Capítulo III
LOS hermanos Fernán y Gutierre de Castro no dejaron que sus amenazas contra el hombre que había instalado a un circunciso en su castillo quedaran en meras palabras. Hicieron incursiones armadas en los territorios de Don Alfonso. En una ocasión llegaron incluso hasta la ciudad de Cuenca. Atacaban a los viajeros y se los llevaban prisioneros a sus castillos. Robaban a los campesinos castellanos sus rebaños. Se retiraban con el botín a sus montañosas tierras del Albarracín, de difícil acceso.
Don Alfonso estaba furioso. Desde que tenía uso de razón había odiado a los Castro. Cuando a los tres años de edad se convirtió en rey, un Castro gobernó en su nombre, y había tratado al niño mal y con dureza, y Alfonso se alegró cuando finalmente Manrique de Lara hizo caer a los Castro. Pero los Castro siguieron siendo poderosos en su condado y tenían muchos seguidores entre los grandes de Castilla.
Sus nuevas e insolentes violencias hicieron que a Alfonso le hirviera la sangre en las venas. Las cosas no podían continuar así. Sitiaría sus castillos y los destruiría, haría despellejar a los dos y los encerraría en un convento; no, les haría cortar la cabeza.
En el fondo, sabía que una expedición armada de este tipo ocasionaría peligrosos conflictos con su tío, el rey de Aragón.
Desde siempre, tanto Aragón como Castilla habían exigido la soberanía sobre el condado de los Castro, las tierras montañosas del Albarracín, que se encontraban entre Castilla y Aragón. Tras la muerte del último conde regente, sus hijos Fernán y Gutierre de Castro se habían negado a reconocer cualquier soberanía. Si ahora Alfonso atacaba sus tierras, éstos solicitarían la protección de Aragón, y su tío Raimúndez, el rey de Aragón, no dejaría pasar la ocasión de tomarlos como vasallos y defenderlos contra el ataque de Alfonso. Esto significaría la guerra con Aragón.
Pero Alfonso rechazaba estos pensamientos antes de que tomaran cuerpo. ¡Marcharía contra los Castro! Mandaría llamar a Jehuda. Éste tenía que conseguirle el dinero necesario.
Jehuda, mientras se encaminaba al castillo del rey, se encontraba de inmejorable humor. No sabía lo que Alfonso, a quien hacía mucho tiempo que no había visto, quería de él, y le alegraba poder rendirle cuentas; podía informarle acerca de éxitos, sí, llevaba con él la prueba palpable de su éxito, una pequeña realidad que divertiría y alegraría a Don Alfonso.
Apareció ante el rey y le informó. Varios ricos-hombres, nueve para ser exactos, que se habían retrasado mucho en sus pagos, habían ratificado con su firma y su sello que, a cambio de sucesivos aplazamientos, renunciaban en favor del rey a todo derecho de señorío sobre determinadas ciudades. Jehuda, además, podía informar de once nuevas granjas, de una instalación de prueba para criar gusanos de seda en las cercanías de Talavera, de nueve grandes talleres aquí en Toledo y en Burgos y también en Avila, Segovia y Valladolid.
Y por fin se dispuso a darle la gran sorpresa.
—Tú, mi señor —dijo—, me manifestaste tu descontento por el hecho de que todavía no haya traído al reino fundidores de oro y maestros en el arte de acuñar monedas. Permíteme ofrecerte hoy el primer producto de tu fundición de oro.
Y sonriendo orgulloso entregó a Don Alfonso aquello que le había traído.
El rey lo tomó, lo miró y su rostro adquirió una expresión radiante. Hasta el momento, en los reinos cristianos de la Península sólo podían encontrarse monedas de oro árabes. Lo que ahora tenía en las manos era la primera moneda de oro de la Hispania cristiana, y se trataba de una moneda castellana. Deslumbrante, en un tono amarillo rojizo brillante, sobresalía claramente reconocible su perfil, el del rey, y a su alrededor podía leerse en latín: «Alfonsus, rey de Castilla por la gracia de Dios». En la otra cara podía verse el patrón de Hispania, el apóstol Jaime, Santiago; montaba a caballo con la espada levantada, tal y como él en tantas ocasiones había ayudado a los ejércitos cristianos sin resuello a destruir a los infieles.
Avido, con un placer infantil, Don Alfonso miraba y palpaba la hermosa pieza. Así que, a partir de ahora, su rostro recorrería las tierras de la cristiandad y también las del islam acuñada sólidamente en buen oro, recordando a todos que Castilla estaba bien protegida por Santiago y por él, Don Alfonso.
—Lo has hecho muy acertadamente, Don Jehuda.
—Lo alabó, y su claro rostro y sus diáfanos ojos mostraban tanta alegría que Jehuda olvidó todo aquello desagradable que le había hecho aquel hombre.
