Capítulo IV
DOÑA Leonor, en Burgos, no había tomado en serio los primeros rumores que le llegaron sobre el desliz amoroso de Alfonso. Incluso cuando estaba claro que el rey vivía desde hacía largas semanas sólo con la judía en La Galiana, se dijo que se trataría de una aventura pasajera. Claro que Alfonso, en los quince años de su matrimonio, había tenido de vez en cuando amoríos, pero muy pronto, lleno siempre de un juvenil azoramiento, había vuelto a ella. No podía imaginarse que se hubiera enamorado seriamente, y menos de aquélla judía. La primera vez que él la había visto apenas si se había ocupado de ella, la misma Leonor había tenido que advertirle para que le dedicara un par de cortesías. Además, la judía era impertinente y se vestía de un modo extraño y exagerado, cosas todas ellas que desagradaban a Alfonso. No, Doña Leonor no estaba celosa. Ante ella se alzaba amenazante la historia de su madre, Ellinor de Guyena, que había atormentado a su padre, el inglés Enrique, con sus salvajes celos y que ahora, desde hacía años, permanecía encerrada por orden suya. Ella no iba a imitarla. Los amoríos de Alfonso con la judía pasarían, como otros anteriores.
Pasaron las semanas, pasaron los meses, Alfonso seguía junto a esa Doña Raquel. Y de pronto, a Leonor dejaron de servirle sus sensatos argumentos y razonamientos. Ella siempre había creído que los hermosos romances en verso que su hermana le mandaba desde Troyes, y que narraban los caballeros francos y los juglares, eran sólo fantasías. Se había permitido soñar con aquellas hermosas e ingeniosas mujeres, Ginebra e Isolda, por cuya causa los más excelentes caballeros, Lancelote y Tristán, habían renunciado al honor y a la vida. Y de pronto estas insensatas historias dejaban de ser invenciones de poetas para convertirse en algo real a su lado. Eran la terrible realidad de su marido, de su caballero, de su amado, de su Alfonso.
Se sintió llena de ira contra Alfonso, que retribuía su amor, su alegre serenidad, tan adecuada a una dama, y el nacimiento del infante de aquella manera; y de un odio ilimitado contra la muchacha, la judía, la puta que le robaba y disputaba con malas artes a su marido, que le pertenecía a ella, por cristiano matrimonio, desde hacía quince años.
Pero ella no debía perder el control como su madre. Debía ser astuta, tenía como oponente al hombre más astuto del reino, al Ibn Esra que ella misma, necia, desventurada, había hecho llamar.
Ella era astuta. Reprimió su ira. No se dio por enterada de lo que estaba sucediendo, lo desmentía incluso ante sus más allegados. El arzobispo de Burgos, un amigo próximo y auténtico, acudió preocupado y empezó a hablar de aquel tema tan desagradable. Ella adoptó un rostro majestuoso y lo miró extrañada, sin comprender; el piadoso señor tuvo que ceder Doña Leonor no sabía nada de La Galiana, no emprendió nada contra Alfonso, nada contra su querida, no se quejó ante nadie.
Pero cambió su política. Para asombro de los señores de su corte, declaró de pronto que la neutralidad de Castilla era impía y absurda. Cualquiera podía darse cuenta que ahora el reino tenía los medios para participar en la Guerra Santa. Había llegado el momento de emprender la batalla.
Ella sabía que Alfonso despertaría de su obsesión tan pronto como entrara en campaña. Esto era tan seguro como el Evangelio.
Y ella conseguiría que Alfonso emprendiera la campaña. Conseguiría la alianza con Aragón. Sonrió profunda y malignamente. Por lo menos, la absurda pasión de Alfonso tendría la ventaja de ofrecer la posibilidad de cambiar la actitud de Don Pedro. Éste debería reconocer ahora que Alfonso siempre se dejaba llevar por sus arrebatos; debería olvidar y perdonar aquella desventurada humillación, considerándola fruto del comportamiento de un hombre que de vez en cuando cometía locuras. Envió a Don Pedro una carta confidencial y le dio a entender de un modo muy propio de una dama, pero con tiernas alusiones, que deseaba recibir su visita. Encargó la carta a Don Luis, secretario de su amigo, el arzobispo de Burgos.
La aventura amorosa de Alfonso había impresionado hondamente al joven rey. A pesar de todo su odio, seguía viendo en él al espejo de la caballería, y la desconsiderada pasión de Alfonso le pareció una nueva prueba de ello. Como Lancelote y Tristán lo habían sacrificado todo por su dama, del mismo modo Alfonso se jugaba su nombre de caballero y de rey por amor a la mujer por la que se consumía. El hecho de que esa mujer fuera una judía daba a la aventura un particular y sombrío brillo. Se contaban muchas apasionadas historias de caballeros que se habían enamorado en Oriente de mujeres musulmanas. Don Pedro sentía horror ante su real primo que renegaba de su cristianismo y ponía en juego su alma, y al mismo tiempo sentía admiración por su osadía.
Desgarrado entre estos sentimientos, leyó la carta de Doña Leonor En su espíritu escuchaba su voz, veía a la adorable dama ante él, sentía una profunda piedad por la noble reina que estaba encadenada a aquel Alfonso atacado por la locura y poseído por el demonio. Ella era una dama en peligro, era su deber socórrela.
