EPÍLOGO DEL AUTOR

DURANTE décadas me atrajo la historia de aquella Hedisa que fue elevada por el gran rey persa Asuero a la dignidad de reina con el nombre de Ester y que salvó a su pueblo, los judíos, de una muerte segura.

La breve novela que trata del destino de Hedisa, el Libro de Ester es uno de los libros más populares y más llenos de efecto de la Biblia. El autor domina el arte de los grandes narradores hebreos y árabes y consigue crear una creciente tensión tanto exterior como interior y sabe dotar a su fabulación de siempre nuevas sorpresas. Además, escribió en unos tiempos en los que su pueblo fue salvado de grandes peligros, se hizo partícipe de las alegrías y sufrimientos de su pueblo, y su entusiasmo patriótico se transmite, todavía en la actualidad, al lector.

A mí, en cualquier caso, el Libro de Ester me conmovió profundamente, ha conmovido a muchos, y en los más de dos mil años transcurridos desde su creación, muchos han intentado explicar la novela ambientándola en los acontecimientos de su propio tiempo. Varias veces, cuando sentía de un modo particularmente doloroso las aflicciones de los dos pueblos a que pertenezco, también sentí el impulso de volver a contar la historia de la reina Ester desde la perspectiva de mi mundo.

Lo que hace a este breve relato tan particularmente fascinante es un astuto recurso literario del antiguo poeta judío, un recurso que nadie había utilizado antes que él Da credibilidad a sus invenciones y les otorga la apariencia de una extremada objetividad al adoptar el disfraz de un hombre que tiene el encargo de recopilar con sobriedad histórica los acontecimientos de la corte persa. Da a su novela la máscara de una crónica de la corte, oculta la tendencia nacionalista judía del relato tras un tono objetivo. Evita hacer referencia a la inspiración divina y darle a su pueblo el título de elegido. De entre todos los libros de la Biblia, éste es el único en que no se menciona a Dios. También renuncia a hacer una valoración del carácter y las acciones de sus personajes. No ensalza a su reina Ester y a su tutor Mardoqueo, no insulta a Amán, al enemigo de los judíos. Se fía de su fabulación, confía en que los acontecimientos que él ha inventado bastarán para indignar al lector contra los enemigos de los judíos y para entusiasmarlo en favor de los sufridos Mardoqueo y su pupila Ester, finalmente triunfantes. El poeta lo consigue, ya que, a pesar de que el autor oculta cuidadosamente su propio júbilo, el lector se alegra de todo corazón cuando al final Amán cuelga de la horca que había sido levantada para Mardoqueo.

Por supuesto, el lector, al terminar la lectura, reflexiona acerca de los acontecimientos y entonces se plantea serias objeciones: ¿Cómo pudo aquella mujer joven, a la que el señor del mundo sentó en su trono, ocultar su nombre y su origen durante tanto tiempo? ¿Qué clase de gran visir era aquel que para acabar con su enemigo personal quiere destruir al mismo tiempo a todo su pueblo? ¿Qué clase de rey era aquel que, en un momento dado y sin cuestionarlo, condena al exterminio a toda una nación y al día siguiente, de nuevo sin hacer grandes averiguaciones, permite que se ejecute a los incontables enemigos de ese pueblo? Sólo cuando uno se plantea estas preguntas se demuestra que la objetividad del autor es un disfraz y toda la novela un disparate.

Intervenir en ese punto y darle al cuento del antiguo poeta un marco que tuviera sentido dentro de una historia creíble me pareció una atractiva tarea. Quise situar la acción en un entorno que diera credibilidad tanto a sus personajes como a los acontecimientos, y que además permitiera abrir perspectivas hacia el pasado y hacia el futuro, de modo que los sucesos que tuvieron lugar en torno a Ester también arrojaran nueva luz sobre los actuales acontecimientos.