Pero entonces la imagen del guerrero Santiago recordó al rey sus propósitos y el motivo por el que había hecho llamar a su Escribano, y con viveza y sin transición le dijo:
—Puesto que hay dinero, puedo emprender represalias contra los Castro. ¿Crees que seis mil maravedíes de oro bastarán para la expedición?
Don Jehuda, arrancado de súbito de su alegría, expuso que sin duda los Castro solicitarían la protección del rey de Aragón y que el rey Raimúndez los aceptaría como vasallos.
—Tu ilustre tío Raimúndez atacará —explicó apremiante— y tiene un respetable ejército preparado para la lucha, que ha reunido en la Provenza para este fin, y sus arcas para la guerra están llenas. Te verás implicado, Don Alfonso, en una guerra con Aragón en condiciones seguramente muy desfavorables.
Don Alfonso no quería oír nada de todo esto.
—No me vengas con argumentos tan flojos —rechazó a Jehuda—, unos cuantos cientos de buenos lanceros bastarán contra los Castro, entiendo bastante de ataques rápidos, se tratará de un ataque por sorpresa y nada más. Una vez que haya tomado el Albarracín, o aunque sea sólo Santa María, mi débil tío de Aragón se contentará con maldecir y ya no atacará. Consígueme los seis mil maravedíes de oro, Don Jehuda —insistió.
Jehuda sabía que lo que el rey quería hacerle creer y hacerse creer a si mismo era una vana esperanza. Don Raimúndez, aunque era un hombre pacífico, si tenía una buena excusa, declararía la guerra a Don Alfonso.
El rey Raimúndez sentía una profunda animadversión hacia su sobrino Alfonso, y no sin motivo. Castilla, basándose en viejos papeles, exigía la soberanía sobre las tierras de Aragón. Esta soberanía era una cuestión de prestigio. El enormemente poderoso rey de Inglaterra, por ejemplo, reconocía, en su calidad de dueño de muchos señoríos francos, la soberanía del rey de Francia, aunque este reinara sobre una parte de Francia mucho más pequeña que la suya. En el fondo, también al anciano rey Raimúndez de Aragón le era indiferente el hecho de poseer más o menos prestigio. Pero veía en su fogoso sobrino la encarnación de un ideal caballeresco, vacío y anticuado, y le ponía de mal humor que muchos, incluso su propio hijo, fueran partidarios de ésta caballería ajena a la realidad y admiraran a Don Alfonso como a un héroe. Por eso había calificado de sin sentido, caduca, la exigencia de Don Alfonso, según la cual debía reconocerlo como señor. Alfonso, por su parte, no desaprovechaba ninguna ocasión para repetir sus exigencias, y hablaba siempre de que llegaría el día en que el desvergonzado reino de Aragón se arrodillaría ante él, reconociéndolo como señor por voluntad de Dios.
De modo que si Alfonso emprendía realmente la campaña, era inevitable un ataque de Aragón, y Don Jehuda reflexionaba pensando cómo podría hacerle entender esto al rey con palabras prudentes. Don Alfonso conocía ya de antemano las objeciones de Jehuda y no quería saber nada de ellas, de modo que se le anticipó.
—Al fin y al cabo, tú tienes toda la culpa —le dijo airado—, porque te has instalado en la casa de los Castro.
A lo largo de aquellos meses, Don Jehuda se había forjado un segundo rostro, una expresión de silenciosa cortesía. Pero no podía dominar su voz: tartamudeaba y ceceaba cuando se sentía agitado, y así lo hizo ahora al responder:
—Una batalla contra los Castro, mi señor no costará seis mil maravedíes de oro, sino doscientos mil. Vuestra Majestad debe convencerse de que, bajo ninguna circunstancia, Aragón permanecerá tranquilamente cruzado de brazos si actúas contra los Castro.
Se decidió a comunicar al rey un último e irrefutable argumento.
—Ya sabes que mi sobrino, Don Joseph Ibn Esra, es alfaquí en la corte de Aragón y está enterado de los planes del rey Más de una vez, tu ilustre tío ha pensado prestar ayuda por las armas a los Castro. Mi sobrino y yo hemos intercambiado cartas y consejos, y Don Joseph ha conseguido detener a su rey Él es quien me ha avisado. Los señores de Castro tienen la firme promesa de Aragón de apoyarlos si tú los atacas.
La joven frente de Alfonso se frunció profundamente.
—Tú y tu señor sobrino —dijo— parecéis conspirar apasionadamente.
—Te habría comunicado la advertencia de Don Joseph hace días —repuso Jehuda—, pero no me concediste la gracia de mostrarme su rostro.
El rey andaba a grandes zancadas de un lado a otro. Don Jehuda añadió:
—Comprendo que Vuestra Majestad se sienta empujado a castigar a estos desvergonzados barones. También a mí, permíteme esta observación tan osada, me gustaría. Pero ten la virtud de esperar todavía un poco. Considerándolo detenidamente y con tranquilidad, los daños que los Castro han infringido no son muy grandes.
