12
Esa noche dormí profundamente en el catre de la habitación de la señora Smallpiece sin que mi descanso se viera perturbado por ningún sueño, algo que no me ocurría desde hacía meses, o tal vez años, o quizá desde que era una niña y dormía junto a mi madre. Cuando me desperté a la mañana siguiente, me llevé la mano a la pretina por la fuerza de la costumbre y luego a la barriga. Abrí los ojos desorbitadamente, rodeada de la luz matutina, al recordar que ambas estaban vacías y todo lo que había pasado.
—¿Dónde está Shaker? —pregunté, al ver a la señora Smallpiece haciendo costura frente al fuego. Mi voz me sorprendió: sonaba casi cohibida.
—Está en el trabajo, un trabajo bueno y honrado, como el que debería tener toda la gente que teme a Dios.
Me levanté y alisé las sábanas, luego doblé las mantas y ahuequé la almohada.
—El orinal está detrás del biombo —dijo, con un hilillo de voz—. Será mejor que te arregles el pelo: estás horrorosa. Hay un peine al lado de la palangana.
—¿En qué trabaja Shaker? —pregunté.
—En el Liceo —respondió ella sucintamente.
—¿El Liceo de Bold Street? —Conocía bien aquel sitio. Estaba justo en la esquina de Bold y Ranelagh Street; era un club de caballeros, un impresionante edificio con una pequeña zona cubierta de hierba con forma semicircular en la parte delantera, cercado con una valla de hierro abierta. Había pasado muchas veces por delante, admirando sus columnas y los anchos escalones de mármol que llevaban hasta su imponente y apartada entrada.
La anciana hizo una señal con la cabeza.
—Date prisa. Luego baja el orinal y vacíalo en el retrete que hay en la parte de detrás. Después puedes volver y ayudarme con el pelo. He despedido a la inútil de Nan: ella y su hija esperan que les pague un buen sueldo por no hacer nada. Ahora que estás aquí puedes encargarte de sus trabajos. —Abrí la boca para protestar, pero no me dio oportunidad de hablar. Dejó la aguja y me mostró sus manos. Tenía las articulaciones hinchadas y torcidas; debía de resultarle doloroso coser—. Más sufrimiento por mis pecados —dijo—. Tú padecerás tu propio tormento por tu maldad, si no lo has padecido ya. Es mejor que la niña haya nacido muerta. Habría salido idiota, teniendo en cuenta que era hija de muchos de padres.
Respiré profundamente para contenerme y no responderle algo desagradable a aquella mujer; sus crueles palabras habían hecho desaparecer todo rastro de timidez de mi persona. Me metí detrás del biombo y di gracias por estar fuera de su vista, al menos durante el tiempo que tardara en hacer mis necesidades. No tenía intención de quedarme: nunca sería la criada de una vieja mezquina y fría como un témpano.
Cuando Shaker llegó a casa para la cena, parecía en cierta manera distinto de la primera vez que lo había visto en el Green Firkin. Aparte de haberse afeitado y llevar el pelo largo peinado con pulcritud, había en él algo más. Era algo más profundo.
Nos saludamos cuando entró, y ambos nos sentimos repentinamente cohibidos.
—No creo que haya preparado una comida decente en su vida —se quejó la señora Smallpiece—. He tenido que enseñarle paso por paso. Por lo menos tiene unas manos fuertes y ha sido de alguna utilidad a la hora de traer y llevar cosas.
Shaker carraspeó.
—¿Hoy no ha venido Nan a ayudar, madre? ¿Y la pequeña Merrie? ¿Quién servirá la cena?
Al ver que su madre no respondía, me decidí a hablar:
—Tu madre me ha dicho que trabajas en el Liceo, en el club de caballeros —dije—. Yo serviré la cena.
Se sentó en su silla y traje los platos con cordero y patatas hervidas del aparador, coloqué uno delante de Shaker, otro delante de su madre y otro en mi sitio. Pasé la salsera, consciente de lo incómodo de la situación. ¿Se debía al hecho de estar sirviéndole? ¿O a que ya no me encontraba en peligro? ¿O era porque ya no me parecía a la puta embadurnada de carmín que se había agarrado a él en el bar...? ¿O ni siquiera a la criatura desaliñada que había contado la patética historia de sus sueños rotos, y luego se había postrado ante la diminuta tumba marcada únicamente con una piedra?
Me había peinado el pelo y me lo había recogido en la nuca, me había frotado la cara y me había colocado remilgadamente el chal de la señora Smallpiece por encima del pecho. ¿Acaso le asustaba más ahora que con el aspecto de una joven ordinaria?
Shaker cogió su tenedor.
