Capítulo III
DURANTE todo ese tiempo, Raquel había estado pensando qué podía significar el que Alfonso la dejara sola durante toda una semana, incluso durante más tiempo. Se sentía invadida por vagos miedos. Sospechaba que el Dios de él amenazaba con atacar.
Entonces llegó la carta en la que él escribía jubiloso en las tres lenguas de su reino: ¡Mañana, mañana, mañana! Y después llegó él.
En cuanto se vieron, desaparecieron para ellos los días de separación. Durante aquella semana sin fin, simplemente habían continuado respirando, pero no habían vivido. Ahora vivían. Para ellos no había ninguna vida fuera de La Galiana. Habían inventado un lenguaje especial, mezcla de latín y árabe, lleno de pequeñas y secretas reglas, y no utilizaban ninguna otra lengua que no fuera ésta; pero quizás todavía se entendían mejor cuando guardaban silencio.
Sin embargo, muchas cosas habían cambiado. Eran más sabios en el mutuo conocimiento. Alfonso percibía a veces en la expresión y en las palabras de Raquel aquel algo misterioso que la unía con su pueblo, maldito por Dios, y lleno de una alegría piadosa, ligeramente maliciosa, pensaba en su propósito de borrar aquella parte de su ser. Ella, por su parte, no ocultaba el desagrado que le causaba el amor que él tenía a sus grandes perros. En cierta ocasión en que se apartó con repugnancia de los animales que habían saltado sobre ella, torpes y juguetones, él le contó alegre y malvado:
—Nosotros, los príncipes hispánicos, amamos a nuestros animales. Mis antepasados, los antiguos reyes godos, estaban seguros de volver a encontrar también a sus perros en el paraíso, de no ser así no hubiera sido el paraíso. Evidentemente, creían en la sabiduría de tu tan querido Musa, que afirma que el alma del animal va al mismo lugar que la del hombre.
Él se dio cuenta de lo poco que le había gustado su broma y lo lamentó tempestuosamente.
—Perdóname, mi bienamada. No te gustan mis perros, te dan miedo, los mandaré fuera.
Y como ella lo rechazara, aumentó su afán de reconciliarse con ella.
—Tampoco te gusta mi Belardo, reconócelo, también a él lo echaré.
Sólo con dificultad se dejó disuadir de sus propósitos.
A veces se le ocurría que debía empezar a hacer algo para convertirla a la verdadera fe. Pero cuando la tenía junto a él, reconocía que este propósito era más difícil de lo que había imaginado. Ella ni siquiera había llegado a comprender lo que era un caballero, lo que era él mismo. Primero debía hacerle sentir la gloria de la caballería.
Hizo venir a aquel juglar, Juan Velázquez, a La Galiana.
Raquel, cuando escuchó la sencilla y tosca guitarra de los cristianos, pensó en las delicadas arpas, laúdes y flautas de los árabes, en sus mismár, schahrúd y barbút. Pero su rápido y aguzado oído, y su mentalidad abierta, la hizo receptiva para aquello que había de vivo en los sencillos versos y cánticos del juglar. No siempre comprendía el sentido exacto de su latín vulgar, pero se dejó conquistar por la alegría heroica y caballeresca de su canción.
Juan Velázquez cantaba las hazañas y la muerte del margrave Rolando de la Bretaña: De cómo en el desfiladero de Roncesvalles se enfrentó con un mar de paganos estando al mando de un ejército desesperadamente pequeño, y de cómo su amigo Olivier le aconsejó soplar su enorme cuerno, el Olifante, para hacer regresar en su ayuda al ejército del rey Carlos, el gran emperador. De cómo Rolando se negó a hacerlo, de cómo sus caballeros llevaron a cabo hazañas de una valentía increíble, y de cómo fueron cayendo uno tras otro. Y de cómo Rolando, estando herido, recorre el campo de batalla recogiendo a sus paladines muertos para llevarlos al arzobispo Turpin para que éste les dé la última bendición. Y de cómo Rolando, por fin, demasiado tarde, utiliza su maravilloso cuerno haciéndolo resonar por las montañas y los valles. Y de cómo es herido por segunda vez, ahora gravemente, y de cómo al despertar de un gran desvanecimiento se da cuenta de que es el único que queda todavía con vida en el gran campo de batalla. Se da cuenta de cómo se acerca la muerte, de cómo desde su cabeza se desliza hasta su corazón. Entonces, con un esfuerzo apresurado, se arrastra hasta debajo de un pino, se echa sobre la hierba verde con la cabeza dirigida al sur; hacia Hispania, de cara al enemigo, y levanta su guante derecho hacia el cielo, hacia Dios. Y el ángel San Gabriel toma el guante de su mano.
Raquel escuchaba maravillada, con asombro infantil. Después, por supuesto, reflexionó y dijo que le parecía que había algo que le resultaba incomprensible: ¿Por qué el héroe Rolando no sopló el cuerno a tiempo? En ese caso, él y sus caballeros habrían vencido al enemigo y habrían salido ilesos. Al rey no le gustó aquella sencilla objeción. Pero ya Raquel estaba pidiendo al juglar que repitiera para ella los versos de la muerte de Rolando, sus ojos brillaban de profunda emoción, de entusiasmo, y Alfonso estaba seguro de que su alma se había abierto a la grandeza de la caballería.
Y se puso de manifiesto que así había sido realmente cuando ella le entregó el regalo del que ya le había hablado veladamente: la armadura árabe.
Estaba hecha de un acero maravilloso, de un negro azulado, formada por un gran número de piezas articuladas, era ligera y elegante, una obra magnífica. Los claros ojos de Alfonso brillaban. Ella le ayudó a ponerse la armadura. Esto era cosa de hombres, y a él no le gustó que ella le ayudara, pero no tuvo corazón para rechazarla.
De modo que ella lo armó bromeando pero llena de entusiasmo. Se erguía ante ella, negro azulado y heroico, las mallas articuladas de la cota se adaptaban al fuerte pecho moviéndose con cada respiración, los ojos claros brillaban desde la ranura de la visera. Ella dio palmas de gozo y gritó embelesada como una niña:
—¡Oh, mi bien amado! ¡Eres maravilloso, la mayor maravilla de Dios!
Y andaba de un lado para otro, daba vueltas en torno a él bailando, pronunciando los versos árabes con voz melodiosa.
—¡Oh, vosotros, héroes, vosotros que lleváis la brillante espada, vosotros que esgrimís la delgada pica! ¡Cabalgáis hacia el enemigo, impetuosos y violentos! ¡Qué alegría poder enardeceros con un canto!
Él la escuchaba sonriente, íntimamente satisfecho. Nunca antes había cantado ella versos de guerra. Ahora lo estaba haciendo. Ahora, ella sentía lo que era un guerrero. Ahora podría hablarle del más grande, del más santo, que la uniría a él para siempre.
Le preguntó directamente si quería asistir con él a la misa.
Ella le miró. No comprendía. Quizás se trataba de una de sus sorprendentes bromas. Sonrió insegura. Su sonrisa lo exasperó. Pero se dominó y le dijo con la seriedad de un niño:
—Sabes, mi bienamada, que si aceptaras el bautismo, no sólo liberarías tu propia alma, sino que me liberarías también a mi de un grave pecado y podríamos permanecer unidos para siempre sin pecado y sin remordimientos.
Le dijo todo esto con un rostro tan convencido e inocente que ella se conmovió. Pero, después, fue plenamente consciente del sentido tenebroso de sus palabras y se sintió terriblemente mortificada. No le bastaba con aquello que ella le daba; neciamente belicoso e insaciable, quería arrebatarle además su herencia inmortal. No le bastaba que ella estuviera provocando la ira de Dios por el hecho de hablar con el infiel, comer con él, bañarse con él y dormir con él. Su expresivo rostro mostró su preocupación y su agravio.
Alfonso intentó torpemente convencerla. Su resistencia era serena, parca en palabras y decidida.
Pero ella sabía que él era un luchador tenaz, no iba a ceder, y aunque se sentía segura de su fe, buscó fortaleza entre los suyos, junto a su padre y junto a Musa.
