Capítulo IV
EL califa Yaqub al-Mansur ya no era joven, padecía achaques, le habría gustado pasar sus últimos años en paz y había considerado su deber recordar el tratado al rey de Castilla. Pero enterado de la naturaleza del rey desde el principio había tenido muy pocas esperanzas de que su mensaje surtiera el efecto deseado. Sin embargo, no había esperado una respuesta tan impertinente. La insolencia del incircunciso le pareció, a aquel hombre profundamente creyente, una señal de Alá para que antes de su muerte tomara de nuevo la espada para castigar a los infieles y seguir expandiendo el islam.
Ante todo, mandó hacer diez mil copias de la carta de Alfonso y que se diera a conocer a lo largo y a lo ancho de su inmenso reino. Almohades, árabes, cabilas, todas las tribus y pueblos que le estaban sometidos debían saber cuán terriblemente insultaba el rey cristiano al señor de los creyentes. La carta fue leída en los mercados por pregoneros públicos y a continuación se pronunciaban las palabras del Corán: «Esto dice Alá, el Todopoderoso: Me volveré contra ellos y los convertiré en polvo y desolación mediante ejércitos nunca vistos. Los arrojaré al más profundo abismo y los destruiré».
En todo el islam occidental se encendía la llama de la ira santa. Incluso las tribus rebeldes de Trípoli dejaron de lado sus hostilidades contra el califa para unirse a él en esta Guerra Santa.
En la al-Andalus musulmana se desató un alegre entusiasmo en cuanto se cercioraron de que el califa acudiría en su ayuda. Además, éste delegó el mando supremo de todo el ejército en un andaluz, el probado general Abdullah Ben Senanid.
En la decimonona semana del año 591 tras la Hégira del Profeta, Yaqub al-Mansur salió de su corte en dirección a Fez para encontrarse con el ejército que había reunido en la costa sur del Estrecho. Le acompañaban su príncipe heredero Cid Mohammed y otros dos de sus hijos, su gran visir y cuatro de sus consejeros, además sus dos médicos de cabecera, así como su cronista Ibn Jachja.
En el vigésimo día del mes redsched el califa ordenó cruzar el Estrecho. Los primeros que lo hicieron fueron los árabes, les siguieron los sebetas, los masamudas, los gomeras, los cabilas, a éstos les siguieron los arqueros, los almohades; los últimos fueron los regimientos personales del califa. Con la gracia de Alá se cruzó el Estrecho en tres días y el inmenso ejército acampó, extendiéndose por los alrededores de Alchadra, desde Cádiz a Tarifa.
Y una vez el califa se halló en tierras de al-Andalus dio un gran espectáculo. Desde tiempos inmemoriales surgía del agua ante Cádiz, al oeste del Estrecho, una enorme columna. Se hallaba coronada por una inmensa estatua dorada cuyo brillo podía verse en el mar desde muchas leguas de distancia; representaba a un hombre que extendía su brazo derecho sobre el Estrecho y que tenía en su mano una llave. Los romanos y los godos habían llamado a esa construcción las columnas de Hércules, los musulmanes la llamaban la estatua del ídolo de Cádiz. Todos habían temido y protegido aquella obra amenazadora y resplandeciente durante siglos. Ahora, el califa dio orden de destruirla. Temerosos, conteniendo la respiración, decenas de miles contemplaron cómo se daban los primeros golpes. Aquella imagen dorada y amenazadora no se defendió, cayó. Y llenos de un inmenso triunfo gritaron: ¡Alá es grande y Mahoma su profeta!
El califa se dirigió a Sevilla. Para honrar a esta ciudad que aquel rey infiel, a pesar de la tregua, amenazaba tan desconsideradamente, Yaqub al-Mansur había pagado la construcción de un minarete para su mezquita principal. Había hecho los planos el famosísimo arquitecto Dschabir. De un modo metafórico, la torre debía representar la victoria del islam sobre los infieles. El califa había ordenado que todo aquello que pudiera encontrarse en estatuas y relieves de los tiempos de los romanos y de los godos se utilizara en la construcción de esa torre. Estaba previsto que, además de la cubierta de oro de aquella imagen del ídolo de Cádiz, se empleara también el oro y la plata de todos los objetos de las iglesias que el califa obtendría como botín en esa guerra.
El mismo Yaqub al-Mansur puso los fundamentos para este minarete. Y así como millares de personas habían celebrado la caída del hombre dorado, así se regocijaban ahora millares de personas de que se hubieran puesto los fundamentos de la torre que debería alzarse hacia el cielo en una altura y belleza nunca vistas hasta el momento, para mayor gloria de Alá.
Don Alfonso, en Calatrava, era feliz. Allí reinaba un júbilo sin reservas, se celebraba la respuesta que había dado al desvergonzado califa, y la guerra causaba en todos una desenfrenada alegría. La naturaleza espiritual de la orden de caballeros desaparecía tras su faceta guerrera. Los caballeros agasajaban a Bertrán de Born como a su gran hermano y compañero; en sus sueños resonaba el grito ¡A lor! ¡A lor! ¡Atacad! ¡Golpead!
