Capítulo I
DESDE el norte, acercándose a los Pirineos, cruzando sus vastos territorios francos, acompañada de un gran séquito, viajaba la vieja reina Ellinor.
El mismo día que se extendió en Inglaterra la noticia de la muerte del rey Enrique, su esposo, cruzó las puertas de la torre de Salisbury su prisión, con la violencia que siempre la había caracterizado —nadie se había atrevido a detenerla— y se hizo con el poder en nombre de su amado hijo Ricardo, que ahora era rey. El impetuoso soldado, que dejaba gustoso los asuntos de Estado en manos de su astuta y enérgica madre, inmediatamente después de la coronación se había embarcado para una expedición de guerra en Oriente. Pero ella cruzó su gran reino, Inglaterra, y las inmensas posesiones en Francia, sometió a sus recalcitrantes barones, consiguió grandes sumas de dinero, de condes, prelados y ciudades rebeldes, presidió reuniones comarcales y juicios, puso en orden, con su rápida intervención, los más embrollados asuntos.
Abandonó los condados y ducados del norte que había recibido al casarse con Enrique y se trasladó a las tierras que le correspondían por herencia, Poitou, la Guyena, la Gascuña. Escuchó los familiares sonidos de la lengua de su infancia, el provenzal, la armoniosa langue d’Oc, aspiró profundamente el suave aire de la patria. En el norte, la servil bienvenida que le ofrecieron estaba teñida de miedo; aquí las gentes que llenaban las calles saludaban a la vieja princesa con sincera alegría. Para ellos era mucho más que la famosa reina del norte y la primera dama de la cristiandad, para ellos era Ellinor de Guyena, la señora natural de sus tierras, la auténtica heredera.
Tenía casi sesenta y nueve años, y los últimos quince los había pasado en prisión; pero tenía un aspecto magnífico montada a caballo, primorosamente maquillada, con el pelo bien peinado y teñido. Quizás a veces le costara esfuerzo mantenerse erguida durante todo aquel viaje por las montañas todavía nevadas, y cruzar los pasos era para ella una fatiga y una empresa arriesgada. Pero aquella mujer madura no se asustaba ante los esfuerzos y peligros. Se daba cuenta de que los quince años de encierro no la habían paralizado, y la conciencia de que hacía poco tiempo todavía estaba encerrada, indefensa y furiosa en la torre de Salisbury y que ahora podía conducir de nuevo con mano firme y diestra su caballo y sus tierras, multiplicaba sus fuerzas. Sus ojos azules, algo duros, miraban brillantes aquellas tierras tan familiares. Se apresuraba a avanzar; ordenaba jornadas de viaje muy largas y se negaba a cambiar su caballo por la litera o por la silla de manos, aunque anocheciera y todos estuvieran cansados.
Se hallaba en camino hacia Castilla, hacia Burgos, para visitar a Doña Leonor, su hija, asistir a los esponsales de su nieta Berengaria y poner en marcha el compromiso matrimonial de una segunda nieta.
Cuanto más hacia el sur avanzaba, más grande se hacia su séquito, su mesnie. Cuando alcanzaron los Pirineos, constaba de quinientos caballeros y doscientas mujeres y doncellas, preux chevaliers et dames choisies, orgullosos caballeros y exquisitas damas, prelados y barones de todas sus tierras, y además una guardia de escogidos routiers, probados mercenarios, bravançons y cottereaux, acompañados de adiestrados y vigorosos perros guardianes. Les seguía un convoy de más de mil carros, cargados con el equipaje, el menaje y las provisiones más necesarias y además regalos para el pueblo. Mozos de caballeriza y guardas conducían a los caballos y los perros de caza de la reina y de sus grandes señores; halconeros llevaban a sus halcones favoritos. Así avanzaba aquella comitiva lenta y llena de colorido a través de las montañas todavía nevadas en parte.
En la frontera de Castilla esperaban a la vieja reina Alfonso y Leonor, Don Pedro de Aragón y la infanta Berengaria. A las puertas de Burgos la esperaban los más respetables prelados y cortesanos de ambos reinos. Entró solemnemente en Burgos, en todas partes ondeaban las banderas; de las ventanas y balcones colgaban tapices y paños; repicaban todas las campanas de aquella ciudad, en la que abundaban las iglesias; los caminos estaban cubiertos de ramas y flores que despedían su aroma bajo los cascos de los caballos y los zapatos de los que iban a pie.
Ella, la apasionada y brillante Ellinor había sido la mujer más admirada y censurada de Europa, y ahora, al ver avanzar a aquella vieja gloria, cobraron vida de nuevo las innumerables historias de sus aventuras en la guerra, en el arte del gobierno y en el amor. Se recordó cómo había sido la espuela y el corazón de la segunda cruzada, cabalgando a la cabeza de los cruzados, marcial y magnífica igual a Pentesilea, la reina de las amazonas. Se recordó cómo en la gloriosa ciudad de Antioquía, el rey Raimundo, su joven tío, se vio asaltado por una ilimitada pasión amorosa por ella. Cómo él y su esposo, el rey de Francia Luis VII, lucharon por ella hasta que finalmente su esposo se la arrebató al otro por la fuerza y se la llevó cruzando el mar. Cómo ella no permitió que se le hiciera violencia y consiguió del Papa que la separara del rey de Francia. Y cómo, de inmediato, el joven conde de Anjou, el que sería más tarde el rey Enrique de Inglaterra, se presentó pidiendo su mano. Cómo los dos fundieron en uno el inmenso reino. Y cómo atrajo a su corte a los sabios, doctores y maestros de las siete ciencias y artes y a innumerables trovadores, trouvères y conteurs. Y cómo también concedió sus favores a alguno que otro de esos poetas, a Bernard de Ventadoui; aunque sólo fuera simplemente el hijo de un fogonero. Cómo, por su parte, Enrique engañó a su reina con muchas, pero sobre todo con una, y cómo Ellinor asesinó a aquella hermosa amante del rey, Rosamunda. Y cómo él, entonces, encerró a Ellinor, y sus hijos se alzaron en su defensa y lucharon contra el padre. Y volvieron a escucharse muchas de las canciones, francas, provenzales, catalanas, que ensalzaban su corte, donde tenían su centro el más noble arte de la poesía y las más delicadas costumbres.