Le comunicó a su padre que Alfonso insistía para que se bautizara. Don Jehuda palideció terriblemente. Ella dijo tranquilamente:
—Te lo ruego, padre mío, no me ofendas con tu miedo. Me has enseñado que soy una Ibn Esra y que tengo parte en la herencia del Gran Libro. Lo he comprendido.
Con Musa ella habló sin tapujos. A él le dijo que sentía miedo de la tenaz lucha a la que debía enfrentarse.
Musa la tomó de la mano y le contó acerca de las mujeres judías del profeta Mahoma. Primero, el Profeta había intentado convertir por las buenas a las judías para que creyeran en su revelación. Puesto que éstas se negaron, quiso vencerlas por la espada y las mató a todas. Durante una de sus campañas llegó a su campamento una muchacha judía, llamada Zainab, cuyo padre y cuyo hermano habían muerto a manos de los guerreros musulmanes. Zainab confesó haberse dado cuenta de que no había otro Dios que Alá, lisonjeó al Profeta con palabras y gestos y dio a entender que estaba enamorada de él. La muchacha fue de su agrado, se acostó con ella, la llevó a su harén y la prefirió a todas sus demás mujeres. Y Zainab le preguntó qué es lo que más le gustaba comer y él contestó:
—La paletilla de cabritilla.
Entonces ella asó una cabritilla para él y para sus amigos, y ellos comieron; pero había untado la paletilla del cordero con una salsa extraordinariamente venenosa. Uno de los amigos comió de ella y murió. El Profeta escupió el primer bocado; pero también él enfermó. La judía Zainab dijo que había querido darle al Profeta la posibilidad de demostrar que era el preferido de Alá. En ese caso, el veneno no habría podido hacerle nada; pero si no lo hubiera sido, habría merecido morir: Algunos dicen que el Profeta la perdonó, otros aseguran que fue ejecutada.
La ciudad de Kaibar que estaba habitada casi exclusivamente por judíos, se resistió a Mahoma con una particular tenacidad. La mayoría de los hombres de Kaibar murieron en la batalla. Los restantes, unos seiscientos, fueron decapitados por orden del Profeta una vez tomada la ciudad. Entre las mujeres tomadas como botín, había una llamada Safia; su marido había caído en la batalla y su padre había sido ejecutado. Safia todavía no tenía diecisiete años y era tan hermosa que Mahoma la tomó en su harén a pesar de que ya la había conocido otro hombre. Él la amaba mucho. Se ponía de rodillas para que ella pudiera subir con mayor facilidad al camello. La cubría de tesoros, nunca se cansó de ella hasta su muerte; ella le sobrevivió cuarenta y cinco años.
Así habló Musa.
—¿Fueron condenadas estas mujeres por Adonai? —preguntó Raquel.
—Si las enseñanzas de Mahoma hubieran entusiasmado a la muchacha Zainab —contestó Musa—, probablemente ella no habría intentado envenenarlo. Y en lo que se refiere a Safia, de este modo pudo dejar en herencia sus riquezas a sus parientes que habían seguido siendo judíos.
Más tarde, Raquel le preguntó:
—Sueles hablar sin respeto del Profeta. ¿Por qué permaneces en el islam, tío Musa?
—Soy un creyente de tres religiones —contestó Musa—, cada una de ellas tiene su parte buena y cada una de ellas enseña cosas que el entendimiento se niega a creer:
Se había acercado a su pupitre, trazaba círculos y arabescos, y dijo hablando por encima del hombro:
—Mientras esté convencido de que la fe de mi pueblo no es peor que la de los demás, me despreciaría a mí mismo si abandonara la comunidad en la que he nacido.
Habló tranquilamente con voz monótona, y sus palabras quedaron profundamente grabadas en el ánimo de Raquel.
Cuando Musa volvió a estar a solas quiso seguir trabajando en su Historia de los musulmanes. Pero pensó en lo que Raquel había dicho, se sorprendió de las duras palabras que él había pronunciado y no pudo concentrar sus pensamientos en el trabajo.
En lugar de ello escribió versos: «He aquí que los tiempos están tan llenos de armas y caballeros, de hierros y de estrépito, que incluso las palabras del sabio rechinan en lugar de ser tranquilas como el rumor del viento vespertino entre las copas de los árboles».
A Don Rodrigue no le gustaba hablar de la gracia que le había sido concedida, de sus éxtasis, de los frutos de su ascética. Prefería pasar por investigador, que por teólogo. Era sincero. Ya que, a pesar de toda su piedad, estaba poseído por el placer del razonamiento agudo, escéptico. Le deleitaban los maravillosos juegos del entendimiento y le producía un gran placer sopesar en la discusión, consigo mismo y con otros, los pros y contras de una tesis. Entre los teólogos de su siglo, al que más apreciaba era Abelardo. No podía sustraerse a sus enseñanzas, según las cuales el camino a seguir desde la filosofía de los grandes paganos al Evangelio era más corto que desde el Antiguo Testamento, y una y otra vez profundizaba en la inteligente obra de Abelardo: Sic et Non, Si y No, en la que se veían confrontados fragmentos de las Sagradas Escrituras que se contradecían; sin embargo, se dejaba al lector la solución de estas contradicciones.
Don Rodrigue sabía que debería arriesgarse a llegar hasta los más lejanos límites de este peligroso ejercicio. Pero en su alma había un lugar al que no llegaba ninguna de las dudas que le planteaba su indiscreta inteligencia; allí encontraba protección contra todas las tentaciones.
Esta serena e inamovible seguridad en la fe también le permitía seguir visitando el castillo Ibn Esra y mantener amistosas conversaciones con el hereje Musa.
Musa, por su parte, sabía que podía conversar sin reservas con el canónigo sobre temas capciosos, y no tenía ningún reparo en comentar también acontecimientos como el asunto amoroso del rey.
—Nuestro amigo Jehuda —decía— tenía la esperanza de que la educación y las delicadas costumbres de Raquel suavizarían los violentos modales de Don Alfonso, propios de un soldado. En lugar de esto, ella está visiblemente encantada con su belicoso modo de ser. Me temo que la vida en La Galiana convertirá antes a nuestra Raquel al espíritu de la caballería que al rey al mensaje de la paz.
—Difícilmente puedes esperar —contestó Rodrigue— que Don Alfonso, durante una cruzada, esté dispuesto a escuchar canciones de paz.
Musa estaba sentado cómodamente, ligeramente inclinado hacia delante, en un rincón, y meditaba:
—¡Vuestras cruzadas! No me cabe en la cabeza que llaméis a vuestro Salvador Príncipe de la Paz y que, piadosos y llenos de convencimiento, proclaméis una guerra en su nombre.
—¿No habéis sido vosotros los que habéis traído al mundo el concepto de la Guerra Santa, mi querido y respetado Musa? —preguntó con suavidad el canónigo—. ¿Acaso no fue Mahoma quién predicó la Dschihád? Nuestra bellum sacrum sólo es una defensa contra vuestra Dschihád.
—Pero el Profeta —dijo pensativo Musa— ordena la Guerra Santa sólo a aquellos que están seguros de la victoria.
Se dio cuenta de que esta observación molestaba a su huésped, y amablemente cambió de tema.
—El destino da extraños rodeos —manifestó— para ahorrar a nuestra Península la guerra. Seguramente todos hemos temido que la irreflexiva pasión del rey nuestro señor fuera causa de desgracia. En lugar de ello nos trae la bendición: puesto que mientras nuestra Raquel retenga al rey no es probable que marche contra el califa. ¡Cuán caprichosamente y de qué modo tan infantil juega con nosotros este poder, al que yo llamo Kadai; y al que tú, mi venerable amigo, llamas Providencia!
El canónigo, así desafiado, corrigió al blasfemo anciano:
—Si consideras a la divinidad ciega y disparatadamente impredecible, explícame, por favor por qué te esfuerzas en alcanzar la sabiduría, ¿de qué sirve entonces toda la sabiduría?
