daoud. No. —El bebé se puso a lloriquear y se fue gateando hacia su madre.

Mahayna abrió la parte delantera de la túnica, sacó un pecho colmado y levantó al pequeño. El niño empezó a chupar con satisfacción, alargando el brazo para dar manotazos al pendiente de su madre.

—Llevo tres años aquí, desde que me casé. Daoud y sus hombres vienen cada año. He oído muchas historias sobre los ghilzai de Daoud. —Sonrió, pero esta vez no se trataba de la amplia sonrisa de antes. Ahora estaba bromeando.

—Voy a volver con mi gente —dije. La idea de intentar explicarle lo que me había pasado resultaba fatigosa—. No voy a quedarme aquí —añadí.

Ella asintió con la cabeza, mirando a su bebé. Al niño le pesaban los párpados y chupaba ahora sin fuerza.

—¿Tu marido está... con las cabras?

Movió la cabeza en dirección a las montañas con un vago ademán.

—Algunos bajan una vez a la semana a buscar comida. Siempre tiene que haber hombres con las cabras en esta época, o de lo contrario se perderían muchas.

Observé cómo metía al niño dormido con cuidado por la abertura de la tienda.

—¿Qué hacen aquí los hombres de Daoud?

—Crían en el pueblo los caballos que capturan y los preparan para venderlos o llevarlos de vuelta a Afganistán. Nosotras les damos de comer y les lavamos la ropa. No nos tocan; si no fuera así, nuestros hombres no nos dejarían cumplir sus órdenes. Nuestros maridos reciben una generosa recompensa de los pashtun por nuestro trabajo.

Me costaba creer que llevase tres años casada.

—¿Cuántos años tienes, Mahayna? —pregunté.

—Dieciséis —dijo—, pero muchas de las mujeres de aquí me respetan. —Dijo aquello con una franqueza llena de sencillez—. Yo no soy hija de gujar. Mi marido me trajo de Salenbad, cerca de Srinagar, la ciudad más grande de Cachemira. Mi padre era un hombre culto y muy sabio. Enseñó a mis hermanos las lenguas de la India, y yo también las aprendí. Cada vez que me pillaba escuchando me pegaba, pues no era correcto que aprendiera lo mismo que mis hermanos. Pero a mí me gustaba, así que seguí escondiéndome y aprendí en contra de su voluntad. Hay un refrán que dice: «La hija lista no ayuda a su padre». En el caso de mi padre eso no se cumplió. Él no se quejó cuando pudo disponer de una gran suma de dinero gracias a mí. A los gujar les resulto útil porque acuden a mí para tratar con las gentes del sur que vienen a comprar nuestras cabras.

Sacó un cesto a medio tejer de un lado de la tienda y empezó a retorcer los duros juncos siguiendo un intrincado patrón.

—Pronto —dijo— te podrás poner ropa limpia. Las mujeres se encargan de eso.

Observé cómo el recipiente cobraba forma en sus diestras manos.

Al cabo de una hora llegaron cuatro mujeres a la tienda de Mahayna. Traían un fardo de ropa y me tiraron del brazo mientras hablaban en voz alta. Mahayna había retirado la cazuela de dal del fuego, y sobre las llamas borboteaba en esos momentos un recipiente grande de hojalata. Sacó dos bolsas de los pliegues de su túnica, echó unas hojitas de una de ellas en la palma de su mano, y luego las metió en el agua. Como si de una señal se tratase, todas las mujeres se sentaron airosamente en la hierba y sacaron una taza de sus túnicas, que parecía ser el equivalente al bolso de una dama.

Cada mujer metió su taza en el agua hirviendo, y Mahayna abrió la otra bolsa de cuero y la pasó entre todas. Me entregó una taza del humeante líquido ambarino, e imité a las otras mujeres y cogí una pizca de la sustancia blanca que, según descubrí, era azúcar de grano grueso. Al igual que las demás, soplé el líquido caliente y a continuación lo removí con cuidado con el dedo índice. Finalmente bebí un sorbo. Era una mezcla extraña pero deliciosa de té dulce. Estábamos tomando té. Las mujeres charlaban entre ellas en voz baja. Me acordé de las reuniones del té en Calcuta y Simia, y me maldije por permitir que mis pensamientos regresaran a aquellos lugares. A la última reunión de ese tipo a la que había asistido en Simia había ido acompañada de Faith. Habíamos sido invitadas a la casa de una joven de Lucknow. Faith estaba muy hermosa con su vestido de crepé de China color melocotón. Me acordaba de cómo tintineaba su delicada taza en el platillo.

