23

El matrimonio comenzó de forma sosegada. El primer día Somers me dijo que tenía que recibir visitas dos veces por semana y aceptar todas las invitaciones que nos hicieran. Los matrimonios que se dirigían a nosotros para que asistiéramos a sus cenas parecían ansiosos por ser incluidos en nuestra lista de invitados: después de todo, el señor Somers Ingram tenía un cargo superior, y dado que se había casado y podía recibir visitas como es debido, mucha gente deseaba ganarse su favor.

Su trabajo era algo que carecía de importancia para mí: me interesaba tan poco lo que hacía durante el día como a él lo que hacía yo, aunque de vez en cuando su cansancio por las noches evidenciaba que poseía una gran responsabilidad.

Me resultaba fácil planificar los menús y consultar con el cocinero; era algo que no requería energía. Pero por las noches Somers y yo teníamos que comportarnos como una pareja felizmente casada. Éramos unos magníficos actores. Había ocasiones en que sonreía a Somers a través de una extensión de damasco de un blanco cegador, con el centelleo de la plata bajo la luz de las velas, en medio de las carcajadas de nuestros invitados, y casi llegaba a creer que éramos lo que fingíamos ser. Él se comportaba de forma encantadora cuando estábamos acompañados, y yo me sentía abrazada por los rayos brillantes que con tanta facilidad emitía. Pero cuando la puerta de la entrada se cerraba, abandonaba aquel encanto y se llevaba una botella a su habitación. Yo me retiraba a la mía y de repente cobraba conciencia de la rigidez de mi cuello y del dolor que me causaba la tensa máscara que me veía obligada a lucir.

Alguna que otra vez, cuando me sentía especialmente sofocada o cansada, se me caía aquella máscara. Somers era el primero en darse cuenta, y me reprendía. A la larga llegué a creer que los demás también se percataban de ello, y había muchas ocasiones en que, estando sentada a un extremo de la mesa, todas las cabezas acababan giradas hacia Somers como si yo ya no estuviera allí.

Después de una noche particularmente agotadora, Somers se volvió hacia mí y me puse tensa, esperando su reprimenda.

—¿Estabas especialmente cansada esta noche, Linny? —preguntó, y me sorprendió el tono calmado de su voz.

Asentí con la cabeza.

—Sí que lo estaba. ¿Se ha notado? —Como me había hablado de forma casi respetuosa, me mostré dispuesta a avenirme con él—. Lo he intentado de veras, Somers, pero el comandante Cowton hablaba tanto que al cabo de un rato me costaba prestar atención.

—A mí también me ha costado —dijo, y suspiró.

Sentí un impulso indefinible hacia él al ver que los dos podíamos estar de acuerdo en aquella sencilla cuestión. Posé mi mano sobre su hombro.

—¿Es necesario que veamos a tanta gente tan a menudo?

—Me temo que no tenemos alternativa. Si no hiciéramos lo que se espera que hagamos, nos mirarían de forma extraña. —Alzó la vista hacia mi cabello—. Esta noche llevas un bonito peinado.

—Es algo nuevo que se le ha ocurrido a Malti —dije. ¿Dónde estaba su arrogancia, el habitual combate dialéctico con el que tratábamos de superarnos el uno al otro?

—En fin, buenas noches —dijo Somers, pero su voz poseía un dejo vacilante, algo que casi (casi) podía interpretarse como soledad. Y entonces me di cuenta de lo sola que estaba yo también, en medio de la interminable sucesión de reuniones con personas a las que no les resultaba simpática. En aquel momento de inesperada emoción, lo rodeé con mis brazos y apoyé la cabeza en su pecho.

Inmediatamente Somers me apartó de él.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó, con el tono de voz que solía reservar para mí.

—No lo sé —respondí con sinceridad—. Me sentía... ¿Ha estado mal por mi parte? —¿Tan repulsiva era para él que no podía soportar que lo tocara?

Él no respondió, y me dejó en la entrada. Detrás de mí oí los discretos sonidos de los criados que quitaban la mesa.

