8
Las manos le olían a pescado. Estaba intentando hacerse pasar por un caballero, con su elegante abrigo negro de lana y su sombrero de copa, pero yo sabía por el pestilente olor que llevaba pegado en sus gruesos dedos que no era más que un pescadero que había alquilado un traje para aquella noche. «Bueno, los dos estamos fingiendo, ¿no?», pensé, soportando el peso del hombre mientras me conducía a un callejón, rodeándome los hombros con el brazo.
Estábamos a finales de octubre, y yo emprendí el trabajo con movimientos expertos y cansados. Hacía unos tres años que estaba con Blue, y había cumplido los diecisiete en agosto. Ya no disfrutaba como antes del tiempo que pasaba con las otras chicas, e incluso había perdido el placer de la lectura. Parecía que no dispusiera de tiempo ni de intimidad, y la energía y la pasión que en otro tiempo sentía teniendo hermosos libros en las manos, leyendo su mágico contenido y estudiando cómo estaban hechos, habían ido desapareciendo poco a poco.
Tampoco me preocupaba mucho ya por mi apariencia: a ninguno de los clientes parecía importarle. Durante los últimos meses había pensado en mi madre con mayor frecuencia. Algunas noches, mientras esperaba a que acabara un cliente, cerraba los ojos y me figuraba la vida que ella había deseado para mí, lejos de la mugre y la peste de Back Phoebe Anne Street. Trataba de imaginarme a mí misma sentada detrás de una mesa como las que había frecuentado con el hombre al que llamaba tío Horace. Me veía rodeada de una cristalería resplandeciente y una vajilla tan delicada que parecía transparente, alargando la mano para coger el tenedor del pescado, el cuchillo de la mantequilla, la cuchara sopera, sabiendo perfectamente cuándo servir el oporto, el vino y el jerez.
Ahora, mientras permanecía con la espalda apretujada contra los rugosos ladrillos de un edificio de un callejón situado junto a Paradise Street —pronto tendría una estela de morados oscuros como manchas de tinta por toda la columna—, los gruesos dedos de la mano izquierda del pescadero se adentraban en mi interior al tiempo que empleaba la derecha para meneársela contra mi falda. Pensé distraídamente en la suerte que había tenido de que aquel tipo fuera el último hombre de la noche. Seguro que otro cliente se quejaría del olor que me estaba dejando impregnado.
La cosa no iba bien. El pescadero abandonó. Sacó los dedos y al abotonarse los pantalones enfadado me golpeó la cara bruscamente.
—Serán seis peniques, señor —dije, estirándome la falda y frotándome la cadera dolorida—. Seis peniques, por favor. —Extendí la mano.
—No vas a conseguir nada. Yo no he conseguido nada contigo, y eso es justo lo que te pienso pagar —dijo él, alejándose.
Esquivé un charco de vómito que brillaba a la luz de la calle y le agarré la manga.
—Vamos, señor —le dije, sin que mi voz perdiera en ningún momento el tono amable—, yo no tengo la culpa de que esta noche no esté en forma. Y estoy segura de que ha disfrutado un poco, a juzgar por las confianzas que se ha tomado conmigo.
El hombre se detuvo, mirando mi mano posada en la manga de lana gruesa.
—Te daré dos peniques, ni uno más. —Se metió la mano en el bolsillo de su ceñido chaleco a rayas y sacó unas monedas. Cuando me las estaba entregando, sus ojos se posaron en la piel situada justo encima de mi corpiño—. Y te equivocas. Si hoy no estoy en forma es por tu culpa. Eso que tienes ahí es horrible, menuda asquerosidad. ¿Por qué no te tapas?
Apreté el dinero con fuerza en el puño.
—¿Y por qué debería hacerlo? ¿Acaso no me lo hizo alguien muy parecido a usted?
El pescadero murmuró algo ininteligible y se alejó. Se desabotonó otra vez los pantalones y orinó contra la pared, haciendo que se elevase una nube de vapor con el aire fresco. Contemplé cómo el charco que formó corría por los surcos que había entre los adoquines.
Metí las monedas en la abertura que tenía en la parte inferior de la pretina, y a continuación caminé con cautela por la superficie asquerosa y desigual del callejón y salí a una calle prácticamente desierta.
—¡Hola, Linny!
Escudriñé la calle oscura, tratando de ver entre las sombras, y saludé con la mano a la chica que se dirigía apresuradamente hacia mí.
—¿Qué tal ha ido la noche, Linny? —preguntó Annabelle. Estaba masticando con cautela un panecillo relleno de arenques grasientos. Tenía los carrillos hinchados y relucientes.