Así cantaba el poeta Felipe de Thaün: «La dulce y joven reina atrae todos los pensamientos, como la sirena atrae al pescador a los arrecifes, robándole los sentidos».
Así cantaba Benoît de Sainte-Maure: «¡Oh tú, la más noble, la más exquisita, la más arrogante y audaz, a la que no puede equipararse ninguna otra princesa, la más grande y magnífica esposa del más grande rey!».
Incluso un tosco alemán había compuesto: «Si todo el mundo fuera mío, / desde el mar hasta el Rin, / renunciaría a ello y viviría en la indigencia / por tener en mis brazos / a la reina de Inglaterra».
Estas canciones y relatos y romanzas de sus admiradores se mezclaban con los versos y relatos escabrosos y llenos de maldiciones de los enemigos, y entre todos habían convertido a Ellinor de Guyena en algo irreal, en un ser inalcanzable o de otra época. E incluso ahora que entraba del modo más real en la ciudad de Burgos, en persona, de carne y huesos, rodeada de sus caballeros, damas, mercenarios, caballos, perros, halcones y cazadores, a muchos de los señores castellanos y aragoneses les parecía como si ella cabalgara sobre una nube dorada. Cuán insípido y deslucido les parecía ahora su presente comparándolo con el pasado de aquella gran mujer. Al contemplarla, recordaban con todo esplendor lo que habían oído decir de la segunda cruzada, que en verdad había sido la cruzada de la reina Ellinor. En aquel entonces, los caballeros y reyes no discutían por el mando supremo, no se escondía tras la lucha ambición alguna ni astutos cálculos, sino que se peleaba siguiendo nobles y estrictas reglas por el simple placer de la batalla, y la batalla no era otra cosa que un torneo, un noble juego a vida o muerte. El vasallo estaba obligado a su señor durante cuarenta días; cuarenta días luchaba, y si una fortaleza no era conquistada en esos cuarenta días, el caballero se retiraba aunque existiera la certeza de conquistarla el día cuarenta y uno. Por aquel entonces no había routiers, no había mercenarios alquilados sacados del pueblo, que lucharan sólo por la victoria, sin tener un modo de vida refinado. Por aquel entonces también al enemigo se le debía courtoisie aunque éste fuera partidario de un Dios extranjero. El califa sitiador mandó cortésmente su médico personal a la reina cristiana sitiada, Urraca, para que la asistiera en su enfermedad. Y la guerra sólo tenía lugar de lunes a jueves, viernes, sábado y domingo había tregua, para que cada uno, musulmán, judío y cristiano, pudiera celebrar sin ser molestado su día de descanso.
Ahora, creían los señores aragoneses y castellanos, se iniciaría una gran época parecida. La segunda cruzada había sido conducida en espíritu por la dama Ellinor; también ahora, en la Península, la Guerra Santa sería conducida por su espíritu, y todos ellos, los nobles de Hispania, tendrían la oportunidad de actuar como auténticos descendientes de los caballeros de Arturo y de Carlomagno.
El joven rey Don Pedro se hallaba embriagado de gozo. ¡Qué bendición de Dios poder convertir en su reina a una nieta de esta gloriosa princesa! Lleno de la bienaventuranza del caballero cristiano, emprendería la guerra, libre de su enojo y de su afán de venganza contra Don Alfonso.
También el escudero Alazar cayó bajo el embrujo de la famosa y anciana reina. En Toledo, a veces había creído sentir a sus espaldas maliciosas miradas, y cuando el rey lo llevó consigo en su viaje a Burgos había temido que Doña Leonor le hiciera pagar su insidioso parentesco, pero ella había mostrado una gran delicadeza y amabilidad, el rey lo trataba como a un hermano más joven, y en presencia de la gran señora Ellinor se desvanecieron sus últimas dudas. Las nobles damas lo consideraban digno de ser el escudero del rey Don Alfonso, había sido aceptado en el caballeresco mundo cristiano.
Toda la ciudad de Burgos celebraba la visita de la anciana reina; habían acudido miles de personas para participar en la celebración o para sacar provecho de la festiva reunión. Los taberneros abrieron tabernas ambulantes, los comerciantes ofrecían costosos vinos y especias. Los arcos abiertos y las bóvedas, las fenestrae en las que los comerciantes mostraban sus mercancías, presentaban adornos y atavíos de los países flamencos, musulmanes y de levante. Tratantes de caballos y forjadores de armas hacían su negocio. Banqueros y cambistas estaban allí para comprar o empeñar los bienes de los caballeros que partían a la guerra. Y un mar de gentes del circo se había reunido allí, vendedores de amuletos, prostitutas, ladrones de bolsas. Todos ellos dedicados a hacer ruido, a regatear; a flirtear y a amar, acudiendo a las iglesias y a las tabernas, piadosos, insolentes, bonachones, brutales; se desparramaban alegremente pintorescos, apestaban, engendraban niños, cantaban himnos y canciones de borrachos, disfrutaban de la vida, maldecían al califa y al sultán y ensalzaban a la gloriosa reina Ellinor.
También en la corte, los ayudas de cámara tenían grandes trabajos para instalar y atender cumplidamente y como correspondía a los invitados que, procedentes de toda Castilla y de Aragón, llegaban para asistir a los esponsales de Don Pedro y de la infanta y a presentar sus respetos a la anciana princesa. Muchos de estos prelados, barones y altos consejeros traían consigo a sus criados, cazadores y caballerizos. Además, como en cualquiera fiesta de este tipo, estaban los caballeros aventureros, jóvenes y pobres nobles, que esperaban conseguir dinero y honor en los torneos. Tampoco faltaban los trovadores, trouvères, conteurs; sabían que siempre eran bien recibidos por Doña Leonor y por la dama Ellinor.
La anciana reina se recuperó pronto de las fatigas del viaje, y el segundo día después de su llegada recibió en la gran sala del castillo: a la luz de las grandes velas, sentada sobre el estrado, en una silla alta, erguida, con todo el aspecto de una dama. Había engordado ligeramente, a veces le resultaba fatigoso respirar, debía reprimir una ligera tos, y bajo los cosméticos, que con el paso de las horas se descascarillaban, mostraba un rostro envejecido; pero los ojos, muy azules y claros, miraban con dureza y claridad, y participaba incansablemente en la conversación con palabras firmes, bien pensadas y amables.
