6

Alguien me sacudió bruscamente.

—Despiértate, muchacha. Ya es hora de que te levantes. Vamos.

La sacudida me provocó un dolor tan agudo que solté un grito y abrí los ojos y vi la cara demacrada de una mujer de mediana edad.

Me dolía todo. No me podía mover, clavada en el sitio por el martilleo que notaba en las sienes y el terrible dolor de cabeza.

—Levántate ya. Llevas un día entero ahí tumbada.

—Por favor —susurré, tratando de mojarme los labios—. Bebida. Algo de beber, por favor.

La mujer no pareció oírme. Llevaba un vestido gris que hacía que pareciera una lámina fina y alargada de color grisáceo: el pelo, la piel y la envoltura.

—Ha venido el cirujano y te ha cosido. —Tenía que gritar por encima de los chillidos, los improperios y las oraciones que invadían el ambiente—. Vístete. Hay otras personas que necesitan la cama. Sal por esa puerta de ahí —dijo, señalando un lado de la larga habitación. Dejó caer mis botas en el suelo y lanzó al borde de la cama mi vestido verde, que se había quedado tieso con la sangre y las manchas de humedad. Había una bufanda de lana marrón comida por las polillas pegada a la sangre del corpiño—. No traías nada más, aunque las botas son mucho mejores que las que les vemos a muchos por aquí. Y ahora vete.

—¿Cirujano? —susurré—. ¿Dónde estoy?

—¿Qué? —dijo la mujer, inclinándose hacia mí.

—¿Qué sitio es este? —pregunté de nuevo, mientras el temor se apoderaba poco a poco de mí.

—Estás en el hospital para enfermos de fiebre del asilo de Brownlow Hill.

Levanté la cabeza, aunque el movimiento me causó una oleada intensa de dolor.

—Nadie sale vivo del hospital. ¿Me voy a morir?

La mujer negó con la cabeza.

—No seas boba. La única razón por la que crees que te vas a morir si vas a parar a un hospital es porque las únicas personas que vienen son las que están a un paso de la muerte. Nosotros no tenemos la culpa de que ya sea demasiado tarde para ayudarlas. Tú has tenido suerte. Un alma caritativa te dejó delante de la puerta con la herida vendada con esa bufanda. De lo contrario habrías muerto desangrada. Date prisa, muchacha. Si no tienes casa, sube al asilo. Allí se te asignará un trabajo cuando estés capacitada. —Se dio la vuelta y se marchó.

Me quedé quieta, intentando respirar pese al dolor, con la esperanza de detener el torbellino que me daba vueltas en la cabeza y lograr recordar.

El horror de lo que había ocurrido acudió de nuevo a mí como si me hubieran golpeado.

—No —dije, cerrando otra vez los ojos—. No. —La habitación, con su dulce hedor. Recordaba haber estado tumbada en la alfombra de la casa de Rodney Street, y el olor a pelo quemado. El pelo y las tijeras. Y el hombre... el hombre al que había matado. Al que había asesinado. ¿Me descubrirían, me llevarían a la cárcel y me colgarían, para luego tirar mi cuerpo al foso de cal viva con los de otros asesinos?

¿Qué había sucedido después de aquello? Otro recuerdo. Estaba oscuro y me encontraba mojada. ¿Era otra vez el sueño en el que aparecía mi madre flotando bajo la superficie del Mersey? Yo tenía un frío terrible, y recordé haber pensado: «¿Madre? ¿Eres tú, madre?». Sentía el impulso del agua y el balanceo de alguien que flotaba detrás de mí. No era mi madre. Era Clancy. Las voces de los hombres llamados Gib y Willy. Willy, quien me había salvado la vida y me había llevado allí.

Conseguí incorporarme con un gemido sobre el colchón, manchado de un intenso color marrón producto de una vieja combinación de sangre, vómitos, orina y heces. Respirando profundamente, traté de contener las náuseas que me provocaba el dolor. Aparté torpemente la raída bufanda gris que alguien me había puesto, frunciendo los labios con el esfuerzo, sin preocuparme por la anciana que me examinaba con sus ojos empañados desde la cama situada a escasos centímetros de la mía. Descubrí que tenía una tira gruesa de franela impregnada de sangre enrollada alrededor de mi pecho. Ponerme el vestido parecía una tarea imposible, pero no había nadie que me pudiera ayudar. Supuse que la mujer con la que había hablado debía de ser del asilo, pues su cara no mostraba el menor atisbo de compasión.