Además, también a él, desde el inicio de la cruzada, lo había atormentado terriblemente su inactividad. Había movilizado a las tropas para caer sobre la musulmana Valencia; sí, había enviado mensajeros al emir de Valencia, quien, basándose en antiguos tratados, exigía insolentemente de él un tributo, y Don Joseph Ibn Esra había tenido grandes dificultades en devolver a su cauce las relaciones con el emir. El ministro debía emplear cada vez nuevas astucias para mantener a su revoltoso señor en aquella insultante paz.
Así pues, el mensaje de Doña Leonor encontró a un Don Pedro muy bien dispuesto. Pero éste no fue capaz de acudir a Burgos y ser el primero en pedir la reconciliación. En Burgos esto ya se había previsto, y el mensajero de Doña Leonor, el piadoso y astuto secretario Don Luis, propuso una solución. ¿No era propio de un rey cristiano en estos difíciles tiempos peregrinar a Santiago de Compostela? Si Don Pedro pasaba por Burgos en su peregrinaje, Doña Leonor se sentiría muy feliz.
Don Pedro pasó por Burgos.
Satisfecha, Doña Leonor vio que el joven señor seguía admirándola de un modo tan caballeresco y entusiasta como antes. Él pronunció un par de indelicadas palabras acerca de su desgracia. Ella no quiso entender; pero no le ocultó su preocupación. Mirándole significativamente, le dijo que si él, por medio de una alianza con Castilla, hacía posible a los reinos de Hispania la cruzada, no sólo toda la cristiandad reconocería sus servicios, sino también ella, Leonor, personalmente; ya que de este modo él liberaría a un gran príncipe y señor, muy próximo a ella, de las garras de un mal espíritu, ayudándole a recuperar su propia y noble personalidad. Don Pedro se hallaba perplejo, jugaba con su guante y no sabía qué decir. Ella entendía —continuaba diciendo Doña Leonor— que Don Pedro tuviera reparos en aliarse con un hombre por el que creía haber sido ofendido, pero quizás pudiera convencerse a Alfonso para que disipara la desconfianza de Don Pedro por medio de obras.
Tal y como ella esperaba, preguntó Don Pedro qué clase de obras podían ser éstas. Pero ella había ya trazado un plan.
Alfonso, le dijo, podría quizás reconocer la soberanía de Aragón sobre el barón de Castro para demostrar su buena voluntad, y pagar al barón Gutierre de Castro una elevada suma por su hermano muerto; quizás incluso pudiera convencerse a Alfonso para que devolviera al barón Gutierre el castillo de Toledo.
Estaba convencida de que era imposible que Alfonso se negara a someterse a una sanción así si estaba en juego su participación en la cruzada. Y si le quitaba a Jehuda el castillo, teniendo en cuenta la ilimitada arrogancia del judío, era inevitable la ruptura con los Ibn Esra.
Don Pedro estaba confuso. Un reconocimiento así, de hecho, enmendaría muchas ofensas. Sentía sobre él los implorantes ojos de la noble señora. Se había clavado profundamente en su interior la insinuación de que le haría a ella un gran servicio caballeresco y minne, amoroso, si liberaba a Alfonso de las garras de la diablesa. La seriedad y la suavidad de la dulce y triste reina lo conmovieron profundamente. Besó su mano, y dijo que reflexionaría con simpatía sobre su proposición; no podía imaginar un destino más hermoso que dirigirse al campo de batalla por Cristo y por ella, por Doña Leonor.
Ahora que Raquel había vuelto a La Galiana, Don Alfonso la amaba más que nunca. A veces, cuando contemplaba su noble rostro, se avergonzaba de haberla atacado tan brutalmente. Ella era una dama, era la dama de su corazón, y él la había tratado con violencia, deshonrándola. Y de pronto volvía a causarle un maligno placer recordar cómo aquella vez había vencido su desesperada resistencia. Sentía un salvaje deseo de volver a humillarla, y cuando ella se abandonaba más profundamente que él al abrazo, le parecía una formidable victoria.
Pero, a pesar de todo esto, le agradecía que no le hubiera recordado aquella hora terrible con ninguna palabra ni con el más leve gesto. Inmediatamente tras su regreso, ella le había preguntado asustada cómo se había hecho aquella herida en la mano, ya que las cicatrices de los rasguños y cortes que se había hecho con los trozos de cristal de la mezuzah cicatrizaban muy lentamente. Él había contestado con evasivas, y se sintió aliviado de que ella no siguiera preguntando; ella tampoco preguntó por qué las cisternas del rabí Chanan habían sido cubiertas.
No es que ella hubiera olvidado realmente aquella hora. Pero había sucedido tal y como ella había deseado y temido: en su viva presencia, la ofensa había dejado de ser insultante, su brutalidad había dejado de ser indecente. A veces, incluso en su abrazo, ella añoraba el rostro embrutecido que había visto en el Alfonso de aquellos terribles momentos. Su esfuerzo por hacerlo cambiar, para hacer de un caballero un hombre, había sido en vano, como el golpear de las olas contra una roca. Esto no la afligía: ella amaba al caballero. Su heroísmo sin sentido, su rostro masculino, delgado, huesudo como tallado en madera, aquella mezcla de elegancia y brutalidad la excitaban siempre de nuevo.
De entre los libros que constituían el Gran Libro ahora prefería el Cantar de los Cantares.
Hizo poner en la pared de su dormitorio versos extraídos de él. «Que es fuerte el amor como la muerte, y son, como el seol, duros los celos. Son sus dardos saetas encendidas, son llamas de Yavé. No pueden aguas copiosas extinguirlo ni arrastrarlo los ríos». Tradujo a Alfonso los versículos, y él la escuchó con rostro serio. Se hizo repetir los versículos. Tuvo que decirle las palabras en hebreo.