Tuve que dejar la taza en la hierba y respirar despacio, pues el dolor de la muerte de Faith había vuelto a despertar con renovada intensidad. Durante las últimas horas me había olvidado de ello.

Habib ya se había puesto en pie cuando las mujeres terminaron el té, limpiaron sus tazas con el dobladillo de las túnicas y las guardaron. Mahayna lo cogió e indicó a las mujeres con un gesto que entraran en la tienda. Yo las seguí, y en cuanto todas estuvimos en aquel pequeño espacio, la mujer de más edad empezó a tirarme de los botones del vestido.

—Tienes que darnos tu ropa —indicó Mahayna—. Nosotras la arreglaremos y la lavaremos.

Me quité el vestido, las botas y las medias, y me quedé con la blusa y las enaguas. Mahayna levantó el borde de la prenda y se quedó admirada ante el delicado encaje. Las demás mujeres aguardaban expectantes, con las manos extendidas mientras yo me quitaba las enaguas y, por último, la blusa. Se hizo el silencio cuando vieron lo que quedaba de mi pecho, con su cicatriz cuarteada y sinuosa, las pálidas marcas de los latigazos que Somers me había dado en la espalda con la fusta, y la nueva herida que tenía en el hombro. Quería darles alguna explicación, de modo que señalé mi pecho con el dedo.

—Me lo hizo un hombre malvado con un cuchillo —dije, y ellas asintieron con la cabeza cuando Mahayna tradujo mis palabras. Me volví para enseñarles la espalda—. Mi marido, enfadado. —Volvieron a asentir, y me toqué el hombro—. Mi gente, por error.

Era muy sencillo.

Luego me quité las bragas y me saqué la faja de Daoud, y solté un grito ahogado al arrancarme las costras recién formadas.

—Esto es del caballo —le dije a Mahayna.

Las mujeres chasquearon la lengua movidas por la compasión, y una metió la mano en su túnica y sacó una bolsita de tela.

—Daoud me dio una medicina de su caballo —dije, tratando de mostrarme indiferente, pese a estar desnuda en medio de ellas. Vi que algunas se fijaban en mi vello púbico, señalándolo con el dedo, y luego en el pelo de mi cabeza, comparando los colores.

—Layla tiene una medicina parecida, pero para personas —dijo Mahayna. Le hizo una señal con la cabeza a la mujer de nariz aguileña, que me esparció unos polvos con olor a hierbas en las llagas mientras le hablaba a Mahayna en todo momento—. Layla prepara muchas medicinas con flores y hojas del bosque —dijo—. Si te pones estos polvos tres veces al día, la piel se curará rápidamente. Pero no debes vendarte: con el aire las llagas se secarán y cerrarán más pronto.

Layla me entregó la bolsa, y le puse una mano en el brazo para darle las gracias.

Me habían traído ropa. Una mujer sacó unos holgados pantalones negros, y me los puse ciñéndomelos en la cintura con un cordón. Otra me colocó una suave túnica de color borgoña —un kamis, como ellas la llamaban— por la cabeza, mientras otra me desenredaba el pelo con un peine tallado laboriosamente de una madera perfumada. Por último, la mujer mayor, que tenía la cara terriblemente picada de viruela, se arrodilló frente a mí y me ofreció dos pares de botas bajas. Calcé mi pie desnudo en la gamuza flexible y cálida y ella me ató los cordones. A continuación colocó a un lado la fuerte sandalia exterior con la puntera vuelta hacia arriba.

—Ponte los segundos zapatos encima de los primeros cuando vayas a salir del campamento. Te protegerán los pies de las piedras cortantes —dijo Mahayna.

