19

El día después de coincidir con Somers Ingram le pregunté a Faith por la mañana si lo conocía; me contestó que sí y que lo encontraba simpático.

—Tengo entendido que ocupa un puesto importante en la Compañía —dijo—. Todo el mundo habla de lo alto que ha llegado siendo tan joven. Y por lo visto viene de una familia rica. Algunos comentan que su carrera ha avanzado tan rápido gracias a la influencia de su familia. Pero no puede creerse todo lo que se oye.

Asentí con la cabeza.

—¿Por qué lo preguntas, Linny?

—Lo conocí anoche —le dije—. Me pareció arrogante.

—Nada de eso. Para arrogante, el señor Whittington. ¿Te has visto en la obligación de pasar algún rato con él? —Siguió parloteando sobre otros solteros y dejé de escuchar, preguntándome qué tendría que ocultar el señor Ingram y cuándo volverían a cruzarse nuestros caminos.

La ocasión se presentó en un ceremonioso baile organizado en el Calcuta Club para celebrar la entrada del año 1831. La mayoría de los miembros de la élite de Calcuta se hallaban entre los asistentes, más de tres mil personas. Mi tarjeta de baile estaba ocupada para las dos semanas siguientes. Me puse el vestido de baile que había mandado confeccionar —movida por la insistencia de Faith— antes de partir de Liverpool; era de seda color pergamino con brocados dorados, y llevaba una pañoleta de encaje para tapar el bajo escote. Al verme en el espejo de cuerpo entero, con el resplandor de la luz de las velas en mi falda, sentí que aquel vestido me concedía cierto esplendor.

Había cambiado desde la vez que me miré, pasmada, en el espejo de casa de Shaker, después de la terrible noche en que él me rescató. Ahora tenía un cabello abundante y lustroso, los ojos brillantes y un cutis terso. Mientras la ayah me arreglaba el pelo, tenía la certeza de que Somers Ingram estaría allí. Nada más llegar me sorprendí esperando a que hiciera acto de presencia. Aunque no lo vi en la recepción, ni al sentarnos para cenar, apareció en cuanto dio comienzo el baile y me hizo una reverencia.

—Señorita Smallpiece —dijo, y me sentí nuevamente impresionada por su pose, su piel suave y sus gruesos labios—. ¿Me permite acompañar a la señorita Smallpiece a la pista, señora Waterton? —Me ofreció su mano enguantada.

La señora Waterton gorjeó con aire vacilante, sosteniendo mi tarjeta de baile a distancia para leerla.

—Vaya, señor Ingram, no veo su nombre en la tarjeta.

—Vamos, señora Waterton —dijo él con voz zalamera—. Todo depende, claro está, de si la señorita Smallpiece me concede el honor.

—¿Señora Waterton? —pregunté, mirándola. Me apetecía bailar con él... mucho.

—Claro que sí, querida. Le pediré disculpas a su compañero de baile cuando venga.

Nos movimos con suavidad por la pista bailando un vals. Al principio, el señor Ingram pronunció un discurso que apenas requirió mi intervención. Habló de la magnífica organización del baile, de un problema que tenía con su khansana y de un acontecimiento deportivo al que había asistido recientemente.

—Es usted un excelente bailarín, señor —le dije, con una mano enguantada posada en su hombro y la otra sujeta con firmeza entre la suya.

—Gracias, señorita Smallpiece —dijo él, y me atrajo un poco más hacia sí. Al girar, reparé en el contacto de su muslo contra el mío. Ningún soltero se había mostrado tan atrevido conmigo: la mayoría me sujetaban a una distancia más que respetable—. Pero me he fijado en que usted da los pasos con cierta indecisión. ¿Le aburre bailar, o le falta práctica?

Me chocó aquel comentario menos que elogioso. Me detuve en medio de un giro.