Faith se casó con Charles Snow seis semanas después de mi boda. Y aunque el suyo, al igual que el mío, fue un acontecimiento precipitado, resultó mucho menos sospechoso: un simple intercambio de votos en la iglesia y una pequeña recepción posterior. Pobre señora Waterton, debía de haberse arrepentido del día que abrió la puerta de su casa a aquellas invitadas. En menos de un año había tenido que extinguir las llamas que había avivado la franca e indomable señorita Liston, organizar mi boda, y hacer frente a las terribles repercusiones sociales que había tenido para ella el escándalo provocado por Faith y Charles.

Cuando el padre de Faith llegó a Calcuta, tres semanas después de casarme yo, se decía que el señor Snow ya le había propuesto a Faith matrimonio y que ella había aceptado. Me enteré de todo aquello de forma indirecta, pues Faith no había respondido a ninguna de mis invitaciones. Pensaba todos los días en ella. La echaba de menos y me negaba a creer que fuera capaz de renunciar a nuestra amistad de forma tan tajante. De vez en cuando me sorprendía pensando en lo mucho que se reiría con algunas pequeñas anécdotas o cómo disfrutaría escuchando mis comentarios sobre el libro que estaba leyendo. Mantenía conversaciones con ella mentalmente.

Cuando el padre de Faith llegó, le prohibió que se casara con el señor Snow. Al principio nadie sabía por qué, pero luego el rumor se extendió como un río desbordado por todo el enclave inglés: Charles Snow era eurasiático, aunque lo había ocultado hasta que él y Faith anunciaron su compromiso. Él ya le había revelado su ascendencia, según me llegó a confesar ella con el tiempo, cuando empezamos a hablar de nuevo, pero Faith no era consciente de los cotilleos ni de la discriminación a los que aquello daría pie. Resultaba imposible saber quién había sido el primero en mencionarlo, pero una vez que tuvo que enfrentarse a ello, Charles, que era un hombre honrado, no lo negó. Aparte de su reluciente cabello moreno, ningún rasgo de su apariencia hacía pensar que su madre, que había muerto en su parto, fuera india. El señor Vespry se enfureció al pensar en lo mancillada que creía que quedaría la reputación de su familia por culpa de la unión de su hija con un mestizo. Se comentó que le había gritado en la escalera del Calcuta Club que si decidía casarse con Charles la desheredaría.

Fue entonces cuando Faith acudió a mí de nuevo. Se presentó en el vestíbulo de mi casa sin tan siquiera una tarjeta de visita, sin guantes, preguntándome qué debía hacer, con los ojos anegados en lágrimas. Yo abrí los brazos sin pronunciar palabra y ella se acercó. La abracé y ella me devolvió el abrazo. Sentí que me liberaba de una carga, y aunque me entristecí por su problema, me alegré por dentro.

Una vez sentadas en el salón, y tras haber mandado fuera a los criados, sentí que podía hablarle con franqueza.

—¿Lo quieres, Faith?

—Lo quiero, Linny. Nunca pensé que sentiría algo así. Evidentemente, nadie, absolutamente nadie, me apoya. Y aunque me gustaría que tú me apoyaras, entenderé que no lo hagas. —Tenía el labio inferior agrietado y no dejaba de morderse la piel suelta con sus pequeños dientes—. Pero de algún modo intuía que tú lo entenderías, y me he presentado aquí con la esperanza de que me recibieras si me encontrabas en tu puerta. Me daba miedo enviarte una carta y que me rechazaras.

—Te apoyaré, Faith —dije en voz baja. Conocía mejor que la mayoría de la gente la necesidad de seguir el instinto propio—. Si lo que quieres es casarte con Charles, claro que te apoyaré.

Su rostro se arrugó de alivio.