—Tienen a súbditos míos en sus calabozos —gritó Alfonso.
—Da la orden —propuso Jehuda—, y yo liberaré a los prisioneros. Son gente baja. Se tratará sólo de un par de cientos de maravedíes.
—¡Cállate! —rugió Alfonso—, un rey no libera a sus súbditos de un vasallo suyo, pero esto tú no puedes entenderlo, buhonero.
Jehuda empalideció. La cuestión de si los Castro eran vasallos o no de Don Alfonso era precisamente el motivo de la discusión. Pero aquellos insolentes consideraban el robo y el asesinato la única forma decente de arreglar las diferencias de opiniones. Le habría gustado decirle al rey: ¡Haz tu campaña, caballero necio! Te daré tus seis mil maravedíes de oro. Pero todos sus planes se vendrían abajo si se iniciaba una guerra con Aragón. Debía impedir esta batalla.
—Tal vez —reflexionó— podría liberarse a los prisioneros sin poner en peligro la dignidad real. Quizás podría conseguirse que los Castro entregaran los prisioneros a Aragón. Permíteme negociarlo. Quizás, si me autorizas, vaya yo mismo a Zaragoza para consultar con Don Joseph. Te ruego que me prometas una cosa, mi señor: que no iniciarás tu expedición contra los Castro antes de haberme permitido volver a hablar de ello contigo.
—¿Qué sacarás de esto? —exclamó encolerizado Alfonso. Pero admitía el sinsentido de sus proyectos. Lamentablemente, el judío tenía razón.
Tomó la moneda de oro, la sopesó, la contempló. Su rostro volvió a iluminarse.
—No prometo nada —dijo—, pero reflexionaré sobre todo lo que me has dicho.
Jehuda se dio cuenta de que no podría conseguir nada más. Solicitó autorización y emprendió el viaje a Aragón.
El canónigo Rodrigue, a pesar de la ausencia de Jehuda, visitaba con frecuencia el castillo Ibn Esra. Buscaba la compañía del viejo Musa.
Cuando estaban juntos se sentaban en el pequeño vestíbulo, contemplando la tranquilidad del jardín, escuchando la suave y saltarina caída del agua siempre regular, siempre cambiante, y mantenían largas conversaciones. A lo largo de las paredes corrían los brillantes frisos rojos, azules y dorados con las sabias sentencias. Las rizadas letras de la nueva escritura árabe, enredadas entre sí, rodeadas de ornamentos florales, se convertían en arabescos formando un multicolor tejido que cubría las paredes como una alfombra. Entre los veleidosos adornos destacaban los angulosos signos cúficos del árabe antiguo y los macizos caracteres hebreos, que se unían para formar las sentencias, se deshacían, se mezclaban con otros, resurgían inquietantes y desconcertantes.
Rodrigue seguía a través de la espesura de ornamentos y arabescos los versículos hebreos que tiempo atrás, en su primera visita, Musa tradujo: «Una misma es la suerte de los hijos de los hombres y la suerte de las bestias… no hay más que un hálito para todos… ¿quién sabe si el hálito del hombre sube arriba y el de la bestia baja abajo, a la Tierra?». Ya entonces había intranquilizado al canónigo que estos versículos, tal y como Musa los leía, sonaran distintos a la versión latina que a él le resultaba tan familiar. Hizo acopio de valor y quiso discutir con Musa sobre ello. Pero éste le advirtió amistosamente:
—No deberías dejarte llevar por observaciones tan peligrosas, mi venerable amigo. Tú sabes que cuando Jerónimo tradujo la Biblia, el mismo Espíritu Santo lo inspiró, de modo que las palabras que Dios intercambia con Moisés en latín no son menos divinas que las hebreas. No pretendas ser demasiado sabio, reverendo Don Rodrigue. El perro de la duda tiene un sueño ligero. Podría despertarse y ladrar contra tus convicciones, y entonces estarías perdido. Además, muchos de tus hermanos en otros reinos cristianos llaman a nuestra Toledo la ciudad de la magia negra, y nuestros rizados signos árabes y hebreos les parecen garabatos de Satán. Acabarán por considerarte un hereje si eres tan curioso.
A pesar de todo, los tranquilos ojos de Don Rodrigue no se apartaban de las desconcertantes inscripciones. Pero todavía más que ellas intranquilizaba al canónigo el hombre que las había hecho grabar en las paredes. El viejo Musa —Don Rodrigue se había dado pronto cuenta— era profundamente ateo, ni siquiera creía en su Alá ni en Mahoma, y a pesar de ello aquel pagano era amable, paciente y bueno. Y además, y sobre todo, era un hombre verdaderamente instruido. Él, Rodrigue, había estudiado lo que la ciencia cristiana podía enseñarle, el Trivium y el Quadrivium, gramática, dialéctica y retórica, aritmética, música, geometría y astronomía, y además toda la sabiduría árabe autorizada y toda la teología; pero Musa sabía mucho más, y sobre todo había reflexionado sobre todo ello y era uno de los más hermosos dones de Dios poder conversar con aquel ateo.