—En realidad, es de muy poca utilidad —reconoció generosamente Musa— reconocer el doble sentido de los acontecimientos y su contradicción interna. Pero el conocimiento me caldea el corazón. Y, reconócelo, mi venerable amigo, también a ti te produce placer.
Después de conversaciones de este estilo, Don Rodrigue se reprochaba el placer que tenía en el trato con los impíos, y se proponía suspender sus visitas al castillo Ibn Esra o por lo menos reducirlas.
Pero entonces el mismo cielo le envió una señal. El rey, que se había dado cuenta de que solo nunca conseguiría romper la coraza de incredulidad que cubría el corazón de Raquel, solicitó su ayuda. No podía rechazar aquel piadoso deber, de modo que se vio obligado a continuar sus visitas al castillo.
Y allí estaban de nuevo juntos, como antes, en el vestíbulo circular: Musa, Raquel, el canónigo y también el joven Don Benjamín; Rodrigue lo llevaba consigo para que no fuera demasiado evidente su propósito de convertir a Raquel.
No le resultó fácil al joven Don Benjamín disimular su azoramiento ante Raquel. En estas semanas había reflexionado constantemente sobre el destino que le había sido impuesto a ella, aquella grave y peligrosa suerte. Sólo después de que ella se hubiera retirado a La Galiana, se dio cuenta de lo que Raquel significaba para él, y el deseo, mezclado con una amarga resignación, teñía ahora y hacía sorprendentemente más profunda su amistad.
Había esperado encontrar a una Raquel muy cambiada, pero allí estaba ella y era la misma de antes.
Se sintió decepcionado y feliz, y aquel joven metódico e instruido no pudo ordenar sus pensamientos. Furtivamente, una y otra vez, examinaba el rostro de ella, escuchaba sólo a medias lo que otros decían y se mantenía en silencio.
Don Rodrigue, por su parte, esperaba la ocasión de empezar su obra de evangelización. No era un hombre fanático, odiaba cualquier grosería, esperaba la palabra adecuada que le diera pie para intervenir. Llegó su momento cuando Musa se puso hablar de nuevo sobre su tema preferido. Esto es, que a todos los pueblos les ha sido predeterminado por el destino su florecimiento y su decadencia.
Esto era cierto, dijo el canónigo, pero cuán pocas son las naciones que quieren reconocer que su tiempo ha pasado.
—Ahí tenemos al pueblo judío —se puso a explicar—, que tras la aparición del Salvador, durante uno o dos siglos siguieron enseñando que los anuncios de salvación de su Gran Libro continuaban siendo válidos y que su reino volvería a levantarse. Esto, al fin y al cabo, es comprensible. Pero desde hace ya más de mil años viven en la aflicción y siguen sin querer reconocer que las profecías de Isaías ya se han cumplido precisamente con la llegada del Salvador Quieren engañar al tiempo y se empeñan en su error contra toda evidencia.
No miraba ni a Raquel ni a Benjamín, no estaba predicando, conversaba con Musa, de filósofo a filósofo. Pero Benjamín se dio cuenta de adónde apuntaba, de cómo quería desprestigiar de un modo inocente, piadoso y cruel el judaísmo de Raquel a los ojos de ella. Y Benjamín abandonó sus ensoñaciones y habló con elocuencia:
—En modo alguno queremos engañar a los tiempos, reverendo padre —defendió su fe y la de Raquel—, más bien tenemos el convencimiento de que el tiempo no actúa en contra nuestra, sino a nuestro favor No interpretamos las promesas de paz de nuestro libro burda y literalmente, no son victorias de la espada las que nos han prometido los profetas, y no son esas victorias las que anhelamos. No tenemos mucha consideración por los caballeros y por los soldados y las máquinas de asedio. Sus éxitos no permanecen. Nuestra herencia es el Gran Libro. Nos hemos dedicado a él durante dos mil años, nos ha mantenido unidos en el sufrimiento y en la diáspora igual que en nuestro esplendor sólo nosotros sabemos interpretarlo correctamente. Lo que nos promete es la victoria del espíritu, y esa victoria no nos la puede arrebatar ninguna cruzada ni ninguna Dschihád.
—Sí —repuso irónico y entristecido Don Rodrigue—, eritis sicut dii, setentes bonum et nullum; seguís creyendo las palabras de la serpiente del paraíso. Y puesto que, lo reconozco, habéis sido bendecidos con el don de la inteligencia por encima de todos los demás, os consideráis omniscientes. Pero, precisamente, esta presunción os ciega y os impide comprender lo que tenéis al alcance de la mano. El Mesías hace tiempo que llegó, los tiempos se han cumplido, ahí están las profecías. Todos lo ven, sólo vosotros no queréis verlo.
—¿Ha llegado el tiempo del Mesías? —contestó con amargura Don Benjamín—. No veo ninguna manifestación de ello. No veo que convirtáis vuestras espadas en arados y vuestras lanzas en podaderas. No veo que Alfonso pacte con el califa; nuestro Mesías traerá en verdad la paz al mundo. ¿Qué sabéis vosotros de la paz? Paz, Shalom: ni siquiera comprendéis esta palabra, ni siquiera podéis traducirla a vuestra pobre lengua.
—Defiendes la paz de un modo muy belicoso, mi querido Don Benjamín —intentó tranquilizarlo Musa.
Pero Benjamín no le escuchaba. Estimulado por la proximidad de Doña Raquel, estalló:
—¿Qué es en realidad vuestra pobre Pax, vuestra Tregua Dei, vuestra infeliz Eirene? Shalom es la perfección, es la bienaventuranza, y todo lo que no es Shalom es malo. A nuestro rey David no le fue concedido construir el templo porque no era más que un conquistador y un gran rey. Sólo Salomón, el rey de la paz, pudo construirlo porque bajo su reinado todos vivían en seguridad, bajo su vid y su higuera. El altar sobre el que se alza un arma queda profanado; no es digno de Dios, ésta es nuestra enseñanza. Pero vosotros honráis a vuestro Mesías cercando y destruyendo su ciudad, Jerusalén, la ciudad de la paz. Nosotros somos pobres y desvalidos, pero los locos sois vosotros con vuestro esplendor y el oropel de vuestras armas. A nosotros se nos ha prometido la tierra, nos pertenece a nosotros. Y porque así está escrito, lucháis por ella, vosotros y los musulmanes. Seria para reírse si no fuera tan patético.
La vehemencia de aquel hombre joven suavizó al canónigo.
—Hablas de bienaventuranza, hijo mío, y la llamas Shalom, y dices que es vuestra herencia. Pero también nosotros conocemos la bienaventuranza. Nosotros la llamamos de otro modo. Pero ¿no es indiferente el nombre que le demos? Vosotros la llamáis Shalom, nosotros la llamamos fe, nosotros la llamamos gracia.
Entonces, aquel hombre recatado tuvo que manifestar lo que normalmente guardaba encerrado en su pecho, tuvo que confesar:
—La gracia, hijo mío —dijo—, no es una promesa para el futuro, está en el mundo. Yo no soy tan elocuente como tú, no puedo explicar lo que es la gracia. No puede conseguirse con el esfuerzo del entendimiento ni tampoco descubrirse Es el mayor don de Dios. Lo único que podemos hacer es rogar para que nos sea concedida.
Y con fuerza, poniendo el corazón en sus palabras, terminó:
—Sé que la gracia existe. Me siento dichoso en la fe. Y ruego a Dios que otorgue la gracia a otros.
Todo Occidente estaba lleno de conversaciones de este tipo acerca de cuál era la mejor fe. A causa de esta controversia, por el predominio del cristianismo, se estaba haciendo la guerra. Y la pasión ardía en las disputas.