—Ya no aguanto más que no seamos amigas, Linny, aunque habría aceptado tu decisión si no hubieras querido que volviera después de cómo que te traté. —Rompió a llorar, y saqué mi pañuelo de la manga y se lo ofrecí; ni siquiera había traído un bolso—. Debí de parecerte ridícula cuando anunciaste tus planes de boda. Tenía tanto miedo... —Se detuvo, como si no supiera si seguir, y a continuación respiró y prosiguió—: Tenía miedo, querida Linny, de que me mandaran a casa. Llevaba tanto tiempo esperando que Charles me propusiera matrimonio, y entonces tú anunciaste tan de repente que ibas a casarte y... Lo siento, Linny. Por favor, perdóname. Desde que Charles me pidió que fuera su esposa, y desde que sé lo profundos que son sus sentimientos por mí, me siento como si fuera una nueva persona. Soy feliz, Linny, más feliz de lo que he sido durante... Bueno, no lo recuerdo. No me importan las amenazas de mi padre. Y no me importa que hayan relegado a Charles a la categoría de subordinado, y que nuestro estilo de vida vaya a verse muy limitado. Cuando lo miro a la cara me doy cuenta de que todo eso me importa un comino. Lo quiero, y él me quiere a mí. —Soltó un enorme suspiro que la hizo estremecerse.

La cogí de las manos.

—Entonces tienes que casarte con él, Faith. Al fin y al cabo, ¿cuántas oportunidades tiene una de enamorarse y ser correspondida?

Intentó sonreír con aire tembloroso.

—Sabía que hacía bien contándotelo. Sé que he estado insoportable desde que salimos de Liverpool, Linny. Tú eres la que ha sido valiente y fuerte. Por muchas cosas que haya podido decirte cuando estaba enfadada, debes saber que no habría preferido a ninguna otra compañera de viaje. ¿Me perdonas?

Sonreí.

—Claro que sí. Me alegro tanto por ti, Faith —le dije—. Siempre seremos amigas.

—Pero ahora eres una dama importante y Charles... Bueno, ya no seré de tu misma categoría —dijo Faith.

—No permitiré que nos separen por eso. —Chasqueé los dedos—. Me importa esto lo que puedan decir de nuestra amistad.

Ella me abrazó de forma espontánea.

—¿No es maravilloso, Linny, querer de verdad a alguien tanto? ¡Te das cuenta! Dentro de poco las dos seremos memsahib en Calcuta. ¿Te habías imaginado que llevarías una vida así?

—No —le dije sinceramente—. No me lo hubiera imaginado nunca.

Así pues, Faith eligió a Charles por encima del dinero de su familia, su herencia y la oportunidad de retomar su antigua vida en Liverpool. A mí él me caía bien. Era modesto y tenía un atractivo discreto. Había trabajado de delegado en una de las oficinas más pequeñas de la Compañía; pero, inmediatamente después que se reveló su ascendencia, se vio relegado a la categoría de los subordinados, y su salario quedó reducido a una ínfima parte del que percibía antes. Tan pronto como fueron desterrados, una gran parte de la comunidad inglesa volvió la espalda a Faith, que dejó de recibir las tarjetas con las que se solicitaba su presencia en los acontecimientos más selectos. En el pasado, la posición social y las invitaciones que acarreaba eran algo importante para ella, pero yo esperaba que pudiera superar aquel aspecto, alentada por la fuerza que ahora debía recibir de Charles. Junto a él la estaba viendo florecer.

Sin embargo, cometí un error al intentar incluirlos en nuestro círculo. Somers y yo llevábamos cuatro meses casados, y a menudo él me dejaba elaborar la lista de invitados a partir de una selección de nombres que me proporcionaba. Esa noche había invitado a dos chicas del barco a las que Faith y yo conocíamos bien. Estaban comprometidas con dos jóvenes a los que Somers había dado el visto bueno, y que habían trabajado con Charles antes de que cayera en desgracia. También iba a asistir un matrimonio formado por dos personas mayores a las que Somers conocía prácticamente desde su llegada a la India, y que harían de acompañantes de las parejas de prometidos. Invité a Charles y a Faith sin mencionárselo a mi marido.

Cuando se anunció la llegada del señor y la señora Snow en el salón, donde nos encontrábamos los otros asistentes a la fiesta, se hizo el silencio en la estancia. Yo me apresuré a recibirlos. Faith estaba muy atractiva con su vestido de popelina con estampado de flores y las enaguas de intenso color marrón rojizo que realzaban su cabello. Pero tenía los ojos muy abiertos y miraba con timidez; Charles permanecía a su lado con expresión impasible.