—Por favor, señorita Gow. Linny. Siéntate. Trabajo en la biblioteca. Aparte de la sala de lectura con la prensa, en la parte de arriba del club hay una biblioteca, propiedad de los miembros.
Entonces agachó la cabeza sobre su plato, y procuré no contemplar sus intentos por llevarse un bocado entero con el tenedor a la boca sin perder la mitad por el camino. Pasaron bastantes minutos, en los que el silencio únicamente se vio perturbado por el tintineo de los cubiertos sobre la vajilla y el sonido que hacíamos al masticar y tragar.
De repente Shaker alzó la vista.
—¿Sabes leer?
—Sí —respondió por mí la señora Smallpiece—. Le he pedido que me leyera. Ya sabes que ahora apenas distingo las letras. He escogido unos fragmentos que pensé que le convenía leer. «Has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso» me pareció apropiado para ella, después de su vida inmoral. «Habéis arado impiedad, segasteis iniquidad; comeréis fruto de mentira...»
—Me lo imaginaba —la interrumpió Shaker—. ¿Y también sabes escribir?
—No lo hago desde hace mucho tiempo, pero de niña escribía. Mi madre me enseñó.
—Ya veo —dijo, y advertí lo que había cambiado en su rostro. Su expresión ya no reflejaba una melancolía vacua.
A la mañana siguiente la señora Smallpiece estuvo rebuscando en su armario y me tiró bruscamente uno de sus viejos trajes sobre el catre. El vestido barato, mal confeccionado y escotado que hasta entonces había llevado puesto —mi llamativo vestido de trabajo— resultaba inadecuado en Everton, y yo lo sabía. Me puse el velarte de color marrón apagado y miré con desazón el chal lleno de zurcidos y el sombrero pasado de moda que la mujer había desenterrado para mí. El vestido no me iba bien y me quedaba ancho. Me sentía tan anodina como el aspecto de aquella ropa.
Una vez más seguí las instrucciones de la señora Smallpiece, que me puso a trabajar después del desayuno puliendo los cubiertos de plata mal emparejados y pelando las verduras que el vendedor ambulante había entregado por la puerta trasera. Preparé galletas y la masa para un pastel de carne de ternera. La señora Smallpiece recibió una carta con el borde dorado y tras leerla y murmurar «Qué bien», la depositó en una bandeja de plata que había encima de una mesita de caoba, cerca de la puerta de la entrada. Me hizo leerle otra vez pasajes de la Biblia, pero a los cinco minutos empezó a cabecear y se quedó dormida. Me cubrí bien con su chal y me escapé al claro donde se hallaba el acebo, y una vez allí me senté y me puse a recorrer con la mano los suaves surcos de la piedra con vetas de color de rosa. Mi cuerpo se estaba curando, pero una profunda tristeza anidaba dentro de mí. Si pensaba volver a Paradise Street, tendría que hacerlo al día siguiente —el tercero que llevaba fuera—, o Blue le cedería a otra mi sitio, tanto el de la habitación como el de la calle.
Pero esa noche Shaker volvió a casa con una sonrisa de oreja a oreja. Me había conseguido un trabajo en la biblioteca. Podía empezar la semana siguiente.
Dejé un plato con galletas sobre la mesa con un golpe seco.
—¿Que has hecho qué?
Mi tono de voz hizo que la sonrisa de Shaker se desvaneciera.
—Te dije que podía encontrarte...
—¿Y no se te ocurrió preguntarme si quería trabajar en la biblioteca? No he cambiado de parecer en lo tocante a lo que voy a hacer a partir de ahora. Eres muy amable, pero si me he quedado hasta hoy es porque quería recobrar las fuerzas, como me sugeriste. No he cambiado de parecer sobre nada.
—¿Ah, no? —dijo él.
Me puse a juguetear con el cuchillo del pan.
—Además, ¿quién estaría dispuesto a contratarme sin conocerme? ¿Quién estaría dispuesto a contratar a una completa extraña?
—Le he dicho a mi jefe, el señor Ebbington, que mi prima, Linny Smallpiece, la hija del hermano de mi padre, ha venido de Morecambe a vivir con nosotros y que necesita desesperadamente un trabajo. —Su voz había adquirido un matiz desconocido y frío que identifiqué como indignación. De algún modo me sentí avergonzada, aunque me negué a mostrarlo—. «No», le dije cuando me preguntó, «no tiene carta de recomendación porque se ha pasado toda la vida cuidando de su padre inválido», pero le dije que yo respondía por ti, y que asumiría toda la responsabilidad. No acostumbro mentir, Linny —afirmó—, pero hoy he decidido hacerlo.