—No suena mal —dijo él—, está bien.
Desde que le había regalado la armadura árabe, él sabía que ella amaba al Alfonso guerrero, pero los celos que sentía por su padre y por su tío Musa le hacían darse cuenta que, en su mente, ella seguía sin querer reconocer lo que había en él de bueno y heroico. Con empeño, casi apasionadamente, intentaba explicárselo. La guerra era un mandamiento divino; la fama del guerrero, la mayor gloria que un hombre podía alcanzar. Sólo en la guerra se manifestaba lo que había de bueno en un hombre, en un pueblo. ¿No habían tenido también los judíos a Sansón y a Gedeón, a David y a Judas Macabeo? ¿Y cómo podía un rey ejercer su dominio sin recurrir a la guerra? Un rey necesitaba que los hombres de su séquito le fueran fieles, y éstos esperaban por ello, y con razón, una recompensa. Así pues, el rey necesitaba obtener constantemente más tierras para recompensar su fidelidad, y ¿de dónde iba a sacar esas tierras si no se las arrebataba a sus enemigos? Un rey es entronizado por Dios para conseguir botín y para extender sus dominios. Él, Alfonso, era comedido: no era ambicioso como su suegro Enrique de Inglaterra o el emperador del Sacro Imperio Romano, Federico; él no quería conquistar el mundo entero. Renunciaba a lo que se encontraba al otro lado de los Pirineos. Sólo quería Hispania, pero la quería entera, la cristiana y la musulmana.
A Raquel le parecía que Alfonso era temerario y se encaminaba a la perdición. Aquel descendiente de bárbaros y godos resultaba atractivo pero suponía una terrible amenaza, ya que estaba convencido de que él, y sólo él, había sido predestinado por Dios para dominar la Península.
Le hablaba del noble y sublime arte de la estrategia, que él había aprendido a fondo y con detalle, y aunque hasta el momento no se había convertido en ningún Alejandro o en un César; había nacido para ser un buen estratega. Lo llevaba en la sangre, sabía cuándo había que emplear la caballería ligera y cuándo la pesada. Podía calcular el valor estratégico de un campo con sólo echarle una ojeada; podía, como nadie, encontrar la mejor emboscada, acechar al enemigo. Y si no siempre había vencido, era sólo porque le faltaba una aburrida virtud propia de un estratega: la paciencia.
Cuando él le contaba estas cosas y le decía en cuántas sangrientas batallas había vencido y a cuántos enemigos había hecho morder el polvo, ella contestaba pocas veces como él lo esperaba, más bien contestaba algo así como:
—¿Cuántos dices? ¿Tres mil de los otros y dos mil de los tuyos?
En su pregunta no había reproche, sino más bien extrañeza, un doloroso asombro. Y a continuación volvía a encerrarse en sí misma, sumiéndose en una soledad de la que él no podía arrancarla. Lo peor de todo era cuando sólo lo miraba sin decir nada. Era un silencio tan expresivo que lo irritaba más que una iracunda protesta. Una vez que ella callaba de esta manera, le dijo de pronto hostil:
—¿Sabes quién rompió el cristal de tu amuleto, de tu mezuzah? Yo. Con esta mano. También fui yo quien hizo cubrir las cisternas de tu rabí Chanan. Aquella vez.
Ella no replicó nada. Él respiró pesadamente, se levantó, anduvo un par de pasos, se sentó de nuevo junto a ella, y habló de otra cosa. Se interrumpió. Quiso disculparse. Y ella le puso con suavidad la mano sobre la boca.
A pesar de lo mucho que Alfonso odiaba en ella lo extranjero, sabía que estaba aprisionado por ella y para siempre.
—Et nunc et semper et in saecula saeculorum, amen —decía para sí, blasfemo. Había puesto en juego la salvación de su alma; porque ahora tenía claro que nunca podría convertirla. Pero estaba contento. Renunció a salir del círculo al que él mismo se había condenado, se encerró obstinadamente en su pecado.
El canónigo Don Rodrigue no volvió a hablar con él de La Galiana. No habría tenido sentido. Se habían dicho uno al otro todo lo que un hombre pudiera decir a otro sobre la cuestión. Pero aunque Alfonso considerara su pecado un privilegio real, que ningún sacerdote podía discutirle, la silenciosa tristeza del hombre que había sido su amigo le impresionaba y pensaba en cómo poder darle una muestra de su amor y de su agradecimiento.
Sin tener en cuenta al arzobispo, hizo proclamar un edicto según el cual se derogaba en sus tierras el cómputo del tiempo hispánico imponiendo en su lugar el cómputo romano por el que se guiaba el resto de Occidente.
Don Rodrigue, agradecido y satisfecho en medio de su tristeza cargada de reproches, reconoció:
—En eso has hecho bien, Don Alfonso.
El arzobispo, ya que no se atrevía a inmiscuirse en la conciencia del rey en lo que hacía referencia a su reprobable conducta, lo censuró con palabras tanto más violentas con motivo del edicto que afectaba la elaboración de la correspondencia. Reprochó a Alfonso que sin necesidad alguna, y exclusivamente para ahorrar el pequeño esfuerzo de pensar a un par de extranjeros, había renunciado a uno de los más importantes privilegios de la Iglesia hispánica. Ninguno de sus antepasados habría arrojado por la borda con tanta ligereza un bien tan noble.