—Por favor, pasad —dije, y me giré para mirar hacia la habitación.

No hubo sonrisas amables ni murmullos de bienvenida. Somers se volvió y comenzó a hablar en voz alta de un asunto intrascendente con uno de los hombres, marcando así el tono de la noche.

Fue deprimente; me esforcé para que participaran en la conversación, pero ellos también se mostraban forzados y poco comunicativos. Observé cómo Charles recorría la mesa con su mirada oscura e inteligente, y me avergoncé de haberlos puesto en semejante situación.

Cuando el último invitado se hubo marchado, Somers se volvió hacia mí.

—¿Cómo te atreves a hacerme esto? —gruñó—. De entre todas las cosas estúpidas e inapropiadas...

—No me digas que estás de acuerdo con los demás, Somers —dije con desaliento—. Tú mismo me dijiste que te habías planteado cortejar a Faith cuando llegó. Y fue ella la que me trajo aquí, la que...

Pero él me interrumpió.

—¡Condenados mestizos! Todos son iguales, con ese maldito acento indio, haciendo reverencias y luego dándote una puñalada por la espalda a la menor ocasión. Cruzados —dijo con desprecio—. Si eres uno de ellos, no hay manera de esconderlo. Acabará saliendo a la luz de una forma o de otra.

—Antes de saberlo no tuviste ningún problema en aceptar a Charles —dije—. Y él no habla de forma muy distinta a la tuya.

—Siempre sospeché que había algo raro en él —dijo Somers—, como también supe que tú escondías algo cuando te conocí. Tengo buen olfato para las mentiras, ya deberías saberlo. —Se dio la vuelta para dirigirse a su habitación, pero se detuvo—. No vuelvas a humillarme de esa forma. ¿Me has entendido?

—Sí —contesté.

Se quedó allí parado un instante más, mirándome fijamente, y luego se marchó con paso airado a su habitación y cerró la puerta de golpe.

Al día siguiente le mandé una nota a Faith en la que le pedía que viniera a verme a primera hora de la tarde, después de comer, cuando Somers hubiera regresado al trabajo. Me la reenvió con un gran sí escrito en ella.

Cuando llegó la cogí de las manos.

—Siento lo que pasó anoche, Faith. Por favor, perdóname. No me imaginaba que te tratarían tan mal.

Faith me apretó las manos.

—No pasa nada. Charles no quería venir, pero me puse a hacer pucheros y monté una escena para que se sintiera culpable, diciéndole que tú eras la única amiga de verdad que tenía en Calcuta y que nunca lo perdonaría si no veníamos, y lo convencí. Aunque ahora preferiría no haberlo hecho. Yo tampoco tenía ni idea de que nuestra presencia pudiera ser tan inoportuna.

Permanecimos sentadas en el sofá cogidas de las manos. En aquel momento no parecía que hubiese mucho más que decir.

15 de junio de 1831

Querido Shaker:

¡Gracias, gracias, gracias! No encuentro palabras para describir el vuelco que me dio el corazón y cómo se me aceleró el pulso cuando recibí tu carta. Inmediatamente reconocí la inconfundible letra del señor Worth. Fue muy amable escribiéndola por ti. ¿Sigue encargándose de hacer los carteles?

Me entristeció mucho enterarme de la muerte de tu madre. Entiendo perfectamente lo difícil que ha debido de ser para ti este último año, durante el cual ella ha estado necesitada de atención constante. Fue un detalle por parte de Celina Brunswick y su madre que te presentaran sus condolencias. Faith suele hablar muy bien de Celina, destacando sus numerosas buenas cualidades y sus dotes musicales.

Hace cuatro meses que soy una mujer casada: una memsahib. Mi marido, Somers, proviene de una familia rica, lo que le permitió comprar una casa para ambos en Chowringhee a los dos meses de nuestro matrimonio. La zona en cuestión es un distrito que tiene uno de los trazados más espaciosos de Calcuta, con lo que se pretende aprovechar el viento refrescante que viene del río, y disfruta de la sombra que ofrece la vegetación natural. La casa es una quinta de estuco situada en medio de un jardín verde. Es muy bonita, pero resulta excesivamente grande y tiene demasiado eco. Somers disfruta con la decoración, llenando las habitaciones de muebles ingleses, alfombras y complementos, algo que para mí resulta menos atractivo.