Al final conseguí vestirme. La anciana estiró la mano y tocó mi falda verde de seda con una gruesa uña amarillenta, sonriendo con su boca desdentada y murmurando algo incomprensible. Dejé la bufanda marrón sobre su cama, y ella la agarró y empezó a olerla y a acariciarla como si fuera un animalillo. Me puse mis botas empapadas dejándolas desatadas y avancé dando traspiés por la larga habitación llena de hombres y mujeres sollozantes y quejumbrosos, como si todavía estuviese dentro de la pesadilla. Tuve que atravesar una serie de secciones del edificio, y fui leyendo de forma inconsciente los nombres de los pabellones: «Locos», con sus puertas astilladas que, pese a estar cerradas con candado, no lograban ahogar los gritos de desesperación y las voces distorsionadas; «Quemaduras y picores», donde se oían gemidos tenues y sollozos apagados; «Viruela», donde reinaba un silencio estremecedor; y por último, algo peor que los gritos y el profundo silencio: el rumor de sonidos lúgubres y solitarios que atravesaban las paredes del pabellón en el que simplemente ponía «Niños».

Salí al ambiente gris y brumoso de la mañana, evité el asilo de pobres situado a la izquierda del hospital y tomé el camino que descendía hacia la carretera principal. Caminé y caminé, consciente de que si me caía me volverían a llevar al asilo. Caminé mientras la niebla se desvanecía y el sol débil emitía unos pálidos rayos de luz. A medida que me acercaba a Vauxhall Road y las esclusas del canal de Leeds y Liverpool, me fijé en la multitud de espectadores madrugadores que había en Lock Fields. Contemplaban a dos jóvenes que probablemente estaban peleándose por alguna discusión que había durado toda la noche en uno de los bares que bordeaban la zona.

Caminé con mis pesadas botas y mi vestido estropeado, en ocasiones encorvada hasta casi doblarme, mientras luchaba contra el dolor. Me sentía tan vieja como la bruja que esperaba la muerte en la cama de al lado del hospital, la anciana a la que tanto le gustaba el color verde.

La boca de Ram se abrió cuando me caí al atravesar la puerta.

—¿Qué...? —empezó a decir, pero conseguí levantarme con gran esfuerzo, avancé por el suelo haciendo eses y me eché en mi catre.

El dolor hacía que me resultara imposible tumbarme en cualquier posición que no fuera boca arriba. Tiré de la manta, pero no logré cubrirme con ella. Me quedé con los ojos abiertos, y Ram se acercó a mirarme.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, posando sus ojos en mi vestido rasgado, la tira sucia de franela que me rodeaba el cuerpo y mi pelo cortado. Contemplé la expresión familiar de ira en su mandíbula—. Cuando fui a buscarte ayer y vi que no respondía nadie, pensé que te habías escapado. Mira cómo estás. ¿Es que no hiciste lo que te dijeron aquellos caballeros? ¿Tuvieron que castigarte?

Cerré los ojos.

—Yo también debería castigarte. Ese vestido me costó una fortuna —dijo—. Te tocará coserlo lo mejor que puedas y limpiar la sangre. —Su voz se elevó, pero había una nota vacilante en ella, un tono que no había oído antes, como si le costara parecer enfadado—. Si pierdes más de un par de días de trabajo, te echarán del taller. Y yo tendré que renunciar a los trabajitos de noche que te podría haber conseguido, al menos por un tiempo. Si no estuvieras hecha una pena... Pero ¿qué diablos te ha pasado en el pelo? Te daría un guantazo por todos los problemas que me has dado. Zorra inútil —gruñó. Y luego, un minuto después, bajó la voz y me cubrió con la manta—. Será mejor que te quedes tumbada —dijo, y a continuación colocó la dura palma de su mano detrás de mi cabeza para levantármela, y el borde de una taza me rozó los labios. Cuando abrí la boca, el agua fresca me bajó por la garganta.

Bebí y bebí, pero no hice el menor ruido. Si hubiera sido una llorona, seguramente me habría echado a llorar en ese momento.

Con el tiempo, los horribles puntos del pecho se desinflamaron y sangraron cada vez menos, y dejé de delirar. Sabía que llevaba bastante tiempo tumbada en la cama, tal vez una semana o incluso dos; todo se había desvanecido en períodos de dolor, sed y luz, y otros en los que Ram me daba cucharadas de gachas aguadas y me cogía en brazos para colocarme encima del orinal, todo mezclado con una profunda oscuridad. Pero aquella mañana, un lapso de tiempo indeterminado después de lo que llamaría «la pesadilla», me quedé sentada en el borde de mi catre y miré a mi alrededor. Estaba sola, mareada aunque más despierta que nunca. Tenía la mente despejada, fresca y serena; centrada. Iba a cumplir catorce años y sabía que ya era lo bastante mayor para tomar decisiones. Tenía dos opciones: quedarme o marcharme.