Alfonso sabía que no se trataba del edicto; era La Galiana la que llenaba de tan enardecido celo al arzobispo, y rechazó con dureza sus censuras. Puesto que él, Alfonso, había tenido que rechazar algunas exigencias injustas del Papa, se alegraba de poder mostrarse complaciente con el Santo Padre en cosas de poca importancia. Además, Roma tenía razón. Era en verdad un orgullo nada cristiano el que en Hispania se computara el tiempo de acuerdo con los grandes acontecimientos de su propia historia; por muy importante que hubiera sido el hecho de que el emperador Augusto les hubiera otorgado el derecho a la ciudadanía, había que reconocer que el nacimiento de Cristo era para todo el mundo, y por lo tanto también para la Península, mucho más importante.
La alegría que le produjo a Alfonso poder proporcionarle una satisfacción al preocupado Rodrigue no duró mucho tiempo. Le irritaba estar confinado al pecado. Un día, después de asistir a los maitines, preguntó al sorprendido capellán del castillo real:
—Dime, reverendo hermano, qué es en realidad el pecado.
El sacerdote, un joven señor; halagado por la extraordinaria pregunta de Don Alfonso, repuso:
—Permíteme, mi señor; que te cite la Opinión de San Agustín. Según él, el pecado es asumir comportamientos de los que el hombre sabe que están prohibidos y que libremente puede evitar.
—Te doy las gracias, reverendo hermano —contestó el rey.
Reflexionó largamente la sentencia del gran padre de la Iglesia, luego se encogió de hombros y se dijo que, al fin y al cabo, por medio de la cruzada se vería libre de todos sus pecados en el caso de que realmente lo fueran.
Aunque nadie se atrevía abiertamente a insultar al rey corrían muchos y malintencionados rumores. El jardinero Belardo contó a Alfonso que malas gentes llamaban a nuestra señora Doña Raquel una diablesa y decían que había embrujado al rey.
Los rumores sólo reforzaron la voluntad de Alfonso de defender a su querida Raquel. Así que entonces insistió en que hiciera el corto camino que había desde La Galiana hasta el castillo Ibn Esra en una litera abierta. Algunos entonces se rieron insolentemente de ella, y alguno que otro llegó a llamarla también diablesa y bruja.
Pero Raquel en modo alguno tenía aspecto de haber sido enviada por el infierno; ahora tenía un aspecto menos pueril, había adquirido una nueva, sabía y premonitoria belleza que todo el pueblo percibía. Sus injuriadores siguieron siendo esporádicos; la mayoría consideraron que no era sorprendente que el rey hubiera elegido a aquella excepcional belleza como amiga. Les parecía bien.
—¡Ah, Hermosa! —le gritaban, se alegraban de verla, no la llamaban por otro nombre que no fuera la Fermosa, la bella, y cantaban agradables y sentimentales romanzas llenas de admiración que hablaban de ella y del amor del rey.
Alfonso no se privaba de acompañar a veces a Raquel a la ciudad. Iba a caballo junto a su litera, y se mezclaban los gritos: ¡Viva Alfonso, el Noble!, y ¡Viva la Hermosa!
Precisamente los vítores del pueblo hicieron que Raquel fuera consciente de que era la manceba del rey su barragana. Y no se avergonzó de ello.
Alfonso se dejaba arrastrar cada vez más profundamente por la vida en La Galiana. Estaba convencido de que Dios lo había tomado bajo su particular protección, y cualquier rodeo que la providencia le permitiera hacer acabaría por conducirlo al objetivo correcto. Ya no vacilaba en solucionar asuntos de Estado en La Galiana. La mayoría de los grandes consideraban una muestra de gracia y también una distinción que él los llamara a La Galiana. Sucedía a veces que alguno se quedaba de pie extrañado ante la mezuzah. Alfonso, entonces, explicaba riendo:
—Es un buen amuleto. Es de ayuda contra el mal de ojos e impide que me tomen el pelo.
Pero algunos de los señores buscaban siempre lo que resultaba ser una evidente excusa y se mantenían alejados de La Galiana. Alfonso recordó sus nombres.
En una carta neutra y amable, Doña Leonor comunicó al rey que Don Pedro la había visitado y que creía que, a pesar de todos los impedimentos, era posible una alianza con Aragón y por lo tanto emprender también la batalla contra los herejes. Se habría trasladado gustosa a Toledo para deliberar con Alfonso, pero una enfermedad del infante Enrique le impedía alejarse de Burgos. De modo que rogaba a Alfonso que acudiera a visitarla sin tardanza.
El rey reconoció de inmediato que ahora el encuentro con Doña Leonor no podía seguirse aplazando por más tiempo, pero se consoló pensando que, ante tan importantes asuntos de Estado, las desavenencias personales perderían su importancia, de modo que el reencuentro con Leonor resultaría menos violento.
Comunicó a Don Jehuda que en el plazo de dos días cabalgaría hacia Burgos.
Ahora solía reunirse con frecuencia con su Escribano, los dos se sentían extrañamente ligados. El rey necesitaba la astucia de su judío. Deseaba empezar su Guerra Santa, pero no quería precipitarse de nuevo y escuchaba gustoso las excusas de su judío. Jehuda, por su parte, conocía al rey mejor que éste a sí mismo. Sabía que Alfonso no podía apartarse de La Galiana y que, en el fondo, consciente e inconscientemente a la vez, era bien recibido cuando frustraba la alianza con Aragón y la batalla.
Él, Jehuda, desde que había conseguido de Alfonso la admisión de los fugitivos francos, estaba seguro de tenerlo en sus manos, y se alegraba del poder que tenía para insuflar aliento y entendimiento a este príncipe bárbaro, como Dios a Adán.