Sin embargo, me encantan las amplias terrazas que hay en la parte de delante y detrás de la casa. Han demostrado ser imprescindibles durante la estación cálida que se nos echa encima. Ahora soplan unos vientos abrasadores que, según me han advertido, preceden a los monzones, que llegarán antes de que acabe el mes. El sol, que recibí de buen grado a mi llegada a la India, se ha vuelto amenazador y brutal. El aire es luminoso y brillante, y resta viveza al color de los árboles, los caminos, los jardines, las rocas e incluso nuestros rostros. Es imposible tocar cualquier superficie; el calor hiriente del sol se nota en todas partes. Puedo percibir su intensidad sobre mi piel. La humedad de este sitio posee un efecto debilitante. Tengo la piel cubierta de sarpullido. Hay insectos que desafían toda explicación. Incluso las palabras, cuando tengo fuerzas para hablar, parecen derretirse al salir de mi boca, disolviéndose como si estuvieran hechas de azúcar, y portadoras de escaso significado.

No obstante, a pesar de este cruel dios, cuanto más intenso es el calor, más dulces son las frutas y más olorosas las flores.

Yo me resguardo en mi guarida con toda clase de artilugios para mantenerme fresca. Están los omnipresentes abanicos que se colocan en lo alto —los punkah—, que lo único que hacen es agitar el aire denso y caliente. Los tatty —unas rejillas hechas con juncos que cubren todas las ventanas y puertas— se salpican constantemente con agua con la esperanza de que enfríen la brisa que sopla a través de ellas. También tengo un termoantídoto —un aparato destinado a repartir aire fresco en una habitación—, pero a pesar del ruido ensordecedor que emite, resulta de poca ayuda.

Cuando Somers está en casa, nos mantenemos ocupados con las visitas. Existe una especie de alegría forzada en relación con las tarjetas de visita y las citas diurnas comprendidas entre las once y las dos —cuando el sol está en su punto más alto— que me resulta insulsa. Pero cuando Somers está fuera, pues a menudo va a cazar jabalíes a la selva o a visitar alguna de las otras presidencias de la Compañía en Madrás o Bombay, oh, Shaker, el mundo indio se abre ante mí, aunque debo mantener en secreto mis actividades. Y tal vez sea así como me sienta más cómoda. Ahora veo con claridad que una gran parte de mi vida ha sido un secreto, y puede que siempre sea así.

Cuando Somers no está, mando mis disculpas a toda la gente que ha enviado invitaciones y me quedo en casa, donde camino descalza tras retirar las alfombras dhuri, disfrutando del frescor del suelo de piedra. Leo sin parar; en el club hay una biblioteca pequeña pero aceptable, y soy una visitante habitual. Me abstengo de dar órdenes para las comidas, lo cual hace que el cocinero se enfurruñe mucho, y sé que se siente ofendido. Pero prefiero evitar la carne omnipresente —venado, buey, cordero, cerdo, ternera y aves de corral— y la abundante comida inglesa que nuestro pobre biwarchi tanto se esfuerza por preparar, en ocasiones con curiosos resultados.

Estoy segura de que los criados piensan que estoy loca, excepto mi querida ayah, Malti (se llama igual que una flor pequeña y olorosa, y le viene como anillo al dedo). Hacen ver que no me miran cuando salto descalza por la casa vestida con uno de los saris de Malti, con el pelo suelto, o cuando me alimento a base de arroz y almendras, melón, mangos o un poco de carne al curry de vez en cuando. Ellos también han adquirido el suficiente atrevimiento para mantener —a instancias mías— breves conversaciones en hindi conmigo cuando el burra sahib no está en casa. Mi dominio de la lengua ha mejorado notablemente.