También, en el tranquilo vestíbulo circular de Musa, debatieron el canónigo y Don Benjamín otras veces en torno a la fe. Pero Benjamín reprimía su vehemencia; no quería volver a mortificar a su maestro Don Rodrigue con sus rudos ataques. Pero era evidente que Doña Raquel no necesitaba ser fortalecida en la fe; Don Benjamín se había dado cuenta con alegría, en aquel primer arrebato, del interés con que ella lo escuchaba. En esas discusiones posteriores, por lo tanto, se contentó con señalar la lógica interna del judaísmo, cuyo Dios no exigía a sus creyentes ningún sacrificio de la inteligencia. Con erudita serenidad, citaba frases del hermoso libro del poeta Jehuda Halevi, Para la defensa de la fe humillada, o se refería a argumentos sacados de las obras del gran Mose Ben Maimón, que en aquel entonces prosperaba en El Cairo. El canónigo, a su vez, le planteaba, con la misma serenidad, argumentos de Agustín o de Abelardo. Raquel no solía hablar y pocas veces planteaba preguntas. Pero escuchaba con gran atención y grababa en su memoria las palabras de Benjamin. Ella y Benjamín volvieron a estar muy unidos. Benjamín no se ocultaba a sí mismo que la amaba. Pero no permitía que se le notara. Se comportaba como un amigo. Se sentían, Raquel y él, jóvenes ante aquellos hombres ancianos, eran buenos camaradas.
Musa, una vez que se hallaba a solas con Rodrigue, le preguntó por qué quería hacer que Raquel se sintiera insegura en su fe; también Abelardo, tan respetado por Rodrigue, enseñaba que había que mostrar indulgencia ante la fe ajena, siempre y cuando no contraviniera los mandamientos de la razón natural y la moralidad.
—¿No muestro suficiente indulgencia ante ti, mi respetado Musa? —preguntó el canónigo—. No podría decirte la alegría tan profunda que seria para mí el que una mens regalis como la tuya, un espíritu real, fuera coronado por la gracia. Pero no soy tan presuntuoso como para suponer que me será concedido convertirte. No me ha sido concedido mostrar celo, y no me atrae asediar a los demás; ya lo sabes. Pero cuando veo el dulce, dúctil e inocente rostro de nuestra Raquel, siento que es mí misión luchar por su alma. Puesto que conozco la buena nueva, sería un pecador si se la ocultara.
El rey se sentía impaciente al ver que sus esfuerzos y los de Rodrigue por el alma de Raquel seguían sin dar fruto.
Se hallaba en pie con Raquel ante una de sus inscripciones hebreas. Hacía semanas que ella le había leído las frases y se las había traducido, pero su buena memoria las recordaba, de modo que se las pudo repetir casi palabra por palabra: «Preparo tu camino con piedras preciosas y construyo tus casas de cristal. Ningún arma dirigida contra ti podrá herirte, y toda lengua que se oponga a ti será maldita».
Podía oírse en su voz un asombro irónico, los finos labios se habían fruncido en una maliciosa sonrisa.
—No acabo de comprender —dijo— por qué has hecho poner aquí precisamente este proverbio. ¿También tú quieres engañarte falsamente? ¿Dónde están vuestros caminos de piedras preciosas? Ahora estáis en la indigencia y desposeídos del poder desde hace más de mil años y vivís de nuestra piedad. ¿Durante cuánto tiempo queréis adornar vuestra triste desnudez con pomposas promesas que han perdido su contenido? Me duele que también estés tan obcecada.
Era la primera vez que él la interpelaba tan groseramente. ¡Ah!, ella habría podido responder muy bien a aquellas palabras falsas y malignas; pero no quería pelearse. Dijo tranquilamente:
—Vuestro gran doctor Abelardo enseña que un cristiano debe mostrarse indulgente ante cualquier religión sensata.
—¡Pero es que la vuestra no es sensata! —gritó hostil el rey—. ¡Ahí está precisamente!
A Raquel le dolió que aquel hombre tan amado insultara lo mejor que ella tenía. Podía oír mentalmente cómo Benjamín defendía la fe judía probando su lógica. Pero si el sabio y elocuente Benjamín no había podido convencer al manso Rodrigue, cómo podía pretender ella aclararle al violento Alfonso el correcto significado del Gran Libro, y además en un latín correcto. Ella lo miró a la cara, pensativa, con sus grandes ojos gris azulados. Si, realmente, él creía todo aquello que decía, aunque no hacía más que repetir lo que otros le habían dicho. Mil veces mil caballeros y soldados habían mandado aquellos cristianos a Tierra Santa y no habían podido conquistarla. Y todavía no comprendían que aquella tierra no les estaba predestinada. Y ahí tenía a su Alfonso, burlándose de las promesas de salvación de aquéllos a quienes la tierra pertenecía. Ella lo miró, y de pronto tuvo que reírse de la ceguera de los hombres, y sobre todo de la de su Alfonso.
Si su silencio y sus miradas lo habían enojado, su risa lo enfureció. Bajo la fruncida frente brillaban peligrosamente claros sus ojos.
—¡No te rías! —le ordenó—. ¡Cállate! ¡No blasfemes contra nuestra Guerra Santa, tú, hereje!
En silencio ella abandonó la habitación.
Dos horas más tarde, él la buscaba por todas partes, por la casa y por el jardín, y también ella lo buscaba a él. Cuando se encontraron, él sonrió azorado como un muchacho, también ella sonreía. Se besaron.
Después de besarse, ella dijo:
—«Cuando alguno os guarde rencor, no evitéis su compañía. Buscadle y saludadle y habladle con benevolencia, sin utilizar palabras punzantes como espinos de aquello que os contraríe en el otro. Ésta es la fuente del renovado amor. El mejor será aquel de vosotros que sea el primero en acercarse y saludar». Así dice el Corán. Los dos nos hemos acercado. Ninguno de los dos es mejor que el otro.
Desde hacía meses, Jehuda había ido viendo cómo su hijo se iba integrando en la sociedad de los otros. Pero cuando Alazar se hizo realmente bautizar se sintió horrorizado como ante algo inesperado.
Sólo ahora se dio cuenta de la inmensidad de su culpa. No había amado suficientemente a Alazar, no lo había amado como a Raquel. Alazar había vivido toda su infancia como musulmán entre musulmanes, y el propio Jehuda, antes de que el muchacho pudiera comprender correctamente lo que significaba el judaísmo, lo había mandado a la relajada corte de un rey cristiano. Ahora su hijo se había convertido en un traidor había vendido su pertenencia al pueblo elegido por el plato de lentejas de la caballería, estaba tachado para siempre, borrado del libro de aquellos que resucitarían en el día del juicio final.
Jehuda llevó duelo por él como por un muerto. Siete días permaneció sentado en el suelo con las vestiduras rasgadas.
Don Efraim Bar Abba acudió a consolarlo. El Párnas se sentía horrorizado por Jehuda y por su desmesurado destino. No podía haberle sobrevenido una aflicción más terrible que la apostasía de su único hijo. Los renegados se habían convertido, desde tiempo inmemorial, en los más crueles enemigos de los judíos, y ahora este joven hijo de Jehuda era uno de estos renegados. Pero el deber ordenaba consolar al afligido. Don Efraim se había sobrepuesto a su aversión y a su horror y había ido, se había inclinado sobre Don Jehuda, pronunciando la fórmula:
—Alabado seas, Adonai, nuestro Dios, el más justo de los jueces.
Y mandó a los diez mejores hombres de la aljama que pronunciaran las oraciones prescritas.
No sólo el duelo por el hijo oprimía a Jehuda, también aquel osado juramento con el que se comprometía a abrir las fronteras de Castilla a los judíos francos. El plazo que él mismo se había impuesto para recibir el castigo de la gran maldición llegaba a su fin. Y no había forma de volver a acercarse al rey. Ahora que éste le había robado ambos hijos, primero a la muchacha y ahora al hijo, evitaría con mayor empeño su presencia.
Llegaron los días de la celebración del comienzo del año, los sombríos y festivos días de Rosh Hashanah, dedicados al arrepentimiento. Raquel pasó la fiesta con su padre. Éste no habló de la apostasía de Alazar; pero ella se dio cuenta de cuán profundamente sufría su padre por esta causa. A ella la conmoción que le produjo el bautismo del hermano sólo la había reforzado en la sagrada voluntad de mantenerse firme en su unión con Dios.