Entre Alfonso y el arzobispo surgió de nuevo la vieja y alegre camaradería. El valiente clérigo se había sentido gravemente preocupado por no poder decir a Alfonso su opinión, justa, cristiana y caballeresca, sobre el asunto amoroso de éste con la judía. Ahora, con su acostumbrada franqueza, le dijo:
—Verdaderamente, tu suegro de Inglaterra ha muerto en el momento adecuado. Porque, permíteme decírtelo, mi querido hijo y amigo: no habría podido contemplar por más tiempo los desórdenes de La Galiana. Tendría que haberle pedido al Santo Padre, aunque me hubiera muerto de tristeza, que te excomulgara. Estaba a punto de escribir esa carta. Ahora, todo ha quedado atrás, como el pasado pagano de nuestros padres. Salta a la vista cómo la guerra expulsa los últimos vapores de tu pecho.
Rió a carcajadas; Alfonso lo acompañó en sus risas, ruidoso, joven, de buen humor:
Los observadores informaron acerca de la magnitud del ejército musulmán. Decían que estaba formado por quinientas veces mil hombres. También corrieron muchos rumores acerca de las terribles nuevas armas que el califa llevaba consigo, de inmensas torres de ataque, piezas de artillería que podían arrojar lejísimos enormes peñascos, de destructores fuegos griegos. Los caballeros siguieron manteniéndose confiados. Creían en sus fortalezas inexpugnables, en su Santiago, en su rey
Alfonso tuvo una atrevida inspiración. Todos daban por supuesto que a la vista de la superioridad de los musulmanes tendrían que limitarse a la defensa. ¿Había que hacerlo realmente? ¿Por qué no ofrecerle al enemigo una batalla en campo abierto? La temeridad del acto parecía un disparate, pero precisamente por este motivo era posible que tuviera éxito. ¿Y no se hallaban allí, al sur de Alarcos, aquellas tierras del Campo de los Arroyos, cuyos rincones estratégicos y puntos traicioneros él conocía mejor que ningún otro? ¿Por qué no iba a ganar esta segunda batalla de Alarcos?
Habló con Bertrán y con el arzobispo de sus propósitos. Don Martín, a quien normalmente nunca le faltaba una rápida respuesta, lo miró fijamente con la boca abierta. Después se sintió entusiasmado.
—El antiguo pueblo de Israel —dijo— era un insignificante grupito comparado con la innumerable chusma de cananitas, madianitas y filisteos, y a pesar de ello los vencieron y exterminaron. Con toda probabilidad, el Señor les mostró campos de batalla tan favorables como tu Campo de los Arroyos. Bertrán, por su parte, dijo alegremente y con opinión experta:
—Esta batalla te costará muchos muertos, mi señor pero a los herejes les costará muchos más.
Los jóvenes señores, cuando Alfonso les habló de su plan, quedaron primero desconcertados, sí, incluso confusos, después fascinados. El rey evitó hablar de sus propósitos a los guerreros más viejos.
Doña Leonor se quedó más tiempo en Burgos de lo que se había propuesto. Desde allí era más fácil reunir a los grandes del norte de Castilla y a los consejeros de Aragón, que pronto constituirían las tropas de refuerzo de Alfonso. Ardía en deseos de que empezara la batalla. Desde que se había dado cuenta de cuán profundamente lo devoraba aquella lujuriosa fiebre por la judía, sus recelos no habían desaparecido nunca por completo. Alfonso sólo se curaría por completo de su diabólica enfermedad mediante la guerra.
Y entonces había recibido la noticia —él mismo se la comunicó alegremente— de la osadía con que había mandado de regreso con su califa al desvergonzado príncipe musulmán. Lo primero que sintió fue una salvaje alegría: ¡Ahora habría guerra! Pero inmediatamente había tenido que reconocer el tremendo peligro que necesariamente suponía la arrogancia de Alfonso. «Una derrota —pensó—, ahora, será una derrota. Quizás no la derrota definitiva, pero sí una derrota». Esto hizo surgir en ella, además de la ira y la preocupación, una sombría satisfacción. Tenía grabado en su alma lo que su madre le había dicho acerca de las beneficiosas consecuencias de una derrota. La derrota multiplicaba las fuerzas, estimulaba las energías, la derrota abría diez nuevas posibilidades; le producía un maravilloso cosquilleo pensar en la derrota.
Partió de inmediato hacia Toledo.
—Vete a Toledo —le había ordenado su madre. La desatinada imprudencia con la que Alfonso había provocado a la legación musulmana sólo multiplicaba su amor. Y siempre, en su ardiente deseo por Alfonso, se mezclaba aquel sombrío y silencioso regocijo: «Ahora vendrá la derrota. Ahora terminará del todo con la otra. Actum est de ea, ha sucedido por culpa de ella».
Puesto que no encontró al rey en Toledo, tenía una buena excusa para continuar viajando hacia el sur: Don Pedro, que de acuerdo con el plan había invadido las tierras valencianas y que no quería renunciar a su ofensiva contra la capital, Valencia, había dudado en poner tropas de apoyo a disposición de Alfonso antes de la fecha establecida contractualmente. Pero ella le había arrancado una promesa vinculante: como máximo antes de seis semanas mandaría diez mil hombres, y ochocientos ya de inmediato para demostrar su buena voluntad. Para dar a Alfonso esta feliz noticia, viajó personalmente a Calatrava.
Él salió a su encuentro para saludarla. Ella no ocultó la gran alegría que sentía al verlo. Allí, entre sus caballeros, en el rígido ambiente de la fortaleza de Calatrava, era por completo aquel Alfonso que ella deseaba. Le informó, radiante, de cómo había convencido al reacio Don Pedro para que mandara refuerzos al cabo de pocas semanas. Alfonso se lo agradeció de corazón. No le dijo que su noticia no le resultaba de ningún modo agradable. Su propósito de presentar batalla al califa en campo abierto se había afianzado. Pero si ahora se sabía que en breve plazo se recibirían refuerzos de Aragón, sus consejeros y oficiales se resistirían con mayor empeño a su plan.