—No ha estado mal, quitando al último. No conseguía mantener firme su soldadito y se ha negado a pagarme lo que le pedía —le dije.
Annabelle asintió con la cabeza.
—Que los jodan a esos cabrones y sus pollas flojas. Deberías llevar una navaja, como yo. En cuanto les apuntas a las joyas con un buen cuchillo, sueltan la pasta rápidamente.
Asentí con la cabeza pensando en el cuchillo con mango de marfil con el que había amenazado a Ram Munt y que me había visto obligada a utilizar un par de veces más en las que me había sentido realmente asustada. Pero lo había perdido el mes de julio anterior, cuando una ráfaga seca de viento se llevó volando mi sombrero de paja. Eché a correr para recuperarlo antes de que lo aplastara un caballo con sus cascos. Pero se movió y se fue dando vueltas, arrastrado por el insistente viento, y cuando lo cogí, le quité el polvo con la mano y me lo volví a poner, el cuchillo ya no estaba. Desanduve lo andado una y otra vez, pero el cuchillo había desaparecido; lo más probable es que me lo hubiera arrebatado algún pilluelo de la calle. No quise gastar dinero en comprar otro. Ahora comprendía que Annabelle tenía razón. Cada vez me tocaba pelearme más a menudo, ya fuese para cobrar mi dinero o para defenderme. Los clientes se estaban volviendo más brutos y tacaños.
—¿Vienes a tomar una copa? —preguntó Annabelle.
—No. —Bostecé mientras las campanas de la capilla de St Peter sonaban cinco veces—. Me voy a dormir un par de horas.
Annabelle siguió calle arriba y yo volví a la desvencijada habitación de Jack Street. Ahora la compartía con Annabelle, Hellen y Dorie.
Lo que le había dicho a Annabelle era cierto: estaba cansada. Pero tenía otro motivo para no ir al Goat’s Head, y era que no quería gastar un penique de más de mi dinero. Había ahorrado siete libras. La tarifa anunciada en los carteles había subido de cinco a siete libras durante los últimos dos años, y siempre bajaba o subía unos chelines, dependiendo de la temporada y del viaje, pero siete libras eran una opción segura. Había pensado trabajar un mes más, solo uno, para ahorrar un poco y así no encontrarme sin dinero cuando llegase a Nueva York.
No quería verme obligada a hacer la calle nunca más.
Al entrar sin hacer ruido en la apestosa habitación, vi dos figuras inmóviles sobre el estrecho colchón y me alegré de que Annabelle no hubiera vuelto a casa. En el catre de borra solo cabíamos tres de nosotras; si Annabelle y yo hubiéramos regresado juntas, habríamos tenido que echar a suertes quién se quedaba con la cama y quién con el suelo. Hacía bastante frío y en caso de haber sacado la pajita más corta, sin otra prenda con que taparme que mi chal y mi vestido de sobra, hubiera resultado desagradable dormir en el suelo frío sin ni siquiera un trozo de moqueta para protegerme de las corrientes de aire. Había una chimenea diminuta, pero no encendíamos fuego a causa de las nubes de humo negro que emitía. Las paredes, que no habían sido encaladas desde hacía años, estaban cubiertas por una fina capa verde debido a la creciente humedad. La lluvia hacía que crujieran las vigas carcomidas, y la ventana hacía ruido ante el viento más leve. El cristal estaba muy sucio y pronto la habitación se hallaría en un eterno crepúsculo.
Me quité las botas y me saqué el vestido para poder desabrocharme la parte delantera del corsé. A continuación me volví a poner el vestido tiritando, me envolví con el chal y me apretujé junto al borde del catre aplastado y sucio. Tuve que empujar a Dorie con la cadera; ella se acercó más a Helen, obligándola a pegarse contra la pared. Casi me había dormido cuando cambié de lado y me puse de cara a la oscura habitación. Con los ojos cerrados, palpé el bulto tranquilizador de mi pretina: el colgante y las monedas, todo metido dentro de la rendija que había hecho. Había una abertura idéntica en la pretina de mi otro vestido, y nadie sabía de la existencia de mis ahorros, ni siquiera las chicas de la habitación. Cada semana, cuando me cambiaba de vestido, los pasaba a escondidas de un sitio al otro junto con el colgante. Esperaba hasta que las chicas se hubieran ido o, si resultaba imposible, me apartaba y me situaba de cara a una esquina mientras me quitaba rápidamente un vestido y me ponía el otro por la cabeza. De ese modo dejaba que quien estuviera en la habitación pensara que lo hacía porque me daba vergüenza que me viera la cicatriz del pecho.