—Me parece usted un desconsiderado, señor —dije, expresando con mi voz toda la indignación de la que fui capaz. No me gustó que insinuara que no estaba habituada a bailar en salones elegantes. Pensé en Meg Liston y en su reconocida falta de interés por el baile—. No todos tenemos tanto talento como usted, señor Ingram —dije, esta vez con un dejo impertinente en la voz—, y algunas preferimos dedicar el tiempo a cultivar intereses más intelectuales y culturales que el baile. —Observé cómo abría los ojos—. De hecho, a juzgar por su pericia en la pista de baile, estoy segura de que sus aptitudes se limitan a cuestiones mecánicas y de que tiene escaso interés por el intelecto.

Él se echó a reír, emitiendo un sonido sincero de regocijo.

—Bien dicho, señorita Smallpiece. Me lo merezco... y con toda la razón. Por supuesto que baila bien y se mueve con agilidad. Si le he hablado con tanto atrevimiento es porque he notado que le aburría todo esto, y me preguntaba cómo reaccionaría ante un comentario que no mantuviera la prudencia de los cumplidos que nos vemos obligados a pronunciar habitualmente en un baile tras otro.

Me sorprendió que fuera capaz de adivinar exactamente lo que yo sentía. Y que tuviera el descaro —no, el valor— de decirlo. Aquello significaba que había descubierto los pensamientos que yo creía haber disimulado con mis palabras y mi tono.

Retomamos el baile.

—Estaba poniéndome a prueba, ¿es eso?

Él sonrió.

—Se podría decir que sí. Y, señorita Smallpiece, me alegro de comunicarle que ha pasado la prueba. Tiene usted valor, algo de lo que carecen muchas jóvenes que conozco en estos sitios. Y veo que también tiene ímpetu: le brillan los ojos. Menudas flechas está lanzándome con ellos.

Ahora estaba flirteando abiertamente conmigo. En cuestión de segundos había pasado de insultarme a elogiarme. No sabía cómo tratar a un hombre como Somers Ingram.

—¿Qué es lo que hace para la Compañía, señor Ingram? —pregunté, respirando hondo.

—Soy el auditor jefe —dijo él.

No tenía ni idea de lo que era aquello.

—Es estupendo.

—¿Eso cree? ¿Por qué? Me interesaría saber qué es lo que encuentra «estupendo» de mi trabajo.

¿Estaba leyéndome otra vez el pensamiento? ¿Cómo se atrevía a ponerme en una situación tan embarazosa? La mayoría de los hombres habrían aceptado el cumplido y habrían explicado en qué consistía su trabajo. No habrían puesto en duda mi reacción.

—No tiene ni idea de qué es un auditor jefe, ¿verdad?

Chasqueé la lengua y sonreí con picardía. Me di cuenta de que yo también era capaz de flirtear como él.

—Pero bueno, señor Ingram, es usted incorregible.

—Vamos, señorita Smallpiece, eso no le pega.

—¿El qué?

—Ese aire falso de ofendida. ¿Por qué dice que mi trabajo es estupendo cuando no sabe en qué consiste y, además, no le importa realmente?

El baile terminó antes de que me viera obligada a responder, y me condujo nuevamente junto a la señora Waterton.

—¿Tendría la bondad de permitir que la señorita Smallpiece volviera a bailar conmigo esta noche? —le preguntó.

—Muchos jóvenes han solicitado su compañía —dijo la señora Waterton, abanicándose con mi tarjeta de baile—. La señorita Smallpiece no debe parecer grosera.

—Desde luego —contestó el señor Ingram, e hizo una reverencia. Sentí una oleada de decepción mezclada con el alivio de no tener que volver a verme confundida por su desconcertante comportamiento.

—Aunque —añadió la señora Waterton— puede que esté libre al final de la noche.

Entonces el señor Ingram, que seguía sosteniendo mi mano, se inclinó sobre ella y acercó sus labios a mi guante.

—Esperaré con impaciencia ese momento —dijo, y se marchó.