El viejo conde aragonés Ramón Barbastro, que había participado en el pasado en la Guerra Santa de Ellinor, hablaba con añoranza de aquellos maravillosos años y se lamentaba de la triste esterilidad de los nuevos tiempos. La guerra había perdido su nobleza, se preparaba en los consejos y se ejecutaba más con la pluma que con la espada. No era la valentía del caballero la que decidía la batalla, sino el número de routiers.
También en los tiempos en los que ella y el noble Don Ramón eran jóvenes, contestó Ellinor no siempre había sido la guerra un juego lleno de esplendor y magnificencia.
—Pensándolo bien —dijo—, las grandes batallas y celebraciones que caldeaban el corazón, fueron la excepción, la regla fueron pequeños sufrimientos: las marchas a lo largo de parajes interminables, sin caminos, desconocidos y peligrosos, los pies llagados, la sangre requemada, la terrible sed, las noches sin dormir a causa de los venenosos mosquitos, el picor de pulgas y piojos, y lo peor de todo: la acedía, el espantoso aburrimiento, el interminable viaje por mar, las marchas hacia lo desconocido durante semanas, la torturante espera de las delegaciones que debían llegar al día siguiente o pasado mañana y que después de una semana todavía no habían llegado.
Vio la decepción de sus oyentes, y repintó sonriente y experta la turbia imagen.
—Por supuesto —dijo—, la recompensa era tanto mayor: el violento placer de la batalla, la celebración en una ciudad conquistada.
Y contó de las fiestas de Oriente, de cómo se habían mezclado la pompa cristiana con la musulmana, y de los cantos de los trovadores que se alternaban con las artes de las bailarinas árabes. Las palabras fluían fácilmente de entre sus labios, pero todavía eran más elocuentes sus ojos. Sonriendo, el viejo conde pensó en los dos hombres que en aquel entonces, en Antioquía, habían luchado por sus favores, el rey cristiano Raimundo y el príncipe Saladino, sobrino y enviado del sultán.
—Lo que daba su encanto a estas fiestas —concluyó sumida en la añoranza de los recuerdos la vieja reina— era que las celebrábamos entre las batallas. El día anterior se había escapado a una venturosa muerte, al día siguiente quizás nos alcanzaría aquella bienaventurada muerte.
El arzobispo Don Martín disfrutaba con todo su corazón de la contemplación y de la conversación de la dama Ellinor. En aquellos meses de prolongada espera había estado malhumorado, lleno de una desesperada ira, ahora que aquella Débora, aquella Jael, derribaba los últimos impedimentos que todavía entorpecían el camino de la bendita guerra, él rejuvenecía, piadoso y alegre. Caminaba con rapidez; la armadura que ahora llevaba constantemente, dejando que asomara bajo sus vestiduras talares, no le pesaba. Hizo acopio de toda su courtoisie y dijo con torpe y sonora amabilidad:
—Tierra Santa ha visto hechos maravillosos, noble señora, cuando tú llegaste allí, para pisotear a los herejes, y de nuevo le esperan buenos tiempos ahora que tu flamante hijo se encuentra en camino. Ya la fama de tu Ricardo se mezcla con la tuya, llenando a los musulmanes de espanto. Tengo noticias fiables de un amigo, el obispo de Tiro: las madres árabes, cuando sus hijos no quieren obedecer, los amenazan diciendo: «Cállate, niño consentido, si no vendrá el rey Ricardo, el Melek Rik, y te llevará».
Ellinor no ocultó el gozo que le proporcionaba la alabanza de su querido Ricardo.
—Sí, es un gran soldado —corroboró—, un auténtico miles christianus. Pero no tendrá las cosas fáciles en Oriente —afirmó con aquella franqueza que sólo ella podía permitirse—, y al decir esto no pienso en el enemigo, en el sultán, pienso en el compañero de alianza de mi Ricardo, en nuestro querido pariente, el cristianísimo rey de Francia. El esplendor y el gozo no son propios de él, a nuestro buen Felipe Augusto le gustaría tener una guerra lo más barata posible, es un poco mezquino en general. Ahora quiere prohibir al ejército y a los cruzados la compañía de las damas y de los trovadores. Pero no tendrá suerte con mi Ricardo. El ama la alegría y el bullicio, esto lo ha heredado de su padre, quizás también un poco de su madre. ¿Cómo se puede conducir una cruzada sin damas y sin trovadores? Tenéis una ventaja respecto a nosotros aquí en la Península dijo dirigiéndose ahora a Alfonso y a Pedro, antes de llegar hasta el enemigo no tenéis que superar como nosotros el largo y aburrido recorrido por mar, no tenéis que llevar a cabo cientos de torcidas negociaciones con astutos griegos y otra gentuza cristiana. El enemigo y el botín están a vuestro alcance: Córdoba, Sevilla, Granada.
Ante los ojos de todos apareció atractiva la imagen de las maravillosas ciudades, el lujoso botín. Y en el espíritu del arzobispo Don Martín sonaban gozosamente entremezclándose los nombres de las ciudades musulmanas: Córdoba, Sevilla, Granada, y las palabras del Evangelio: «No he venido a traer la paz, sino la guerra». Allá máchairan.
Doña Leonor se sentía profundamente agradecida al cielo por la visita de Ellinor. Había admirado la inteligencia para los asuntos de Estado del padre, su genio para la guerra, y también lo había envidiado un poco por la despreocupación con la que se abandonaba a sus pasiones. Pero a su madre la amaba por encima de toda admiración, y la idea de que aquella mujer extraordinariamente vivaz, ansiosa siempre de nuevas gestas, estaba encerrada, rodeada de muros, la había atormentado con frecuencia amargamente. Cuando Alfonso se vio atrapado por aquel terrible asunto amoroso, había deseado ardientemente quejarse a Ellinor de sus penas, de hija a madre, de reina a reina, de mujer humillada a mujer humillada, y dejarse aconsejar por ella. Ahora, Alfonso había vuelto a ella, lleno, al parecer; de entusiasmo por la batalla, y supuestamente había olvidado a la judía. Pero aunque Leonor estaba sinceramente dispuesta a perdonar el engaño y la falta de lealtad de Alfonso, la experiencia, el desengaño y la decepción se habían grabado a fuego demasiado profundamente en su interior como para confiar en aquella nueva armonía y se sentía feliz de poder hablar con su madre de sus esperanzas y miedos.