Bajé la vista hacia las galletas.
—El señor Ebbington ha depositado su confianza en mí. Llevo siete años trabajando para él; mi padre me aseguró el puesto antes de morir. Él y el señor Ebbington eran buenos amigos. Lo único cierto de toda la historia es que mi padre tenía un hermano en Morecambe, aunque murió hace cuatro años sin haber tenido ningún hijo. —Su temblor había aumentado de tal forma que en ese instante todo su cuerpo se estremecía.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer? —pregunté, al cabo de un largo rato, mirando a Shaker a los ojos.
—No había ningún puesto disponible, pero el señor Ebbington me ha dicho que había estado pensando en contratar a alguien con buena letra para poner al día el registro de los libros. Aunque yo soy el responsable de supervisar que el préstamo, la devolución y la colocación de los libros se lleve a cabo como es debido, no puedo escribir con mi... —bajó la vista hacia sus manos con una expresión de desprecio—... con esto, y aunque el señor Worth, que ya es muy mayor, se encarga de firmar cuando los miembros retiran un libro, el registro está atrasado. Eso es lo que tú tendrías que hacer: poner el registro de los libros al día. Siempre, claro está, que no te parezca indigno de ti.
Alcé la barbilla. La última frase y el tono que había empleado me dolieron.
—¿Cuánto pagan?
—Un florín a la semana. Se cobra mensualmente, por supuesto.
Dos chelines a la semana. Era más de lo que pagaban en una fábrica, pero no mucho. Y con un par de noches en la calle sin demasiada actividad, podía ganar mucho más. El olor a levadura de las galletas recién hechas invadía los orificios de mi nariz. La fría lluvia de noviembre golpeaba contra el cristal de la ventana, aunque el sonido se veía amortiguado por las gruesas cortinas. Una gota cayó por la chimenea y crepitó en el fuego. El comedor se hallaba caliente y perfumado con el olor de la comida; si bien los muebles, los accesorios y las alfombras de flores estaban gastados y obviamente llevaban muchos años colocados de aquella forma, de algún modo todo aquello me resultaba muy reconfortante.
Me imaginé en la calle con aquel tiempo, esperando que la lluvia no incitara a los espectadores de los teatros de variedades a irse directamente a sus camas calientes, junto a sus frías esposas, en lugar de echar un polvo rápido por menos de lo que costaba el viaje en carruaje. Pensé en el olor hediondo del escocés dentro de su berlina, en los ásperos e inquisitivos dedos del pescadero. Pensé, conteniendo una arcada, en la cara del loco sifilítico de Rodney Street, en mi cuchillo colocado en el cuello de Ram Munt bajo la farola de gas de Paradise Street.
Pensé en la pequeña Frances y en sus deditos doblados. No quería volver a llevar el hijo de ningún extraño dentro de mí.
Pensé en los altos mástiles de los barcos de King’s Dock, y comprendí que nunca subiría a bordo de uno de ellos.
También comprendí que me había engañado a mí misma, y que quizá mi madre también me había engañado haciéndome creer que era más de lo que realmente me correspondía y haciéndome esperar más de lo que debía. Sabía que me estaba rindiendo, pero me sentía demasiado cansada para seguir luchando.
—Acepto el trabajo. —La lluvia azotaba ahora la ventana, y el viento que la acompañaba emitía un gemido contra el marco—. Gracias, Shaker. —Me preguntaba cuánto tardaría en acudir a mí para cobrarse el favor.
Después de cenar, y sin mirarme a los ojos, Shaker me pidió que fuera a su habitación. Yo me mostré inexpresiva y asentí con la cabeza. Así pues, el pago tenía que ser inmediato. Su madre se comportaba como si no hubiera oído su petición. Me preguntaba cómo la miraría su hijo a los ojos después de aquello, y también por qué no había esperado al menos a que ella estuviera dormida. Me sorprendió su atrevimiento y me pregunté si mi carne, que todavía estaba curándose, aceptaría a aquel hombre.
Pero no podía rechazarlo, por muy a menudo que quisiera hacerlo conmigo. Se lo debía.
Una vez que entramos por la puerta, él se dirigió al escritorio y yo fui directa a la cama; la misma cama que había manchado de sangre tan solo unos días antes. Me tumbé boca arriba y giré la cara hacia la pared mientras me levantaba la falda marrón. Se hizo el silencio y volví a mirar a Shaker para averiguar por qué no había empezado a desabotonarse los pantalones.
—No —dijo en voz baja, con tono de sorpresa. Se había puesto colorado y seguía de pie junto a su escritorio—. No —repitió—. Yo... yo quería que me escribieras una cosa. No puedo sostener una pluma, como ya sabes.