—¿Un hereje yo? —respondió ahora con amable melancolía a la advertencia del otro—, me temo que eres tú el hereje, mi querido y sabio Musa. Y no sólo eres un hereje, sospecho, sino un absoluto pagano que ni siquiera cree en las verdades de su propia fe.
—¿Eso temes? —preguntó el anciano feo e instruido mientras dirigía su mirada firme y apremiante al tranquilo rostro de Rodrigue.
—Lo temo —repuso éste—, porque soy tu amigo y porque me duele que acabes ardiendo en el infierno.
—¿Acaso no sucederá esto igualmente? —se informó Musa—. ¿No estoy condenado a arder en el infierno por el simple hecho de ser musulmán?
—No necesariamente, querido Musa —lo instruyó Rodrigue—, y seguramente no a tan elevada temperatura.
Musa, tras una breve pausa, dijo pensativo y ambiguo:
—No hago muchas diferencias entre los tres profetas, probablemente en esto tengas razón. Para mí, es tan válido Moisés como Cristo, y este tanto como Mahoma.
—No debería siquiera escuchar estas cosas —dijo el canónigo apartándose un poco—, debería proceder contra ti.
Musa cambió de tono cortésmente y dijo:
—Entonces no he dicho nada.
Cuando Musa discutía así, de vez en cuando se levantaba, se acercaba a su pupitre y, mientras hablaba, garabateaba círculos y arabescos. Rodrigue miraba lleno de envidia y reprobación cómo el otro malgastaba tan alegremente el valioso papel.
El canónigo le leía gustoso a Musa partes de su crónica para que éste las completara y corrigiera. En esta crónica se hablaba mucho de los santos difuntos. Habían participado en la lucha contra los infieles sin permitirse un respiro y a menudo los habían vencido; también sus reliquias, llevadas en estuches, habían otorgado algunas victorias a los cristianos. Musa observó que los santos restos también habían sido testigos de algunas derrotas cristianas, pero lo dijo con dulzura e imparcialidad y comprendía que Don Rodrigue no informara acerca de ello. En general, escuchaba al canónigo con ánimo comprensivo y lo reafirmaba en la creencia de la importancia de su obra.
Pero cuando Musa también leía en voz alta su propia Historia de los musulmanes en Hispania, al pobre y feliz Rodrigue le parecía que lo que él escribía era desesperadamente primitivo. Sentía calor y frío al escuchar aquella obra histórica tan peculiar e inteligente. «Los Estados —podía leerse en ella— son una institución divina, surgen de las fuerzas naturales de la vida. El agrupamiento social es necesario para el mantenimiento de la especie humana y la cultura, el poder estatal es necesario para que los hombres no se maten entre sí ya que son por naturaleza malvados. La fuerza, que convierte al Estado en una formación unida, es la asabidscha, la unión interior, fruto de la voluntad, la historia y la sangre. Los Estados, los pueblos, las culturas, tienen, como todas las cosas creadas, su tiempo de vida determinado por la naturaleza, y al igual que los seres individuales recorren cinco edades: su aparición, su crecimiento, su florecimiento, su decadencia y su desaparición. Una y otra vez, la civilización se convierte en debilidad, la libertad en dudas y los Estados, las naciones y las culturas se separan unas de otras de acuerdo con leyes estrictas y perpetuas, constantemente, inconsistentes como las dunas de arena migratorias».
—Si te entiendo bien, mi querido amigo Musa —reflexionó en cierta ocasión Don Rodrigue después de una de estas lecturas—, entonces no crees en ningún Dios, sino sólo en el Kadar, en el destino.
—Dios es el destino —replicó Musa—. Ése es el resultado de la suma de conocimientos tanto del Gran Libro de los judíos como del Corán.
Su mirada, y la de Rodrigue la acompañó, se deslizó por un proverbio del Eclesiastés que decía: «Todo tiene su momento, y todo cuanto se hace bajo el sol tiene su tiempo. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de curar; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de amar y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra y tiempo de paz. ¿Qué provecho saca el que se afana en aquello que hace?». Y cuando Musa se dio cuenta de que el canónigo había comprendido aquella frase siguió:
—Y en la azora ochenta y uno del Corán, aquella que trata de la muerte, dice el Profeta: «Eso es una Instrucción para los mundos, para quienes, de entre vosotros, quieren seguir el buen camino. Pero no lo querréis si no lo quiere Dios, Señor de los mundos». Ya ves, mi venerable amigo, tanto Salomón como Mahoma llegan a la misma conclusión: Dios y el destino son idénticos, o expresado filosóficamente: Dios es la suma de todas las casualidades.