No se sorprendió cuando oyó la noticia de la próxima partida de Alfonso. Había sido informado por su primo Don Joseph de las negociaciones de la reina con Aragón. Aquella dama era inteligente; pero él se sentía superior a ella y había preparado la contraofensiva.
Temía, respondió a Alfonso, que su señora, la reina, pudiera no dar la debida importancia a las dificultades de una alianza con Aragón inducida por sus deseos. Por lo tanto, rogaba al rey que permitiera que lo acompañaran en su viaje a Burgos el noble Don Manrique y él mismo, de modo que, con sus modestas fuerzas, pudieran respaldar los esfuerzos de Doña Leonor.
Alfonso estaba desconcertado. La compañía de sus señores era bien recibida por él. Si aparecía en Burgos acompañado de sus consejeros y de un gran séquito, el encuentro con Doña Leonor perdía totalmente el carácter de un enfrentamiento matrimonial; además, prefería poder examinar los puntos de vista de la reina contrastándolos con la opinión de sus consejeros. Pero ¿aceptaría Leonor que él llevara consigo al padre de su bienamada?
—¿Vamos a dejar a Doña Raquel aquí completamente sola? —preguntó torpemente. Esta consideración alegró a Jehuda y le hizo sentirse mucho más cercano al rey. Doña Raquel, repuso él con respetuosa confianza, podía pasar este tiempo en el castillo Ibn Esra. Allí tendría la compañía del sabio Musa Ibn Da’ud; también podría visitaría con frecuencia el reverendo Don Rodrigue.
Doña Leonor recibió al rey con la misma alegre despreocupación como si se hubiera despedido de ella el día anterior. Él la abrazó y la besó como lo exigía la courtoisie. Saludó a sus hijos. Acarició al pequeño y pálido infante en cuya enfermedad no creía. Habló con alegre ternura con la retraída princesa Berengaria, que evidentemente sabía de su vida en La Galiana y la despreciaba. Ésta adoptó una actitud orgullosa y ceremoniosa. La visita de Don Pedro había engendrado en ella nuevas esperanzas, aunque sabía que sin tener expectativas a la corona de Castilla no era una deseable futura reina de Aragón.
Doña Leonor también había invitado a Don Pedro a Burgos. Pero el joven rey no pudo vencer su resentimiento contra Alfonso; en lugar de acudir él mismo, había mandado a su ministro Don Joseph Ibn Esra.
Los dos Ibn Esra se encontraron antes del consejo real que debía tener lugar en las estancias de Doña Leonor. La aversión de Don Joseph contra su jactancioso pariente había crecido. Había sentido ira y tristeza cuando Don Jehuda entregó a su hija para ligarse más estrechamente al rey. Temeroso de Dios y caritativo, había conseguido la admisión en Aragón de un pequeño número de judíos francos; por los mismos motivos que Don Efraim, consideraba arriesgado instalarlos en masa en Sefarad como Don Jehuda quería, y el hecho de que Jehuda utilizara la inclinación de Alfonso hacia su hija para conducir el destino del reino y de la judería le parecía un juego osado y blasfemo. Pero, a pesar de todo, le unía a Jehuda el esfuerzo por mantener a la Península y a sus judíos lejos de la guerra. Por este motivo había advertido a su primo de las maquinaciones de Doña Leonor, y por este mismo motivo se reunía ahora con él.
—Permíteme que te agradezca tus cartas, también verbalmente, Don Joseph —empezó Jehuda—. He deducido de ellas que habéis encontrado una forma que permita la alianza y un mando supremo único.
—Sí —respondió Don Joseph con sequedad—, la guerra contra los musulmanes se encuentra terriblemente próxima. Tu Doña Leonor ha empleado de modo sorprendente muchas astucias y muchas energías para que sus propuestas de reconciliación resulten atractivas a mi joven señor.
Le miró con seriedad a la cara, y añadió significativamente:
—No es sólo el amor a la guerra, Don Jehuda, lo que empuja a tu reina a hacer ofertas tan generosas.
Y entonces, no sin satisfacción, le comunicó lo que no le había dicho por carta:
—Doña Leonor quiere devolverle tu castillo a Castro, como compensación por la muerte de su hermano.
Jehuda no pudo evitar que su rostro empalideciera. La idea de tener que abandonar de nuevo la casa de sus padres le encogió el corazón, pero enseguida se repuso, orgulloso; se había construido en Toledo un castillo invisible mucho más hermoso y fuerte de lo que pudiera ser cualquier lujosa construcción de piedra. Tranquilamente repuso:
—No renunciaré gustoso a esa casa, por motivos que tú conoces Don Joseph. Pero si mi reina lo ha prometido a Aragón, la alianza no debe fracasar por mi resistencia.
Don Joseph quedó sorprendido; al parecer, Jehuda estaba seguro de no tener que entregar el castillo; si no, no hablaría con tanta tranquilidad.
Jehuda había vuelto a recuperar la absoluta confianza en sí mismo, aquella sensación de arrogante seguridad que había experimentado durante todos aquellos días. Justamente entonces, mientras hablaba, se le había ocurrido cómo enfrentar a la astucia de Doña Leonor una astucia mejor. Todavía los contornos de su plan no habían sido perfilados; pero estaba convencido de que en el momento adecuado tendrían una sólida forma.
De inmediato se puso a construir los fundamentos de su plan. Con una actitud imparcial, con la gravedad de un hombre de negocios, dijo:
—Sólo espero que vuestra fórmula de unidad resista el profundo examen a que nosotros, tú y yo, debemos someterlo. Debo reconocer que veo en esto todavía algunas dificultades.