La caja de madera, con las monedas y libros que contenía, me había sido robada hacía años. El único motivo por el que conservaba el colgante es que Helen me lo había cogido sin pedir permiso para ponérselo aquella noche. Cuando se lo vi en la calle alrededor del cuello me puse furiosa con ella y le pedí que me lo devolviera. Más tarde, cuando volví a Jack Street, encontré la habitación patas arriba y descubrí que la caja había desaparecido, y di gracias por que Helen hubiera decidido coger prestado el colgante.
Desde entonces llevaba siempre el dinero conmigo.
Mientras el sueño se apoderaba dulcemente de mí, recité una oración para intentar ahuyentar la pesadilla que me acosaba: la abrumadora mezcla de la sangre y el pelo, el agua fría y las tijeras que se clavaban. Cuando me despertaba después de aquel sueño, lo cual solía ocurrir cada tres o cuatro noches, me incorporaba empapada en sudor con la boca totalmente abierta para coger aire. La verdad sobre aquella pesadilla —la conciencia de que había matado a un hombre, pese a haberlo hecho para evitar correr esa misma suerte— era como un animal siniestro y escurridizo, una criatura con dientes afilados y ojos amarillos. Siempre me seguía, a veces pisándome los talones y otras a mayor distancia, observándome. Ante la luz brillante de las farolas de gas o el fulgor tenue de una vela, se mantenía escondida, lejos del calor y la luz. Pero volvía a aparecer cuando me encontraba a oscuras. Durante aquel frío otoño se había hecho más grande. Ahora había veces en que la sentía tan próxima que me giraba en medio de la oscuridad de la calle creyendo oírla respirar. Y entonces sabía que la pesadilla acudiría a mí esa noche.
En esa ocasión me había visitado tres noches seguidas, y solo había conseguido dormir un par de horas de sueño agitado. Me dolía el cuerpo del cansancio y no deseaba tener más sueños. Notaba que me pesaban los párpados y era consciente de que la línea que había entre mis cejas estaba desapareciendo. Justo antes de abandonarme al sueño, colocaba una mano en la posición de antaño, encima de mi pecho malparado: me aliviaba la idea de protegerlo, aunque no sabía por qué. Últimamente había estado desplazando la otra mano de su lugar habitual, a la altura de la cintura. Ahora la movía más abajo, hacia mi barriga, y mecía al bebé que se acurrucaba dentro.
Sabía que era una niña y la iba a llamar Frances. No sé exactamente cuándo ni cómo había sido concebida. Siempre había tomado precauciones: usaba un trozo de esponja, lo lavaba cada mañana, y luego lo remojaba en alumbre y sulfato de cinc y lo colocaba en su sitio antes de atender al primer cliente; después del último, me sacaba la esponja y utilizaba la jeringuilla, y la envolvía en un trapo empapado con el mismo mejunje, por muy cansada que estuviera. Blue me había enseñado lo que había que hacer, y empecé a usar la esponja y la jeringuilla asiduamente en cuanto tuve mi primera menstruación, solo tres meses después de marcharme de Back Phoebe Anne Street para siempre. Pero todas las chicas acababan embarazadas tarde o temprano. A mí ya me había sucedido antes, justo al final de mi primer año con Blue, pero no me había dado cuenta hasta que prácticamente había concluido. Fue Helen, que había vuelto a Jack Street en busca de su capa, la que me explicó lo que estaba pasando. Me encontró en la cama cuando debería haber estado en la calle trabajando, doblada de dolor, con la cara pálida como la cera y empapada en sudor. Tras hacerme unas preguntas se marchó y volvió con dos pintas de cerveza. Luego se sentó junto a mí y me obligó a beber una, diciéndome que pronto habría acabado todo y que debía estar contenta. De ese modo, me dijo, no tendría que pagar para librarme de aquello.
Lo único que sentí fue alivio cuando por fin cesaron los calambres y se detuvo la hemorragia de sangre coagulada. Nada más.
Pero esta vez había sido diferente. Y había sido así por un motivo: me había dado cuenta bastante pronto de que había empezado a gestarse un bebé. Y comprendí que era la señal que había estado esperando.
El viaje a Nueva York duraría seis semanas, más si resultaba que hacía mal tiempo. Si partía a finales de mes, llegaría antes de la fecha para la que se esperaba que naciera el bebé. Nacería allí, en el nuevo mundo, y sería una norteamericana. Buscaría un trabajo respetable, pues ¿acaso no se podían encontrar allí todo tipo de trabajos, sobre todo en Nueva York? Nadie me conocería y empezaría una nueva vida con mi hija, y ella nunca sabría nada de mi vida —aquella vida— en Liverpool.