El anciano maestre de la orden, Nuño Pérez, y Don Manrique de Lara presentaron sus respetos a Doña Leonor. El plan del rey, a pesar de su reserva, se había hecho público y causaba gran preocupación a los más prudentes de entre sus amigos. Los ancianos señores expusieron a Doña Leonor cuán peligroso era su atrevimiento y cuán importante era esperar la llegada de las tropas aragonesas. Rogaron a la reina que convenciera a Don Alfonso para que renunciara a sus propósitos.
Doña Leonor se horrorizó. No entendía nada de estrategia, no quería saber nada de ello. Ella y Alfonso se habían puesto tácitamente de acuerdo en que ella participaría en los asuntos de Estado pero no en las tácticas de guerra. Pero esta vez comprendió que se trataba de la supervivencia del reino. Se acordó de cómo Alfonso, en el pasado, había atacado Sevilla contrariando las advertencias de sus consejeros. Sospechaba, sabía que él se tomaba en serio aquel proyecto temerario. Su sentido común le decía que debía hablar con Alfonso. Pero no quería parecerle inoportuna precisamente ahora, no quería presentarse ante él con odiados consejos; además, en lo más profundo de su ser sentía un murmullo cosquilleante: ¡Una derrota!
Muy amablemente pero con toda realeza contestó a los preocupados caballeros: Ella no entendía nada en cuestiones de estrategia, durante todos aquellos años no había hablado con Alfonso acerca de estas cuestiones. Ella admiraba su genio para la guerra y no era propio de la reina de Castilla socavar el valor principesco y la piadosa confianza de su esposo con consideraciones pusilánimes.
Se quedó dos días y dos noches en la fortaleza. A toda prisa se le preparó un lujoso alojamiento, ya que no estaba bien que durmiera bajo el mismo techo que Alfonso. Los cruzados, así lo exigía la costumbre, se abstenían del trato con mujeres. Pero eran muy pocos los caballeros que se tomaban en serio esta tradición, y Leonor, después de que Alfonso cenara con ella en sus aposentos, tenía la esperanza de que se quedara, pero él le dio cordialmente las buenas noches, la besó en la frente y se fue. Y lo mismo hizo la segunda noche.
Cuando ella emprendió el viaje de regreso, él la acompañó durante una hora larga.
Leonor, una vez él se hubo despedido, contestó sólo con parquedad a la conversación de sus acompañantes. Pronto, a pesar de que era una buena amazona, ordenó que prepararan su litera.
Sentada en la litera mantenía los ojos cerrados. Alfonso estaba ocupado con su guerra, y tampoco era propio de él el amor rápido y ocasional. No debía sentirse desdeñada. Y con toda seguridad no era el recuerdo de la judía el que lo había mantenido alejado de ella.
En Toledo se había ocupado mucho de la otra, de la judía. La otra estaba allí mucho más cerca, había que pensar en ella. Allí, la otra, insolente y tonta, estaba en poder de Leonor, al igual que la ciudad y todo lo que la rodeaba. Leonor no tenía más que alargar la mano. No había pensado en esto de un modo tan consciente, pero lo había intuido, y ahora, en la litera, de camino a Toledo, lo pensó. Ahora también, en la litera, contra su voluntad, intentó recordar nítidamente a la otra, su rostro, su porte, sus gestos. Imaginó qué aspecto podía tener Raquel desnuda, se comparó con ella. Ella, Leonor, se había conservado bien; incluso lo había reconocido la dama Ellinor que solía emitir juicios acerados y malignos. El hecho de que la otra hubiera salido arrastrándose del cuerpo de su madre diez o doce años después que ella no era, con toda seguridad, lo que había apartado a Alfonso de Leonor llevándolo al lado de la otra. Era brujería, una fiebre, una maligna enfermedad. Y tan pronto como Alfonso volviera a ser él mismo, después de la batalla, independientemente de que obtuviera una victoria o una derrota, habría olvidado a la otra. Habría sido una estúpida si se hubiera dejado convencer por los ancianos señores para desaconsejar a Alfonso su batalla.
No era una estúpida. Era inteligente, era joven, era hermosa, estaba segura de sí misma y de su causa.
Llegaron noticias de que el ejército musulmán avanzaba en tres columnas hacia el nordeste. Alfonso no podía esperar por más tiempo, debía exponer a sus consejeros y a sus capitanes su plan.
Convocó al consejo de guerra. Entusiasmado, expuso su plan. Quería salir al encuentro de los musulmanes en el Campo de los Arroyos. Allí, entre las profundas grietas de los secos cauces montañosos, había tenido lugar la batalla que le había supuesto uno de sus mayores éxitos y la fortaleza de Alarcos. Nadie en Hispania conocía esas tierras tan bien como él. Con palabras atrevidas y convencidas, explicó cómo obligaría al califa a tomar la parte más baja de la meseta que se inclinaba poco a poco, de modo que una gran parte del ejército enemigo, precisamente por ser tan numeroso, se vería forzado a meterse entre la maleza y en el bosque. No dudaba de la victoria. Y después de aquello todo el sur de al-Andalus quedaría abierto ante ellos. Córdoba, Sevilla, Granada, y la guerra terminaría apenas hubiera empezado.
Los jóvenes señores estuvieron de acuerdo entusiasmados.