Y enumeró las muchas cuestiones económicas sobre las cuales Aragón y Castilla, desde hacía décadas, no habían podido ponerse de acuerdo.
Allí estaban los discutidos derechos de impuestos sobre determinadas ciudades, controvertidos derechos de importación y exportación, los polémicos fueros…
—Si debo ceder ante ti, Don Joseph, en todas estas cuestiones —dijo astuto y jovial—, dentro de poco tiempo tu Aragón aventajará a mi Castilla.
Don Joseph comprendió de inmediato adónde quería llegar Jehuda. Las disputadas cuestiones económicas no podían ser pasadas por alto; con cierta destreza se podía hacer fracasar la alianza por medio de ellas. No sin un interior reconocimiento ante la astucia de Jehuda, admitió su propósito y explicó con la misma viveza y complicidad, propia de un hombre de negocios:
—Puesto que mi rey está dispuesto a olvidar la humillación que le infringisteis, de hecho podríais mostraros complacientes en cuestiones económicas.
—¿Así pues, insistirías en todas vuestras exigencias? —quiso saber Jehuda con seguridad.
—Debería hacerlo —repuso Don Joseph, y añadió—: Y ciertamente lo haré —declaró con fingida resolución.
Don Jehuda, serio y sombrío, repuso:
—Con toda seguridad, mi rey no desea menos que el tuyo, de todo corazón, empezar la guerra contra los musulmanes, pero me temo que si os mostráis tan inflexibles, la alianza no se llevará a cabo.
—Lamentaría, Don Jehuda —dijo Joseph—, que realmente no pudiéramos ponernos de acuerdo.
Y ambos señores se miraron uno a otro sin sonreír.
La curia en la que había que discutirse sobre la alianza con Aragón tuvo lugar en la gran sala de recepciones del castillo. La sala estaba adornada con las banderas de Castilla y Toledo, había guardias en la entrada, se habían preparado elevadas sillas para Don Alfonso y Doña Leonor El arzobispo no había permitido que nadie le impidiera acudir desde Toledo. De los miembros de la curia faltaba sólo Don Rodrigue.
Regia, vestida con su pesado y lujoso vestido para las ceremonias de Estado y, sin embargo, encantadora, Doña Leonor estaba sentada en su elevada silla. Amable, con la serenidad propia de una dama, deslizaba su mirada por el círculo que formaban los señores. Se sentía llena de un triunfo interior. Todos los que aquí se encontraban estaban firmemente decididos a salvar a Don Alfonso, arrancándolo del pestilente ambiente de La Galiana para llevarlo al aire libre de la Guerra Santa. El mismo Alfonso lo quería. El único enemigo era el judío. Era una desvergüenza que hubiera impuesto a Alfonso su compañía, pero estaba prevenida, no podría enfrentarse a ella.
Don Manrique informó. Las negociaciones habían sido ampliamente difundidas; incluso el Santo Padre sabía de ellas, y un legado, el cardenal Gregor de Sant’Angelo, estaba en camino para que contribuyera a poner término a la desavenencia entre los reyes.
—¿Quién ha informado al Papa de las negociaciones? —preguntó sombrío Don Alfonso—. ¿Don Pedro?
—Yo le he informado —dijo amablemente Doña Leonor:
Don Manrique presentó las cláusulas del borrador del pacto. Los ejércitos de ambos reinos debían ser sometidos a un mando único. Los caballeros castellanos debían ser incluidos en el estado mayor del ejército aragonés y los aragoneses en el estado mayor del castellano. Don Pedro se obligaba a escuchar con atención los consejos de Don Alfonso, con el respeto que un caballero más joven debe a uno de más edad.
—¿A escuchar? —preguntó Don Alfonso.
—A escuchar —confirmó Don Manrique.
—¿No habéis podido imponer de una forma más clara? —preguntó Alfonso.
—No contestó Doña Leonor:
Nadie habló.
—¿Qué otras cláusulas prevé el contrato? —preguntó el rey.
Aragón establecía tres condiciones esenciales, explicó Don Manrique. De acuerdo con la primera, Castilla debía renunciar a la soberanía sobre Aragón. Aunque Don Alfonso sabía de esta condición, no pudo reprimir una expresión de mal humor: En cuanto a la segunda —prosiguió Manrique—, Aragón exige que se dé cumplimiento a la exigencia de desagravio de su vasallo Gutierre de Castro.
De esta exigencia no se le había hablado a Alfonso.
Se incorporó y desvió la mirada de Don Manrique a Doña Leonor:
—¿Debo pagar una indemnización a Castro? —preguntó en un tono peligrosamente bajo.
—No se había de una indemnización —lo apaciguó Manrique, la palabra indemnización se ha evitado.
—Este necio de Pedro sabe aprovechar mi situación —dijo con amargura el rey—, se parapetó detrás de Castro para humillarme. Y Roma manda a su cardenal para que sea testigo de mi vergüenza.
—No es ninguna vergüenza —dijo amablemente con su clara voz Doña Leonor— sacrificarse para hacer posible la Guerra Santa. Sería una vergüenza que mandáramos de vuelta al cardenal sin tomar ninguna decisión. En este caso, toda la cristiandad despreciaría, y con razón, la inactividad de Don Alfonso.