Jehuda hizo venir a su casa a un hombre versado que tocara el cuerno de camero, el shofar, cuyo sonido de advertencia estaba obligado a escuchar todo judío en aquella fiesta de penitencia. Ya que ése es el día en que Dios reflexiona sobre todo lo creado, en el que juzga y determina el destino de los hombres. El agudo y cortante sonido del cuerno llenó a Raquel de un piadoso temor, y en su confianza fabulosa vio cómo los nombres de los justos eran escritos por una mano invisible en el libro de la vida y de la bienaventuranza y cómo era borrado el de los malos. Sin embargo, la decisión sobre aquellos que no eran ni buenos ni malos, por lo tanto sobre una amplia mayoría, permanecía en suspenso hasta la fiesta del Día de la Expiación, para que éstos pudieran aprovechar todavía estos diez días para hacer penitencia. Por la tarde, Jehuda y Raquel, tal y como la costumbre lo exigía, acudieron a un lugar donde corriera el agua. Fueron a las afueras de la ciudad, hasta el río Tajo. Echaron migas de pan al agua, arrojaron sus pecados al río para que éste los llevara hasta el mar, y pronunciaron los versos del profeta: «¡Dónde hay un Dios como Tú, que perdona los pecados y perdona la infidelidad, que no mantiene su ira por toda la eternidad porque su deseo es ser misericordioso! Él se apiada de nosotros. Él borra nuestras culpas, Él hunde nuestros pecados en la profundidad de los mares».
Oscurecía ya cuando llegaron a casa. El criado trajo una luz. Pero Jehuda le hizo una seña para que volviera a llevársela, de modo que Raquel no podía ver con claridad el rostro de su padre cuando éste empezó a hablar.
—Las lápidas de los primeros Ibn Esra —dijo— demuestran que somos de la estirpe del rey David. Y ahora mi hijo, tu hermano Alazar, ha traicionado y dilapidado la herencia de su realeza. Tu padre no está exento de culpa ante este horror. Es una grave culpa, me arrepiento de ella, y a pesar de que la gracia de Dios es profunda como el mar, no me siento perdonado.
Era la primera vez que su padre le hablaba de culpa, arrepentimiento y expiación, y Raquel sintió que la compasión la ahogaba. También había cargado sobre sí, continuó Jehuda, un acto de expiación, no se trataba de una penitencia fácil, y le contó su plan de asentar en Castilla a los judíos francos.
Raquel escuchaba con atención, pero no contestó nada y tampoco preguntó nada. De modo que él siguió hablando, aunque no sin un gran esfuerzo de voluntad.
—He expuesto mi plan al rey nuestro señor —dijo—, y él no ha dicho ni que sí ni que no. Y yo he hecho un juramento y el tiempo apremia.
Era la primera vez desde que ella vivía en La Galiana que él hablaba de Alfonso, y fue para Raquel un rudo golpe que él lo llamara el rey nuestro señor. Todo lo que su padre decía irrumpía en su interior como agua helada, causándole espanto, intranquilizándola. Percibía el requerimiento y se rebelaba en contra. No estaba bien que su padre quisiera echar sobre ella la carga que él había asumido.
Él siguió hablando, no la apremió. Hizo traer una luz y desapareció todo aquello que había de especial y misterioso. El vio su rostro a la suave luz de las velas y las lámparas de aceite. Dijo, y por primera vez durante esos días, sonrió:
—En verdad, eres una princesa de la casa de David, hija mía.
Por la mañana, antes de que Raquel regresara a La Galiana, le dijo a su padre:
—Hablaré con el rey nuestro señor sobre los judíos francos.
Cuando Raquel le dijo al rey que pasaría la celebración del comienzo del año en el castillo Ibn Esra, éste había ocultado su profundo malhumor. Durante esos días se quedó en La Galiana. Le parecía insoportable estar en Toledo cerca de Raquel, y al mismo tiempo infinitamente lejos. Estaba furioso contra Raquel, contra Jehuda, contra el Dios de Jehuda y sus fiestas.
Eran unos maravillosos y claros días de otoño, pero él no se gozaba en ellos. Se fue de cacería, pero no hallaba ningún placer en la caza ni en sus perros. Ante él se levantaba, sombrío y magnífico, el perfil de su ciudad, Toledo, pero él no hallaba contento en su contemplación. No hallaba placer en el río Tajo y tampoco en la conversación con su servidor Belardo. Pensaba en lo que Raquel le había contado sobre la celebración del comienzo del año y en cómo en aquellos momentos estaría rezando a su Dios, implorándole de rodillas que le perdonara el delito de haber compartido con su rey el placer y el amor.
Ella volvió, y toda aquella maligna opresión desapareció en él. Pero pronto tuvo que darse cuenta, aunque ella pareció alegrarse profundamente del reencuentro, de que la que había vuelto era otra Raquel. Su rostro tenía una expresión de satisfacción extraña y pensativa. Él no pudo evitar preguntarle amablemente malicioso si había saldado sus cuentas con su Dios tal y como lo había previsto. Ella pareció no tomar en consideración su ironía, quizás ni siquiera la notó, tan sólo lo miró en silencio, absorta en sí misma. Su silencio lo enojó más que cualquier réplica. Él ni siquiera podía intentar confesarse, ningún sacerdote podría darle la absolución, mientras que ella se había reconciliado con su Dios. Reflexionó qué podría decirle, algo malvado, mortificante.
Pero entonces, inesperadamente, ella empezó a hablar. Sí, dijo con extraña y seria ligereza, ahora habían empezado los grandiosos días en los que el pecador que hiciera en verdad penitencia podría salvarse, ya que durante los días de arrepentimiento, al comienzo del año, Dios escribía la sentencia pero sólo diez días más tarde, el Día de la Expiación, estampaba su sello sobre ella, y la oración y las buenas obras y la verdadera conversión tenían la fuerza de cambiar la sentencia. Y con repentina decisión siguió:
—Si lo quisieras, Alfonso mío, podrías ayudarme a encontrar gracia a los ojos de Dios. Tú sabes de la desgracia de mi pueblo en Francia. ¿No querrías abrir las fronteras a estos hermanos míos?
Una ola de ira inundó a Alfonso. ¿Ésta era, pues, la penitencia que sus sacerdotes le habían impuesto? ¿Debía conseguir de él que, en medio de una Guerra Santa, permitiera que sus tierras se llenaran de infieles? Ella debía enemistarlo con su pueblo y con su Dios: de este modo, su Adonai le garantizaba la reconciliación. Se trataba de una conjura entre ella, su padre y sus sacerdotes. Era el trato más sucio y repugnante que jamás se le había propuesto. Debía dejarse engañar como el más necio entre los necios, debía pagar por el amor y por el cuerpo de ella con su alma. Pero no caería en la trampa de aquellos embaucadores, no permitiría que lo engañaran, no consentiría que le arrebataran nada por la fuerza, él no.
Con un esfuerzo encarnizado reprimió las brutales y ordinarias palabras que pugnaban por salir de su boca. En lugar de esto, con expresión dura, el rostro desencajado y con una clara voz de mando, como si hablara a una reunión de sus hostiles grandes, arrojó a su rostro comedidas palabras en latín.
—¡No quiero hablar de asuntos de Estado en La Galiana! ¡No quiero hablar de asuntos de Estado contigo!
Le volvió la espalda bruscamente y se marchó.
Cuando por la noche quiso reunirse con ella en su habitación, Raquel le explicó que era costumbre que las mujeres judías durmieran solas durante las noches de este tiempo de penitencia. Entonces su ira rebasó todos los diques, ¿qué significaba aquello?, ¿debía tener consideración por sus estúpidas supersticiones?, o ¿se trataba de un nuevo y refinado truco para arrancarle por la fuerza el edicto en favor de sus judíos?, ¿se le negaba ella sólo por eso? Con la mirada embrutecida, en voz peligrosamente baja, dijo:
—¿Acaso me estás poniendo condiciones? Yo debo dejar que tus pordioseros judíos entren en el reino y entonces dejarás que me quede contigo esta noche. ¿Es eso? ¡No voy a consentirlo! ¡Soy yo quien manda aquí, en esta casa, y aquí, en este reino!