Mientras ellas me arreglaban la ropa, Mahayna, que llevaba a Habib en la bandolera, estuvo rebuscando en una bolsa grande de tela que había en un rincón de la tienda, y luego se acercó a mí con unos largos pendientes de plata que lucían un delicado dibujo. Me acordé de las llamativas joyas que compraba cuando estaba en Paradise Street, y de las joyas auténticas que Somers me había regalado en Calcuta, normalmente después de alguna desavenencia. Pero aquel sencillo gesto de amabilidad hizo que notara un escozor en los ojos. Cogí los pendientes y me los prendí en las orejas con los broches de plata.

—Gracias —dije.

Mahayna me dedicó su desarmante sonrisa mellada.

—Ahora pareces una de nosotras —dijo—. Al menos por detrás. —Repitió la broma a sus amigas. Todas se echaron a reír, y el pequeño Habib se puso a dar palmadas.

Ese día, más tarde, vi a Daoud cuando me dirigía con Mahayna al arroyo a buscar agua. Estaba sentado con dos hombres y se quedaron callados cuando pasamos por delante de ellos. Él me saludó con la cabeza, y cuando vi que sus ojos reparaban en mi aspecto cambiado, noté que un calor me subía de repente a la cara. Me estaba pasando algo que no entendía y en lo que tampoco quería pensar. Al verlo brotó dentro de mí una peculiar emoción, la misma sensación de la que me había percatado cuando noté mis senos contra su espalda y sus caderas bajo mis dedos. Naturalmente, tú ya sabes de qué se trata, y probablemente te estés riendo de mi ingenuidad. Yo, una chica que había conocido a cientos de hombres. Pero aquello era algo nuevo, y resultaba curiosamente emocionante y al mismo tiempo incómodo.

Esa noche dormí entre unas suaves colchas en la tienda de Mahayna. Como hacía un aire cálido, dejó las solapas de la tienda abiertas. De vez en cuando oía aullidos a lo lejos; los perros del campamento, tal vez, cazando en las montañas próximas. Escuché los bufidos soñolientos de Habib, que, tras un susurro, se vieron sustituidos por los sonidos que emitía al tragar saliva. Luego la tienda volvió a quedarse en silencio. Pensé en Faith, y en Charles cuando recibiera la noticia. Me di cuenta de que apenas había pensado en Somers desde que me había ido de Simia. ¿Pensaría que yo también había muerto si la noticia llegaba a Calcuta antes de que yo volviera a Simia? Se mostraría abatido y desesperado, pero es posible que por dentro se alegrara. ¿Acaso no sería mejor para él que yo estuviera muerta? Tenía su herencia, y podía seguir viviendo como un viudo afligido durante muchos años, contando con la compasión y el respeto de la comunidad inglesa. «Pobre hombre —susurrarían las mujeres tapándose la boca con los guantes—. Estaba tan enamorado de aquella extraña mujer suya que no se ha recuperado de su muerte. Ha decidido llevar una vida solitaria; no conseguimos que se interese por ninguna otra mujer. Nadie puede compararse con su querida esposa difunta.» Qué decepción se llevaría cuando se enterase de que había vuelto a Simia; cuánto desearía que hubiera sido Faith la que hubiera regresado, y yo la que hubiera muerto contra las frías rocas.

Giré la cabeza hacia la solapa abierta de la tienda. Dejé que mis pensamientos se centrasen en Daoud, en la forma de su espalda desnuda en la orilla del lago y en sus muslos apretados contra el caballo. En su olor. Volvía a experimentar aquella inquietante sensación.

Al día siguiente ayudé a Mahayna con la comida y jugué con Habib. No vi a Daoud. Seguramente no tardaría en venir para decirme cuándo y cómo iba a volver a Simia.

Por la tarde, mientras estaba haciéndole cosquillas al niño en el cuello con una hierba, una sombra tapó el sol. Alcé la vista y vi a un hombre bajo y fornido con una camisa azul sucia y unos pantalones todavía más sucios. Lucía una barba de varios días, y su cara morena y arrugada y sus ojos enrojecidos tenían un aspecto cansado. Nos miró fijamente a mí y a Habib, y luego metió la cabeza en la tienda vacía.

—¡Mahayna! —rugió, aunque era evidente que en la tienda no había nadie. Habib gritó al oír aquel sonido inesperado, y lo cogí y lo abracé contra mí.