Pero se puso de manifiesto que la antigua fábula original tenía un terrible fallo. Su heroína no existe. Ester es una muñeca en manos de su tutor es manejada desde fuera, es absolutamente pasiva, una rueda en el engranaje del argumento, nada más. Este vacío, precisamente en el elemento central de la historia, ha tenido como consecuencia que grandes poetas fracasaran al querer tomar el argumento con demasiada fidelidad. Racine, en sus poemas, se refugió en el seguro puerto de la piedad; Grillparzer dejó de lado la obra a medio hacer. Yo fui suficientemente atrevido para suponer que podía darle a mi Ester la vida propia que echaba de menos en la historia de la reina Ester. Pero entonces tenía que apartarme mucho de la historia bíblica original, a la que rodea un nimbo de más de dos mil años, así que tuve que darme por satisfecho con dibujar el perfil de un posible futuro libro.

En las décadas que me ocupé de la historia de Ester no dejaban de aparecer abriéndose paso hasta mí, las figuras de otras mujeres judías que habían intervenido en la historia de su pueblo asumiendo todas las consecuencias, y una de ellas fue precisamente ésta, cuya historia el lector acaba de conocer en este libro, Raquel, la Fermosa, la amiga del rey Alfonso.

Primero tuve conocimiento de su historia a través del drama de Grillparzer Adoraba y adoro esta pieza, el dulce dinamismo de sus versos y el profundo conocimiento del alma humana de su autor quien renunció conscientemente a dar a su trama alguna referencia histórica, pero que en contrapartida labró con tanta precisión el perfil de sus personajes. Sorprendentemente, su amigo y editor Heinrich Laube criticó su obra con dureza. (Probablemente es el tema en sí, con su sensacional mezcla de historia y erotismo, la que inspira rechazo al observador; de modo parecido, Martín Luther rechazó con enojo el Libro de Ester). Sea como sea, Heinrich Laube supone que la obra Jüdin (La judía) de Grillparzer no resulta porque el poeta se ha mantenido demasiado fiel a su modelo, el drama de Lope de Vega La judía de Toledo, según la opinión de Laube una pieza de teatro absolutamente superficial.

Leí el drama de Lope. Ciertamente es teatral, evidentemente fue garrapateada en pocos días y sin ningún rigor. Puesto que el material que el poeta había encontrado para su proyecto, una vieja crónica, no parecía ser suficiente para los tres actos de su pieza, lo empleó sólo para los dos últimos actos y utilizó para el primero un par de capítulos extraídos de la misma crónica, directamente anteriores a la historia de la judía, pero que no tienen nada que ver con ella. Pero puesto que Lope es un apasionado y extraordinariamente diestro hombre de teatro, el gozo que él halla en los efectos de su teatro se transmite al lector y al espectador y su falta de rigor apenas influye en la efectividad de su obra. Su obra La judía de Toledo se convirtió en una pieza de teatro extraordinariamente llena de fuerza, colorido, y apasionadamente patriótica, y comprendo muy bien qué es lo que hay en ella que atrajo tanto a Grillparzer.

Si, el tema me fascinó, tal y como había fascinado a Lope y a Grillparzer.

Leí las fuentes de Lope. Es esa crónica de la que he tomado algunas líneas como lema para cada una de las partes de mi novela. Esta crónica fue escrita por otro Alfonso de Castilla, el décimo de su nombre, un biznieto de nuestro Alfonso, que nació siete años después de la muerte de aquél. Cuenta de la pasión de su bisabuelo y de la judía con visible simpatía. Es extraordinario cómo esta historia de amor ya desde el principio y a lo largo de siglos, ha ocupado la fantasía de los españoles. Hasta mediados del siglo pasado se escribieron en torno a ella siempre nuevas baladas, romanzas, poemas épicos, novelas y piezas de teatro. Incluso dentro de la literatura árabe ocupa la historia un lugar Los románticos de muchas épocas y de muchos países la han contado, cada uno a su manera.

Pero hasta donde pude alcanzar ninguna de esas muchas versiones se ha preocupado de la historia del país en la que sucedieron esos acontecimientos, y, sin embargo, el destino de los amantes estuvo estrechamente ligado al de su país, y cuanto más profundiza el observador en la situación de la España de entonces, la historia de Ester-Raquel y del rey adquiere un sentido cada vez más profundo.