Pero no volvió, y tampoco lo vi entre la multitud. Experimenté algo similar a una sensación de pérdida; no, no era una sensación de pérdida. De ser así, parecería que echaba algo de menos. Tal vez la sensación que experimenté al ver que el señor Ingram no regresaba para pedirme un último baile se parecía a la frustración que sentía recluida con Faith y los Waterton en Garden Reach, teniendo la India al alcance de la mano.

Me sorprendí preguntándome cuándo volvería a ver a Somers Ingram; pero no deseaba estar cerca de él. Era más bien como si hubiera algo en él que me preocupara.

Volvimos a coincidir en una velada celebrada en enero en el Calcuta Club. Él tenía la piel todavía más morena, como si últimamente hubiera pasado más tiempo al aire libre. Mientras estuvimos rodeados de los demás intercambiamos opiniones sobre los temas esperados: el tiempo (fresco y agradable), la arquitectura (la restauración de algunas de las salas de la sede de la Compañía de las Indias Orientales), la política india (los rumores de que había problemas con la administración del rajá de Mysore), y las noticias de la patria (la excitante perspectiva de la navegación de vapor).

Cuando los demás se alejaron y nos quedamos solos junto a una de las altas puertas, le hice un comentario sobre su apariencia.

—Tiene muy buen aspecto, señor Ingram —dije—. ¿Ha estado practicando algún deporte?

—La semana pasada estuve cazando, disfrutando del espléndido tiempo, aunque me temo que no va a acompañarnos mucho más. Tenemos que aprovecharlo al máximo. ¿Le gusta montar a caballo, señorita Smallpiece?

Me pasé un dedo por el puño del vestido.

—No especialmente. —Nunca había estado encima de un caballo.

—Yo pensaba que le gustaría salir y disfrutar del sol y el viento de la estación fría, galopar y explorar. ¿Ha tenido ocasión de probarlo ya?

Si supiera las ganas que tenía de ello.

—¿Le apetecería unirse a un pequeño grupo de gente? Varios amigos míos, así como algunas damas como usted, junto con el señor y la señora Weymouth, estamos planeando una excursión para la semana que viene.

—Creo que no, señor Ingram. Le agradezco mucho su invitación, pero...

—Por favor, ahórrese el recato, señorita Smallpiece. No le pega, como ya le recordé hace poco.

—No estoy siendo recatada —dije, irritada.

—¿De verdad? Entonces, ¿qué es? ¿Sabe que su expresión la delata con claridad? Pero si casi está frunciendo el ceño. Puedo ver cómo se debate consigo misma. ¿Qué es lo que le impide aceptar mi invitación? Vamos, señorita Smallpiece. Me gustaría oír la verdad. Sé que está más que ansiosa por acompañarme.

Para entonces estaba mucho más que irritada. Su presunción hizo que se me encendiera el rostro de la ira.

—Una dama no tiene por qué justificarse —dije, hecha una furia.

—Una dama tampoco tiene que olvidar los buenos modales —replicó él—. Me parece detectar cierto tono grosero. —Chasqueó la lengua.

—No entiendo su comportamiento, señor —dije en voz baja—. Le aseguro que yo no olvido los buenos modales. Nunca.

Él arqueó una ceja con un aire exasperantemente arrogante.

—¿De verdad? —Sus ojos se clavaron en los míos. Entonces, rozándome la mejilla con los labios, susurró—: No la creo. —Su aliento era cálido, y el modo en que posó la mano sobre mi antebrazo y me acarició la manga resultaba muy familiar.

La sangre me retumbaba en los oídos. Su rostro estaba a escasos centímetros del mío, con una leve sonrisa dibujada en la boca. Una sonrisa de suficiencia, una sonrisa que insinuaba que era una chica boba como las demás, que perdería el sentido ante su proximidad y me desmayaría entre sus brazos. Lo encontraba atractivo, pero lo detestaba, con su insolencia y la certeza de su encanto.

Acerqué un poco la cara a la suya.

—Señor Ingram —susurré, apretando la mandíbula, y él volvió la cara para que pudiera hablarle al oído. Yo estaba temblando y notaba una sensación de poder—. Quite su puñetera mano de mi brazo. —Las palabras brotaron de repente, airadas y urgentes; empleé toda la malicia de la que fui capaz.