—Ha ido a buscar agua al arroyo —grité, haciéndome oír por encima de los berridos del pequeño.

Pero el hombre se quedó mirándome sin comprender: no sabía hablar hindi. Dejó caer el saco que llevaba al hombro. Una mujer que estaba en la puerta de la tienda situada frente a nosotros le dijo algo gritando. El hombre me dio la espalda y cruzó sus gruesos brazos por encima de su pecho fuerte, con las piernas separadas y la mirada fija en la dirección del arroyo.

Al cabo de un rato Mahayna apareció cimbreándose, balanceando con garbo un recipiente de barro que goteaba encima de su cabeza. Al ver al hombre lo dejó en el suelo y estiró los brazos para coger a Habib.

—Es mi marido, Bhosla —me dijo, con la voz entrecortada—. Hacía dos semanas que no bajaba de las montañas. —Colocó al niño en la bandolera, se inclinó por encima de la cazuela negra y llenó un plato enorme de guiso de pescado con setas. Se lo entregó al hombre con la mirada baja, y él le gritó una frase moviendo la cabeza en mi dirección. Ella respondió en voz baja, con un tono extrañamente apagado que nunca empleaba conmigo ni con las otras mujeres.

Su respuesta satisfizo a Bhosla. Se sentó en cuclillas, todavía de espaldas a mí, y terminó el guiso dando unos sorbos enormes.

Percibí la tensión que había en el ambiente.

—Me voy a dar un paseo —dije, y vi la expresión de Mahayna.

Ella asintió con la cabeza distraídamente y de inmediato se puso a sacar un montón de ropa del saco mugriento que Bhosla había dejado en el suelo. Capté el olor a sudor que emanaba de él.

Caminé entre las tiendas hasta llegar al muro bajo de piedra que cercaba a la cabra enferma. Me apoyé en la tapia, contemplando distraídamente al animal pulgoso. Un muchacho trepó el muro y se encaramó en lo alto no muy lejos de mí, y se puso a silbarle al animal. Era un sonido agudo y trémulo que me recordaba al de una flauta y al grito de un halcón. Cada vez que el muchacho silbaba, la cabra volvía sus ojos de un apagado color azufre hacia él y se ponía a dar vueltas débilmente, primero en una dirección y luego en la otra, en actitud de confusa obediencia.

Miré las verdes colinas inclinadas que rodeaban el valle. Más allá se encontraban las montañas, con sus cimas escondidas, y las nubes que flotaban prendidas en sus picos nevados. ¿Eran las mismas montañas que había contemplado en Simia, pero vistas desde otra dirección? Pensé en las marcas de los mapas que había estudiado en Calcuta y me pregunté dónde me encontraba, y si alguna vez llegaría a saberlo.

Dejé al muchacho y a la cabra y paseé hasta una parcela de hierba por donde corría un grupo de niños. Se divertían con un juego cruel. Perseguían a un niño o una niña, y cuando la víctima era atrapada, recibía crueles bofetadas y tirones de pelo de manos de los demás, que se reían mientras tanto. Por lo que pude ver, el objetivo era aguantar, resistiendo el máximo dolor posible. Un niño rompió a llorar de rabia después de que una niña más grande le metió un dedo en el ojo, y el grupo se apartó de él. Condenado al ostracismo, se dirigió a una piedra apretándose el ojo con el puño y se sentó para observar tristemente desde lejos cómo proseguía el juego.

Cuando los niños perdieron interés por el juego y se escabulleron siguiendo distintas direcciones, me encaminé hacia los cercados de los caballos. En uno de ellos había una manada que avanzaba en tropel, y en otro se podía ver una figura solitaria en el centro, con un látigo de mango corto en una mano y una cuerda enrollada en la otra, atada a un semental de color dorado y mirada salvaje. La figura se giró y vi que era Daoud.