Ella lo miró con sus ojos grises muy abiertos, con ojos llenos de reproche y de quejas, consternada pero sin temor. Esto acabó de ponerlo fuera de sí. Se arrojó sobre ella, la empujó sobre el lecho y la agarró con manos groseras, como un enemigo. Ella se resistió jadeando. Él la obligó a tumbarse, la empujó de nuevo, la mantuvo echada, jadeando a su vez, rasgó sus ropas convirtiéndolas en harapos y la tomó, sórdido, con maldad, violento, sin placer.
Esa misma noche ella abandonó La Galiana. Volvió al castillo Ibn Esra.
Alfonso oyó cómo ella abandonaba la casa con el ama Sa’ad. El camino que subía la roca sobre la que se alzaba Toledo era corto, pero de noche no estaba libre de peligros. Dudó, pero después envió a un guarda armado para que la acompañara. Pero éste no pudo alcanzarla. «Que sea como ella ha querido» —pensó vengativo—. Ella ha provocado la situación. El cielo así lo ha dispuesto. Ahora nada va a detenerme. Ahora emprenderé la batalla contra los musulmanes. Ella es la única culpable de que haya aceptado durante tanto tiempo la deshonra. Ese necio de Aragón ha errado sus cálculos. No voy a quedarme tumbado en un diván mientras él lucha con los musulmanes.
Cuando amaneció, decidió ser generoso y pasar un día más en La Galiana. Quizás ella volviera. A pesar de su justa ira, quería separarse de ella amigablemente. Un tiempo que le había aportado tantas cosas hermosas no debía terminar de esta manera tan tonta y desagradable.
Vagó por la casa y por el parque lleno de una alegría algo convulsa. Dalila había querido entregarlo a los filisteos, pero él no era un estúpido Sansón, él no se había dejado arrebatar la fuerza. La hermosa vida en aquel lugar había demostrado ser un espejismo, una imagen engañosa, un engaño del desierto, pero ahora un fresco viento lo había borrado y en torno a él estaba ahora la auténtica realidad.
Se encontró ante la mezuzah que ella había hecho instalar. Se trataba de un rico tubo de metal, desde cuya abertura, cubierta por un cristal, podía verse amenazadora la palabra Shaddai. Se sintió impelido a arrancar aquel objeto pagano, pero temió atraer sobre sí la ira del Dios de ella y se contentó con romper con el puño el cristal. Los fragmentos le hirieron la mano, sangraba abundantemente, él limpió la sangre, pero la mano seguía sangrando. La contempló, riendo furiosamente. Aquellos que hubieran creído que iban a detenerlo se quedarían asombrados. Ahora lucharía. Se lanzaría a la batalla con su buena espada Fulmen Dei. Iba a luchar hasta que arrancara de su alma todas aquellos absurdos pensamientos en una lucha de hombres, piadosa y bendecida por Dios. Iba a luchar para arrancarse de la sangre los pecados, las dudas, todos aquellos fatigosos sueños, adormecedores y paganos. Con alegría forzada, dijo a Belardo:
—Quizás no pasará mucho más tiempo, mi buen servidor, antes de que se cumplan tus hermosas esperanzas. Busca el jubón de cuero de tu abuelo y su caperuza. Te daré oportunidad de ventilarlos.
El jardinero Belardo parecía más consternado que alegre.
—Sirvo a Vuestra Majestad con todo lo que tengo. También con el jubón de cuero de mi abuelo. Pero algunos tendrán que quedarse aquí con la pala. ¿Quieres que tu jardín se eche a perder, mi señor?
La vacilación del jardinero dio a Alfonso que pensar.
—No voy a ponerme en marcha mañana mismo —respondió con rostro enojado. E imprevisiblemente se encontraban cerca de las derruidas cisternas de la destruida máquina de medir el tiempo del rabí Chanan, ordenó:
—De momento vamos a cubrir esto, si no todavía se caerá alguien ahí durante la noche.
Puesto que Raquel no volvió durante los días que siguieron, marchó a caballo a Toledo. Al parecer, en el castillo ya sabían que se había separado de Raquel, los rostros se hallaban alegremente relajados.
Se sumió en el trabajo.
Todo era como el judío le había predicho. En todo el reino tenía lugar un extraordinario florecimiento, el tesoro de Castilla estaba lleno. Quizás tenía realmente razón al decir que el dinero todavía no era suficiente para emprender una guerra contra el califa, pero el judío se equivocaba si creía que podía mantenerlo alejado de su santo deber durante mucho más tiempo. Los judíos se habían cebado durante suficiente tiempo en la riqueza del reino; sólo tenía que hacer como su pariente Felipe Augusto de Francia: arrebatarles su dinero y tendría un tesoro suficiente para emprender la guerra contra el califa.
Dijo a Don Manrique:
—Ya no puedo resistir durante más tiempo seguir siendo el eques ad fomacem, el caballero sentado junto al fuego mientras toda la cristiandad se encuentra en guerra. He calculado y reflexionado, y creo que puedo atreverme a ello.
Don Manrique respondió:
—Tu Escribano, que es buen calculador, lo ve de otro modo.
—Nuestro judío —repuso Alfonso con arrogancia— ha dejado algo al margen de sus cálculos: el honor. Entiende tanto en asuntos de honor como yo de su Talmud.
Manrique estaba preocupado.
—Al fin y al cabo, fuiste tú quien le encargó el cuidado de tu economía —contestó—, y por lo tanto es su obligación hablar en favor de tu economía. No te dejes influir por el fanatismo de Don Martín, Don Alfonso —le rogó—. La tentación de la batalla es grande y es una piadosa tentación. Pero si no tenemos suficiente dinero para aguantar durante dos años, el reino puede hundirse en una de estas batallas.
Alfonso, en su interior, desconfiaba de los cálculos de Ibn Esra. Buscaba motivos para impedir la Guerra Santa, porque sólo en el caso de que se mantuviera la paz podría traer a sus judíos francos al reino. Pero había sido aquélla impía pasión suya, del rey la que había animado al judío a imaginar siquiera un plan tan insolente, y por esto Alfonso se avergonzaba de hablar a su viejo amigo Manrique de sus sospechas. En lugar de ello, dijo lleno de rencor:
—Vosotros graznáis y graznáis, presagiando constantemente un desastre, pero quien tiene que aguantar las burlas de toda la cristiandad soy yo.
—Negocia con Aragón, Don Alfonso —le aconsejó con sequedad y frialdad Manrique—, había francamente con Don Pedro. Establece con él una honesta alianza.
Malhumorado, el rey despidió al amigo y consejero. Una y otra vez tiraba de él la vieja cadena. Naturalmente, Manrique tenía razón. Evidentemente, la guerra sólo era posible tras poner honestamente las cosas en claro con Aragón. Había que llegar a un buen entendimiento, había que establecer una alianza. Pero había sólo una persona que pudiera conseguirlo. Leonor. Viajaría a Burgos.
¿Cuánto tiempo hacía que no estaba con Leonor? Una eternidad. Ella le había escrito breves y corteses cartas. Él, siempre con largos intervalos, le había contestado con brevedad y cortesía. Podía imaginarse muy bien cómo sería su reencuentro. Él fingiría alegría, ella le respondería con una sonrisa amistosa algo desencajada. Sería un reencuentro agradable.
Él se esforzaría en explicarle lo que había sucedido. Pero ¿cómo encontrar palabras para explicarle a otra persona cuán maravilloso y atroz es sentir el estallido de una oleada así que te arrastra encumbrándote en las alturas y precipitándote a los abismos?
Aquella vez confesó orgulloso y obcecado a Don Rodrígue su pasión y su amor por Raquel, y el sacerdote con toda su piedad lo había entendido. Pero Leonor no podría entenderlo. Ella, tan serena, tan amable, tan señora. Ante ella acabaría balbuceando, y dijera lo que dijera sonaría pobre, como el intento de un estúpido muchacho para justificarse. Sería la humillación más terrible de su vida. No hay nadie en el mundo ante el cual un rey deba humillarse de ese modo. No hay nada en el mundo que merezca una humillación así.
Pero sí. Había una cosa. Habla algo maravilloso, digno de cualquier humillación y de la maldición eterna además.