Él retiró la cabeza como si le hubiera dado una bofetada. Y al instante supe lo que había hecho, a lo que me había impulsado Somers Ingram. Me había pasado los dos últimos meses comportándome como la dama que aparentaba ser, pese a la lucha que se libraba en mi interior. Y aquel hombre me había hecho olvidar quién se suponía que era: me había desafiado, y yo había picado como una tonta.

Somers Ingram me miró directamente a los ojos, y lo que vi en ellos me hizo cerrar los míos por un momento. «¿Cómo he podido ser tan estúpida? Con todo lo que me había esforzado.»

—¿He oído bien, señorita Smallpiece? —preguntó, apartando la mano y dando un paso atrás, con el triunfo reflejado en el rostro. Su expresión dejaba claro que había logrado lo que se había propuesto.

—Yo... yo... —Me llevé las manos a las mejillas encendidas. El sudor me goteaba bajo los cordones prietos del corsé.

El señor Ingram echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie nos estaba mirando y tomó mis dedos entre su mano, suavemente, pero aun así de un modo tremendamente íntimo. Deslizó el pulgar hacia el centro de la palma de mi mano, y la presión de su caricia me hizo estremecer. Y entonces dijo en voz queda y con tono de satisfacción:

—Mi querida señorita Smallpiece, la última vez que oí semejante lenguaje fue en una casa de baños turcos de East London.

No quedaba nada que yo pudiera decir.

El señor Ingram me soltó la mano y se separó hasta situarse a una distancia respetable.

—Señorita Smallpiece, su... forma franca de expresarse me agrada. Yo mismo también uso un lenguaje llano cuando se dan las circunstancias adecuadas. Así pues, ¿es eso un no tajante a mi invitación de ir a montar?

Me di media vuelta y me marché, emitiendo un frufrú con la falda, con la esperanza de causar una impresión de dignidad.

El 31 de enero los Clutterbuck organizaron una partida de cartas a la que fuimos invitados los Waterton, Faith y yo. Tenía la moral alta; esa tarde había convencido a Faith para que se escapara conmigo del maidan durante media hora entera. La señora Waterton había apartado su mirada habitualmente vigilante, pues se había encontrado con una vieja amiga que había venido de un sitio del norte, y las dos se habían puesto a hablar mientras Faith y yo permanecíamos sentadas en un banco situado enfrente de ellas. Cuando la interrumpí educadamente y le pregunté si Faith y yo podíamos ir a dar un paseo juntas por el maidan, ella asintió distraídamente con la cabeza.

En cuanto desaparecimos de la vista de la señora Waterton, conduje a Faith hacia el camino exterior del maidan. Luego, entrelazando mi brazo con el suyo, la arrastré por en medio de la hilera de carritos y palanquines que aguardaban a sus pasajeros. Faith se hallaba indecisa, pero yo la llevaba agarrada con firmeza.

—¡Linny! ¡Linny, para! ¿Adónde vamos? —preguntó, con la cara sonrosada y expresión de inquietud.

—No lo sé. Ahí está la gracia. —Me eché a reír.

—No podemos irnos, Linny. ¿Y si nos ve alguien? ¿Y si nos pasa algo? ¿Y si alguien...?

Hice caso omiso de sus tímidos gritos y al cabo de un minuto nos encontrábamos en un mercado. Había flores —reconocí las rosas y las maravillas— amontonadas al azar, y también frutas y verduras que nunca había visto. Me detuve enfrente de una carretilla y me quité los guantes para acariciar las formas lisas y alargadas de las hortalizas apiladas en ella, algunas de las cuales tenían un color blanco y marfileño y otras un intenso tono morado. El hombre que se hallaba agachado junto a la carretilla se levantó de un brinco, cogió una hortaliza morada y reluciente y me la tendió. Yo negué con la cabeza, dije: «No, no», y le expliqué en hindi y con tono vacilante que no tenía dinero. Pero él me la colocó en las manos con cuidado e hizo una zalema. Comprendí que se trataba de un regalo. Incliné la cabeza y él asintió con la suya con aire solemne.