Cuando Ellinor descendió del caballo, cuando Leonor le besó la mano, cuando los viejos labios de la madre rozaron los suyos jóvenes, sintió vivamente la profunda afinidad que las unía. Con claridad y fuerza, de golpe, surgió ante ella lo que hacía tiempo había olvidado, personas y acontecimientos que había visto y vivido de niña en Domfront o en la opulenta corte de su madre en Poitiers o también en el convento de Fontevrault, donde fue educada de un modo alegre y mundano. Allí estaba su aya, la dama Agnes de Fronsac. Leonor la había asediado para que le contara cosas de la amante de su padre Enrique, y finalmente la dama Agnes había cedido; y entonces la niña Leonor exigió que la dama Agnes fuera expulsada por no haber mostrado bastante respeto a la princesa Leonor. Y con suma claridad veía ante sí aquella estatua de madera de San Jorge en el castillo de Domfront. Cuando el sol crepuscular caía sobre él, adquiría un aspecto particularmente amenazador; y Leonor había sentido a menudo miedo ante la imagen. Pero el amor que le inspiraba era superior al temor; era bueno saberse protegida por un santo tan fuerte, sobre todo teniendo en cuenta que su padre estaba allí con tan poca frecuencia. Ella había dado vida a ese San Jorge, lo había salvado del mundo de su juventud y allí estaba junto a ella, se llamaba Alfonso. Habían querido robárselo; los judíos, Satanás o quien fuera, pero ella no había permitido que se lo arrebataran. Pero aún no se sentía segura, el enemigo todavía conspiraba en contra suya, pero aquí lo tenía, aquí a su lado, y también tenía a su madre, y con su ayuda alejaría definitivamente a la judía.
Pero pasó cierto tiempo antes de que pudiera hablar con su madre. Las ceremonias del recibimiento y las tareas de acomodo, el aparato de la corte y la representación, les ocuparon por completo los dos primeros días. Por fin, el tercer día, en medio de una gran reunión, inesperadamente la reina Ellinor dijo que ahora quería tener para ella sola durante un rato a su hija, y sin andarse con rodeos mandó a todo el mundo fuera.
Cuando se encontraron a solas, le indicó a Doña Leonor que se sentara ante ella, directamente bajo la luz del sol, y la contempló con atención. Serenos, sus duros ojos, muy azules, se clavaron en los verdes y escrutadores de la hija. Bajo la brillante luz del sol, la madre le pareció a Leonor más vieja y sus rasgos más pronunciados que hasta entonces, pero también más principescos, la auténtica madre de su estirpe. En su interior; se inclinó ante ella, amorosa y respetuosa, y decidió obedecerla ciegamente.
La mayor de ellas, tras un rato, dijo con reconocimiento a la más joven.
—Te has conservado bien.
Entonces, de inmediato, empezó a hablar de asuntos de Estado y de familia. No sólo estaba allí para ver a su hija, sino, sobre todo, también para establecer el compromiso matrimonial de la segunda de sus nietas castellanas.
—No vas a tener queja —dijo— del lugar que he elegido para ella. El príncipe heredero de ese Felipe Augusto es un joven agradable que, satisfactoriamente, no se parece al padre. No fue ninguna fiesta de Pascua tratar con el rey franco del contrato matrimonial, puedo decírtelo. Se considera un gran señor; sueña con convertirse en un segundo Carlomagno, pero no tiene ninguna clase de grandeza, sólo entiende de manejos de abogados, y ésa no es forma de forjar un reino. De todos modos, me ha dado mucho trabajo, es astuto y torcido como un judío. Al final he tenido que cederle el condado de Evreux y el Vexin, es un buen pedazo de mis tierras de Normandía, y además treinta mil ducados. Todo esto saldrá de mis bolsillos, hija mía, no tendrás de pagar nada y sólo sacarás beneficio de ello. Te convertirás en la suegra del futuro rey de Francia. Tu hermano Ricardo es el señor de las tierras que se encuentran entre tu Hispania y la Francia de tu hija. Llegará un tiempo en que tú, con sólo quererlo, podrás manejar una gran parte del mundo.
Doña Leonor escuchó, conteniendo la respiración, cómo su madre, con palabras ligeras, desplegaba planes tan ambiciosos, tanto en lo que se refería a su extensión como a su proyección en el futuro. Para Leonor; estaba claro que su madre, al ceder los condados normandos, quería ante todo asegurar su propio reino frente al ataque del peligroso Felipe Augusto durante el tiempo en que su hijo preferido, Ricardo, se encontrara ausente en sus campañas. Pero, independientemente de los motivos que se escondieran detrás de aquel contrato matrimonial, ella, Doña Leonor; en esto su madre tenía razón, era quien obtenía más ventajas: esa boda le abría un atractivo camino hacia el poder.
Se consideraba una gran soberana, muy por encima de su Alfonso, porque trabajaba tozudamente para unir a Castilla y Aragón. Pero sus sueños nunca habían ido más allá de los Pirineos. ¡Qué mezquinos y pobres eran sus esfuerzos si se comparaban con el juego político de su madre! Manejaba países desde el extremo occidental del mundo hasta adentrarse en el Oriente, Irlanda y Escocia y Navarra y Sicilia y el reino de Jerusalén. Su tablero de juego era el mundo.
—He observado a tus hijas, querida —decía ahora Ellinor—, parecen bien educadas, tanto la mayor; con ese nombre horrible, ¿cómo se llama, Urraca?, como la pequeña. Todavía no he decidido cuál elegiremos. Uno de los próximos días me las presentarás a las dos con gran ceremonia. Debemos incluir también al obispo de Beauvais como representante de Felipe Augusto y de su heredero; pero esto es una pura formalidad.
Lo que su madre le decía conmovió a Leonor. Pero en lo más profundo de su ser ardía en deseos de escuchar lo que su madre diría de Alfonso y de la judía.
Y por fin dijo:
—Oí en mi torre de Salisbury toda clase de cosas acerca de lo que has tenido que soportar con tu Alfonso. No eran noticias exactas, y unas cosas contradecían las otras, pero pude hacerme una idea; ya sabes que yo misma tengo experiencia en estas cosas.