El anciano Don Manrique, sin embargo, le advirtió respetuoso e insistente. Era más que arriesgado ofrecer una batalla abierta a un ejército tan inmensamente superior. Si no se conseguía una victoria decisiva, Toledo estaba perdida. El experto estratega, el barón Vivar, fue del mismo parecer que Manrique.
—Vuestra Majestad —explicó— ha convertido con esfuerzo y pericia las fortalezas de Calatrava y de Alarcos en las más fuertes de la Península. En la protección de sus muros, podemos esperar tranquilamente la llegada de nuestros aliados. El ejército musulmán, precisamente por ser tan gigantescamente numeroso tendía dificultades en aprovisionarse; el sitio los mermará mucho. Pero cuando aparezcan los aragoneses, nuestro ejército no será tan desesperadamente inferior en fuerzas a los del califa. Entonces, mi señor, si Dios así te lo inspira, inicia tu batalla.
La arrugada frente de Don Alfonso se frunció todavía más. Su clara inteligencia les daba la razón: los argumentos de Manrique y de Vivar estaban llenos de sentido. Pero era insoportable quedarse sentado tras los muros de la fortaleza y esperar a que aquel joven, aquel necio, le trajera ayuda. No se dejaría robar una parte de la victoria.
—No ignoro —contestó— que un astuto estratega hace mejor evitando una batalla contra una fuerza tres o cinco veces superior Pero no puedo contemplar de brazos cruzados cómo el enemigo se extiende por el reino. Me arde la sangre. Una auténtica guerra no es un juego de ajedrez, es un torneo, y el resultado no lo da la mente más astuta, sino un corazón valiente y piadoso. Un auténtico estratega olfatea su batalla. Mi batalla es la del Campo de los Arroyos.
Los caballeros estuvieron tumultuosamente de acuerdo. Pero ahora fue el mismo anciano maestre Nuño Pérez quien le advirtió:
—Si el ejército de los herejes es tan grande como pretenden tus observadores, sin contar con las tropas de apoyo, ningún ejército castellano podrá detenerlo. Espera a Aragón, mi señor.
Alfonso estaba harto de permitir que sus viejos estrategas le dieran lecciones. Tenían los corazones más paralizados que su Rodrigue.
—No voy a esperar, Don Nuño —replicó—, entendedme, no permitiré que mi Alarcos, este Alarcos que he añadido al reino, sea sitiado por los circuncisos. Los venceré también sin Aragón. Pero don Manrique no cedía.
—¡Por lo menos, manda un correo a Don Pedro! —le rogó apremiante—. Si se considera estrictamente, con estrechez de miras, tu contrato con Aragón, tienes la obligación de esperar.
—Pero yo no soy estrecho de miras —contestó con fuerza Don Alfonso—, y tampoco el rey de Aragón lo es, es un caballero cristiano. ¡No necesito en absoluto pedirle permiso! —Más tranquilo, continuó:
—Respeto vuestras dudas, pero a mí no me preocupan. Ya puede tener el califa tres veces o cinco veces más hombres que nosotros. Nosotros tenemos de nuestro lado el derecho y a Dios Todopoderoso. Lucharemos en el Campo de los Arroyos.
Ahora que el rey se había decidido, también los que dudaban se avinieron al proyecto con fidelidad y celo. El campamento se instaló en el lugar elegido por Alfonso. Las tiendas se extendían por la suave pendiente de una montaña, protegidas a su espalda por una pendiente que se alzaba cada vez con mayor inclinación, los flancos, cubiertos por los arroyos, que daban al lugar su nombre, eran profundas grietas, los lechos de caudalosos arroyos de montaña que ahora se habían secado y que estaban cubiertos de adelfas blancas y rojas Mientras tanto, el ejército musulmán se acercaba en perfecta formación, efectuando con regularidad cortas jornadas de marcha. Cuando se hallaba a dos días de marcha de distancia, cualquiera podía calcular que la batalla definitiva tendría lugar el 19 de julio, el día noveno del mes schawan del cómputo musulmán.
Pero el noveno día del mes schawan era un Sabbath.
Esto supuso para los soldados judíos de Don Alfonso una gran preocupación. Aquellos tres mil hombres se habían puesto al servicio del rey no sin remordimientos de conciencia. Sabían que al servir en la guerra se verían obligados a comer alimentos prohibidos y a llevar a cabo trabajos prohibidos en Sabbath; en los gloriosos tiempos pasados, los soldados judíos habían preferido dejarse matar por los griegos y por los romanos a luchar en Sabbath. Ciertamente ahora, de acuerdo con una disposición del Synhedrion, los doctores de la aljama habían eximido solemnemente a los voluntarios judíos, Mutar Lach, te es permitido, de la obligación de respetar las leyes del Sabbath y las que hacían referencia a los alimentos; pero esta dispensa sólo era válida en caso de extrema necesidad, y ¿acaso se daba realmente este caso?, ¿tenía que luchar el rey precisamente en Sabbath?
Enviaron una delegación a Don Alfonso, encabezada por Don Simeón Bar Abba, un pariente de Efraim. Si los soldados judíos, expuso éste al rey, quebrantaban los sagrados mandamientos en un caso que no fuera de extrema necesidad, provocarían la ira de Dios y atraerían el peligro y la derrota sobre ellos y sobre sus camaradas cristianos. Querían preguntar a su majestad, con el debido respeto, si no podía elegirse otro día para la batalla.