—¿Qué es eso? ¿Qué vas a hacer con ella? —preguntó Faith, agarrándose a mí.

—No sé ni una cosa ni la otra —dije—, pero no podía ofenderlo negándome a aceptarla.

Seguimos los estrechos caminos del mercado, aspirando el olor a aceite, ajo y tabaco. Reconocí el jengibre y el clavo, pero había muchas clases de especias que no sabía identificar. Por un instante flotó en el aire el espléndido aroma del sándalo y al momento siguiente el olor acre a excrementos de vaca quemados, y Faith se tapó la nariz con su mano enguantada. Cuando pasamos por delante de los braseros donde había unas mujeres cocinando unas formas pastosas, me di cuenta de que tenía hambre y me entraron ganas de probar lo que golpeaban con las manos y echaban en una cazuela plana para que se cociera. Oía fragmentos de una música de extraña sonoridad interpretada con unos instrumentos que me resultaban desconocidos, el tintineo de las campanas y el chirrido de los ejes de los carros tirados por bueyes.

Me detuve y Faith chocó conmigo. Me quedé quieta, cerré los ojos y me puse a escuchar.

—¿Por qué te paras, Linny? ¿Sabes cómo volver al maidan? Dios mío, mira ese niño. ¿Está abandonado?

Abrí los ojos y vi a un niño desnudo de unos dos años que caminaba tambaleándose dando pasitos por encima del barro compacto. Tenía un cordón rojo sujeto a la muñeca. Lo seguí con la mirada y vi que estaba atado a la muñeca de una joven madre que sujetaba a un niño contra su sari, mientras regateaba con un vendedor por un trozo de algodón de un color amarillo brillante que sostenía en la otra mano.

—No. Mira, ahí está su madre.

El niño vino directo a mi falda, se detuvo y alzó la vista hacia mí. Cerró su manita en torno al tejido de popelina salpicado de puntos del vestido. Sonreí y posé mi mano sobre su cabeza morena. Tenía el pelo sedoso.

—No lo toques, Linny —dijo Faith entre dientes—. Puedes pillar una enfermedad.

—Es solo un niño, Faith —contesté—. Fíjate en lo guapo que es.

—Es un espectáculo vergonzoso. Está totalmente desnudo.

El niño miró la reluciente hortaliza morada que llevaba en la otra mano. Soltó la falda y estiró las manos hacia ella. Tenía unos ojos enormes de un negro luminoso y emitía el gimoteo que hacen los niños de todo el mundo cuando quieren algo. Le coloqué la hortaliza en sus manos extendidas. Al cogerla, el cordón que llevaba en la muñeca dio un tirón, y desplacé la mirada del pequeño a su madre y vi que estaba mirando con cara de preocupación. Cuando le sonreí, el rostro de la mujer se relajó y me devolvió la sonrisa.

Faith me tiró de la manga.

—Tenemos que encontrar el camino de vuelta, Linny. Ha pasado mucho rato. Puede que la señora Waterton empiece a buscarnos, y no tardará en descubrir que no estamos en el maidan.

—De acuerdo, de acuerdo —dije, lanzando otra mirada al niño, que se dirigía con pasitos vacilantes a su madre, riéndose y mostrando la hortaliza.

Comprendí de forma instintiva el funcionamiento del mercado: no era muy distinto de los mercados por los que pasaba cada día a toda prisa de niña en Liverpool.

Faith suspiró de alivio cuando apareció la forma pulcra y cuidadosamente esculpida del maidan.

—¿No te parece que somos terriblemente malas, Linny? —dijo, ya tranquila, después de haber sobrevivido a lo que evidentemente consideraba una atrevida incursión. El caos del mercado quedaba cada vez más lejos, como un débil recuerdo de sonidos y olores—. A la señora Waterton le daría un ataque de dispepsia si supiera lo que hemos estado haciendo.