Si me quedaba, volvería al tedio agotador del taller de encuadernación —si todavía me aceptaban— o a otra fábrica a cambio de un pobre salario que se quedaría Ram Munt. Y seguiría dejando que él ejerciera de mi proxeneta, sin recibir por mis esfuerzos más que las secreciones depositadas dentro o encima de mí.

Si me marchaba, mi futuro sería incierto, pero al menos tendría voz y voto.

La elección era sencilla y evidente.

Fui hasta la caja de madera y saqué el espejo. Me miré y comprobé que lo que notaba que estaba ocurriendo mientras me revolvía en las sábanas húmedas de mi catre era cierto. Tenía la cara más delgada de lo habitual, pero mis ojos eran distintos: poseían una peculiar intensidad, se habían vuelto más oscuros y más grandes, y brillaban con algo que no sabía definir. Mi cabeza conservaba el pelo claro, pero la ausencia de rizos y el nuevo aspecto angular de las mejillas habían contribuido a que pasara de ser una niña a ser una joven.

Desenvolví la tira de muselina que había sustituido al trozo sucio de franela. Los puntos del pecho tenían un aspecto oscuro. La piel estaba abultada y cerrada en una costura torcida y fibrosa. Estaba cicatrizando y, junto con ella, también en mi interior algo se había vuelto más consistente y firme. Resistente e inflexible.

Limpié el vestido verde y cosí el desgarrón. Me puse a buscar y encontré unas monedas que Ram había escondido en la habitación: mi dinero, el que yo había ganado. Lo único que lamentaba era que Ram parecía haberse gastado la mitad en bebida, y solo quedaba una suma miserable por los años de trabajo que llevaba a mis espaldas.

Me comí el cuscurro de pan que encontré encima de la mesa, tapándome la boca con la mano mientras tragaba, con la esperanza de poder digerir la primera comida sólida que probaba desde hacía mucho tiempo, bebí un poco de agua y salí fuera. Dejé atrás la miserable habitación de Back Phoebe Anne Street, el miserable patio con el chorro de desechos humanos que corría por el desagüe poco profundo que había en medio, y los bloques inclinados de edificios adosados infestados de bichos.

Llevaba puesto el sofisticado vestido verde, un chal limpio y un sombrero de paja, y bajo el brazo tenía la caja de madera con el espejo, el libro, el colgante y mi cuchillo con el mango de marfil. El escaso dinero estaba enrollado en un viejo pañuelo que me había cosido en las enaguas.

—Este es mi territorio —dijo la mujer alta y huesuda, mirando el flequillo rubio que me asomaba por debajo del sombrero, cuando, unas horas más tarde, me situé en Paradise Street, una zona llena de pensiones de marineros y fondas de mala muerte.

—Es una calle pública, ¿no?

—¿Cuánto hace que trabajas?

—Casi tres años —le dije.

—Pues no te he visto por aquí. Conozco a todas las chicas en un kilómetro a la redonda. Pero tú tienes pinta de tener experiencia. —Examinó mi cara—. Eres joven. Más joven que la mayoría. Por lo que puedo ver, lo más probable es que todavía no tengas la regla.

No contesté nada.

—¿Cuántos años tienes?

—Catorce. —«Casi catorce.»

—Si quieres trabajar por aquí, tendrás que trabajar para mí. ¿Qué dices?

—Depende —respondí, con una osadía de la que no sabía que fuera capaz. Y me gustó—. ¿Con cuánto te quedas?

—Con la mitad de lo que saques por noche. Las reglas son las siguientes: no soporto que mis chicas beban cuando están trabajando, y tengo formas de enterarme de si me estás engañando, y si es así, te echaré de aquí antes de que te dé tiempo a atarte la cinta del sombrero y me encargaré de que no vuelvas a conseguir más clientes en esta zona. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza.

—¿Estás limpia? Mis chicas no trabajan si tienen la gonorrea o la sífilis. Tengo una reputación que mantener. Solo chicas limpias. Todo el que visita a las chicas de Blue lo sabe. Lo mismo hacía cuando llevaba mi negocio en Londres, en Seven Dials, antes de venir aquí. Todas mis chicas estaban limpias.

—Estoy limpia —dije, y acto seguido dejé que mi chal se abriera a propósito, y la mujer me lanzó una mirada de disgusto que le cambió la expresión.

—Joder. Es reciente. ¿Quieres trabajar con eso en ese estado?

—No me importa.

La mujer se quitó una mugrienta bufanda amarilla del cuello.