Solo llevaba puestos unos pantalones y las botas altas de piel; tenía el torso y la espalda húmedos del esfuerzo realizado bajo el sol ardiente. Se había recogido el pelo por detrás con una tira de cuero, y pude apreciar el contorno fuerte y nítido de su mandíbula y su cuello largo y terso. Se había puesto unos aros más anchos en las orejas. Le gritaba órdenes al animal, que no dejaba de resoplar, al tiempo que trabajaba con él. Su cara había cambiado; una gran parte de la hinchazón había disminuido, aunque seguía descolorida, pero su expresión era distinta. No era el semblante crispado y desdeñoso que había visto por primera vez cuando lo llevaban a rastras a la celda en Simia. No era el rostro receloso que había lucido durante la mayor parte del viaje a Cachemira. Ahora era un rostro con vida, libre; su auténtico rostro.

Él no me vio. Apoyé los brazos en el tronco superior de la valla y me quedé mirando. A la larga el caballo se agotó y se quedó con la cabeza gacha, soplando ruidosamente por los orificios ensanchados de su nariz. Daoud se acercó a él cantando en voz baja y posó su mano en la ancha frente del animal. El caballo levantó la cabeza de golpe y arrojó por los aires salpicaduras de saliva burbujeante, pero no salió corriendo. Daoud lo miró fijamente a los ojos y soltó un tenue silbido muy despacio, como había hecho con Rasool cuando el caballo echó a temblar de miedo en la cueva. El semental bajó de nuevo la cabeza. Daoud bajó a su vez la suya hasta que su frente tocó contra la frente dorada del animal. Permanecieron inmóviles durante al menos un minuto. Entonces Daoud levantó la cabeza, tiró suavemente de la cuerda y se dirigió hacia la puerta. El caballo lo siguió. Al llegar a la puerta, Daoud le quitó la brida y el animal se puso a correr a través del cercado, dando patadas detrás de él con un goce juguetón. Daoud lo observó con una sonrisa y a continuación soltó la tira de cuero que cerraba la puerta y salió. Cuando estaba atando otra vez la correa, le grité:

—Un magnífico caballo.

Él miró en mi dirección.

—Sí —contestó. Algo varió en su expresión, y lamenté que mi presencia hubiera provocado aquel cambio. Enrolló las correas del látigo en su mano—. ¿Están tratándote bien?

Asentí con la cabeza. Quería decir algo, pero me sentía confundida por la ansiedad que se había apoderado de mí.

—Llevas la ropa de una bakriwar, una mujer de las cabras, pero tu cara y tu pelo... no se corresponden —dijo.

Cuando se acercó a mí se me aceleró la respiración, pero pasó de largo, y aspiré el olor de su piel empapada de sudor.

—Espera —dije, y se volvió hacia mí—. Yo... ¿Cuándo podré volver?

Daoud examinó las nubes que había sobre mi cabeza antes de hablar.

—Si lo deseas, puedo prepararlo todo para que te marches mañana.

Esperó a que yo respondiera. ¿Por qué no dije: «Sí, tengo que irme, mañana, lo antes posible»?

—Aunque sería difícil —añadió de repente.

—¿Por qué?

Se puso a jugar con las suaves trenzas de cuero del látigo. Observé sus manos.

—Solo hay un gujar capaz de llevarte por las montañas de quien me pueda fiar, y es nuestro único syce. Se tardan unos siete u ocho días en hacer el viaje de ida y vuelta a Simia. Esos ocho días (puede que diez) son los que necesitamos para terminar de adiestrar a los caballos antes de llevarlos a Peshawar. El syce será entonces muy importante para mis hombres. Pero te prometí que me aseguraría de que volvieras a Simia. Y si tienes muchas ganas de irte, lo prepararé...

—No. —¿Había dicho que no?

El rostro de Daoud adoptó una expresión de curiosidad. Empezó a darse golpecitos en el muslo con el látigo.

—¿No se preocupará tu gente?

No contesté.

Dejó de mover el látigo.

—Entonces, ¿te quedarás más tiempo aquí, en el campamento? ¿Es eso lo que quieres?

Puede que pasaran diez segundos hasta que respondí.

—Sí, es lo que quiero.

—Pues que así sea —dijo Daoud, y se dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas, dejándome sola en medio del aire perfumado que se respiraba en Cachemira a última hora de la tarde. Cuando él se hubo marchado, experimenté una sensación de vacío.

Y, mientras observaba cómo se alejaba, descubrí el nombre de la emoción que tanto me había costado comprender.

Deseo.