—Vamos a asegurarnos de que no lo descubra —dije, y le sonreí. La antigua Faith estaba despertando dentro de la nueva. Me volví a poner los guantes y me acerqué uno a la cara. Conservaba el rastro del olor ahumado y picante de la India que deseaba conocer. Entrelacé mi brazo con el de Faith y proseguimos a toda prisa.

Más tarde, al llegar a casa de los Clutterbuck, seguía embargada de placer tras el inesperado contacto con la libertad del que había gozado aquella tarde. Había varios invitados más, y al cabo de unos instantes el señor Ingram y yo nos encontramos frente a las puertas abiertas de la terraza. Aunque nada más verlo sentí una leve punzada de placer en el pecho, también me encontraba inquieta: no deseaba hablar con él, ni que me mirara de aquel modo insinuante que me había hecho reaccionar tan mal. Tenía miedo de que echase mi buen humor por tierra. Lo único que quería en aquel momento era recibir un soplo de aire. Las habitaciones se hallaban abarrotadas, y el ambiente estaba inundado de perfume de mujer y del aroma de las adelfas, los jazmines y las reinas de la noche que había sobre todas las superficies dentro de grandes jarrones.

Pero el señor Ingram no me dejó pasar sin hablarme, aunque yo giré la cabeza en la dirección contraria.

—Vaya, señorita Smallpiece, me alegro de volver a verla —dijo; parecía la cortesía personificada.

—Yo también, señor —dije, procurando mantener un tono de voz agradable, sin mirarlo a los ojos. La tensión se palpaba en el ambiente.

Un camarero joven y delgado, vestido con unos pantalones blancos almidonados, una chaqueta y un turbante, rondaba cerca de nosotros con una bandeja que tenía unas copas alargadas llenas de un líquido carmesí. Las copas entrechocaban de forma casi inaudible. Me fijé en el fino reguero de sudor que le corría por debajo del turbante. Finalmente avanzó, sosteniendo la bandeja en mi dirección pero mirando al señor Ingram.

—¿Burdeos? ¿O quizá Madeira? —me dijo el señor Ingram.

—No, gracias —respondí, pero el camarero permaneció donde estaba. Al final el señor Ingram cogió una copa. Aun así, el muchacho no se movió. El señor Ingram lo despachó murmurando una frase rápida en hindi.

En ese momento nuestra anfitriona dio una palmada con sus rollizas manos y anunció que debíamos formar parejas para jugar una partida de whist.

—Señorita Smallpiece, voy a salir un momento a fumar un puro. No me interesan los juegos de cartas que no requieren de grandes apuestas. —Lució su estudiada sonrisa y dejó la copa llena en una mesa que había cerca.

Observé cómo desaparecía por las puertas abiertas. Se había comportado como si tan solo diez días antes no hubiera pasado nada desagradable entre nosotros. Respiré hondo, diciéndome a mí misma a modo de consuelo que su educación le impediría mencionar mi vulgar exhibición.

Jugué varias manos de whist, pero estaba inquieta y crispada. Me daba la impresión de que tendría que morderme la lengua si la señora Clutterbuck volvía a preguntar cuáles eran los triunfos, o si se quejaba de que siempre recibía las peores cartas y nunca las mejores. Me escabullí por las puertas abiertas de la terraza aduciendo una excusa y descendí por la ancha escalera de piedra hasta el jardín de la casa. Era precioso, con su colección de cañas de Indias que llegaban hasta la altura del pecho, y más allá, una hilera de frangipani con unas flores delicadas, casi esculpidas, que desprendían una intensa fragancia que siempre me sorprendía. La luna llena lucía blanca y resplandeciente, y me detuve para ponerme una flor de frangipani detrás de la oreja. De repente me sentí extraña, como si pudiera elevarme hasta el cielo estrellado. Era una sensación inquietante pero agradable. Sonreí pensando en el vendedor que me había dado la hortaliza, en el tacto sedoso del pelo del niño, y extendí mis brazos y me puse a dar vueltas a la luz de la luna. Sentía que estaba liberándome de algo frío, duro y oscuro que llevaba dentro. Y me di cuenta, sorprendida, de que lo que sentía era felicidad. «Soy feliz —pensé—. Estoy en un jardín de Calcuta. Soy Linny Gow, y no estoy soñando con una vida distinta. Esta es mi vida.»