Alfonso dio unas palmadas a Don Simeón en la espalda y le dijo jovial:
—Os conozco como valientes soldados, y me gustaría haceros ese favor, pero no puedo aplazar más de un día la batalla. Y si lo hago, tendríamos que luchar en domingo, y eso a su vez no les gustaría a vuestros camaradas cristianos, y ellos son mucho más numerosos. Dejémoslo, pues, en el Sabbath, y todos rogaremos para que vuestro Dios os perdone el pecado.
La piedad de los judíos hizo reflexionar al rey. Preguntó a Don Martín qué podría hacer él para asegurarse, a sí mismo y a su ejército, la gracia del Todopoderoso. El arzobispo también había leído aquel libro El árbol de las batallas del prior Bonet. En él se recomendaba ayunar el día de la batalla, y se indicaba, además, que el gran caballero y rey Saúl, antes de lanzarse a combatir contra el enemigo, había amenazado con la muerte a todo aquel que desde la caída del sol del día anterior comiera o bebiera. De modo que el arzobispo le aconsejó que los soldados cristianos ayunaran el día de la batalla. Pero, para no debilitarlos, el rey nuestro señor podía ofrecerles la noche anterior un rico banquete. Así lo hizo Don Alfonso.
Don Martín, por su parte, mandó correos por todo el reino, hasta Toledo, con la orden de que en la mañana del día de la batalla en Toledo y en todas las poblaciones entre Alarcos y Toledo sonaran las campanas. La noche del 18 de julio el rey contempló su propio campamento y el del enemigo desde la elevación desde donde, al día siguiente, dirigiría la batalla. Allí donde la meseta descendía estaba acampado el ejército del califa. Se alineaban sin fin las tiendas, una junto a otra, y Alfonso y sus señores sabían que, allí donde el bosque impedía la vista, el campamento enemigo giraba hacia el oeste y se prolongaba en aquella dirección. Durante largo tiempo, el rey, haciéndose sombra sobre los ojos con la mano, lo contempló en silencio, hasta que se hizo de noche sobre el campamento enemigo.
Los caballeros galoparon de regreso, saludados por todas partes por los soldados con gritos alegres y respetuosos. Los soldados disfrutaban el rico banquete.
Entonces, también los señores se sentaron a la mesa en la tienda de guerra del rey. Todo resplandecía de lujo en rojo y dorado con los blasones y estandartes. También el interior estaba lujosamente decorado con alfombras y tapices en honor a la guerra, la más noble ocupación del caballero y del rey Todo el mundo estaba muy animado, se comía y bebía con deleite, Bertrán cantó sus más osadas canciones.
Pero se separaron pronto para retirarse temprano a dormir y coger fuerzas para el día siguiente.
Al rey le acompañaron agradables imágenes y pensamientos en su sueño. Raquel estaba allí, y él le exponía con todo detalle su plan de batalla. Le demostraba que también un ejército inferior en número podía organizarse de tal modo que la victoria fuera segura. Le explicó cómo imaginaba el desarrollo posterior de la batalla. Cuando hubiera destruido el ejército del califa, lo empujaría hacia el mar Y entonces firmaría la paz. Dejaría al califa la costa y Granada, pero debía arrebatar Córdoba y Sevilla a los circuncisos. Convertiría a Sevilla en un condado, uno de los más grandes del reino, y como conde de Sevilla nombraría a su amado y pequeño bastardo Sancho.
Escuchó las voces contenidas de la guardia que recorrían el campamento dormido. Su voz interior le decía: será un gran día mañana, este 19 de julio de… Intentó recordar el año, pero el cómputo del tiempo en la Península y la del resto de la cristiandad se le mezclaron y no consiguió encontrar el año en que estaba, y se enojó por haberle dado la razón a Rodrigue contrariando a su amigo Don Martín. Pero, a pesar de su enojo, le parecía escuchar ya el sonido de las campanas y el solemne canto de júbilo, cantaban el Tedeum de su victoria, y se durmió en medio de gritos de victoria.
Despertó rodeado por el sonido de las campanas, ya que antes de que hubiera salido el sol, tal y como había ordenado el arzobispo, todas las campanas del reino, desde Alarcos hasta Toledo, fueron lanzadas al vuelo. Inmediatamente después de la salida del sol se celebró una misa a los soldados. Muchos recibieron la sagrada comunión. Solemnemente fueron mostradas después las reliquias que deberían acompañar a cada sección en la batalla. La más valiosa y efectiva reliquia la tenían los caballeros de Calatrava, la Cruz de los Angeles, una cruz que había sido entregada al tercer Alfonso por dos peregrinos sobrenaturales de un modo muy misterioso. Cada una de las secciones, caballeros y soldados, se arrodillaron y besaron su reliquia.
También podía oírse el eco de las oraciones procedente del campamento de los musulmanes. Allí, sacerdotes y oficiales, gritaban a los guerreros los versículos del Corán: «¡Oh, creyentes! ¡Tranquilizad vuestros corazones! ¡Tened buen ánimo! ¡No temáis a nadie más que a Alá! ¡Él os ayuda! ¡Él fortalece vuestros pies para que no vacilen! ¡Él os dará la victoria!». Y los soldados musulmanes se arrojaron al suelo, cientos de miles, en dirección a La Meca, y rezaron con gritos estridentes la primera azora del Corán, la oración de las siete aleyas: «En nombre de Alá el misericordioso. La alabanza a Dios, Señor de los mundos. El clemente, el misericordioso. Dueño del Día del Juicio. A Ti adoramos y a Ti pedimos ayuda. Condúcenos al camino recto, camino de aquéllos a quienes has favorecido, que no son objeto de tu enojo y no son los extraviados».