Los señores estaban horrorizados. Los estandartes de Castilla y Toledo colgaban lacios de sus astas; pálido y lleno de una ira infinita, Alfonso miraba fijamente a Leonor. Mientras había estado a solas con él no había pronunciado ni una sola palabra de reproche por el asunto de La Galiana; fría y calculadora, había esperado hasta este consejo real para manifestarle ante sus consejeros, ante sus más próximos amigos, ante su estandarte, todo aquello que de insultante pensaba de él. Aquí, ahora, astutamente vengativa, en verdad digna hija de su violenta madre.
Pero Doña Leonor no bajó los grandes y verdes ojos ante el tumultuoso brillo de la mirada de él, ni siquiera la ligera e indeterminada sonrisa se borró de su tranquilo rostro. Con esfuerzo, dominó su ira. No podía tener un altercado con ella delante de sus señores, y sabía que nadie le daría la razón, ni siquiera el judío.
—¿Qué indemnización exigiría Castro de mí? —preguntó con voz ronca. En lugar de Manrique, contestó Doña Leonor:
—Las exigencias son penosas —dijo—, pero en el fondo no son injustas. Debemos pagarle el rescate exigido por los prisioneros de Cuenca y debemos devolverle su castillo de Toledo.
De nuevo reinó un profundo silencio. Sólo se oía la respiración jadeante de Don Alfonso. Quizás no era muy correcto, pero todos miraron, casi ansiosos, a Don Jehuda.
El arzobispo, que estaba sentado lo más lejos posible del judío y ni siquiera lo había saludado, tomó ahora la palabra, su voz resonó en la amplia estancia.
—Esto ofende tu honor mi señor —dijo—, pero la Guerra Santa borrará muchas humillaciones.
Doña Leonor se dirigió amablemente a Jehuda.
—¿Cuál es tu consejo, señor Escribano? —preguntó.
—Me da la impresión —contestó Jehuda— que el barón rebelde exige mucho de la majestad del rey. Pero no soy ducho en cuestiones de honor y el dignísimo señor obispo asegura que el gran objetivo de la Guerra Santa bien vale esa humillación. Por lo que a mí respecta, pierdo con dolor la casa de mis padres que por la gracia de Dios y de mi señor volví a comprar por un elevado precio y que proporciona una gran alegría a mi corazón. Pero mis propios deseos y mi dignidad deben ser postergados cuando se trata de los nobles objetivos del rey nuestro señor. Gustosamente, mi señor pondré de nuevo en tus manos el castillo Ibn Esra, con todo lo que yo he añadido en construcciones y en reformas, por la mitad del precio que yo pagué a tu Tesoro, si con ello se hace posible la alianza y la cruzada.
Había preparado este discurso muy bien, pero no pudo evitar un ligero ceceo.
Ninguno había esperado que aquel hombre renunciara sin dilación a sus valiosas posesiones. Alfonso miró sorprendido a su Escribano, incluso a Doña Leonor le resultó difícil mantener su expresión amable, propia de una dama. ¿Qué astucias escondía aquel hombre tras tanta renuncia?
El joven Garcerán de Lara fue el primero en salir de su asombro.
—Así pues —dijo— alegremente, ¿podemos ponernos en marcha hacia el campo de batalla pasado mañana?
Pero:
—¿No hablaste de una tercera condición de Aragón, noble Don Manrique? —preguntó humildemente Jehuda.
—Sí —contestó Manrique—, pero se trata de un punto sin mucha importancia. Aragón desea todavía concesiones en aquellas viejas controversias en torno a ciertos derechos aduaneros y a sus fueros, ciudades hipotecadas y otras pequeñeces por el estilo.
Jehuda había percibido con júbilo interior el profundo efecto que había producido su rápida renuncia al castillo. Allí se encontraban sentados a su alrededor los enemigos que querían tener su guerra y destruir todo aquello que él había construido con tanta astucia y con la bendición de Dios. Pero no iban a conseguir su guerra todos aquéllos, los caballeros, los necios, y él conservaría su castillo.
En estos momentos había desarrollado ya su plan con todo detalle, se sentía seguro, la suerte era una facultad, y Dios le había otorgado esta facultad. Como un cazador que hostiga a sus perros, se sentía superior a los demás.
—¿Tienes una relación de las concesiones exigidas, Don Manrique? —preguntó. Manrique le alcanzó el escrito, y Jehuda lo leyó por encima.
—Estos diecinueve puntos —dijo— no son en absoluto tan inocentes como parecen. Según ellos, por ejemplo, debemos renunciar a los ingresos de la ciudad de Logroño. Logroño se ha convertido en el centro de nuestro comercio vinícola, hemos perdonado a la ciudad de Logroño y a la comarca de La Rioja los impuestos de tres años para fomentar este comercio vinícola.
—Si entiendo bien al judío —dijo lleno de desprecio el arzobispo—, ¿se queja de que durante la Guerra Santa quizás los ingresos del Tesoro de la corona sean menores? Probablemente tiene razón. Pero quien quiere conquistar la tierra prometida no debe temer el recorrido por el desierto ni debe quejarse por el puchero perdido de Egipto.
Jehuda no contestó a esto. Se dirigió al rey:
—Tu economía, mi señor ha superado en estos últimos años la economía de Aragón. Muchas de las empresas que hemos fundado durante este tiempo prometen un gran florecimiento. Y precisamente el disfrute de las empresas es cedido al reino de Aragón en este astuto pacto que han elaborado los consejeros del excelentísimo Don Pedro. Es un trato peligroso el que se te propone, mi señor Si cedes en estos diecinueve puntos, en pocos años Aragón tendrá una ventaja decisiva frente a Castilla. El rey Pedro tiene un maestro del Tesoro muy capaz. Si aceptas estas condiciones, a la larga no estaremos a la altura de Aragón.