—Soy feliz —dije, en medio de la enmarañada belleza del jardín. Las palabras parecían colmadas, redondas, plateadas y brillantes, como si la luna se reflejara en ellas. Era como si hubiera estado conteniendo la respiración toda mi vida, con el pecho oprimido del esfuerzo, y en ese instante, al pronunciar aquellas palabras, «Soy feliz», hubiese podido relajarme.

Me serené y permanecí en el césped iluminado por la luna sin que nadie me molestara. No podía volver a aquella estancia bulliciosa y sofocante. Enfilé poco a poco el camino hacia las dependencias del servicio, los almacenes de sencilla construcción que se hallaban pegados contra el muro trasero, donde sonaba un murmullo apagado y constante de voces y el lento redoble de un tambor. Había una joven sentada fuera de una choza, amamantando a su bebé con la espalda apoyada contra la pared áspera. Se levantó de un brinco cuando me vio y me hizo una zalema al tiempo que trataba de cubrirse los pechos con el sari, y el niño rompió a llorar débilmente, privado del pezón.

—Por favor —intenté decirle en un hindi poco natural—, por favor, sigue.

Avancé serpenteando por el camino y pasé por delante de unos hombres y mujeres que hablaban en voz baja, agachados alrededor de unas velas de junco que había en el suelo, fuera de sus chozas. Cuando me acerqué todos se levantaron y se quedaron callados. Les sonreí, consciente de que había hecho que se sintieran incómodos al aventurarme en sus dependencias, pero me daba igual. Había una última choza y a la luz de la luna, que lo perfilaba todo con una claridad diurna, vi un angosto sendero situado junto a ella que debía de dar la vuelta hasta la casa. Me alegré de no tener que desandar mis pasos y molestar a los sirvientes por segunda vez.

La choza se encontraba apartada de las demás. Al pasar por delante, los sonidos familiares de la cópula me hicieron pararme a mirar. Distinguí dos figuras que se movían rítmicamente sobre una estera. Debería haber seguido mi camino, pero me detuve y escuché la respiración áspera y rápida de una de las personas, seguida de la de la otra. En ese momento advertí que no se trataba de un hombre y una mujer, como había dado por supuesto, sino de dos hombres. Mis ojos se acostumbraron lo suficiente a la luz para ver que uno estaba de rodillas, apoyado con los codos, mientras su cuerpo menudo y delgado relucía de forma enigmática. El otro, más grande y de complexión robusta, se hallaba arrodillado detrás de él, con una camisa blanca cuyos botones de nácar centelleaban mientras agarraba las estrechas caderas del hombre que tenía delante y empujaba con urgencia.

Antes de que pudiera alejarme, o tan siquiera apartar la vista, el hombre que estaba embistiendo al otro volvió la cabeza y vi la cara de Somers Ingram. Se detuvo en pleno movimiento, y el redoble procedente de algún lugar detrás de mí pareció aumentar de intensidad. El otro hombre —entonces distinguí que se trataba del joven camarero del salón— también miró en dirección a la puerta, y gritó alarmado. El señor Ingram se apartó bruscamente de él, y el joven se puso de lado, cogió su camisa y se la echó por encima del turbante y la cara.

Era demasiado tarde para fingir que no los había visto.

—Siento mucho haberme entrometido —dije, y las palabras me sonaron forzadas, casi cómicas—. Lo siento muchísimo. Yo... me he perdido. —El señor Ingram me lanzó una mirada, sin hacer el menor intento por taparse; su excitación todavía resultaba evidente cuando se sentó en cuclillas.