También he aprendido a montar a caballo. Una vez más, he tenido que hacerlo en secreto: ¿cómo podía explicarles a las refinadas damas inglesas de Calcuta que nunca me había subido a un caballo? Incluso el niño inglés más pequeño se convierte aquí en un jinete competente a una edad temprana. Busqué un establo que estuviese lejos del club, con un paciente adiestrador eurasiático que no cuestionó mi inexperiencia, y en unos meses logré arreglármelas con bastante habilidad sobre la silla de montar. Todavía no he probado los saltos y lo más ambicioso que he acometido ha sido el trote, el medio galope o el galope, pero puedo montar de forma lo suficientemente pasable para no llamar la atención.

Otras veces paseo por Calcuta con la excusa de ir de compras. ¿Qué me importan a mí las compras, Shaker? Me conoces lo bastante bien para saber que esa distracción, tan apreciada por las memsahib inglesas, carece de interés para mí. En lugar de ello, llevo conmigo a Malti, mi confidente, quien parece adorarme por la simple razón de que le ha sido encomendada la tarea de cuidar de mí, y le entrego una lista de la compra, una cesta grande y un vale. Entonces ella se dirige al mercado de Hogg y compra lo necesario para preparar las próximas comidas, o va a los almacenes Taylor, con sus pasillos anchos y pulcros llenos de relucientes cuberterías de plata, brillantes porcelanas, artículos de cristal, joyas y toda clase de objetos ingleses. Ella se siente importante y está encantada de hacerlo, y me dice que es la envidia de sus compañeras, cuyas memsahib jamás les confiarían semejantes decisiones.

Y mientras Malti se ocupa de las compras, yo me dedico a explorar. Voy a los bazares abiertos. El más importante es el bazar Bow, con su animada aunque miserable abundancia de puestos, donde he visto artículos cuya existencia ignoraba, artículos que no aparecen en los libros que estudié antes de llegar aquí. Hay ídolos curiosos y extrañas telas, especias de olores acres y aromáticos, caramelos dulzones, y grandes botellas de cristal revestidas de mimbre y llenas de aceite y agua de rosas. También hay marfil puro de Ceilán y pieles de rinoceronte de Zanzíbar. Aquí estoy a salvo; en este sitio existe un respeto tácito —e intuyo que falso— por todas las memsahib. Falso, ya que los indios no tienen otra opción. No es un respeto que nazca de la admiración, sino que tiene que ver con el color de nuestra piel. Es algo que me resulta preocupante, pero he llegado a descubrir que la India es un país donde el valor de la gente depende del estrato en el que nace.

Como la vida en Inglaterra. Existe una semejanza en esa forma de respeto.

Supongo que estarás al corriente de que Faith se casó poco después de mí. Sé que se lo contó por carta a Celina, y espero que ella te haya comunicado a ti la noticia. La veo todo lo que puedo. Su salud parece bastante frágil. Su marido, el señor Snow, es un hombre amable, serio pero atento, que la adora. Pese a la felicidad de su matrimonio, a Faith le cuesta sobrellevar el caos de la India. Habla de volver a Inglaterra de visita el año que viene, lo cual me parece una sabia decisión, aunque tendrá que recuperar fuerzas para poder hacer frente al viaje.

Gracias otra vez por escribirme, Shaker. Desde que me marché de Liverpool —hace ya casi un año— he procurado no perder la esperanza de recibir noticias de ti. Tu carta ha sido para mí como si se abriera una puerta.

Te doy de nuevo mi más sincero pésame por la pérdida de tu madre.

Te saluda atentamente, como siempre,

Linny

P.D.: En el futuro tus cartas me llegarán directamente si las envías a la señora de Somers Ingram, que es el nombre bajo el que recibo ahora la correspondencia.

Había partes de mi vida que no le describí a Shaker. No le hablé de mis visitas al cementerio de la iglesia de St John por miedo a que me considerara morbosa. Para algunas mujeres inglesas, visitar tumbas parecía constituir un pasatiempo compulsivo. Encima de la puerta del cementerio estaba escrito: LA GLORIA AQUÍ YACE ENTERRADA. En aquel sitio encontraba una tranquilidad que me hacía sentir próxima a mi madre y a mi bebé. Allí había muchos —demasiados— niños enterrados: muertos de cólera, de enteritis, de viruela, de fiebre, de... el inexplicable pero terrible influjo que ejercía la India. Pero, en lugar de tristeza, allí sentía paz. Después que empezaron las lluvias, cuando las lápidas se mojaron tanto que las inscripciones quedaron limpias de suciedad y brotó césped de sus grietas, parecía un lugar sagrado.