Cuando Don Rodrigue oía estas cosas se sentía angustiado y decidía no volver a visitar el castillo Ibn Esra. Pero dos días más tarde volvía a hallarse sentado en el abierto vestíbulo bajo las desconcertantes inscripciones. De vez en cuando incluso llevaba consigo alguno de sus estudiantes, sobre todo al joven Benjamín.
A veces también acudía Doña Raquel al vestíbulo circular y escuchaba cómo aquellos señores instruidos intercambiaban reposadas frases mientras se oía el silencioso murmullo de la fuente.
En cierta Ocasión, la presencia de Benjamín recordó a Raquel la historia del rabí Chanan Ben Rabua, y preguntó al canónigo qué sabía de él y de sus máquinas para medir el tiempo; no podía quitarse de la cabeza lo que Don Benjamín le había contado acerca de la persecución que había sufrido aquel instruido rabí, de cómo había destruido su propia obra, de las torturas a que había sido sometido y de su muerte en la hoguera. Don Rodrigue no quería admitir que se hubiera torturado a personas instruidas a causa de su saber y no había incluido la historia del rabí Chanan en su crónica.
—He echado un vistazo a las cisternas de La Galiana —explicó—, se trata de unas cisternas completamente corrientes; no creo que nunca hayan servido para medir el tiempo. Tampoco considero digno de crédito que el rabí Chanan fuera torturado y ejecutado. En los documentos no he encontrado nada que lo confirme.
El joven Don Benjamín, mortificado por el hecho de que el canónigo dudara de la veracidad de la historia del rabí Chanan, dijo humildemente pero con firmeza:
—Pero fue un sabio extraordinario. Estarás de acuerdo en reconocerlo, venerable Don Rodrigue. No sólo fabricó un fantástico astrolabio, sino que además tradujo las obras de Galeno al árabe y al latín, salvando de este modo para nuestros tiempos la ciencia médica de los antiguos.
Don Rodrigue no quiso entablar una discusión con el joven, pero empezó a hablar de los grandes médicos que había tenido la antigua cristiandad. Entre ellos se contaban los santos Cosme y Damián, por cierto de origen árabe, que en la época de Galeno consiguieron curaciones maravillosas, no menos importantes que la de éste. Sus rivales los denunciaron por ser cristianos. Los jueces los condenaron y fueron arrojados al mar: pero vinieron los ángeles y los salvaron. Fueron arrojados al fuego: pero el fuego no podía hacerles nada. Les arrojaron piedras: pero las piedras cambiaron su rumbo y apedrearon a sus enemigos. Y aun después de muertos fueron causa de sorprendentes curaciones. Por ejemplo, la de un hombre que tenía una pierna gangrenada hasta el muslo. Rezó frente a la imagen de los dos santos. Se quedó dormido y soñó que los dos santos le cortaban la pierna enferma y se la cambiaban por la de un árabe muerto. Y realmente cuando despertó tenía una pierna nueva y sana; también fue encontrado el árabe muerto cuya pierna le habían implantado los santos.
—Debían de ser grandes magos —reconoció Doña Raquel. Pero Musa dijo:
—Los grandes médicos musulmanes alcanzaron sus mejores éxitos curativos en vida. Y también conozco algunos cristianos que cuando tienen alguna enfermedad grave consultan preferentemente con un médico judío o musulmán.
Don Rodrigue, menos apacible que normalmente, respondió:
—Los cristianos predican que la modestia es una virtud. Musa reconoció amigablemente:
—Predicarlo sí que lo predicáis, mi venerable amigo.
Don Rodrigue se rió.
—No me lo tomes a mal —dijo—, si alguna vez me pongo enfermo me sentiré muy afortunado si me atiendes tú, oh sabio Musa.
Don Benjamín había estado dibujando a escondidas en su libro de anotaciones. Mostró a Doña Raquel lo que había hecho. Podía verse a un cuervo sobre un árbol, y el cuervo tenía el rostro de Musa. Se trataba indiscutiblemente de un retrato, por lo tanto, de algo absolutamente prohibido. Pero era un retrato divertido, sin malicia, y a Raquel le gustó el dibujo y aquel que lo había hecho.
Puesto que el rey no había emprendido nada contra los Castro, los partidarios de éstos se hicieron cada vez más insolentes. Así como las gentes de su tiempo defendieron en Burgos a su héroe nacional, él Cid Campeador, contra Alfonso VII, defendían ahora los barones rebeldes a los Castro contra el octavo:
—Qué buenos vasallos serían si tuvieran un rey mejor.
Los señores de Núñez y de Arena, puesto que el rey les exigía el pago de contribuciones atrasadas, se burlaban:
—Anda ven, Don Alfonso, ven a buscar el dinero que nos reclamas, de la misma manera que rescatas a tus súbditos del castillo de los Castro.