La batalla empezó.
Los caballeros de Calatrava tenían orden de atacar los primeros y romper el centro del enemigo. Avanzaron ordenadamente, unos ocho mil, sobre sus diestros caballos, brillando a lo lejos en sus armaduras. Con voces resonantes cantaban su oración de guerra, el salmo sesenta de David: «¿Quién me conducirá a la ciudad fortificada? ¿Quién me llevará a Edom? Con Dios haremos proezas y Él aplastará a nuestros enemigos».
Se lanzaron al ataque contra el centro del enemigo.
«Con tal furia —informa el cronista Ibn Jachja— se abalanzaron los malditos, que sus caballos se arrojaron contra las puntas de las lanzas musulmanas. Rechazados, se retiraron tan sólo un breve trecho y cayeron de nuevo tumultuosamente sobre nosotros. Pero de nuevo fueron rechazados. Por tercera vez galoparon en su terrible y absurdo ataque.
—¡Resistid, amigos! —gritaba Abu Hafas, el general que mandaba al centro—. ¡No desfallezcan vuestros corazones, oh creyentes! ¡Alá, desde su alto trono, está de vuestra parte! Pero los malditos se abalanzaban a tal velocidad que las filas de los valientes musulmanes se rompieron. El propio Abu Hafas, el general, resistió, valiente como un león, murió luchando y conquistó la corona de mártir: Los malditos llevaron a cabo una terrible carnicería entre las tropas del centro; todos los soldados musulmanes que allí luchaban fueron elegidos por Alá para recibir la corona del martirio y en aquel noveno día de Schawan pasaron a gozar de los diez mil gozos del paraíso».
Alfonso, desde la elevación del terreno, contemplaba el campo de batalla. Vio cómo los caballeros de Calatrava se abalanzaban sobre el enemigo y eran rechazados; cómo por segunda vez avanzaban y por segunda vez eran rechazados, pero entonces las filas de los enemigos se rompieron y sus caballeros de Calatrava se abrían paso hacia delante, imparables, y pronto alcanzarían la roja tienda de guerra del califa y le llegaría el anuncio de la victoria. Entonces él, por su parte, caería sobre el enemigo y lo exterminaría por completo.
Así pues, esperando, contemplaban el rey y los suyos la batalla, disfrutando del espectáculo. Allá abajo, en el Campo de los Arroyos, se hacía realidad el sueño del trovador Bertrán de Born: allí estaban los asaltantes, los que caían y los que ya habían caído, allí se escuchaba el grito: ¡A lor! ¡A lor! Y más allá: ¡Alá!, y ¡Mahoma! Se oían los relinchos de caballos sin jinete heridos de muerte. El corazón de Alazar se hallaba henchido de gozo. Percibía la fantástica confusión de muerte, fama, victoria y martirio, y lamentaba que el polvo y la niebla formaran nubes que le privaran de la contemplación de la lucha. Miró a su alrededor y vio los rostros fogosos, ardientes, llenos de deleite del rey y de sus caballeros, y su rostro mostraba el mismo deleite que el de ellos. Se frotó los ojos llorosos, estornudó para sacarse el polvo de la nariz y se rió.
Entonces sucedió lo inesperado. El polvo y la niebla eran tan densos que apenas podía percibirse lo que sucedía. Pero algo sí era cierto: de pronto la lucha se había acercado bastante a la elevación donde se hallaban, muy lejos por lo tanto de la retaguardia de los caballeros de Calatrava. Muy cerca del campamento, aparecieron caballeros con turbantes. Atacaron la sección de los judíos que habían sido encargados de la protección del campamento. Sí, los judíos luchaban, se mantenían firmes, se les oía gritar claramente su grito de batalla hebreo, antiquísimo, penetrante: ¡Hedád, hedád! No cedían terreno, se mantenían firmes, pero eran sólo tres mil, el enemigo era visiblemente superior en número y sombrío, por un momento, Alfonso pensó en la predicción de Don Simeón: traería desgracia luchar en Sabbath.
Pero ¿cómo, ¡maldita sea!, había sido posible que los caballeros musulmanes se hubieran abierto paso hasta tan lejos? ¡Y en tal número! Y ¿dónde estaban los caballeros de Calatrava?
El rey sospechó lo que había sucedido, pero se prohibió a sí mismo creerlo. Quinientas veces mil hombres, habían dicho los informadores, formaban el ejército del califa. Y Alfonso se había reído. Pero ahora los veía avanzar incesantemente, arrollándolo todo, y del polvo surgían cada vez nuevos guerreros con turbante, a pie y a caballo. Alfonso ya no se reía.
Lo que había sucedido era lo siguiente: los caballeros de Calatrava, embriagados por la sensación de victoria, habían seguido avanzando tumultuosamente en la densa muchedumbre sin atender al calor y al polvo que les dificultaba la respiración. Por encima del sordo ruido que resonaba procedente del campo de batalla, sólo escuchaban sus propios gritos y los gritos de aquéllos a quienes mataban. Y como posesos, medio locos por el afán de lucha, golpeando furiosamente a su alrededor avanzaban cada vez más metiéndose en los vapores y humos que impedía la vista del sol.