Sentí un calor desconocido en las mejillas y me di cuenta de que, por primera vez, me estaba ruborizando, como había hecho Shaker. No sabía que fuera capaz de ello. Me bajé la falda y fui hacia la mesa, donde había un gran libro abierto.
—Es de Bernard Albinus —me dijo. Sus mejillas todavía tenían un color encendido, pero habló con un tono normal, como si no me hubiera visto medio desnuda—. Fue el más importante anatomista descriptivo del siglo pasado. Además del esqueleto humano, describió el sistema completo de los vasos sanguíneos y los nervios. He retirado el libro de la biblioteca muchas veces. Si pudiera tomar una serie de notas de las zonas más relevantes de mi campo de estudio (las del sistema nervioso), no tendría que seguir cogiéndolo para intentar memorizar pasajes. Me preguntaba... si querrías copiar la información que yo te indicara. —Retiró una silla para que me sentara.
—Pero tu madre no pensará... ¿Qué pensará sabiendo que estoy aquí, en tu habitación?
—No te preocupes por ella. La mayoría de las cosas que dice son solo palabrería. —Se aclaró la garganta y volvió a emitir aquel sonido ronco. Era una costumbre, ahora lo sabía, que adoptaba cuando estaba incómodo—. No siempre ha sido como la ves ahora. Recuerdo que cuando mi padre aún vivía se reía y lo pasaba bien. —Su rostro se suavizó, y sus ojos adquirieron una mirada ausente.
Intenté imaginarme a la señora Smallpiece riéndose, a Shaker de niño, y a su padre, los tres sentados a la mesa del comedor que acabábamos de abandonar.
—Mi padre era médico —comentó Shaker—, aunque no se limitaba a recetar medicamentos. También decidió trabajar de cirujano, a pesar de ser un puesto inferior al que le correspondía en la jerarquía médica. En lugar de hacer lo esperado (tomar el pulso y tratar la histeria y la melancolía de los más ricos), él trataba el cuerpo y todas sus debilidades. Encajaba huesos, buscaba remedios para enfermedades de la piel, realizaba operaciones en el hospital. A veces me dejaba acompañarlo a las casas que visitaba para que escuchara y observara. Así es como descubrí mi amor por la profesión. Mi padre era un buen hombre. Sabía que yo no podría seguir su camino, pero nunca habló de ello. Trataba a muchos pobres de Liverpool, normalmente solo a cambio de su gratitud. Por ese motivo mi madre se vio obligada a llevar una vida más frugal de la que habría tenido si mi padre se hubiera dedicado a ejercer la medicina para los ricos. A pesar de ello, aunque llevábamos una vida bastante sencilla, mi padre gozaba de tal reputación que mi madre todavía puede considerarse incluida dentro de lo que a ella le parece la esfera social más distinguida.
—Ella ha mencionado a sus amigas —le dije—. Me temo que mi presencia le ha impedido invitar a alguna de ellas.
Shaker me sonrió.
—Me alegro de que todavía pueda disfrutar de pequeños placeres en su condición de viuda del doctor Smallpiece, como ser aceptada en su círculo social o recibir visitas.
Se detuvo, y en ese momento me di cuenta de que Shaker se parecía al padre que había descrito.
—Poco después de morir mi padre, hace ya siete años, mi madre sufrió una terrible apoplejía, y luego empezó a buscar a Dios. —Frunció el ceño, estudiando la ilustración que tenía encima del escritorio, como si se hubiera olvidado de que estaba allí—. He leído sobre esos casos más de una vez. Parece existir una relación entre ambas cosas: la aparición de los ataques y el comienzo de un fervor antinatural.
Emití un leve sonido en señal de reconocimiento, y Shaker se sobresaltó y se fijó en mí.
—He intentado ayudarla. He seguido todos los tratamientos médicos recomendados: reducir la toma de líquidos, darle vomitivos y purgativos... Incluso le he hecho una sangría para intentar regularle la circulación. Pero nada ha funcionado. Aunque, como te dije, los ataques son poco frecuentes, a veces se comporta de tal forma que apenas la reconozco. —Suspiró—. No debes preocuparte por las cosas que te pida. Nan, que siempre ha trabajado para nosotros, y su hija Merry, que se ocupa de la ropa y el peinado de mi madre, acabarán volviendo. Mi madre las despide a menudo por una falta u otra. Nan y Merrie estarán fuera dos o tres días, lo suficiente para que mi madre las eche de menos, y luego volverán a aparecer. Nan ya está acostumbrada, y ella y mi madre se entienden mutuamente.