—De momento tápatelo con esto —dijo—. No queremos que se asusten de buenas a primeras.

Cogí la bufanda y cubrí con ella la cicatriz.

—¿Cómo te llamas?

—Linnet —le dije—. Linnet Gow. —Me estiré para parecer más alta—. Aunque me llaman Linny.

La mujer movió la cabeza con gesto de desagrado.

—¿Quieres cambiar de nombre? ¿Te está buscando alguien —en ese punto hizo un gesto en dirección a mi pecho— que no quieras que te encuentre? ¿Y bien? —Taconeó impacientemente, esperando una respuesta.

—Me quedo con Linny —dije—. Linny Gow. Y si viene alguien buscándome —la cara sin afeitar de Ram Munt acudió a mi cabeza—, sabré cuidar de mí misma.

—Está bien. Tengo habitaciones que puedes usar, y podrás trabajar para mí mientras demuestres lo que vales. Si tienes un problema con un cliente, con alguna de las chicas o con el viejo Bill, acude a mí. Seré justa contigo si sigues las normas. —Al ver que yo asentía con la cabeza, la mujer sonrió, dejando a la vista un diente mellado. Por lo demás, tenía unos dientes largos y cuadrados, de aspecto sano—. Pareces atrevida —dijo—. A los hombres que salen a la calle buscando juerga les gusta que las mujeres sean un poco atrevidas. Si quisieran que fueran tímidas y estrechas, se quedarían en casa con sus queridas esposas.

Se echó a reír de su broma, y yo abrí la boca y emití un sonido que cualquiera podría haber tomado por una carcajada.

Me creció el pelo y con el tiempo pude alzar la barbilla y enderezar los hombros sin que el pecho me tirara ni me doliera. A cambio de poder compartir una habitación estrecha donde dormir y otra adonde llevar a los clientes, dividida en tres espacios por unas cortinas y con un fino colchón de borra en cada uno de ellos, le entregaba la mitad de mis honorarios nocturnos a Blue, tal y como habíamos acordado.

—¿Dónde dijiste que vivías? —preguntó Lambie una noche que estábamos sentadas tras una mesa grasienta en el Goat’s Head.

—En Back Phoebe Anne Street, al lado de Vauxhall Road —le dije.

—¿Vauxhall Road? Entonces, ¿cómo es que hablas tan bien? Las de Vauxhall Road no hablan como tú. Yo soy de Scottie Road, y no he aprendido a hablar tan finamente.

Le dediqué una sonrisa sincera.

—Tengo sangre noble —dije—. Tengo sangre noble, queridas.

Alcé mi vaso de agua con azúcar, y Lambie, Sweet Girl y yo brindamos por la sangre noble; ganábamos más en una hora que en un día entero de trabajo en la fábrica de vidrio, la alfarería, la cerería, la refinería de azúcar o el taller de encuadernación, y gozábamos de la libertad de quien no se preocupa por lo que piense la gente.

—No te faltan clientes. ¿Cómo lo hace, eh? —Lambie miró a Sweet Girl—. ¿Cómo se lo monta para atraer a la mayoría de los clientes? Y encima teniendo eso.

Lambie señaló con el dedo. Bajé la vista. Mi pecho derecho abultaba ligeramente bajo el encaje grisáceo del corpiño; la piel suave relucía con el brillo apagado del nácar bajo el chisporroteo hediondo de la luz de gas. Pero en el lado izquierdo, la marca ancha y dentada avanzaba desde la parte superior del seno hasta la primera costilla. Cuando nadie estaba mirando, me rascaba la cicatriz profunda y arrugada. Todavía me dolía a veces, como si las hojas que habían penetrado en mi carne tierna hubieran dejado unos dardos envenenados que me pellizcaban y me picaban incluso después de que el cirujano hubo cortado la carne maltrecha y cosido toscamente los bordes irregulares. El pezón se mantenía intacto, pero el músculo y la grasa que dotaban de volumen al pecho derecho faltaban en el izquierdo.

Sweet Girl se encogió de hombros.

—No lo sé, pero ojalá nos diera algo de lo que esconde. Algunas noches no sirven de nada, con los cuatro pichaflojas de turno.

—Creo que es porque les hace creer que es una señorita fina que ha salido a echar un polvo rápido con su coñito bien empolvado y fresco. ¿A que sí?

Se echaron a reír sonoramente, y las miré arqueando una ceja. Sabía que era mi sangre lo que me hacía diferente. Y había algo más. Sabía que no iba a llevar siempre aquella vida: me esperaba algo distinto, algo más grande. Linny Gow sería un nombre que la gente recordase.