Don Alfonso estaba furioso. Si no quería que todos sus barones se levantaran contra él, no debía seguir permitiendo que los Castro se salieran con la suya.
Convocó a sus hombres de confianza a un congreso. Allí estaban Don Manrique de Lara y su hijo Garcerán, el arzobispo Don Martín de Cardona y el canónigo Don Rodrigue; el Escribano Mayor, Don Jehuda, todavía estaba en Aragón.
Ante sus amigos dio rienda suelta Don Alfonso a su rabia e impotencia. Los Castro le infringían una ofensa tras otra mientras su Escribano negociaba con el ambiguo rey Raimúndez pretendiendo solucionar un enfrentamiento entre caballeros como si se tratara de un negocio; además, el judío era el principal culpable de aquel repugnante asunto, ya que se había instalado en la casa de los Castro.
—Lo mejor que puedo hacer —decidió encolerizado— es echarlo. Don Manrique lo apaciguó:
—Sé justo, mi señor. Nuestro judío se ha ganado su castillo. Ha conseguido más de lo que prometió. Tus grandes te pagan impuestos en época de paz. En estos momentos, diecisiete ciudades que pertenecían a los grandes están bajo tu dominio. Y si los Castro mantienen prisioneros a unos cuantos de tus súbditos, muchos cientos de tus caballeros y criados que estaban presos en Sevilla son ahora libres.
El arzobispo Don Martín, de rostro enrojecido, redondo y poco delicado y pelo cano, lo contradijo. Aquel hombre, medio sacerdote, medio caballero, mantenía una actitud beligerante. Los ropajes que mostraban su dignidad no ocultaban la armadura que llevaba siempre debajo, ya que allí en Toledo, tan cerca de los musulmanes, consideraba que estaba en una constante Guerra Santa.
—Tienes muchas palabras halagüeñas para tu judío, noble Don Manrique —dijo con su estridente voz—. Reconozco que este nuevo Ibn Esra ha conseguido, como por arte de magia, cientos de miles de maravedíes de oro, algunos de ellos para el rey nuestro señor. Pero, por otro lado, ha causado a la santa Iglesia grandes pérdidas. ¡No cerréis los ojos ante la realidad, señores! La judería de Toledo ha sido siempre insolente. Ya lo era en tiempos de nuestros antepasados godos, y puesto que has tenido a bien, señor, dar el cargo a ese Jehuda, la desvergüenza de la aljama se ha hecho insoportable. Su cabecilla, ese Efraim Bar Abba, no sólo se niega a pagarme mis diezmos, y en este tema lamentablemente está respaldado por tu autoridad, mi señor sino que osa pronunciar en la sinagoga, con provocativa firmeza, la bendición de Jacob: «No faltará de Judá el cetro, ni de entre sus pies el báculo», a pesar de que le he explicado a este hombre, basándome en los escritos de los padres de la Iglesia, que la bendición de Jacob sólo fue válida hasta la llegada del Mesías y que con la aparición del Redentor ha perdido su valor. Pero sólo nosotros, los cristianos, comprendemos el verdadero sentido de los misterios ocultos en las Escrituras. Los judíos son semejantes a animales irracionales y se quedan sólo en la superficie.
—Quizás —opinó suavemente el canónigo— no deberíamos ser demasiado estrictos al juzgar a la aljama de Toledo. En aquella época en que los judíos de Jerusalén, ciegos, pecadores y arrogantes, arrastraron a nuestro señor Jesucristo ante el tribunal, la comunidad judía de Toledo mandó al sumo sacerdote Caifás un mensaje advirtiéndole que no hiciera crucificar al Redentor. Así puede leerse claramente en los antiguos libros. El arzobispo dirigió a Don Rodrigue una airada mirada pero reprimió una respuesta. Existía un extraño lazo entre él y su secretario. El arzobispo era piadoso, honesto y consciente de que su temperamento belicoso, a veces, le hacía pronunciar palabras y llevar a cabo acciones poco propias del primado de Hispania, del sucesor de San Eugenio y de San lldefonso, y como penitencia por los pecados que le llevaba a cometer su temperamento belicoso soportaba la carga de la constante presencia de Don Rodrigue, que era manso de corazón; tenía intención de utilizar este argumento en su favor en el juicio final si se le reprochaba que a menudo el soldado que había en él había prevalecido sobre el sacerdote.
Así pues, en vez de dirigirse a Don Rodrigue se dirigió al rey:
—Cuando en su momento, obedeciendo a la necesidad y a tus consejeros, hiciste llamar al judío, te advertí, Don Alfonso, y te lo predije: llegarán días en que lamentaras haberlo llamado. El santo concilio tuvo sus buenos motivos para prohibir a los reyes de la cristiandad que confiaran altos cargos a los infieles.