Había presenciado otras cosas que tampoco le había contado a Shaker. Una de ellas era una suttee. Aunque el gobierno las había prohibido el año anterior a mi llegada, un día me topé con los restos de una pira que ardía lentamente, en la que una viuda se había prendido fuego y había muerto quemada. A juzgar por los dos niños que lloraban ante el montón de cenizas oscuras y espantosos restos humanos, debía de ser una mujer joven. Miré a los pequeños, preguntándome si serían lo bastante mayores para comprender que su madre no solo se había sacrificado por su padre —su muerte garantizaba el renacimiento del marido—, sino también por ellos. Ahora que su madre se había ido al cielo a ocupar el lugar situado al pie de su marido, los hijos contaban con la seguridad de que todos los bienes familiares pasarían a ellos. Me pregunté si tendrían alguna hermana y, en caso de ser así, qué suerte le esperaría.

Otra tarde, mientras me hallaba a la sombra, entre dos templos, observé cómo un grupo de hombres arrastraba a otro individuo que llevaba las manos y las piernas firmemente atadas con tiras de tela hasta un descampado situado entre los santuarios. Lo obligaron a arrodillarse y a colocar la cabeza en un gran tarugo de madera. «Choor, choor», murmuraba la gente mientras se congregaba rápidamente, y descubrí que se trataba de un ladrón.

A continuación, un cornaca guió hasta el descampado a un elefante dócil, que había sido pintado ceremoniosamente y lucía unas campanas tintineantes en sus enormes flancos. Entre los asistentes se hizo un silencio inusitado. Cuando el cornaca dio una orden, el animal levantó su enorme pata arrugada por encima de la cabeza del ladrón. Lentamente, casi con delicadeza, y haciendo sonar las campanas, la gigantesca pezuña descendió y aplastó el cráneo del hombre contra el tarugo manchado. No pude apartar la vista. El silencio reverencial se mantuvo mientras el elefante era llevado de allí y la multitud se dispersaba. Inmediatamente, dos sudra, intocables, se apresuraron a retirar el cuerpo; de la cabeza solo quedaba un amasijo pulposo. Las personas que aún seguían observando, vestidas con harapos, formaron un ancho pasillo en torno a ellos. Los dos hombres pasaron por delante de mí arrastrando su macabra carga, y vomité con cuidado y discreción, luego me limpié la boca con el borde de la falda y me dirigí al callejón que me conduciría de nuevo al bazar.

Allí compré un poco de pan envuelto en papel y mastiqué la mezcla molida de especias, hojas y nueces de betel para que se me asentara el estómago. Contemplé a un ciego de aspecto ajado que tocaba el sitar: la música que interpretaba era caótica pero a la vez etérea. Cuando terminó inclinó la cabeza hacia el cielo y vi las lágrimas que le corrían por las mejillas mientras una amplia sonrisa surcaba su rostro. Me agaché junto a él y le coloqué en la mano el pan que me quedaba. Él tomó la mía, deslizó sus dedos por la palma y la muñeca y susurró una bendición con su boca desdentada. Sentí un escalofrío de repulsión, y sin embargo..., sin embargo, también experimenté envidia. Sí. Él no necesitaba más que su sitar y el calor de aquella pequeña parcela iluminada por el sol. Sabía cuál era su lugar en el mundo y lo aceptaba.

Aunque el curso de mi vida me había llevado a un lugar seguro —un precioso hogar donde no me faltaba de nada a nivel material—, seguía sintiéndome ajena a él. ¿Qué era aquella dolorosa sensación de vacío que me acosaba, a pesar del lujo que rodeaba mi vida?

Mientras me alejaba del anciano me reprendí a mí misma por mis pensamientos egoístas.