Y de pronto todo se le hizo presente, La Galiana y todo su resplandor tan poco cristiano. Sintió cómo Raquel se estrechaba contra él, sintió su piel, suave, infinitamente agradable, sintió sus sangre, los latidos de su corazón; sus dedos resbalaron por entre sus cabellos tirando de su pelo hasta que ella riéndose decía:
—No, Alfonso, me haces daño, Alfonso.
¿Quién podía pronunciar el nombre de Alfonso de un modo tan exótico, singular y apremiante como ella, haciéndote reír y metiéndosete en la sangre? Veía sus ojos de tórtola, los veía cerrase, veía descender despacio los párpados sobre ellos, pesados, y abrirse de nuevo.
Le vinieron a la memoria versos árabes que una vez ella le había dado a leer: «Con frecuencia, oí silbar las flechas alrededor de mi cabeza y no sentí temor; pero cuando oía el rumor de su vestido, todo mi cuerpo temblaba. Con frecuencia, escuché las trompetas del enemigo que se acercaba, y tanto mi corazón como mi piel siguieron fríos; pero cuando siento su voz, siento un escalofrío ardiente». Los versos lo habían enojado; un caballero no debía abandonarse de un modo tan servil. Pero eran ciertos, aquellos versos dulces y serviles eran tan ciertos como el Evangelio. Sentía escalofríos ardientes con sólo imaginar a Raquel. ¿Cómo había podido pensar en renunciar a ella, a aquella Raquel, a su Raquel, que le daba un maravilloso y herético sentido a su vida?
Debía recuperar a Raquel, debía reconciliarse con ella.
Y sólo había un camino. Respiró con dificultad. Pero sólo había ese único camino.
Mandó llamar a Jehuda.
Don Jehuda, que era un hombre valiente, se sintió sobrecogido de espanto cuando, en medio de la noche, se presentó en su casa una Raquel trastornada. Ella dijo:
—Me ha insultado como nunca una mujer ha sido insultada.
Jehuda ardía en deseos de preguntar más detalles. Pero no lo hizo. Despertó a Musa y le rogó que preparara una fuerte bebida tranquilizante, y le dijo a Raquel:
—Descansa, hija mía, duerme, y te encontrarás mejor.
Pero pensaba febrilmente qué podría haber pasado. Con seguridad, ella habría pedido a aquel hombre que acogiera a los judíos francos. Jehuda sabía por experiencia con qué malignidad y brutalidad podía aquel hombre humillar a las personas cuando estaba fuera de sí. Y Raquel no había podido soportarlo, había huido de él, y ahora aquel hombre vengativo descargaría su maldad contra él y contra toda la judería. El sacrificio de Raquel y el suyo propio habían sido en vano.
Hizo un esfuerzo por tranquilizarse pero no pudo conciliar el sueño. No podía ser verdad que todo se hubiera perdido. Tenía que encontrar algo que permitiera todavía conservar la esperanza. Buscó y caviló. Este rey cristiano, aunque constantemente hablaba del honor no tenía dignidad. Después de haberlo insultado y escupido a él, a Jehuda, había reconocido que lo necesitaba y se había acercado a él de nuevo. Amaba a Raquel, no podía vivir sin ella. Y de nuevo volvería a acercarse a ella, suplicando que regresara.
Era la mañana del quinto día del tishri, en menos de tres semanas habría pasado el plazo de su juramento. Jehuda, en esta primera noche en vela, supo que pasaría todavía muchas más noches despierto, que todavía caería varias veces en la desesperación, para volver a levantarse a rastras, agarrándose a toda clase de esperanzas y argucias.
Así se encontraba Jehuda Ibn Esra, pero ¿cómo te encuentras tú Raquel? Pálida, silenciosa, dando vueltas por la casa, esperando en vano un mensaje. Sientes la tierna y preocupada mirada del padre, pero ésta no te da calor ni consuelo. Escuchas la palabrería temerosa del ama —¡ah, su regalo, la «Mano de Fátima» no tenía poder!—, y su charlatanería te deja indiferente. Rememoras el rostro, la imagen y el ademán del hombre tal y como era en aquellas dulces y ardientes horas en las que las almas y los cuerpos se fundían. Pero esta imagen es borrada por aquella otra, la del rostro rudo, lujurioso, violento. ¿Es éste el aspecto de la caballería que a él le entusiasma? Y sin embargo, sientes nostalgia de él y sabes que sólo necesita llamarte para que tú vuelvas, para que tú corras a él.
Pasaron los días, Don Alfonso estaba en Toledo, pero no hizo llamar ni a Raquel ni a Don Jehuda. Sólo Don Manrique vino para informarse sobre asuntos de Estado.
Llegó el día más santo de los judíos, el Día de la Expiación, el Yom Kippur. Jehuda, aquel hombre sorprendente e impredecible, era otro Jehuda ese día. Renunció a la más pequeña ambición, reconoció que su «misión» sólo era un disfraz para su ambición de poder, estaba verdaderamente contrito, ante Dios era un miserable pecador insignificante, y si antes había sido más orgulloso que los demás, ahora era el más humilde. Golpeó su pecho y rezó con ardiente vergüenza:
—He pecado con mi cabeza, que yo alzaba insolente y orgullosa. He pecado con mis ojos, que miraron con osadía y arrogancia. He pecado con mi corazón, que desbordaba presunción. Reconozco, confieso, me arrepiento. Perdóname, Dios mío, e impónme la penitencia.
Estaba dispuesto no sólo con el intelecto, sino con todo su ser, a aceptar todo lo que viniera como expiación.
Cuando dos días más tarde el rey lo hizo llamar, no esperaba nada ni temía nada.
—Bienvenido sea lo bueno y lo malo —dijo para sus adentros, de camino hacia el castillo, y lo pensaba sinceramente.
Alfonso se mostró altivo, y al mismo tiempo estaba violento. Habló largo y tendido de nimiedades, de los problemas que ocasionaban los barones de Arenas, de que no estaba dispuesto a esperar durante mucho más tiempo. Quería que Jehuda impusiera a los Arenas un plazo mucho más corto del que había propuesto, y si los señores no pagaban, él, Alfonso, tomaría por la fuerza el pueblo en cuestión. Jehuda se inclinó y dijo:
—Haré lo que Vuestra Majestad ordene.
Alfonso se echó sobre una tumbona, cruzó las manos detrás de la nuca, y dijo:
—¿Y cómo está el asunto de mi guerra? ¿Todavía no has amontonado suficiente oro?
Jehuda contestó con imparcialidad:
—Ponte de acuerdo con Aragón, mi señor y puedes lanzarte a la batalla.
—Siempre lo mismo —murmuró Alfonso. Se incorporó y, sin transición, preguntó:
—¿Y cómo está ese asunto de los judíos que quieres instalar en el reino? Intenta ser honesto y no hables como su hermano sino como mi consejero. ¿No van mis súbditos a echarme en cara que durante la Guerra Santa su rey deje entrar a miles de pordioseros judíos en el reino?
En un instante, la tristeza de Jehuda y su actitud resignada se cambiaron en una salvaje alegría.
—Nadie dirá algo así, mi señor —contestó convertido de nuevo en el viejo Jehuda, seguro de lo que decía, lleno de interior arrogancia—. No me habría atrevido a rogarte la admisión de mendigos. Al contrario, quisiera proponerte, respetuosamente, que al cruzar la frontera se exigiera a cada uno de los fugitivos la prueba de un cierto patrimonio, digamos un mínimo de cuatro maravedíes de oro. Los nuevos pobladores no serán mendigos, sino gente acomodada, expertos artesanos y comerciantes, que pagarán sustanciosos impuestos.
Alfonso, absolutamente dispuesto a dejarse convencer preguntó:
—¿Crees que se le puede explicar esto claramente a mis grandes y a mi pueblo?
Jehuda contestó:
—A tus grandes, quizás no; a tu pueblo, con toda seguridad. Tus castellanos se darán cuenta de que después de la llegada de los fugitivos vivirán con un mayor bienestar.
El rey se rió.