El comandante en jefe de los musulmanes, Abdullah Ben Senanid, el andaluz, el estratega, experto en batallas, lo había previsto. Dejó avanzar a los caballeros, si, les presentó una débil resistencia. Pero por ambos flancos hizo avanzar a regimientos de almohades y emplazar la artillería de catapultas tremendas que alcanzaban a larga distancia. Los soldados almohades, famosos por ser magníficos ballesteros, fueron cerrando el cerco sobre la retaguardia de los fogosos caballeros de Calatrava sin que éstos se dieran cuenta, rodeándolos y aislándolos de su potencia principal y de su campamento. Y entonces sucedió allí en Alarcos lo que ya había sucedido en el pasado en la batalla de Al Hattin: los ballesteros musulmanes derribaron a los caballos de los caballeros cristianos, y en cuanto el caballo caía, el caballero, en su pesada armadura, quedaba indefenso. Al mismo tiempo, la artillería del califa lanzaba sus inmensos pedruscos sobre las densas filas de los cristianos.
«Empezó —informa el cronista Ibn Jachja— una terrible matanza. Todos los infieles iban vestidos de acero, y también sus caballos llevaban armadura. Eran lo mejor de su ejército, pero esto no les sirvió de nada. Antes de la batalla habían llamado a sus tres dioses y jurado por sus cruces que no volverían grupas en esta batalla mientras quedara uno de ellos con vida. Ahora, para bendición de los fieles, Alá dispuso que cumplieran su promesa literalmente».
Y al mismo tiempo, para destruir por completo al ejército enemigo, el general del ejército musulmán, utilizando su gigantesca superioridad, había dado a su experta caballería andaluza orden de avanzar a espaldas de los caballeros que luchaban para atacar el campamento de los cristianos.
Esto, pues, este ataque al campamento, era lo que Alfonso había visto desde la elevación.
—Ahora nos toca a nosotros —dijo ferozmente alegre.
Se lanzaron hacia abajo, hacia el campamento. Eran muy numerosos, pero demasiado pocos. Las masas de musulmanes aumentaban y los tragaban, tuvieron que retirarse antes de alcanzar el campamento, subiendo de nuevo a la elevación. Pero así y todo mantuvieron las filas cerradas y no permitieron que los musulmanes las franquearan. También consiguieron una y otra vez, por medio de pequeños avances, ganar espacio y un respiro.
Don Alfonso se encontraba en medio del alboroto. Ya no pensaba en el conjunto de la batalla, sino sólo en la lucha que tenía lugar a su alrededor. Respiraba con esfuerzo en medio del polvo y del calor y la neblina, brillante y mate, que hacía centellear todo ante sus ojos. Oía el sonido agudo de los cuernos, el golpear de los tambores, el salvaje griterío de los musulmanes y los gritos de ¡Atacad! ¡Ayuda! ¡Aquí!, de los amigos, y por encima de todo el sombrío ruido que le llegaba constantemente desde todas las direcciones resonando amenazador Se sentía lleno de una sorda rabia, no exenta de satisfacción. Disfrutaba, golpeando con su buena espada Fulmen Dei; disfrutaba cuando el enemigo caía, y también cuando el amigo caía sentía algo parecido al placer
Poco a poco fueron siendo rechazados hacia el centro de su propia elevación. El rey ordenó un nuevo ataque. Corrieron —serían todavía unos ochocientos—, adentrándose entre los soldados de a pie del enemigo. Uno de los musulmanes apuntó desde muy cerca con la lanza a Alfonso. Antes de que pudiera lanzada, Alazar lo derribó. El muchacho rió alegremente.
—No lo ha conseguido, mi señor —gritó en medio de tanto estrépito. Pero al minuto siguiente, él mismo cayó del caballo, alcanzado, su pie quedó trabado en el estribo y fue arrastrado un breve recorrido.
Los otros siguieron abriéndose paso, empujando a los soldados de a pie del enemigo montaña abajo. El rey y los hombres que tenía más cerca tuvieron un breve respiro.
Descendió del caballo, todavía sumido en una insensibilidad iracunda, casi sin voluntad y sin consciencia. Se ocupó de Alazar levantó la visera, sin saber apenas por qué lo hacía; quitó el casco al muchacho y tampoco sabía por qué lo estaba haciendo, ni si el muchacho todavía lo reconocería. Pensó, lleno de reproches, que Alazar era quien debería haber elegido a los mil caballeros musulmanes que él quería dejar libres sin rescate. El muchacho respiraba con dificultad; su rostro, normalmente de un color tostado claro, aparecía enrojecido e hinchado, y en medio de toda la suciedad, de la sangre, del calor, del visible tormento, se veía muy joven. Alfonso se inclinó profundamente sobre él, lo vio, dejó de verlo; lo vio y le dijo con una voz ronca por los muchos gritos:
—Alazar, mi fiel muchacho.
Alazar levantó la mano con esfuerzo, Alfonso no entendió para qué.
Más tarde comprendió que Alazar había querido devolverle el guante, y lamentó no haberlo entendido. Alazar movió los labios, Alfonso no sabía si hablaba. Creyó oír:
—Dile a mi padre…
Pero fue mucho más tarde cuando recordó haber creído oírle pronunciar esas palabras; tampoco hubiera podido decir en qué idioma las pronunció el muchacho.
Pero mientras se encontraba inclinado sobre Alazar, por primera vez en aquel día, aunque todavía de un modo poco nítido en medio de los gritos y el estrépito, se sintió invadido por el recuerdo de Raquel y, al mismo tiempo, también por el recuerdo de Manrique y Nuño Pérez, que le habían aconsejado permanecer dentro de los muros de la fortaleza, y también por el recuerdo del iracundo discurso de Don Rodrigue. Pero no se entretuvo en estos pensamientos. No había tiempo. Tampoco había más tiempo para ocuparse del muchacho; sólo pudo hacer rápidamente el signo de la cruz sobre él.