Don Manrique dijo:
—También el rey de Inglaterra y el de Navarra, así como los reyes de León, Portugal y Aragón, han conservado a sus ministros judíos a pesar de las conclusiones del concilio lateranense. Se contentaron con manifestar al Santo Padre su pesar. Lo mismo hizo el rey nuestro señor. En esta cuestión, además, pudo tomar como precedente el ejemplo de sus ilustres antepasados. Alfonso VI, el emperador de Hispania, tuvo dos ministros judíos; Alfonso VII, cinco. No sé cómo Castilla habría podido construir tantas iglesias en honor de sus santos y tantas fortalezas contra los musulmanes sin la ayuda de los judíos.
—Permíteme, además, recordarte con todo respeto, mi reverendísimo padre —siguió el canónigo—, a nuestro amigo el honorable obispo de Valladolid. Tampoco él conseguía cobrar sus impuestos y tuvo que confiar a nuestro Jehuda su recaudación.
Esta vez Don Martín no pudo reprimir la ira en su pecho.
—Tienes muchas virtudes, —Don Rodrigue rugió—, casi eres un santo y por eso te soporto. Pero déjame decirte con toda humildad: a veces tu delicadeza y tolerancia rayan en la desvergüenza.
El rey no prestó atención a esta discusión. Permanecía sumido en sus propios pensamientos, y ahora manifestó lo que le preocupaba:
—A veces me he preguntado por qué Dios ha dado a los infieles las fuerzas que nos ha negado a nosotros. Me hago la siguiente reflexión: Puesto que los ha maldecido para la eternidad, y precisamente por este motivo, en su misericordia, les ha concedido durante el breve tiempo que pasarán en la tierra una gran sabiduría, el uso magistral de la palabra y el don de reunir tesoros.
Los otros aguardaron en silencio, desconcertados. Resultaba extraño que el rey manifestara tan abiertamente sus pensamientos más íntimos, de hecho era impropio. Pero el rey tenía el derecho, que le daba su realeza, de decir despreocupadamente lo que le pasara por la cabeza.
El joven Don Garcerán volvió al objeto del consejo.
—Hay una cosa, mi señor, que podrías hacer —propuso—. Si no marchas contra los Castro, instala una guarnición en la frontera. Instala soldados en la ciudad de Cuenca.
—Es un buen consejo —aprobó con su sonora voz el arzobispo.
—Sí, instala soldados en Cuenca, y que no sean pocos, de modo que a los Castro se les quiten las ganas de atacar a tus súbditos.
Don Alfonso había pensado ya en esta solución, pero prefería que fueran otros quienes la propusieran.
—Sí, lo haré —anunció. Y añadió—: Contra esto ni siquiera nuestro judío tendrá nada que objetar —manifestó furioso y alborozado.
Don Manrique consideró que bastarían tres escuadrones para asegurar Cuenca frente a los Castro. Don Alfonso argumentó que, como consecuencia de las incursiones de los Castro, también al emir de Valencia podría apetecerle conquistar la ciudad, era mejor mandar más soldados. Mandaría doscientas lanzas a Cuenca. El arzobispo, que era considerado un experto en el arte de la guerra, propuso que algunos soldados se mantuvieran siempre en movimiento para proteger las granjas amenazadas o para dar escolta a los ciudadanos que se encontraran de viaje.
—¡Manda trescientas lanzas Don Alfonso! —exigió.
Don Alfonso mandó quinientas lanzas.
Encargó el mando de estas tropas a su amigó Don Esteban Illán, un joven señor valiente e inteligente. Antes de que Don Esteban partiera, el rey lo abrazó:
—No toleres que se me insulte de nuevo, Don Esteban, no consientas ni la más mínima impertinencia, y si las gentes de Castro roban siquiera una gallina en nuestros territorios, no lo permitas, persíguelos hasta su Santa María y recupera la gallina, aunque nos cueste diez soldados.
Le dio el guante, símbolo de una misión caballeresca. Don Esteban le besó la mano y dijo:
—No tendrás motivo alguno de queja, Don Alfonso.
Los soldados ocuparon la pequeña ciudad de Cuenca y los pueblos de los contornos. Recorrían la frontera, claramente definida, con las montañosas tierras del Albarracín, pero ni uno de los soldados de los Castro se dejó ver, pasó una semana y otra. Los soldados de Don Esteban murmuraban y se quejaban de aquella misión tan aburrida, las gentes de Cuenca maldecían la opresora presencia de los soldados.