—Exageras tal y como estoy acostumbrado a oírte exagerar —dijo. Y después, siempre en el mismo tono casual, le ordenó:
—Pues bien, haz que se redacte el edicto.
Jehuda se inclinó profundamente y rozó con una mano el suelo.
Antes de que se hubiera erguido de nuevo, oyó decir al rey:
—Mándame el documento a La Galiana. Hoy mismo me voy de regreso allí. Y dile, por favor, a tu hija, que si quiere estar presente cuando lo firme, me causará con ello una gran alegría.
Cinco días antes de que terminara el plazo que él mismo se había impuesto, Don Jehuda comunicó al Párnas Efraim que el rey nuestro señor había autorizado el establecimiento en el reino de seis mil judíos francos y:
—Ahora puedo ahorrarte —dijo en tono socarrón, orgulloso y decidido— que pronuncies sobre mi la maldición. Evidentemente, no puedo ahorrarte los doce mil maravedíes en favor de nuestros judíos francos —y generosamente añadió—: El mérito de que puedan entrar en el reino es tuyo. Si no hubiera contado con tu ayuda, no habría podido conseguirlo.
Don Efraim pronunció con labios pálidos la bendición que debe recitarse cuando se recibe una buena noticia:
—Alabado seas Tú, Adonai, nuestro Dios, porque eres bueno y nos concedes tus bondades.
Pero entonces Jehuda, gozoso, manifestó su alegría por aquel triunfo completo:
—¡Naphtule eiohim niphtalti! ¡He conseguido la bendición del Señor!
Iba de un lado para otro con el rostro resplandeciente, el paso acelerado como si no sintiera la tierra bajo sus pies. ¿Era aquél el mismo hombre que apenas dos semanas antes todavía estaba destrozado por la conciencia de su insignificancia? Su orgullo se alzaba hasta el cielo. Su pecho estaba lleno de carcajadas por los otros, los estúpidos que querían llevar a cabo su Guerra Santa para conquistar una tierra que no les pertenecería nunca. La auténtica Guerra Santa, la guerra de Dios, la batallaba él, Jehuda. Mientras los otros mataban y asolaban, él salvaba a seis mil y los instalaba en la paz. Los veía trabajar con sus agudas inteligencias y sus diestras manos, construyendo talleres, cultivando el vino, creando y defendiendo cosas útiles.
Celebró su triunfo con su amigo Musa. Con él, que sabía apreciar los deliciosos manjares y los buenos vinos, celebró una comida dunúnica, un banquete al estilo del hermano Dunun, el más famoso sibarita del mundo musulmán.
Ante Musa manifestó la alegría que le producía su suerte. ¿Acaso no le amaba Dios con predilección? Si Dios le mandaba desgracias de vez en cuando era sólo para que pudiera paladear mejor su felicidad.
—Sé, amigo mío —contestó Musa cariñosamente burlón—, que eres descendiente del rey David, y que Dios te lleva en la palma de su mano por encima de todos los peligros. Y por eso mismo no necesitas dejarte aconsejar siempre por tu buen sentido común, sino que puedes permitirte simplemente actuar y lanzarte a seguir los impulsos de tu impetuoso corazón igual que esos caballeros que desprecias tanto. Con tu inteligencia, adivinas sus intenciones, pero en tus asuntos te comportas siguiendo su lema: ante todo no permanecer inactivo, hacer siempre algo, y mejor llevar a cabo algo incorrecto que permanecer de brazos cruzados.
Bebieron los deliciosos vinos, y Jehuda, por su parte, bromeó amistosamente con Musa:
—Sí, el sabio debe ser impasible durante toda su vida y antes dejarse matar que atacar él mismo. Eso es lo que has hecho tú, soy testigo. Y si yo no me hubiera ocupado de ello habrías muerto ya dos o tres veces y no podrías beber ese vino de la zona del río Ródano.
Y bebieron.
—Me alegro —dijo Musa— de que por lo menos por esta noche hayas prohibido a tu Ibn Omar que te reclame la rápida elaboración de un tratado internacional o la orden de partida de una flota comercial. Lástima que sean tan poco frecuentes las horas en las que puedo disfrutar tan tranquilamente de tu amistad. Constantemente estás alabando la paz, pero a ti mismo te concedes muy pocos minutos de la misma.
—Si me concediera más —contestó Jehuda—, los demás no tendrían ninguna.
Musa miró a su amigo con ojos serenos, escrutadores y sonrientes.
—Vas muy deprisa, querido Jehuda —dijo—, y sigues corriendo. Me temo que huyes de tu alma, ella no puede alcanzarte. A menudo has alcanzado el objetivo con tus correrías. Pero no olvides que a veces te has quedado sin aliento.
Y más tarde dijo:
—Hay muy pocos que lleguen a comprenderlo: No vivimos, sino que somos vividos. Hace mucho tiempo que he aprendido que no soy yo la mano que echa los dados, sino el dado. Me temo que tú no llegarás a comprenderlo nunca, pero precisamente por eso te quiero y soy tu amigo.
Permanecieron sentados juntos durante largo tiempo, comieron, charlaron, bebieron. Después disfrutaron de las bailarinas que Jehuda había hecho venir.
A lo largo de la siguiente semana, cuando Don Jehuda reflexionaba sobre las palabras de su amigo Musa, sonreía con amigable superioridad. Todo sucedía como él lo quería. Dos gigantescos transportes de mercancías que había encargado, confiándolos a la suerte desde el Lejano Oriente, habían atravesado los peligros del mar y de la guerra y habían llegado a buen puerto. Se había firmado un difícil acuerdo con los funcionarios del sultán Saladino en plena Guerra Santa, con ventajas para Jehuda y para las tierras de Castilla.
Interiormente sorprendido, Jehuda veía cómo la realidad de Toledo hacía realidad el sueño que él había tenido en aquel entonces junto a la derruida fuente. Su orgullo lo envolvía como una nube de brillo mate.
Se hizo diseñar un blasón y autorizarlo por el rey. En él podía verse la menorah, el candelabro de siete brazos del templo de Yavé, y en su interior podía leerse una inscripción en hebreo que proclamaba el nombre de Jehuda y su cargo. Mandó que le fabricaran un sello con su blasón, y llevaba este sello sobre el pecho como había sido costumbre entre sus antepasados, los hombres de los que hablaba el Gran Libro.
El diezmo de Saladino que la aljama pagaba era extraordinariamente elevado, y así era también la comisión que Jehuda obtenía de él. No quería conservar ese dinero. Pero he aquí que los judíos de París, al ser expulsados, habían podido salvar un rollo de la Torah que se consideraba la copia más antigua existente del quinto libro de Moisés, el Sefer Hillali. Jehuda adquirió el libro por tres mil maravedíes; no hubo ningún otro que hubiera entregado a los fugitivos de una forma tan elegante una suma tan importante.
Se hallaba sentado con Musa ante el valioso y frágil rollo de pergamino que había transmitido la palabra de Dios y la noble y sublime literatura del pueblo judío de generación en generación. La contemplaban con ojos ávidos y respetuosos, palpaban con cuidadosas manos el maravilloso libro.
Jehuda había pensado entregar el rollo de pergamino a la aljama, pero siempre le había causado desagrado que la sinagoga de Toledo fuera tan deslucida. Construiría el marco adecuado a su maravilloso libro. Un templo del que aquel manuscrito tan valioso fuera digno, que fuera digno de Israel y de la antiquísima aljama de Toledo y también de él mismo, de Jehuda Ibn Esra.
Musa objetó:
—¿No vas a hacer que aumente todavía más la ira del arzobispo y de los barones?
Jehuda sólo respondió a su comentario con una despreciativa sonrisa.
—Construiré al Dios de Israel una casa digna.
Musa, amablemente, pero quizás con mayor seriedad que de costumbre, le advirtió:
—No enjaeces tu caballo demasiado lujosamente, Jehuda, amigo mío. Si no, al final sólo tendrás el arnés y la gualdrapa, y tu caballo habrá huido.
Jehuda le palmeó amistosamente la espalda y siguió su temerario camino.