Durante los últimos meses, mientras esperaba a que cada cliente terminara, murmurando cumplidos rutinarios y jadeando con un falso placer para hacer que acabasen más rápido, me había dedicado a inventar las historias que le contaría a la pequeña Frances sobre el refinado caballero que había sido su padre, lo que había sido de él y por qué había ido yo a Estados Unidos.
Un día, al volver a Jack Street a primera hora de la mañana, mientras la lluvia caía torrencialmente y el cielo teñido de negro se aclaraba cada cierto tiempo con algún fucilazo lejano que brillaba al otro lado del Mersey, comprendí con una intensa punzada que mi madre había hecho lo mismo que yo.
Por primera vez me pregunté si llevaba sangre noble en las venas. Mi mano buscó la marca de nacimiento que tenía debajo del puño mojado de la manga y palpó la figura protuberante del pez.
—¿Cuándo te vas a deshacer de eso?
Sacudí las manos encima de la palangana, me sequé la cara con un trapo limpio y miré a Dorie. Helen se había ido a comprar una empanada, y Annabelle todavía no había vuelto de trabajar por la noche, mientras que Dorie estaba desperezándose en la cama, disfrutando de todo el espacio del que disponía para ella sola antes de echarse a la calle por la tarde.
Me llevé las manos al abdomen y deseé haberme apretado el corsé más fuerte.
—¿Se nota?
—Yo sí que lo noto, pero la mayoría de la gente no se dará cuenta. Eres muy pequeña. ¿De cuánto estás?
—No lo sé. —Tenía mis motivos para no querer decirle a Dorie que estaba de seis meses—. Pero últimamente se ha ido acelerando —añadí, pensando en el leve pataleo que me alegraba cuando ninguna otra cosa podía hacerlo.
Dorie emitió un sonido de disgusto.
—Estás loca. Una vez que se acelera es más difícil librarse de él. Eso quiere decir que por lo menos debes estar de cuatro meses. ¿Por qué no has hecho nada antes? Claro que aún no es demasiado tarde... aunque te hará daño. Será mucho más difícil y doloroso, pero se puede hacer si encuentras a la persona adecuada y estás dispuesta a pagar. —Se metió un dedo en la boca y se hurgó en una muela, y su rostro se crispó; los gruesos pliegues de sus párpados casi ocultaban sus ojillos.
—¿Te duele alguna muela?
Dorie se incorporó y asintió con la cabeza.
—Luego iré al barbero para que me la quite. ¿Por qué no vienes conmigo? Yo me ocuparé, siempre que tengas el dinero. El barbero conoce a alguien; ya he recurrido a él antes.
Me até una cinta azul marino en el pelo, negué con la cabeza y cogí mi chal.
—¿Qué haces con todo el dinero que ganas, Linny? No te compras joyas, ni tampoco ningún vestido en la casa de empeños. Y ya casi nunca vienes a la taberna o al mesón con nosotras, y Dios sabe que prácticamente no comes nada. Ni pasteles ni tartas de frutas. Solo las gachas de los puestos, patatas y carrilleras de buey.
—Estoy ahorrando.
—Espero que no sea por si llegan tiempos peores —dijo Dorie, y sus ojos desaparecieron. A continuación hizo una mueca y se llevó la mano a la mejilla—. Ay. Si estás ahorrando para entonces, en noviembre ya te lo habrás gastado todo. —Tanteó con la lengua la parte posterior de su boca—. Así pues ¿vienes conmigo?
Volví a negar con la cabeza y la dejé preocupada con su dolor de muelas.
Conocía a algunas chicas que se habían visto obligadas a dar a luz a sus niños porque no podían deshacerse de ellos. La mayoría dejaba a los recién nacidos en las escaleras del asilo de pobres o de una iglesia. Solo conocía a una chica, Elsie, que había decidido quedarse con su hijo y seguir con aquella vida. Durante la noche, cuando estaba trabajando, se lo dejaba a una vieja desdentada, y la criatura, un niño bien formado, pareció desarrollarse bien durante los primeros cuatro meses. Pero una noche no paraba de llorar y la vieja, intentando tranquilizar al niño, al que le estaban saliendo los dientes, para que los otros pequeños que había en la habitación no la molestasen, le dio una sobredosis del jarabe con el que se calmaba a los bebés. El niño se sumió en un sueño profundo y mortal inducido por el láudano del que nunca despertó. Después de aquello Elsie se largó de Paradise Street, y más tarde nos llegó la noticia de que se había ahorcado en un sótano encharcado cerca de Lime Kiln Lane.
Pero, claro está, nadie lo llegó a saber con certeza.