Jehuda, mientras tanto, estaba en Zaragoza y negociaba con su sobrino Don Joseph Ibn Esra. Éste, un inteligente señor grueso, plácido, sociable y escéptico, dio a entender que adivinaba los más profundos y verdaderos motivos de Jehuda. Pero a él también le interesaba que la paz se mantuviera y lo recibió amistosamente. Lo que Jehuda quería era que Aragón liberara a los prisioneros castellanos de los Castro y los devolviera a Don Alfonso; éste, a su vez, renunciaría a sus derechos sobre la ciudad de Daroca. La propuesta de Jehuda no le pareció injusta a Don Joseph, y estaba convencido de que podría hacerla atractiva a su señor, aunque, por supuesto, no había que precipitar las cosas. El rey Raimúndez se hallaba en campaña muy ocupado con el feliz término de la guerra contra el conde de Toulouse, y Don Joseph debía esperar el momento oportuno para presentarle asuntos de tan poca importancia. Dentro de unas dos semanas viajaría al campo de batalla donde se encontraba Don Raimúndez. Durante este tiempo, Don Jehuda debería tener paciencia. Después, podría presentarse también él ante Don Raimúndez.
Don Jehuda sacó partido de aquellas dos semanas, viajó a Perpiñán y llevó a buen fin un complicado negocio. Viajó a Toulouse para visitar a un pariente, Meïr Ibn Esra, el bailli judío de esa ciudad. Y después continuó viaje hacia el campamento del rey Raimúndez. Don Joseph le prestó lealmente su ayuda, y Don Raimúndez lo escuchó con benevolencia. Pero el rey era un hombre lento y minucioso y se necesitó otra semana entera antes de que éste se decidiera a decir que sí.
Jehuda respiró aliviado. El más desagradable de los absurdos obstáculos que ponían en peligro su obra de paz había sido eliminado. Mandó un correo a Don Alfonso con la noticia de que el gozoso acuerdo se había firmado y sellado, y que él mismo, Jehuda, estaría de regreso dentro de pocos días.
Pero esta noticia todavía no había llegado a Toledo cuando Don Alfonso recibió una larga y complicada carta de su amigo Illán.
Había sucedido inesperadamente. Vasallos armados de Castro habían querido robar un rebaño de ovejas en territorio castellano. Los hombres de Don Esteban los habían perseguido hasta los territorios de los Castro. Y allí se toparon con un enjambre de caballeros y de escuderos. Se cruzaron insultos y hubo una escaramuza. Uno de los caballeros murió en la reyerta, desgraciadamente se trataba de uno de los hermanos Castro, el conde Fernán. No puede negarse —escribía don Esteban— que Fernán de Castro, en el momento en que la flecha castellana lo atravesó, no iba armado para la lucha, sino que iba equipado tan sólo como si fuera de cacería y llevaba sobre su guante a su halcón preferido. El porqué el soldado castellano lanzó la imprudente flecha era prácticamente imposible de dilucidar; en cualquier caso, él, Esteban, había hecho colgar al soldado culpable.
Don Alfonso leía, y sintió que se le encogía el corazón. El asunto no había podido terminar peor. Un vulgar escudero había matado de un modo deshonroso a un señor de la alta nobleza que no iba armado, en cumplimiento de una orden suya, de Alfonso. Toda Hispania se levantaría airada en insultos contra él, el rey de Castilla.
Ahora el otro Castro, Gutierre, tendría un motivo justificado y caballeresco para vengar a su hermano. Acudiría a Aragón, y el rey Raimúndez, vencedor en la Provenza, recibiría con agrado la excusa que le permitiría declararle la guerra a él, a Alfonso, el odiado sobrino. Se encontraba a las puertas de la absurda guerra con Aragón, que no había deseado, contra la que todos lo habían advertido.
Alfonso se sintió avergonzado al pensar en Jehuda. Se avergonzaba al pensar en todos sus consejeros. Ante toda la cristiandad. Pero, sin embargo, sólo había hecho lo que cualquier otro caballero en su caso. Era su obligación como rey proteger a su fiel ciudad de Cuenca y mandar allí a las tropas. Tampoco nadie podría censurarle que hubiera otorgado el mando al inteligente Esteban Illán. Don Esteban era su amigo y un buen caballero, y además llevaba el huesecillo de San Ildefonso fundido en su espada. ¡Ah!, la santa reliquia no había detenido a Satanás. Porque el que las cosas hubieran acabado de aquella manera era una desgracia infernal, era un ardid de Satanás, y nadie era culpable, ni él, ni Don Esteban, ni Fernán de Castro ni siquiera el judío. Pero toda la cristiandad le echaría la culpa a él, a Alfonso.
No, Jehuda no le había traído suerte. Y ahora que necesitaba urgentemente su consejo, no estaba presente.
Era bueno que no estuviera allí. Ahora no habría podido enfrentarse a él. No habría soportado su charla inteligente y llena de reproches. Tenía que haber alguien que lo comprendiera plenamente, que reconociera su inocencia, que entendiera su enorme desgracia, una persona muy próxima a él que le apoyara.
Sin esperar a Jehuda, con un pequeño séquito, emprendió el galope en dirección a Burgos para reunirse con su reina, con Doña Leonor.