Me fui corriendo, respirando con dificultad. No sabía por qué experimentaba aquella desconcertante sensación de sorpresa ante lo que había visto: yo, que no solo había presenciado todo tipo de perversiones, sino que también había participado en ellas. Me maldije por la osadía que había cometido al pasear por allí; ahora que toda mi euforia había desaparecido, me sentía confundida y con el humor agriado. Me quité el frangipani de la oreja y lo tiré al suelo. ¿Me había llevado una decepción al ver a Somers Ingram comportándose de aquel modo, o estaba furiosa porque durante nuestra conversación me había hecho sentir incómoda por pura diversión, cuando en realidad le gustaban los hombres y no las mujeres? Nunca había estado interesado en mí, y descubrí que me sentía ofendida.

Tan solo había recorrido un breve trecho del camino cuando Somers Ingram se me acercó resueltamente por detrás, haciendo crujir las conchas del sendero bajo sus pies.

—¡Señorita Smallpiece!

Me volví hacia él. Estaba sereno y perfectamente arreglado, como en el salón de los Clutterbuck.

—No creo que tengamos nada de que hablar, señor —dije, alzando la barbilla.

—Por favor, permítame que la acompañe a la casa —dijo, y entrelazó firmemente su brazo con el mío.

Cuando intenté apartarme, me apretó de tal forma que me resultó imposible retirar la mano. Traté de caminar rápidamente, pero él me obligó a avanzar a un ritmo pausado.

—Señorita Smallpiece —dijo—, le hablaré con franqueza.

Emití un sonido de disgusto.

—¿Cree que me apetece hablar de algo con usted?

Apartó el brazo, pero ahora me sujetaba la parte superior del mío con la mano y se volvió para colocarse frente a mí bajo la luz de la luna.

—¿Lo ve? —dijo, a todas luces indiferente a mi deseo de no hablar con él—. Lo que ha ocurrido es un ejemplo de lo que me preocupa de usted, señorita Smallpiece. Lo que usted ha presenciado... Al verme con Ganímedes no ha reaccionado como cualquier dama de su clase. No ha chillado horrorizada ni se ha desmayado. No se ha echado a temblar ni se ha quedado sin habla, como se supone que debería hacer una joven virgen inglesa al ver lo que, todo sea dicho, la mayoría no se imaginaría ni en sus sueños más salvajes, tal es la inocencia celosamente protegida de esas damas. Me he fijado en la expresión, o tal vez debería decir la falta de expresión, de su rostro al vernos... in fraganti, por así decirlo. Se ha quedado desconcertada. Lo que me hace pensar que no estaba ni escandalizada ni tan siquiera consternada. Como si hubiera visto cosas que una joven dama inglesa no debería haber presenciado nunca. ¿Me equivoco? —Notaba el tacto ardiente de su mano a través de la fina seda de la manga.

Sabía que me encontraba al borde de un precipicio, y que si daba un paso en falso me despeñaría.

—No sé a qué se refiere. —Mi voz había adquirido un dejo de desesperación que me desconcertó.

—Este incidente, unido al sorprendente lenguaje que empleó la última vez que habló, le hace a uno pensar.

«Lo sabe, lo sabe», oí resonar en mi cabeza, un ruido tan estruendoso como el de una pesada campana.

—¿Se encuentra bien, señorita Smallpiece? A lo mejor sí que está sufriendo una conmoción. Parece asustada. —Tuvo la osadía de sonreír.

Me solté de un tirón, me recogí la falda y me puse a correr por la hierba mojada, echando a perder mis zapatillas. Volví al salón, descubrí un rincón tranquilo y me senté, respirando hondo y abanicándome, mientras trataba de recobrar el aliento. Miraba continuamente hacia las puertas de la terraza, esperando que apareciera Somers Ingram, preguntándome cómo conseguiría mantenerme serena. Había cometido muchos errores con él y estaba aterrada.

Sin embargo, no regresó, y media hora después di gracias cuando la señora Waterton me propuso que nos fuéramos.