Tomó una mano de Leonor entre las suyas, y por primera vez, expresó en palabras lo que sentía:
—A ti puedo decírtelo —le confió a su hija—, naturalmente me siento feliz de que mi Enrique yazca bajo tierra y bajo la hermosa lápida de su tumba —y citó con placer.
Fui el rey Enrique de Inglaterra,
Extendí mi mano sobre una gran parte del mundo.
Recuerda, tú, que esto estás leyendo,
Cuán pequeño acaba siendo el más grande.
Nunca se sació mi afán de poseer la tierra,
Ahora me bastan dos veces siete palmos.
—Me alegro de que yazca en sus catorce palmos de tierra. Sin embargo, deseo que se encuentre a gusto en ella. Tengo compasión de él. Atenté varias veces contra su vida; una vez faltó un pelo para que muriera. Tuvo razón al encerrarme; en su lugar, yo hubiera hecho lo mismo. Lo amé mucho. Fue el único hombre a quien amé. Excepto uno, no, excepto dos. Era el hombre más inteligente de la cristiandad. Tenía suficiente entendimiento como para ceder de vez en cuando a sus pasiones. Porque, de otro modo, ¿cómo vivir? —dijo condescendiente y llena de sabiduría—. Por otro lado, también mi amiga la abadesa Constanza tiene también razón, por supuesto: el amor terrenal es un dulce bocado lleno de espinas.
Doña Leonor; repentinamente, dijo:
—Madre, ¿qué debo hacer con la judía?
La vieja reina la miró. Sonriendo, casi divertida, le aconsejó:
—Espera hasta que el tiempo esté maduro, hijita, antes de eliminarla. Yo tuve que sufrir mucho porque no pude esperar. Probablemente, él la olvidará en la guerra.
Doña Leonor dijo:
—Tiene un hijo con ella, un varón —hablaba en voz baja, suplicante.
La vieja reina reflexionó prudentemente:
—En tu lugar no le haría nada al niño. Se sienten más ligados a sus bastardos que a las madres de éstos. Incluso mi Ricardo, a quien Dios sabe que sus mujeres no le importan nada, quiere a sus bastardos. Enrique debe haber tenido un gran número de ellos. Conozco a dos, un tal William y un Geoffrey Este Geoffrey es ambicioso y tiene los ojos puestos en el trono. Debo mantenerlo atado corto mientras Ricardo está fuera del reino. Pero es una persona agradable y hábil. Lo he hecho obispo de York.
Leonor dijo:
—He sufrido mucho. Espero que tengas razón y que la guerra la borre por completo de su sangre, pero ¿quién puede saberlo? Me juró por su alma que la abandonaría y, apenas dejó atrás Burgos, corrió a ella de nuevo.
Ellinor contestó:
—Ningún enemigo me puso las cosas tan difíciles como tu padre, Enrique, y eso que me amaba, y yo a él. Y tu padre amó a sus hijos, y ellos le odiaron porque era más grande que ellos, y fue indulgente con ellos, y ellos le causaron más dolor del que él me causó a mí, y con toda seguridad más del que te causa a ti tu Alfonso. Y los perdonó una y otra vez, y ellos se rieron de él y se alzaron nuevamente contra él. Cuando todavía vivía con él, hizo pintar tres de las paredes de nuestro dormitorio con frescos, y la cuarta la dejó vacía. Cuando ahora volví a Manchester; también la cuarta pared estaba pintada. Allí puede verse un águila vieja y grande con cuatro crías. Dos llenan de heridas las alas de la vieja con sus picos, la tercera le clava las garras en el pecho, la cuarta está posada sobre su cuello y golpea sus ojos.
Tosió. Ante Leonor no disimuló la tos que la atormentaba en los últimos años. Cerró los ojos, y de pronto fue una mujer anciana. Con los ojos cerrados y una voz extrañamente monótona, como si pronunciara una oración, meditó:
—Con Luis sólo tuve hijas, y me pareció una desgracia. Con Enrique tuve hijos varones, pero no sé si fue una suerte. Los hijos varones causan preocupación tanto si son buenos como si son malos. Ninguna madre quiere que sean afables, no quiero ningún santo por hijo. Pero cuando son héroes, luchan contra quienes los rodean y los otros luchan contra ellos, y así debe ser; y así se nos mueren. Los dos primeros se me murieron, y mi tercer polluelo, tu hermano Ricardo, hace sufrir mi corazón, pero lo devasta todo y no ha habido ninguna noche más en la que no yazca despierta porque me preocupo por él.
Volvió a ser dueña de sí misma:
—Acércate —le dijo—. ¡Muy cerca! —y en un tono apasionadamente confidencial, en voz bajá, le ordenó:
—Bajo ningún pretexto debes hacer algo antes de que Alfonso se vea profundamente implicado en su guerra. En cuanto esté en el campo de batalla haz lo que te parezca más indicado. Vete a Toledo y asume la regencia. Los musulmanes son enemigos tenaces, tu Alfonso no sólo alcanzará victorias. Cada desgracia tiene su contrapartida, cada derrota ofrece nuevas posibilidades. Es entonces cuando el general le echa la culpa al ministro, el obispo al general, el cristiano al judío, cada uno es un traidor para los otros. Para muchos, tu Escribano judío será el culpable y el traidor. Naturalmente, tú lo defenderás. Vas a cubrirte las espaldas ante Alfonso y ante el mundo. Te esforzarás en detener la ira del pueblo, pero ¿quién puede hacerlo? En días así, no puede impedirse que aquí y allá la violencia triunfe sobre la ley y muchos perecen, los sospechosos y las personas más próximas a los sospechosos.
Doña Leonor absorbía cada una de aquellas duras palabras pronunciadas en voz baja.
—¡Esperar! —dijo para sí—. ¡Esperar! —y no estaba claro si se quejaba o si se estaba dando una orden.
—Sí, esperar —le ordenó duramente la madre. Y añadió—: Vete a Toledo. Es una buena ciudad y sabe cómo tratar a sus enemigos. Ya los antiguos reyes de Toledo lo entendieron, y supieron que debían esperar la noche adecuada antes de hacer rodar las cabezas. Una noche toledana dicen también entre nosotros. Espera y cúbrete bien las espaldas.
Tosió, aquel modo de hablar en voz baja pero con energía le suponía un gran esfuerzo. Sonrió, y se transformó, la desnuda pasión de la violenta anciana se convirtió en la courtoisie de la dama y, si hasta el momento había estado hablando en provenzal, pasó ahora a hablar en latín.