Las antiguas crónicas y baladas españolas que mencionan por primera vez a Alfonso y a la judía creen de un modo ingenuo e incuestionable en la santidad de la guerra. Esas crónicas me ayudaron a comprender aquella civilización caballeresca, que, a pesar de toda su refinada courtoisie, se hallaba sumida todavía en la barbarie; el poderoso credo interior de aquellos barones de Castilla; su valentía fruto de una fe fanática y del ansia de matar; su ilimitado orgullo, que destruyó sin el menor escrúpulo las maravillosas ciudades y reinos que otros habían creado. Sólo quien pueda percibir la irresistible fuerza de atracción de este mundo de aventuras, podrá entender por completo la historia de Raquel y del rey

No he pretendido glorificar el heroísmo descabellado, sino revivir su esplendor y su encanto, aunque sin ocultar aquello que tenía de destructor He querido hacer visible la magia del mundo de la guerra que resulta atractiva incluso para aquel que sabe descubrir en ella toda su corrupción. Raquel percibe cuán funestas consecuencias tendrá la temeridad de Alfonso, y a pesar de todo le ama. En todo aquello que a Raquel, a pesar de su sabiduría, le resulta atractivo de aquel hombre que le traerá la desgracia, he querido simbolizar la seducción que emana de la guerra, de la aventura, que a veces llega a deslumbrar al más claro entendimiento.

Quise oponer al caballero el hombre de paz. Evidentemente éste no es celebrado en las crónicas y baladas de su tiempo, pero sí existió. Vive en la sombra, al margen de las crónicas, se siente su presencia de un modo más patente en documentos, privilegios y leyes, y con toda claridad en los libros de los sabios y filósofos. Ahí están los comerciantes y campesinos, los habitantes de las florecientes ciudades que intentan oponer al modo de ser desenfrenado de caballeros y barones el orden y la ley. Ahí están los judíos que hacen lo que pueden por preservar la paz, porque ellos serán los primeros que caerán bajo los cabecillas de la guerra. Y ahí están sobre todo los que piensan, los religiosos y los laicos: Rodrigue, Musa, Benjamín, que rechazan la guerra con palabras y obras. Hombres que no tienen para enfrentarse a la valentía armada del caballero nada más que el sereno valor de su inteligencia. Pero ¿acaso no es eso mucho?

Se suele decir que hay dos columnas sobre las que se apoya nuestra civilización: el ideal de cultura humanístico de griegos y romanos y el códice moral judeocristiano de la Biblia. A mi me parece que en nuestra civilización perdura una tercera herencia: la veneración por el heroísmo, por el mundo de la caballería. La imagen amorosamente reverenciada del caballero cristiano, tal y como lo dibuja la Edad Media, en modo alguno ha empalidecido. Todavía sigue considerándose la mayor de las glorias la del héroe, la del guerrero. El gran escritor Cervantes expuso con delicado esmero todo aquello que de ridículo hay en el caballero. El mundo se rió: pero no se dejó convencer. Una parte de Don Quijote ha existido siempre desde el principio en cada caballero, pero el mundo no quiso ni quiere verlo, sigue sin querer ver al loco que hay dentro de cada caballero, sólo quiere ver su esplendor. El mundo sigue alzando sus ojos hacia el caballero y cubriéndolo de honores.

Creo que la historia de Alfonso y de Raquel nos interesa porque el atractivo mundo caballeresco de la Edad Media todavía sigue irremediablemente vivo. Los teóricos de aquellos tiempos discutían si era lícito adelantarse al posible ataque de un enemigo siendo los primeros en atacar. Discutían si era condenable pagar la paz con elevados sacrificios. He intentado dar vida a personas que se debatieron entre esas inquietudes Me dije a mí mismo: aquel que cuente de nuevo la historia de esas personas no sólo estará escribiendo Historia, sino que esclarecerá y dará sentido a algunos problemas de nuestro tiempo.