Cogí la pluma y la mojé en el tintero.
—¿A qué te referías, Shaker, cuando dijiste que yo era tu señal? —le pregunté, antes de escribir la primera palabra.
Shaker se dirigió hacia la ventana.
—Aquella noche, en el Green Firkin, había decidido... —Hizo una pausa—. Había decidido beber todo lo que pudiera, aunque casi nunca consumo bebidas fuertes. Cuando hubiera bebido lo suficiente para armarme de valor, había pensado ir a... al sitio donde está enterrada Frances, para que mi madre no tuviera que preocuparse de nada, y beber una poción de cicuta que había conseguido.
—¿Cicuta? ¿No es un tipo de veneno?
Observé cómo se elevaba la comisura de sus labios.
—Así es. Me parecía la solución más cobarde, pero no se me ocurrió otra cosa que poner fin a mi miserable existencia. Sentía que ya no tenía ningún objetivo. Ese día, mientras estaba en la barra del bar, sentía tres emociones distintas.
Permanecí a la espera.
—La más intensa era la autocompasión, ya que por culpa de mi discapacidad nunca sería el hombre que quería ser. Nunca sería un médico, ni siquiera un cirujano. Lo único que quería era ayudar a la gente. Aunque mi trabajo en la biblioteca es tranquilo y satisfactorio, no siento... pasión por él. Y me despreciaba porque nunca conocería el simple placer de tener mi propia familia... pues ¿qué joven iba a estar interesada en alguien como yo?
Aquello me sorprendió. Había empezado a ver la fuerza silenciosa que latía bajo las facciones poco atractivas de Shaker, y en esos momentos en lugar echarse a temblar se comportaba con dignidad. Sin duda, se juzgaba a sí mismo con demasiada dureza.
—La segunda emoción era la culpabilidad —prosiguió— por dejar sola a mi madre. Pero la autocompasión se imponía sobre ella. Pagué para que me escribieran una carta, con la que esperaba poder explicarme, e incluí las instrucciones necesarias para que ella gozara de bienestar. Sabía que no se vería en la miseria, pues mi padre dejó suficiente para que ella viva cómodamente hasta que muera. Y hace tiempo hablé con Nan sobre la posibilidad (en caso de que yo no pudiera cuidar de mi madre) de que ella y Merrie se instalaran aquí y cuidaran de ella mientras viva, y Nan se mostró de acuerdo. Ella también está viuda, y aunque mi madre considera que Nan está muy por debajo de ella, las dos comparten una sólida amistad.
Deslizó los dedos arriba y abajo por el ribete de la cortina.
—¿Y la tercera? —pregunté, al ver que se quedaba en silencio durante un largo rato.
—La tercera era un atisbo de esperanza. La esperanza en que algo me mostrase por qué no debía llevar a cabo mi plan. Había estado esperando algo durante dos semanas, desde el momento en que decidí la medida que iba a tomar. Si descubría algo que pudiera interpretar como una señal, entonces pediría perdón por mi amargo sentimiento de autocompasión y seguiría adelante con mi vida. Y tú, Linny, eras esa señal.
—¿Por qué dices eso?
—Porque entonces vi que podía ayudarte.
Una gota de tinta cayó sobre el papel, y observé cómo se extendía.
—¿Quieres decir que porque soy una puta pensaste que podrías encontrar sentido a tu vida convirtiendo la mía en lo que consideras respetable?
Se hizo otro silencio, y de repente la voz de Shaker sonó quedamente, con un dejo de ira apenas reprimido.
—No. Porque pensé que con una infusión de artemisa mezclada con un toque de romero, que alivia los calambres, se podría detener el parto. Cuando me di cuenta de que ya era demasiado tarde, quise atenderte y asegurarme de que no te obligaban a dar a luz sola en un callejón y luego te dejaban morir desangrada. Así es como esperaba ayudarte, aunque no soy médico ni cirujano, solo un hombre normal y corriente al que le preocupaba el bienestar de una extraña. Por ese motivo es por el que considero que fuiste la señal que estaba esperando. Tú me permitiste salir del fango de mi ensimismamiento.
Me mordí la cara interna de la mejilla; a raíz de aquella costumbre recientemente adquirida, se me había formado un bulto pequeño y duro. Era algo en lo que me concentraba para evitar decirle a la señora Smallpiece lo que pensaba, o cuando no encontraba las palabras para expresarme... como en ese momento.
Shaker volvió al escritorio y señaló con el dedo el pasaje por el que quería que comenzara, mientras acercaba la lámpara. Empecé a copiar con mi mejor letra. Nunca volvimos a hablar de lo que me acababa de contar.