—Quizás —dijo con ligereza— deberías contemplar el asunto amoroso de tu Alfonso por una vez desde su otro lado. También tiene su lado bueno. Este Alfonso tuyo, Alfonsus Rex Castiliae, es un gran caballero, un auténtico miles christianus, pero en cuestiones de amor me parece, y no lo tomes a mal, un poco adormecido. Es una suerte, también para ti, que en sus años viriles todavía haya despertado. He visto, para mi contento, que puedes echar chispas. Pienso que lo que has tenido que pasar no se convertirá tan pronto en cenizas.
Don Alfonso se encontraba a gusto en la capital de sus antepasados, en el viejo, estricto y anguloso castillo. Se sentía unido a Doña Leonor había olvidado que alguna vez entre ellos hubiera habido una pelea. Se convirtió de nuevo en el antiguo Alfonso, amable, generoso, rebosante de juventud.
La Galiana había quedado atrás, en el pasado, sumido en neblinas. No podía comprender cómo había podido soportar durante tanto tiempo aquella corrompida y opulenta paz. Sólo pensaba en la bendita guerra que ahora podría conducir. De igual modo que durante una cacería en un día caluroso necesitaba un baño, ahora ansiaba esta guerra. Había nacido para la guerra, la guerra era lo suyo. La fama de su cuñado, el rey Ricardo, el Melek Rik, lo espoleaba. De las pequeñas batallas que le había sido dado encabezar había surgido ya la fama de Alfonso; ahora, en la gran guerra, esos jóvenes y tiernos brotes de su fama se convertirían en un fuerte árbol.
Con entusiasmo, se entregaba con el arzobispo a la planificación de su guerra. Volvían a ser estrechos amigos Don Martín y él —¿acaso habían tenido nunca desavenencias?—. Hizo llamar a los expertos estrategas, los barones Vivar y Gormaz; su entusiasmo hacia proliferar sus ideas. Y constantemente iban mensajeros de aquí a allá entre él y Nuño Pérez, el gran maestre de Calatrava, su excelente general.
Lo único que lamentaba era no poder dedicar todo el día a los preparativos de la guerra, sino tener que escuchar durante largas horas aburridos discursos sobre economía, empresas, ciudadanos, campesinos, impuestos aduaneros, embargos, derechos de Estado, préstamos.
Porque, lamentablemente, los dos Ibn Esra habían tenido razón: los muchos litigios entre Castilla y Aragón se hallaban de hecho casi indisolublemente enmarañados.
Ciertamente, se habían puesto de acuerdo rápidamente sobre la dote de la infanta Berengaria, de modo que los esponsales pudieran tener lugar: Pero los acuerdos que debían preceder a la firma de la alianza ofrecían cada vez nuevas dificultades.
De ahí que la visita de la dama Ellinor fuera muy bienvenida. Esperaba que ella, aquella princesa cargada de experiencia, astuta en asuntos de Estado, haría desaparecer las dificultades en breve tiempo.
Por supuesto, su presencia también le causaba incomodidad. Su séquito le enojaba, aquella mesnie que llevaba consigo, aquel montón de fatuos miembros de la corte. En último extremo, todavía podía tolerar en las damas su modo de ser afectado, pero le parecía incomprensible y absolutamente repulsivo que aquellos caballeros que se encontraban de camino hacia la cruzada vistieran la mayoría del tiempo trajes de moda refinados; además llevaban el rostro afeitado como si fueran juglares o saltimbanquis.
Pero perdonaba todo aquello que le enojaba de la dama Ellinor al ver con qué perspicacia eliminaba los obstáculos que impedían la alianza. De un modo soberano juzgaba y decidía en conjunto y en detalle. Tenía razón cuando aún ahora, a sus años, exigía ser considerada la cabeza de familia.
Por eso, Alfonso se sintió poco sorprendido cuando ella, un día, le preguntó sin ambages:
—Y ahora, hijo mío, cuéntame qué clase de mujer es tu judía, la Hermosa.
Ciertamente, el rey de Castilla estaba autorizado a prohibir esa curiosidad, incluso a la dama Ellinor. Por otro lado, ella tenía derecho a hacerle aquella pregunta. Además, La Galiana se había convertido en pasado. Podía hablar de Raquel con sinceridad, serenidad y objetividad.
Pero, cuando se disponía a hacerlo, se dio cuenta con sorpresa de que no sabía nada de cómo era Doña Raquel, lo que sabía era poco preciso, desdibujado, no formaba ninguna imagen. Él, que estaba tan orgulloso de su buena memoria, sólo podía acordarse de un modo vago de su bienamada.
—En verdad es muy hermosa —dijo finalmente—, no es adulación cuando la llaman la Hermosa. Es maravillosa, y me ha tenido durante mucho tiempo embrujado —reconoció—, pero esto ha terminado —continuó—. Abest, se acabó. Está fuera de mi sangre —concluyó decidido, de un modo definitivo.
Ellinor contestó amablemente:
—Había esperado que pudieras describírmela con más claridad. Las historias de amor me han interesado siempre. Pero me doy cuenta de que tienes poco talento para ser trovador o conteur. Pero quizás puedes contestarme con claridad una cosa: ¿Estás contento con que tu hijito, un pequeño bastardo, te produzca alegría?
Alfonso dijo orgulloso:
—Sí, debo estarle agradecido a ella y al cielo por él. Me ha dado un buen hijo, hermoso, fuerte y grande, aunque ella misma es más bien delicada y pequeña. Y el muchachito parece inteligente; desde el primer día tiene unos ojos poco corrientes en un niño tan pequeño, vivaces e inteligentes.
—Esto no es ningún milagro —dijo Ellinor—, puesto que su madre es judía. Por cierto, ¿cómo se llama tu bastardo?
—Sancho —dijo Don Alfonso—, y quiero darle el condado de Olmedo.
Había olvidado por completo que su hijo no estaba bautizado todavía.
—¿Crees que es correcto, señora y madre —preguntó—, que le otorgue el condado?
—¿Tiene muchos bienes este condado —se informó Ellinor—, o sólo un hermoso castillo y un par de cientos de campesinos?
—Es un condado muy rico por lo que sé.