Nadie supo responder correctamente a esto. Don Martín gritó:
—¿Debemos traicionar a Cristo a causa del negocio vinícola de Logroño?
—Don Pedro no es codicioso —dijo Doña Leonor—, puesto que hemos cedido a las exigencias más cercanas a su corazón, no va a discutir por un pequeño beneficio.
—Perdona, señora —contestó respetuosamente Don Jehuda—, no se trata de un pequeño beneficio, se trata del dominio sobre esta Península. No han discutido ambos reinos durante décadas por estos derechos por el mero deseo de discutir. Me temo que no podremos entendernos con Aragón de la noche a la mañana.
Los señores estaban desarmados. Las cuestiones en litigio de las que se trataba eran poco claras, quizás se quería realmente privar a Castilla de importantes privilegios; aunque era mucho más probable que los dos ministro judíos discutieran para seguir aplazando la Guerra Santa.
Alfonso estaba tan sorprendido y desconcertado como los demás. Prefería tener un motivo para evitar la humillación que Doña Leonor y Don Pedro querían imponerle. Y también le producía felicidad la perspectiva de poder permanecer junto a Raquel durante largo tiempo. Probablemente, también el judío tenía razón, y si le concedía al necio Pedro aquellas aduanas y las otras posesiones, seguramente le entregaba el dominio de Hispania, la herencia de su hijo. Pero en lo más profundo lo enojaba tanto como a los demás la creencia de que Jehuda quería estafarle su guerra.
Puesto que la alegría y los sentimientos de culpa se mezclaban tan caprichosamente en él, le preguntó rudamente a Jehuda:
—¿Debemos seguir conferenciando durante meses, quizás durante años, porque vosotros, tú y tu primo, no podéis poneros de acuerdo? —y añadió—: ¿Qué propones tú? —preguntó groseramente.
Jehuda, que había pensado la respuesta a una pregunta así, respondió:
—La negociación es difícil, y es complicado encontrar una solución satisfactoria. ¿Qué os parecería si se solicitara un arbitraje imparcial de respetabilidad indiscutible?
Nadie sabía adónde quería ir a parar el judío. El arzobispo, de pronto, gritó entusiasmado:
—Sí, acudamos al Santo Padre, el legado cardenalicio se encuentra de todos modos en camino.
—En estas cuestiones tan mundanas —replicó humildemente el judío— quizás convendría decidirse por una autoridad mundana. Los príncipes podrían acudir al noble padre de la reina para solicitar de él una solución arbitral. Se trata de una tarea difícil, pero el rey de Inglaterra, en atención a la Guerra Santa y a la paz de Dios, difícilmente la rehusara.
La propuesta de Jehuda parecía tener pies y cabeza. El rey Enrique estaba emparentado con la casa de Aragón y la casa de Castilla, conocía perfectamente las relaciones y era famoso por su sabiduría en asuntos de Estado, de él era de esperar un juicio justo. Sin embargo, como la propuesta procedía de Jehuda, todos desconfiaron.
Doña Leonor estaba segura: lo que el judío aducía tenía tan poco que ver con sus verdaderas, complicadas y astutas reflexiones, como la encrespada superficie del mar con su fondo eternamente tranquilo. Rápida y recelosa, intentó descubrir sus verdaderos propósitos. Su padre, Enrique, que aplazaba constantemente su propia participación en la cruzada, comprendería con toda seguridad las ventajas que Hispania obtenía de su neutralidad. Con toda certeza, también consideraría que los reyes hispánicos, una vez que iniciaran su piadosa guerra contra los musulmanes, le pedirían ayuda militar; y no era un hombre al que le gustara dar nada. El rey Enrique, por lo tanto, no tenía ningún motivo para acelerar la reconciliación de Castilla con Aragón, más bien daría vueltas y más vueltas al asunto y finalmente presentaría su juicio de arbitraje de un modo que no satisficiera a nadie. Pensó con celeridad cómo podía hacer fracasar su plan. Viajaría a Zaragoza y hablaría con Don Pedro para que no se dejara convencer por su judío. Expondría a su padre su propia situación en un escrito confidencial conminándole a emitir su juicio. Pero ¡ay!, su majestad de Inglaterra había sentido también algunas de esas impías pasiones y las había disfrutado; si había alguien que pudiera demostrar comprensión por las licenciosas alegrías y preocupaciones de Alfonso, éste era su padre. Llena de amargura, Doña Leonor pensó que no podría vencer la astucia de Ibn Esra.
También Alfonso, con su rápida inteligencia, vio claramente las intenciones de Don Jehuda. Era tal y como él había sospechado desde el principio: el judío quería retrasar la Guerra Santa a causa de los fugitivos que hacía entrar en el reino, pero había errado sus cálculos, pensó Alfonso. No voy a discutir con Pedro por bagatelas. No voy a acudir a mi suegro Enrique para que me guiñe el ojo: «Permitámosle al muchacho sus juegos en la cama y sus placeres». No voy a dejarme atrapar por el judío. No voy a pagar el amor de Raquel con corrompidas negociaciones e impedimentos.
Así sentía y pensaba Alfonso en el breve silencio que siguió a las palabras del judío.
Después, horrorizado por sus propias palabras, se oyó decir:
—¿Qué opinas tú, Doña Leonor? ¿Y vosotros señores? Me parece que nuestro Escribano ha encontrado una buena solución. Difícilmente hay en toda la cristiandad un mejor juez para este intrincado asunto que el sabio y augusto padre de nuestra reina. Me parece, Jehuda, que haremos tal y como has propuesto.