Porque el enemigo avanzaba de nuevo hacia arriba en medio del polvo y la neblina y de nuevo en número incalculable. Sin interés, con sombría ira, Don Alfonso miró aquella muchedumbre. ¿No terminaría nunca? Quinientas veces mil hombres habían dicho los observadores, y no habían mentido.
—Hasta ahora, sólo hemos tenido que habérnoslas con una avanzadilla —bromeó malicioso él arzobispo—, ahora es cuando nos enfrentaremos al verdadero enemigo.
—Bien —dijo Bertrán—, así habrá más madres y mujeres que se lamenten.
—¡Retroceded, retroceded despacio! —apremiaban todos. Pero Bertrán entonó una de sus canciones:
Ninguno de nosotros es hijo de un hombre
Que haya muerto cobardemente en la cama.
Y no deseamos morir de otra manera
Que heridos por el frío acero en la batalla.
De esta manera, despacio, con el rostro vuelto hacia el enemigo, sobre nerviosos caballos, fueron subiendo la pendiente.
Había un gran alboroto, la lucha era inabarcable. Pero cuando llegaron al pie de la última y más empinada parte de la elevación, habían conseguido de nuevo ganar espacio y en aquel lugar nadie podía atacarlos por la espalda. Respiraron, miraron a su alrededor, buscaron, contaron. Ahora eran unos doscientos.
—¿Dónde está Don Martín?
—Ha sido derribado —dijo Garcerán—, parece gravemente herido. Intentan llevarlo más allá de la elevación, al bosque de encinas. Quieren llevarlo al otro lado del arroyo, y añadió:
—Deberías retirarte, mi señor —le rogó—, antes de que descubran el camino que cruza el arroyo.
Había directamente al otro lado de la elevación un sendero cubierto que conducía al encinar y que permitía cruzar la parte norte del arroyo.
—Después de su próximo ataque —decidió Alfonso, ya que el enemigo se reunía de nuevo, y esta vez muy cerca, para el ataque.
—¿Qué sucede contigo, señor Bertrán —preguntó—, estás herido?
—Son sólo un par de dedos —contestó Bertrán, con una voz que se esforzaba por sonar despreocupada, y añadió:
—Probablemente sólo podré devolverte una parte del guante —bromeó, y entonces estuvieron de nuevo en medio del ajetreo.
Allí, al pie de la última elevación, la batalla se desmembraba en encarnizadas luchas cuerpo a cuerpo. Cada uno golpeaba a su alrededor, salvajemente, enloquecido, ninguno se mantenía en contacto con ninguno.
«Y Alfonso, el Maldito —informaba el cronista Ibn Jachja—, levantó los ojos de aquella carnicería y vio la bandera blanca del señor de los creyentes muy cerca y vio las letras doradas escritas sobre ella: ¡Alá es Alá y Mahoma es el profeta de Alá! Y entonces tembló el corazón del Maldito lleno de un gran espanto, y huyó. Y todos los suyos huyeron, y los musulmanes los persiguieron. El Maldito huyó por encima de la elevación, pero los musulmanes mataron a un número sin fin de su pueblo y no apartaron sus lanzas de las ancas de los que huían, ni sus espadas de sus cuellos, antes de haber saciado la sed que sus armas tenían en la sangre de los infieles y obligarlos a beber hasta el fin el amargo cáliz de la muerte».
Sobre la elevación, por un momento, Alfonso miró hacia atrás al Campo de los Arroyos, su campo de batalla. El polvo lo cubría, él y los suyos se hallaban cubiertos de polvo. El polvo cubría los cascos y las armaduras. El polvo era tan denso sobre todo el campo que amortiguaba aquel ruido estrepitoso compuesto por el rechinar de las armaduras y los gritos de los hombres, el piafar de los corceles, el trote y los relinchos de los caballos, el sonido de las trompetas. Tampoco el rey de Castilla con su aguda vista podía distinguir con toda claridad lo que sucedía en aquella mezcla gris de calor, neblina y polvo. Pero sabía que en medio de aquel polvo y de aquel griterío quedaba destruida su fama, quedaba destruida Castilla. Pero antes de que pudiera expresarlo en palabras o ser plenamente consciente de ello, los suyos lo apartaron del lugar
Mientras tanto los musulmanes saqueaban el campamento castellano. Tomaron como botín armas, tesoros, artillería de guerra, provisiones de todo tipo, también varios cientos de nobles halcones de caza, también muchos ornamentos litúrgicos, entre ellos las vestiduras de gala que los caballeros de Calatrava habían querido vestir en la celebración de la victoria.
«El número de cristianos que murió a manos de los creyentes —informa el cronista— no puedo calcularlo, nadie pudo calcularlo. Los muertos cristianos eran tantos, que sólo Alá, que también los había creado a ellos, conocía su número».
Desde la batalla de Zalaca, hacía ciento doce años, los musulmanes no habían tenido una victoria de tal envergadura. Tan terrible fue el espanto de los cristianos, que también los defensores de Alarcos sintieron paralizado su corazón. Pocos días después entregaron la mayor fortaleza de Castilla. Los vencedores, sin embargo, para que el terror se siguiera extendiendo, destruyeron con sus terribles máquinas de guerra los muros y las casas de la ciudad y de la fortaleza de Alarcos hasta sus cimientos y sobre éstos esparcieron sal.