Ellinor explicó:
—En la actualidad, el hecho de poseer tierras productivas hace a un hombre más poderoso que un castillo lleno de torres. He cambiado muchos de mis castillos por tierras. Y cuando tu bastardo sea mayor los palacios tendrán todavía menos valor y las tierras mucho más.
—Así pues, ¿no tienes nada que objetar señora y reina —se cercioró Alfonso—, a que nombre a mi hijo conde de Olmedo?
—Si tu Sancho es un bastardo agradable —contestó pensativa y decidida la reina Ellinor—, es de justicia que lo trates bien.
Dos días más tarde fueron presentadas a la anciana Ellinor en una festiva ceremonia, las dos princesas, una de las cuales debería ser la futura reina de Francia.
La reunión era numerosa y esplendorosa. Se hallaban presentes los grandes y los prelados de Castilla y Aragón, y además los barones de la reina Ellinor y el enviado especial de Felipe Augusto de Francia, el obispo de Beauvais.
Durante semanas, diligentes manos habían trabajado en los vestidos de ambas infantas, cosiendo y tejiendo. De modo que aparecieron hermosamente engalanadas ante la noble concurrencia que iba a realizar la elección: unas niñas agradables con bellos rostros infantiles, blancos, sonrosados y carnosos, bien formadas, extraordinariamente bien educadas. Ese día pusieron en práctica el comportamiento relajado propio de una dama que la courtoisie exigía y que habían aprendido con mucho esfuerzo. En su interior se sentían llenas de timidez y eran conscientes de su importancia; no sólo su propio destino, sino también el de muchos cristianos y muchos países dependía del resultado de este examen.
Berengaria, infanta de Castilla, reina de Aragón, sentada en un lugar preferente del estrado, contemplaba con aire de desprecio a sus hermanas. Así que una de ellas sería reina de Francia. ¿Y qué? Ella, Berengaria, uniría algún día a Castilla con Aragón, quizás, probablemente, también conseguiría anexionar León y tal vez también Navarra; sí, quizás Don Pedro conquistaría para ella, si sabía azuzarlo, una buena parte de la al-Andalus musulmana. El territorio del rey de Francia estaba estrangulado: alrededor de sus fronteras se hallaba su gran tío Ricardo, que poseía Inglaterra y una parte del territorio flanco mayor que la de aquel pobre rey de Francia. No, su hermana de Francia no podría alardear a su lado.
Don Alfonso se gozaba en sus hermosas hijas. Se sentía agradecido a la vieja reina Ellinor por haber puesto en marcha este emparentamiento con Francia; era bueno que en esta época de grandes guerras se consolidaran los lazos entre los príncipes cristianos. Contempló el rostro de su hija mayor de su Berengaria, que no era hermoso, pero sí audaz e inteligente, y con cierta diversión, pero también con un poco de enojo, percibió su indomable arrogancia. Ante él adoptaba una actitud todavía más cerrada que antes. Le reprochaba que se hubiera metido en líos, era evidente que se sentía ya reina de Aragón y veía en su padre a un hombre que había administrado mal y de un modo censurable su herencia.
Doña Leonor llevaba un traje rojo de pesado damasco con una orla plateada en la que había leones bordados. Sabía que aquel vestido no le sentaba bien, pero hoy tenía gran interés en que sus hijas la superaran en esplendor. Se sentía orgullosa de sus hijas, de las cuales dos, de momento, iban a sentarse en los más altos tronos de Europa. El mundo se haría cada vez más pequeño sin los reinos sobre los cuales ella, su madre, su, hermano, sus hijas tendrían poder.
La anciana Ellinor contempló a sus dos nietas con sus ojos duros y claros, que no Se dejaban engañar: En silencio, había pensado ya un nuevo proyecto. A aquella que no fuera otorgada a Francia la sentaría en el trono de Portugal; Portugal, debido a sus buenos puertos, era importante para Inglaterra, así pues, lo que debía decidir era: cuál de ellas encajaba más en París y cuál en Lisboa.
Examinó a las dos muchachas con detenimiento casi descortés. Les dirigió preguntas sin rodeos, les ordenó que se acercaran para observar su modo de andar, les hizo cantar un poco, les preguntó cosas en latín y en provenzal.
—Unas niñas agradables —dijo finalmente dirigiéndose a Doña Leonor pero suficientemente alto para que cualquiera pudiera oírlo—, son unas prometedoras princesas. Tienen algo de los antepasados castellanos de Alfonso, más de mis antepasados de Poitou y sorprendentemente poco de los Plantagenet.
Después se dirigió de nuevo a las infantas y preguntó a la mayor:
—¿Cómo te llamas tú, princesa?
—Urraca, señora abuela y reina —repuso ésta, y la otra dijo:
—Yo soy Doña Blanca, mi señora.
Más tarde, Ellinor, Alfonso y Leonor se reunieron a solas con el obispo de Beauvais, el enviado especial del rey de Francia.
—¿Cuál te ha gustado más, ilustrísima? —preguntó Ellinor al obispo. Cortés y cauteloso, el prelado contestó:
—Cada una de ellas merece ser reina.
—Ésta es también mi opinión —dijo Ellinor—, pero hay un detalle que hay que tener en cuenta. En Francia tendrán dificultades en pronunciar el nombre de Urraca. Esto reducirá la popularidad de esta infanta. Creo que le daremos a tu príncipe heredero Luis a nuestra Doña Blanca.
Así se decidió.
Apenas transcurría un día sin que en la corte de Burgos se celebrara una fiesta en honor de la dama Ellinor y de la nueva desposada. La anciana reina se vestía mejor y tenía mejor aspecto que muchas damas que no habían pasado los últimos años en prisión, sino en ambientes en los que se estudiaban y discutían a fondo las telas, trajes, joyas y cosméticos. Se movía en el baile con pericia y delicadeza, como una joven. Disfrutaba como una buena conocedora de los manjares y los vinos. Montaba bien a caballo y mostraba su pericia en la caza. También, cuando contemplaba desde la tribuna los torneos, se caracterizaba por sus conocimientos. Y su juicio era indiscutido cuando las damas debían valorar los versos de troubadours y de conteurs.
A pesar de los ímpetus que dedicaba a la caza, al baile, a las fiestas y a las canciones, la atención y la energía con la que manejaba el tema de la alianza no se hizo por ello menor. Avanzaba metódicamente: Para empezar Don Alfonso y Don Pedro se habían comprometido solemnemente, por medio de su firma y su sello, a someterse a su juicio, al de Ellinor de Guyena; había hecho hacer una declaración semejante también a Doña Leonor, y en previsión también a Doña Berengaria. Después, llamó a su presencia a los más distinguidos consejeros de ambos reyes, primero a cada uno por separado, les planteó breves e inteligentes preguntas, confrontó a los ministros cuyas declaraciones y opiniones se contradecían entre sí, indagando todo cuanto tuviera que ver con el asunto.
Convocó un consejo real al que asistieron todos los ministros de los reinos de Aragón y de Castilla. Sólo faltaban Don Jehuda y Don Rodrigue; éstos eran retenidos en Toledo a causa de la administración del reino.
Voy a dar a conocer mi arbitrio. Tomó aquel antiguo y memorable escrito que establecía la soberanía de Castilla sobre Aragón y desdobló el pergamino quebradizo y amarillento del cual colgaban ambos sellos, muy grandes, y que todos reconocieron de inmediato.
—Ante todo —anunció—, declaro esto anulado. Non valet, deleatur —y con manos firmes rasgó el pergamino en dos pedazos—. Deletum est —confirmó.
Don Alfonso, en su momento, cuando Jehuda propuso al rey Enrique como árbitro, había reclamado su juicio con remordimientos de conciencia; sin embargo, Ellinor le parecía la jaeza enviada por Dios. Pero ahora, al ver cómo el valioso pergamino que le daba poder sobre aquel necio de Aragón era destruido, aquel famoso y comprometedor escrito por el que habían muerto tantos caballeros y tantos caballos, sintió como si las manos de aquella vieja mujer rasgaran sus propias entrañas.
Ellinor pasó ahora a las diecinueve cuestiones económicas en litigio, de las cuales Jehuda había dicho en su momento que su decisión determinaría sobre cuál de ambos reinos recaería la supremacía en la Península. Ellinor especificaba hasta el último sueldo, los derechos y obligaciones de Castilla y Aragón. Castilla y Aragón escuchaban, tan pronto satisfechos, tan pronto malhumorados.
Finalmente, la anciana princesa proclamó su juicio sobre las exigencias de Gutierre de Castro. Don Alfonso debía pagarle una indemnización —y no evitó la dura palabra— de dos mil maravedíes de oro. Se trataba de una indemnización extraordinariamente elevada. Todos los presentes apenas pudieron ocultar su impresión.
—Por otro lado —continuó Ellinor como de pasada—, aquel castillo de Toledo sobre el cual Castro cree tener derechos, seguirá siendo propiedad de Don Alfonso, es decir del hombre que lo adquirió por medio de un contrato de compraventa válido. Seguirá siendo el castillo Ibn Esra.
Doña Leonor no pudo evitar que su rostro empalideciera de indignación. Pero Alfonso, que no se había atrevido a esperar esta decisión, respiró aliviado; habría sido un deber muy desagradable precisamente ahora arrebatarle al judío el castillo.
—Creo que hemos terminado —dijo la dama Ellinor—, he mandado preparar cada uno de los documentos y ruego a los señores que les corresponda que los presenten a sus reyes para que los firmen. Pero tened presente que lo que en ellos se recoge se ha convertido ya desde este momento en ley por medio de mi firma y la proclamación de la sentencia.
Más tarde —se había dado perfecta cuenta de la iracunda sorpresa de Doña Leonor—, le explicó:
—Sigues sin ser aún lo bastante lista, hijita. La pasión te oscurece el entendimiento. Intenta comprender que sería el colmo del disparate que tú y yo le declaráramos la guerra al judío. ¿Acaso deseas la reconciliación con Castro? Mejor reconoce que en el futuro también él estará deseando lanzarse al insolente y alargado cuello del judío.
Esperó hasta que sus palabras hicieron mella en Leonor.
—Ten por principio, hija de Castilla —le advirtió—, el no concederle nunca a aquel que reclama todo lo que exige. Así lo aprendí de la madre de mi Enrique, la difunta emperatriz Matilde. Ella me lo inculcó: Aquel que quiera obtener un buen servicio de su halcón no debe darle de comer sino ponerle la presa ante sus ojos. Pon el castillo ante los ojos de Castro, Doña Leonor.
Un poco más tarde, dijo:
—No te enfades conmigo si de vez en cuando te sacudo y te trato con dureza. Sé con exactitud todo aquello que has hecho bien, y que has tenido que eliminar muchos obstáculos antes de que pudieran tener lugar esta boda y esta alianza. Tienes talento para la política. Es muy probable que ésta sea la última vez que te veo y me gustaría avivar tu gusto por la política. El deseo de poder es, de entre todas las pasiones, la única que permanece.
Cerró los ojos y habló abriendo su corazón.
—Produce un enorme placer empujar a las gentes de un lado para otro, construir ciudades, fundir países y de nuevo volver a separarlos. Causa alegría construir y causa alegría destruir. Una victoria justa produce alegría, pero tampoco quiero renunciar a mis derrotas, no se lo digas a nadie: incluso la excomunión me produjo regocijo. Cuando se acerca la maldición con el libro, las campanas y las velas; cuando los altares se oscurecen y se cubren las imágenes y se hace callar a las campanas; entonces crece en el fondo de tu ser la firme voluntad de volver a encender las velas y de volver a hacer tocar las campanas, una desenfrenada voluntad que agudiza el ingenio. Se piensa en todos los medios y caminos: ¿Hay que unirse al Papa que ocupe el cargo y dulcificarlo astutamente? ¿O hay que implantar un antipapa que apague al otro las velas y haga detener para él las campanas?
Doña Leonor escuchaba absorta las palabras pronunciadas en voz baja, se sentía agradecida a su madre por otorgarle tanta confianza. Sería digna de ella.
Ellinor abrió los ojos y miró a la hija directamente a la cara.
—Un corazón grande —dijo— tiene necesariamente muchos rincones vacíos. En ellos puede hacer su nido fácilmente el aburrimiento, la melancolía, la acedía. Se necesita una gran pasión para llenar los rincones vacíos. Perseguir el poder, anhelar cada vez más poder es un fuego grande, bueno y permanente. Créeme, hija. La política puede encender la sangre tanto como la más hermosa noche de amor.